Incluso las vicisitudes menos gratas de nuestra historia son un aporte importante para edificar el futuro con paz y espíritu de convivencia, no sólo para nosotros sino para las generaciones siguientes
De un tiempo a esta parte, está siendo más utilizado el término oxímoron, definido por el DRAE como combinación en una misma estructura sintáctica de dos palabras o expresiones de significado opuesto, que originan un nuevo sentido. Incluso proporciona un ejemplo: silencio atronador. Aldo Moro, un antiguo dirigente de la Democracia Cristiana Italiana, hizo famoso uno de ellos cuando empleó la locución convergencias paralelas. Se veía obligado a buscar un modo de expresar la necesidad de unirse con el Partido Socialista Italiano y tal vez al llamado compromiso histórico −alianza con el PCI−, que nunca llegó. Aldo Moro fue secuestrado y asesinado por las Brigadas Rojas, pero había puesto la base para mostrar la posibilidad de resaltar lo que une, sin perder de vista lo que cada uno es.
El lector ya imagina que tal vez en este país necesitemos poner en marcha el oxímoron de Moro, precisamos en este momento la cultura del pacto por una razón de subsistencia. El resultado de las pasadas elecciones lo está postulando. No entraré −no me corresponde− en quiénes han de pactar y cómo han de hacerlo, pero resulta imprescindible si no queremos que España se convierta en una batalla permanente, en la que lo más importante no sea construir el país día a día. Hemos de inventar un lugar habitable. En cualquier nivel en que nos situemos, una democracia no consiste solamente en el gobierno de una mayoría a poder ser estable, sino también en el respecto a todas las minorías. Una cultura del pacto habría de incluir, en primer lugar, esta consideración: no se concuerda contra nadie, sino a favor del bien común.
Una auténtica democracia tampoco es simplemente el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que es fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedimientos democráticos: la dignidad de toda persona, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del bien común como fin y criterio común de la vida política. De no existir consenso sobre estos valores, se pierde la esencia de la democracia y se compromete su estabilidad. Es cierto que incluso esos valores son divergentes según por quien sean pensados. Pero aun con esta posible dificultad, hay que pechar con el pacto si deseamos una verdadera convivencia entre los españoles y no una mera yuxtaposición o un enfrentamiento. Precisamos hacer posible el oxímoron, tal vez evitando ser cainitas en aras de la solidaridad.
Ortega definió la patria como un proyecto sugestivo de vida en común. Ese proyecto se hace inviable cuando no lo es para todos, al menos en unos mínimos deseables que respeten las diversas sensibilidades. La solidaridad consistirá, en muchas ocasiones, en la capacidad de ceder unos y otros para optar por lo que más une y más conviene al bien general. Todo pacto exige generosidad y, por tanto, olvido de lo partidista. Pienso que la solidaridad expresa la exigencia de reconocer, en el conjunto de los vínculos que unen a los hombres y a los grupos sociales entre sí, el espacio ofrecido a la libertad humana para ocuparse del crecimiento común compartido por todos. Tal vez por ahí sea preciso buscar los puntos de viable entendimiento, incluso allí donde prevalece lo divergente. Donde hay una lógica de separación y fragmentación, allí debe aparecer la disposición de gastarse por el bien de los demás, superando cualquier forma de individualismo o particularismo.
Llamados a una hora de solidaridad, tal vez no esté de más la consideración de que todos tenemos un débito con la sociedad en la que estamos insertados. Todos somos deudores de aquellas condiciones que facilitan la existencia humana, del patrimonio constituido por la cultura, el conocimiento científico y tecnológico, los bienes materiales e inmateriales y todo aquello producido por la actividad de las mujeres y hombres. Tal deuda sólo se salda sabiendo que no hemos partido de cero, que incluso las vicisitudes menos gratas de nuestra historia −fueren las que fueren− son un aporte importante para edificar el futuro con paz y espíritu de convivencia, no sólo para nosotros sino para las generaciones siguientes.
Quienquiera que sea la autoridad surgida del consenso no podrá olvidar que el sujeto de la autoridad política es el pueblo, auténtico titular de la soberanía. El pueblo transfiere el ejercicio de su soberanía a quienes elige libremente como sus representantes, sin perder la capacidad de control sobre los actos de sus gobernantes ni de su sustitución en caso de que no cumplan satisfactoriamente sus funciones. Me parece que la primera de esas tareas −antes de ser gobierno− es la de hacerse dignos de él a través del consenso necesario para el bien general y para el respeto a las minorías. Una última consideración: la corrupción política es una de las más graves deformaciones del sistema democrático, algo que no atañe sólo al dinero, sino a todo aquello que supone menosprecio de los ciudadanos e introduce una notable falta de aprecio a las instituciones: tenemos que mirar al futuro a fin de evitar, con medidas educativas y legislativas, ese grave fraude distorsionante de la vida social.