Aniceto Masferrer

Ética, felicidad humana y justicia social

Jamás he conocido a alguien que haya renunciado a la felicidad. Tampoco a nadie que haya dejado de recurrir a algún tipo de ética a fin de alcanzarla. En realidad, existe un nexo clarísimo entre una vida ética y una vida feliz. La conexión entre ética y felicidad es algo permanente en la historia del pensamiento, desde la filosofía griega hasta la actualidad.

Ahora bien, ¿es posible ser feliz aisladamente de los demás? Dicho de otro modo, ¿puede uno ser feliz cuando la gente que le rodea es infeliz?, ¿es esto posible? De entrada, parece difícil ser feliz cuando la gente cercana no lo es. Parece que, efectivamente, mi felicidad depende, en parte, de la felicidad de la gente que me rodea.

Felicidad y justicia

Según los antiguos filósofos griegos, Demócrito, un pensador presocrático, afirmaba que quien comete injusticia es más desgraciado que quien la padece[1].

Se trata de una afirmación certera, pese a que la mentalidad actual puede llevarnos a pensar que la persona verdaderamente desgraciada es la que sufre la injusticia, no quien la comete.

Aristóteles decía que llamamos justo a lo que es de esta índole para producir y preservar la felicidad y sus elementos para la comunidad política[2].

Por tanto, Aristóteles conecta la justicia —que, lógicamente, tiene que ver con la ética— con la felicidad; y ésta con el conjunto de la comunidad política. Esta conexión entre ética, felicidad y justicia nos lleva a una pregunta relevante: ¿Es posible una sociedad civil ética?

Mi respuesta es un SÍ rotundo. No sólo es posible, sino que realmente es necesario. Aristóteles, al referirse precisamente a los elementos de la felicidad para la comunidad política, sostenía que existen tres bienes que conducen a la felicidad: la virtud, la prudencia y el placer[3]. En la sociedad actual está extendida la idea de que el elemento fundamental para la felicidad es el placer. A mayor placer, más felicidad: este es el núcleo de la filosofía utilitarista, el cual ha alimentado –o nutrido–, de alguna manera, el pensamiento moderno en el que vivimos. Sin embargo, para Aristóteles, era la virtud la disposición que resulta de los mejores movimientos del alma, así como fuente de sus mejores acciones y pasiones[4]. Y esto es así, añadía este filósofo, porque la virtud es ese modo de ser que nos hace capaces de realizar los mejores actos y que nos dispone lo mejor posible a un mejor bien u obrar, que está acorde con la recta razón[5].

Tomás de Aquino

Tomás de Aquino afirmaba, con respecto a la justicia, que todo gobernante debe proponerse la salvaguarda del bien común y tratar de conseguir el bienestar de sus súbditos. Además, sostenía que la felicidad y bienestar del conjunto de la sociedad está relacionado, de algún modo, con el gobierno de lo público, porque el gobernante debe proponerse la salvaguarda del bien común, en el que la ley juega su papel porque de ella se sirve el gobernante al gestionar la cosa pública. Definía la ley como una prescripción de la razón en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad[6].

No quiero detenerme ahora en la referencia a la ‘prescripción de la razón’[7], sí quiero resaltar la expresión ‘en orden al bien común’, es decir, a la necesidad de que un poder público recurra a leyes que contribuyan o coadyuvan al bien público y facilitar así la consecución o el logro de la felicidad al conjunto de la sociedad. Esta idea es recurrente en la historia del pensamiento medieval y moderno, pasando por el iusracionalismo (s. XVII), la Ilustración (s. XVIII), etc., hasta la actualidad.

Las constituciones modernas y la influencia de Locke

La conexión entre justicia, ética y felicidad pasó a los textos legales, sobre todo en las constituciones modernas. La Declaración de Independencia americana (4 julio de 1776), por ejemplo, contiene referencias expresas a los derechos inalienables como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, entendiendo ésta como un derecho natural inalienable. Este texto procedía, en buena medida, de otro anterior, la Declaración de Virginia, que menciona la existencia de ciertos derechos innatos, como la vida, la libertad, la propiedad —bajo la influencia clara de John Locke—, así como la búsqueda de la felicidad y la seguridad.

La relación entre el gobierno de lo público y la felicidad aparece también en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, texto que vinculaba la felicidad de todos con los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre. Ese texto pasó a la Constitución francesa de 1791, el cual reprodujo el párrafo de la mencionada Declaración. Dos años más tarde, la Constitución francesa de 1793 recogía, en su artículo primero, que el fin de la sociedad es la felicidad común. El Gobierno está instituido para garantizar al hombre el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles.

Pasemos ahora del contexto americano y francés al español. La Constitución de Bayona (julio, 1808), al tratar de la fórmula del juramento real —necesario para la proclamación del nombramiento como rey—, recoge la exigencia de gobernar solamente con la mira del interés, de la felicidad y de la gloria de la nación española (art. 6).

Cuatro años más tarde, la Constitución de Cádiz de 1812 señalaba que el objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen (art. 13).

¿Es posible una sociedad civil ética? La respuesta de J. Stuart Mill

Tras el análisis de la estrecha relación entre justicia social, ética y felicidad, cabría preguntarse de nuevo: ¿es posible una sociedad civil ética? Uno siempre podría argüir que sí sería posible si los gobernantes lo permitieran o crearan unas condiciones mínimas para ello. Es innegable que si el poder público gobernara con miras al bien común y procurara la felicidad del conjunto de la nación, y las leyes fueran justas, sería más fácil la realización de una sociedad civil ética. Es cierto, pero mi tesis es que ese objetivo es una tarea del conjunto de la sociedad y que, por tanto, también es posible cuando los gobernantes apenas ayudan o contribuyen al florecimiento ético de una sociedad[8].

¿Qué pasaría si estuviéramos en una situación social y política en la que todo el mundo tuviera trabajo, todo el mundo tuviera una casa, todo el mundo tuviera educación, todo el mundo tuviera sanidad?, se preguntó John S. Mill. Y añadió: Si el Estado consiguiera lograr todo eso, ¿sería el individuo —el súbdito— feliz? Él llegó a la conclusión de que NO, porque la felicidad no depende solo del confort material, aunque está claro que es básico y ayuda. De hecho, cuentan que pasó unos días deprimido al percatarse de que, en realidad, el poder político no puede garantizar, incluso haciéndolo bien, la felicidad de todos sus individuos.

La felicidad y ética

Por tanto, la felicidad es una conquista personal, pero abierta al otro, a los demás. Está relacionado, en definitiva, con la ética. Y la ética no es, sobre todo, un conjunto de normas, de reglamentaciones que hay que procurar seguir en virtud de unos criterios, como podría ser el del deber kantiano. La ética marca más bien unas máximas fundamentales de comportamiento humano y muchas de ellas tienen que ver con los demás, es decir, con la virtud de la justicia, con “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que es suyo” (Ulpiano) [9], a fin de que el ser humano tenga una vida plena, lograda, feliz. Existe, por tanto, una conexión directa, por una parte, entre la ética y la felicidad de cada persona, y, por otra, entre esa ética y felicidad del individuo con la justicia y el bienestar social.

Cuatro claves éticas para una sociedad civil libre y madura

Al igual que existen cuatro claves fundamentales para la regeneración ética de la política, esto es, de quienes se dedican a la cosa pública[10], existen –a mi juicio– otras cuatro con respecto a la contribución de todo ciudadano al florecimiento ético de la sociedad.

La ética de un país –o de una sociedad– es, en buena medida, la suma de la vida ética de los individuos que la conforman. Si uno procura ser mejor, ya está mejorando el conjunto de la sociedad. A veces uno podría deprimirse al ver que las cosas están como están; a uno le gustaría ser el salvador, el mesías del mundo en el que vive, pero esto no es así ni es posible. Hay que vivir en la realidad.

Lo que uno sí puede hacer es vivir mejor, mejorar como persona; vivir así tiene siempre, de un modo u otro, un efecto contagioso. Quizá el efecto no sea visible, apabullante, inmediato, pero se va construyendo una sociedad más ética. Es verdad: si cada uno hiciera un poco más eso, el conjunto de la sociedad mejoraría, se viviría mejor, sería una sociedad más justa, quizás menos competitiva y más colaborativa; nos ayudaríamos más los unos a los otros.

Veamos ahora las cuatro claves éticas cuyo efecto no sólo sería personal, sino colectivo, beneficiándose el conjunto de la sociedad[11].

1ª) Pensar por uno mismo

El primero es clave: piensa por ti mismo. Este es un principio fundamental de la vida moral. No dejes que otro u otros piensen por ti; de lo contrario, jamás llegarás a ser realmente tú. Dejar que los demás piensen por ti conduce a dejar que también sean los demás quienes actúen y tomen decisiones por ti. Esto es lo contrario a una vida ética porque no es posible una vida ética sin su presupuesto fundamental, el de un ejercicio profundo, real y auténtico de la libertad personal.

Blaise Pascal decía que el principio de la moral es esforzarse en pensar bien[12].

El principio de la moral no es tener una gran memoria, porque lo fundamental de la moral no es cumplir con una serie de reglas minuciosas o específicas de conducta. No. Existen unos principios morales fundamentales compartibles por millones de personas con independencia de la tradición cultural o religiosa de la que procedan, y uno mismo, con la luz de la razón, si realmente se detiene y piensa por sí mismo, puede lograr discernir lo que es bueno.

John Finnis sostenía que para tomar decisiones buenas hay que superar tres obstáculos: la cultura, el interés y las pasiones[13]. Respecto a la cultura, es cierto que algunas ideas, al estar tan metidas en la mentalidad social, tienden a darse por supuestas. Es peligrosa la tendencia a dar casi todo por supuesto. Esto sucedió precisamente en la sociedad norteamericana del siglo XIX, por ejemplo, con el racismo o la esclavitud. ¿Cómo iban a vivir sin esclavos? No era fácil pensar de otro modo en un momento en el que la esclavitud estaba completamente metida la cultura, pero no por ello era eso algo moralmente bueno.

Por tanto, la cultura puede ser, en ocasiones, un obstáculo a superar. Se requiere de personas, generalmente de una minoría que, pensando por sí misma, llegue a conclusiones que sean contraculturales, contrarias al pensamiento o sentir –ahora cabría añadir a la emotividad– de la mayoría, máxime cuando, en ocasiones, la mayoría se debe al quehacer de un conjunto de lobbies o grupos financieros y empresariales que, en connivencia con los medios de comunicación, se hace con el control de la opinión pública de una parte importante del mundo.

El segundo obstáculo es el interés personal. Cuando tenemos un interés muy intenso y acentuado en algo, es difícil pensar de modo ecuánime, sin llegar a una conclusión o a una decisión satisfaga el interés personal. Esto no significa que no podamos tener intereses, pero hay que ser cauteloso con ellos porque pueden impedir o dificultar mucho tener una visión realista y tomar decisiones justas. No es lo mismo ser un ciudadano que se preocupa por la cosa pública que un político que vive de la cosa pública. No es lo mismo tomar una decisión moral sobre una cuestión en la que uno tiene un marcado interés personal (profesional, afectivo, económico, político, etc.), o sobre algo alejado del propio interés.

El tercer obstáculo son las pasiones. Todos tenemos pasiones, es humano tenerlas y no son malas en sí mismas. Hay pasiones que son buenas y nos llevan a hacer el bien con gran pasión –valga la redundancia–, y otras no son tan buenas. La fuerza de la pasión exige una respuesta libre y consciente, para la cual es imprescindible recurrir a la razón para dilucidar la bondad o maldad de seguirla. Esto es dominio de sí o autodeterminación.

Aquí es aplicable el sapere aude kantiano: atrévete a pensar, a superar los obstáculos[14]. La experiencia puede constituir una valiosa ayuda para la vida moral: las malas decisiones del pasado pueden ayudar a reaccionar y a darse cuenta de lo bueno, las malas experiencias ajenas también nos enseñan y, a veces, incluso la lectura de un buen libro puede ayudar y orientar, pero nada jamás debería de sustituir ni suplantar el propio pensamiento crítico, la reflexión personal.

2ª) Expresar lo que se piensa

La segunda idea tiene mucho que ver con el primer punto: expresa lo que piensas. ¿De qué serviría que una persona pensara, reflexionara, tuviera sus puntos de vista sobre lo que es una vida armoniosa, ética, saludable —podríamos decir—, si luego no pudiera expresar lo que piensa, teniendo que contenerse –o reprimirse– porque no se le permite expresar eso que piensa en la sociedad? Creo que esto es un error. Muéstrate como eres, expresa lo que piensas. Este es una exigencia que hunde sus raíces en la primera clave. Es más, solo cuando expresamos lo que pensamos, sabemos en realidad lo que pensamos. El pensamiento personal no termina de configurarse hasta que no es expresado. Se puede expresar mentalmente, pero ayuda muchísimo verbalizarlo, hablando, escribiendo y dialogando con otras personas.

Gandhi afirmaba que “la felicidad se alcanza cuando lo que uno piensa, dice y hace está en armonía”. Es una afirmación sensata que podríamos suscribir todos: que haya una armonía entre lo que uno piensa, dice y hace. La hipocresía está en las antípodas de una buena vida ética. A veces convendrá ser prudentes y no decir todo lo que se piensa. Hay momentos en los que hay que ser prudentes, ciertamente, pero si uno habitualmente, socapa de supuesta prudencia, no vive en esa armonía entre lo que piensa, dice y hace, esa actitud no ayuda ni contribuye a una vida plena, lograda o feliz.

Por tanto, lo primero es pensar o razonar. Ahora bien, esto no es suficiente. Hay que aprender a expresar lo que se piensa hasta el punto de adquirir o interiorizar ese hábito. Para conquistar la libertad que me permite llevar una vida feliz necesito armonía y coherencia y, por tanto, hay que rechazar la hipocresía y la falsedad. Alguien podría excusarse diciendo que él es así, y es posible que así sea, pero tendrá que cambiar, procurando aproximarse hacia esa armonía entre lo que piensa, dice y hace.

3º) Respetar y procurar el bien del otro

Lógicamente, esto no debe hacerse siendo irrespetuoso con los demás, lo cual nos lleva al punto tercero: respeta y busca el bien de los demás. El respeto a los demás implica apertura y amor, procurar el bien del otro, a ese que no soy yo, pero que forma parte de mí y al que necesito para conocerme –o reconocerme–.

Junto al respeto a los demás, hay que dar un paso más y decir al otro: “no solo te respeto porque en ti me veo a mí, porque formas parte de mí, porque te necesito –y me necesitas–, porque me puedes enriquecer” (y me enriquece, sobre todo, cuando no piensas lo mismo que yo pienso, esto me viene bien y me ayuda a pensar). Sobre la base del exquisito respeto al otro, hay que añadir el afán positivo por hacerle todo el bien que se pueda, que es una máxima ética fundamental: “Haz el bien que buenamente puedas a los demás”.

Aristóteles afirmaba que el hombre es un animal político[15], y Victor Frankl sostenía que las puertas de la felicidad se abren hacia afuera[16]. En efecto, las puertas de la felicidad no se abren hacia adentro, sino hacia afuera; no llevan al repliegue, sino hacia la apertura a los demás. Si no se ve de ese modo, quizá se haya caído en la afirmación de filósofos existencialistas como Sartre, para quien “el infierno son los otros”, quienes, con su mirada y su juicio me limitan, ponen en evidencia mi limitación, me humillan, no pudiendo uno sustraerse de ese juicio ajeno en el conocimiento de sí mismo[17].

Hay que cultivar la cultura —valga la redundancia— del respeto. Esto significa cultivar también la escucha y el dialogo, sobre todo, con quien piensa distinto, aceptando a los demás sin juzgarles. Mirar a las personas con buenos ojos es un modo de tratarles con respeto, sin etiquetarlas ni instrumentalizarlas. Pasar del respeto a la ayuda o a la búsqueda de su bien, es, en el fondo, amar. Amar a una persona es buscar lo mejor para ella, procurar su bien. Es posible que, en ocasiones, esto pueda ir más allá de mis propios intereses, de lo que a mí me interesa personalmente, pero una vida lograda no deja a nadie al margen, porque el bien ajeno termina entrando a formar parte de los propios intereses.

4ª) Buscar la excelencia en todo lo que se hace

El cuarto punto se refiere a otra máxima ética: busca la excelencia en todo lo que hagas. Lo que uno hace lo abarca todo: estudio, trabajo, vida familiar, vida social, trato con amigos, aficiones, etc. Se trata de procurar hacer bien todo lo que uno hace o tiene que hacer. Esta es otra máxima ética fundamental.

Podría parecer que este principio no casa con el reproche dirigido a la persona que busca sólo el resultado, lo inmediato, lo aparente. En absoluto. Quien busca la excelencia no persigue el resultado, sino el bien; por esto se afana por trabajar de modo excelente. Siempre que algo te parezca bueno, que te pueda hacer bien y hacer bien a los demás, procura hacerlo, aunque sea arduo y complicado (siempre y cuando no te vaya a romper interiormente, lógicamente; a cada uno corresponde ver hasta dónde pueden llegar las propias fuerzas y cuál es la higiene mental que se tiene).

Actuar en conciencia, haciendo lo que uno cree que tiene que hacer (porque lo percibe como bueno), incluso a sabiendas de que quizá no obtenga el resultado esperado, genera un efecto muy positivo en uno mismo. ¿Por qué? Porque el criterio fundamental de la ética no es utilitarista ni pragmático. Por el contrario, la búsqueda del resultado en todo lo que suele generar tensiones, angustia, ansiedad y, en ocasiones, depresión.

A la hora de buscar la excelencia, sé creativo y auténtico, haciendo el bien y procurando hacer bien todo lo que haces. Insisto: trata de pasar la vida haciendo el bien y haciendo bien todo lo que haces, que son cosas distintas. Procura descubrir, con la mente y el corazón, cómo hacer el bien y cómo hacer bien las cosas, pero no las hagas meramente por interés, contraprestación o premio. Lógicamente, es mejor hacer el bien por un premio que no hacer el bien, pero si uno quiere construir una vida lograda, profunda, auténtica, debe procurar hacer las cosas por su bondad, porque son buenas en sí mismas. Solo así uno se hace bueno y mejora como persona. Esto es así porque uno se convierte en aquello que busca al actuar o comportarse.

Pongo un ejemplo. Imagina que estás en la calle y ves en el semáforo a una persona que, estando junto a alguien que está ciego, se ofrece a ayudarle a cruzar: ¿Quiere usted que le ayude a cruzar la calle?, y cruza la calle. ¿Qué pensarías? “¡Qué acto más bueno! El ciego baja una calle y llega a otro cruce, y sucede lo mismo con otra persona que le asiste.

Aparentemente, los dos actos son idénticos: una persona necesitada es ayudada por alguien que le puede facilitar cruzar la calle; sin embargo, los dos actos pueden ser completamente distintos porque quizá el primero ha prestado aquella ayuda porque quería quedar bien frente a otra persona que estaba delante y otra persona lo ha hecho porque lo que realmente buscaba era ayudar a esa persona ciega, con independencia de que pueda quedar bien o mal.

Esas dos personas se han configurado en lo que han buscado al actuar. Si uno ha querido actuar bien y lo que buscaba era ayudar al ciego, se ha hecho bueno al prestar ese servicio; si uno ha buscado aparentar, quedar bien, lo que habrá conseguido es reforzar esa imagen o apariencia, sabrá aparentar más, pero no se habrá hecho mejor persona, máxime cuando la moral tiene que ver con la verdad y el bien, no con la apariencia, la hipocresía o la falsedad.

Consideración final

Al lector le corresponde enjuiciar en qué medida es certera la tesis aquí sostenida, a saber, que el florecimiento ético de una sociedad no depende tanto, ni fundamentalmente, de sus gobernantes, como de la ética personal del conjunto de sus ciudadanos. ¿Qué sucedería si la mayoría se empeñaran en llevar a la práctica las cuatro claves aquí analizadas? Mencionémoslas aquí de nuevo, a modo recapitulatorio y conclusivo: Pensar por uno mismo; expresar con libertad (y respeto) lo que se piensa; respetar y procurar el bien de los demás; buscar la excelencia en todo lo que uno hace.

Mi respuesta es clara: tendría lugar la mayor revolución social que jamás se haya podido ver. No se trataría de una revolución violenta, sino pacífica y duradera porque se cimentaría sobre unos postulados éticos verdaderamente humanos y vividos en libertad, quizá a pesar de los Gobernantes y, desde luego, tampoco por sus medidas o prescripciones legales. En realidad, estaríamos ante una auténtica democracia –o una democracia realmente madura–, en la que todos contribuirían –con su vida, su trabajo y su participación activa mediante el ejercicio de la libertad de expresión en los procesos de deliberación pública–, al florecimiento de una sociedad civil más libre y madura.

Aniceto Masferrer, en proyectoscio.ucv.es/

Notas:

[1] Texto n. 759 (68 B 45), Demóc., 11 (recogido en Los filósofos presocráticos (Introducciones, traducciones y notas por A. Poratti, C.E. Lan, M.I. Santa Cruz de Prunes y N.L. Cordero), Madrid: Gredos, 1986 (https://archive.org/stream/ColeccionObrasGrecoLatinas1/028.losFilsofosPresocrticosIii_djvu.txt). Léanse otras afirmaciones de Demócrito sobre la bondad humana: texto n. 755 (68 B 48) Demóc., 14: “El hombre bueno no para mientes en las injurias de gente insignificante”; texto n. 756 (68 B 39) Demóc., 4: “Bello es impedir que alguien cometa injusticia; y si ello no es posible, al menos no hacerse cómplice”; texto n. 757 (68 B 39) Demóc., 5: “Se debe ser bueno, o bien imitar al que lo es”; texto n. 758 (68 B 43) Demóc., 9: “Arrepentirse de las malas acciones es la salvación de la vida”; texto n. 760 (68 B 62) Demóc., 27: “Bueno es no tanto el no cometer injusticia, sino el no tener intención de cometerla”; texto n. 761 (68 B 89) Demóc., 55: “Detestable no es quien comete injusticia, sino quien lo hace deliberadamente”.

[2]   Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 1, 1129 b18-20.

[3]   Aristóteles, Ética Eudemia 1218b32; la felicidad, por tanto, se asocia a tres géneros de vida: la vida política (se ocupa de las acciones nobles, aquellas que se desprenden de la virtud), la vida filosófica o “vida contemplativa” (se ocupa de la prudencia y de la contemplación de la verdad) y la vida del placer o “vida voluptuosa” (se ocupa del goce y de los placeres corporales) (Aristóteles, Ética Eudemia 1215a33-1215b1-4).

[4]   Aristóteles, Ética Eudemia 1220a30-32.

[5]   Aristóteles, Ética Eudemia 1222a8; al respecto, véase, por ejemplo, Luis Fernando Garcés Giraldo, “La virtud aristotélica como camino de excelencia humana y las acciones para alcanzarla”, Discusiones Filosóficas, año 16 nº 27, julio – diciembre 2015. pp. 127-146 (disponible en http://www.scielo.org.co/pdf/difil/v16n27/v16n27a08.pdf).

[6]   Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, II, c. 90, a. 4.

[7]   Pese a la relevancia de la ‘prescripción de la razón’, máxime cuando el pensamiento moderno sustituyó la razón por la voluntad, concibiendo la ley más como un mandato del Estado que como una exigencia de la razón –o racional–, apelando más a la coercibilidad que a la razonabilidad, más a la fuerza creadora del poder político que a la de la razón.

[8]   Aniceto Masferrer, “¿Es posible una regeneración humanizadora de la sociedad y de la política?”, Para una nueva cultura política, Madrid: Catarata, 2019, pp. 11-15. 

[9]   También puede traducirse por “la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno su derecho”; veamos el texto completo: “Los preceptos del derecho son: vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo” (Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere, D.1.1.10.1). Definiciones parecidas de justicia pueden encontrarse en Cicerón (“La justicia es un hábito del alma, que observado en el interés común otorga a cada cual su dignidad”), Aristóteles (cuya teoría de la justicia aparece recogida en su Ética a Nicomaco, Libro IV; para Aristóteles, la justicia es una virtud que busca el bien ajeno, EN 1129b – 1130a; en consecuencia, el mejor hombre, el más justo, no es el que usa de las virtudes para su propio beneficio, sino para el beneficio de los demás, EN 1129b 30), y Tomás de Aquino (para quien la justicia es “el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho”, Suma Teológica, II-II, q. 58, a. 1).

[10]    Aniceto Masferrer, “Regeneración política”, Para una nueva cultura política, Madrid: Catarata, 2019, pp. 17-20.

[11]    Todas ellas, entre otras, aparecen recogidas, de un modo más exhaustivo, en el Manual de ética para la vida moderna, Madrid: Edaf, 2020.

[12]    “Esforzarse en pensar bien; he aquí el principio de la moral”, es la afirmación completa que puede encontrarse, además de internet, en Blaise Pascal, Pensamientos, opúsculos, cartas, Madrid: Gredos, 2012.

[13]    John Finnis, “Is natural law theory compatible with limited government?”, en Robert P. George, Natural law, Liberalism and Morality, Oxford: Oxford University Press, 1996, pp. 1-26, cuya tesis fundamental del capítulo cabría resumirse en la siguiente afirmación: “In any sound theory of natural law, the authority of government is explained and justified as an authority limited by positive law (…), by the moral principles and norms of justice which apply to all human action (…), and by the common good of political communities-a common good which I shall argue he is inherently instrumental and therefore limite” (p. 1).

[14]    Como es bien sabido, la expresión Sapere aude (“Atrévete a conocer”), recogido en el texto kantiano ¿Qué es la Ilustración? (1784), fue extraída de la Epístola II (Epistularum liber primus), del poeta Horacio, escrita a su amigo Lolius en el s. I a. C. en los siguientes términos: Dimidium facti, qui coepit, habet: sapere aude, / incipe (“Quien ha comenzado, ya ha hecho la mitad: atrévete a saber, empieza”).

[15]    Aristóteles, Política, I. 1253a 2-8: “De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre”.

[16]    Víctor Frankl, El hombre en busca de sentido (1946); afirmación que el psiquiatra austríaco hizo como contrapunto a la del filósofo danés Søren Kierkegaard, quien consideraba que la puerta se abría hacia adentro (“La puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno empuja, la cierra cada vez más”).

[17] Jean-Paul Sartre, A puerta cerrada, Madrid: Alianza, 1981; véase la versión original francesa, Jean-Paul Sartre, Huis clos – L’enfer c’est les autres, Frémeaux Colombini SAS, 2010 (disponible en https://www.philo5.com/Les%20philosophes%20Textes/Sartre_L’EnferC’EstLesAutres.htm#_ftn1): “Siempre se ha entendido mal «El infierno son los demás». Han creído que con ello quería decir que nuestras relaciones con los demás siempre estaban envenenadas, que siempre eran relaciones infernales. Y sin embargo, lo que quiero decir es algo bien distinto. Quiero decir que si las relaciones con el otro están torcidas, viciadas, entonces el otro sólo puede ser el infierno. ¿Por qué? Porque los demás son, en el fondo, lo más importante en nosotros mismos, para nuestro propio conocimiento de nosotros mismos. Cuando reflexionamos acerca de nosotros, cuando intentamos conocernos, en el fondo usamos conocimientos que los demás ya tienen acerca de nosotros, nos juzgamos con los medios que los demás tienen —nos han dado— para juzgarnos. Diga yo lo que diga acerca de mí, siempre el juicio ajeno entra en ello. Sienta yo lo que sienta de mí, el juicio ajeno entra en ello. Lo que quiere decir que, si mis relaciones son malas, me coloco en una dependencia total respecto del otro y entonces, en efecto, estoy en el infierno. Y existe cantidad de gente en el mundo que está en el infierno, porque depende demasiado del juicio ajeno. Pero eso no quiere decir en absoluto que no se puedan tener otras relaciones con los demás, sólo señala la capital importancia de todos los demás para cada uno de nosotros”.

Juan Luis Monreal Pérez

1. Introducción

Nebrija supo ver la importancia que la lengua tenía y el papel que debía jugar en el contexto cultural español que vivió. En toda su vida y obra, en su comportamiento académico e, incluso, en las relaciones personales que estableció en el ejercicio de su profesión de filólogo y gramático siempre aparece la misma voluntad, concretada en dos objetivos precisos: criticar, por una parte, el método escolástico seguido por las escuelas de la baja Edad Media y caracterizado por ocuparse de cuestiones menores que se expresaban en lenguaje artificial y especulativo; combatir, por otra, la España bárbara, desde el punto de vista del uso de la lengua, para establecer en ella los Studia humanitatis, el cultivo renacentista de las letras, que conduciría a esta nación definitivamente a la modernización.

Nebrija tenía muy claro que su proyecto de estancia en Bolonia tenía como objetivo aprender nuevas cosas de los maestros del Humanismo, para que –a su vuelta a España–poderlas incorporar, que buena falta hacía, ya que en esta tierra abundaba la barbarie de mediocres maestros que estaban corrompiendo el latín y había que hacer lo necesario para restituir el latín en su pureza (Cf. Nebrija, 1989:fol. a. ij., v.-a. iij.).

El autor empleó los diez años de estancia en Bolonia, según él mismo confiesa, “no por la causa que otros van, o para ganar rentas de iglesia, o para traer fórmulas de Derecho Civil y canónico, o para trocar mercaderías, mas para que por la ley de la tornada, [después de luengo tiempo restituyese en la posesión de su tierra perdida los autores del latín, que estavan ia, muchos siglos avía, desterrados de España” (Nebrija, 1989:fol. a. ij., v.). Ello explica la total identificación de Nebrija con la visión del Humanismo renacentista.

2.    Nebrija, humanista renacentista

Desde que Nebrija recibe su primera formación universitaria en Salamanca y, sobre todo, durante su estancia en Bolonia, la voluntad anteriormente referida se arraiga en su vida fuertemente, convirtiéndose en el principio orientador de toda su actividad. Tan es así, que cuando Nebrija retorna de Bolonia y, después de su paso por Sevilla, se decide a hacer carrera docente en Salamanca y dedicarse a la noble tarea de la lengua (Cf. Nebrija, 1989: fol. a. ij., v.-a. iij.).

Por esto, el ideal humanista del Renacimiento aplicado al uso de la lengua fue para Nebrija su misión histórica. Ello explica que tal comportamiento marcará en las letras españolas su impronta y hará que su obra haya sido considerada como pionera en el llamado Humanismo renacentista español.

La visión de la empresa filológica de Nebrija, no se entendería bien, si no la examinamos teniendo en cuenta su condición de gran humanista renacentista: su formación general, tanto filológica como la que tenía en el resto de disciplinas que tanto peso tenían en la época, su estancia en centros de saber tan reconocidos y prestigiosos como Bolonia y Salamanca, y su trabajo académico tan vinculado a eminentes eruditos de corte renacentista. (Cf. Bataillon, 1986:25)

3.    Nebrija y la función de la lengua

La lengua constituye para Nebrija el centro de su interés y dedicación, pero no al modo escolástico que la reducía a un puro artificio especulativo, sino al modo renacentista como algo vital y práctico para el hombre y para la modernización de la sociedad. Razón por la que la lengua debe tener una funcionalidad clara, desde la perspectiva del Lebrijano. ¿Por qué aspectos debe definirse dicha funcionalidad?:

La lengua debe tener un uso real y concreto; debe servir al hombre, es decir, debe estar hecha a la medida del hombre y, por supuesto, de la sociedad.

La lengua debe responder a la manera común en el habla, no a un artificio solamente usado por minorías, como en definitiva defendían los escolásticos. Pero la manera común en el habla debía de ser la mejor, la usada por los mejores, por aquellos que han usado la lengua con claridad y belleza, tal como lo hicieron los clásicos (Cf. Rico, 1996:11). La lengua sólo puede ser instrumento de comunicación si corresponde a la lengua viva. El trabajo lexicográfico llevado a cabo por Nebrija en su Diccionario y Vocabulario, por ejemplo, tiene muy en cuenta la lengua hablada y viva (Cf. Salvador, 1994:16). La lengua debe servir para una renovación total de España. El uso debido de la lengua, debe suponer –por un lado–, la eliminación de la barbarie extendida por toda España y, –por otro–, la entrada de España a la modernidad que el Renacimiento propugna a través del buen uso de la lengua.

La consecución de los cometidos anteriores por parte de la lengua, no era para Nebrija sólo un puro deseo, sólo una voluntad. De ninguna manera. Nebrija acomete a lo largo y ancho de su obra actuaciones concretas por las que nos indicará el mejor ejercicio de la lengua. A tal fin, cinco de sus obras principales responden específicamente a dicho cometido, ya que en tres de ellas se aborda la cuestión de la gramática, como ámbito normativo, tanto en relación al latín como al castellano, y en las otras dos obras Nebrija hace una contribución importante al desarrollo de las lenguas latina y castellana, desde el punto de vista lexicográfico [1].

3.    Aportación de Nebrija al uso de la lengua

La cuestión de la gramática y la cuestión lexicográfica son los dos ámbitos principales de los que Nebrija se ocupa en sus estudios lingüísticos, y fruto de ello son las obras que dedicó a estas cuestiones, a partir de 1481 hasta que le sobrevino la muerte en 1522.

3.1. Obra gramatical

La producción gramatical de Nebrija se explica por la presencia e interrelación de diversos contextos históricos que contribuyen al interés del Lebrijano por la lengua. En opinión de W. Keith Percival, éstos son de diversa naturaleza, pero tienen en común su carácter internacional, es decir, que sobrepasaban ya en aquel tiempo los límites concretos de un país u otro, y los identifica –por un lado –con el denominado Humanismo renacentista que marca toda la trayectoria de la vida de Nebrija; por otro, con la ya existente –aunque reciente y precaria– tradición gramatical vernácula; y finalmente, con el movimiento de apertura de varios países europeos a otras partes del mundo, creándose espacios internacionales que favorecían el desarrollo de la lengua (Cf. Percival, 1994:60-62). La presencia e interrelación de dichos contextos históricos explican la producción gramatical de Nebrija y que se materializó en las obras siguientes:

1)   Las Introductiones latinae (Gramática latina) y su aportación al desarrollo de la lengua.

Cómo es lógico para un humanista renacentista como Nebrija, su punto de partida del estudio de la gramática lo hace en relación a la lengua latina con su obra Introductiones latinae (Gramática latina, 1481), ya que esta lengua, junto al griego y el hebreo, constituían el referente clásico a seguir. Con esta obra Nebrija iniciaba su actividad de ir erradicando de España la barbarie –en cuanto al uso de la lengua–, y empezando por la ciudad de Salamanca para ir extendiendo dicho movimiento al resto del país.

La Gramática latina (Introductiones latinae) que sale de la pluma y firma del Lebrijano (Cf. Nebrija, 1999) es lanzada al mercado por un tipógrafo anónimo de Salamanca y con la clara finalidad de ser un instrumento eficaz para el aprendizaje y la mejora de la lengua latina; es decir, Nebrija tiene bien definido el alcance que le asigna a su obra y el para qué y el para quién, evitando otras pretensiones no acordes con su objetivo general (Cf. Rico, 1996:9).

El eco que tuvo la publicación de la Gramática latina de Nebrija fue considerable, no solo en España sino también fuera, tal como lo evidencian las distintas ediciones que se hicieron de la misma en el siglo XVI y en ciudades tan importantes como Lyon, Amberes y Colonia.

2)   Las Introductiones latinae contrapuesto el romance al latín

De entre las ediciones de las Introductiones en las que intervino el propio Nebrija hay que señalar especialmente la versión bilingüe de la misma, es decir, en lengua latina y castellana, llamada Introductiones latinae contrapuesto el romance al latín, y que debió aparecer en 1488. Este hecho ni es casual y tiene su trascendencia.

La explicación de la realización de la versión bilingüe de las Introductiones parece ser el resultado de la promesa que Nebrija hace a la Reina Isabel de trabajar en la realización de una Gramática Castellana, siguiendo el modelo de su Gramática Latina, tal como más tarde recordará en la Gramática Castellana: “… que cuando en Salamanca di la muestra de aquesta obra a vuestra real Majestad, y me preguntó que para qué podía aprovechar, el mui reverendo padre Obispo de Ávila me arrebató la respuesta [folio. 3 v. (Nebrija, 1980:101).

¿Qué valoración puede hacerse de la Gramática latina de Nebrija desde el punto de vista de su contribución a la lengua? Sobre la Gramática latina de Nebrija hay un alto acuerdo: por su estilo, hechura y pautas clásicas que conforman esta obra sabe a modernidad. Aunque pueda parecer paradójico, la vuelta a la antigüedad que le llevó al Lebrijano la construcción de las Introductiones latinae, no supuso quedarse en el pasado sino hacer la entrada a la literatura moderna en España. La mirada al pasado no le sirvió de legitimación de la barbarie extendida por todo el territorio, sino que al contrario, la utilizó de palanca para quitar los obstáculos y facilitar la modernidad.

3)   La Gramática Castellana y su aportación al desarrollo de la lengua

Desde el punto de vista temporal, la Gramática de la Lengua Castellana aparece en el año 1492, algo más tarde que lo hiciese su obra las Introductiones latinae contrapuesto el romance al latín (la edición bilingüe). Este desfase temporal entre una obra y otra explica, según la opinión más generalizada, las relaciones que existen entre ambas, independientemente de que la Gramática Castellana tenga su relativa autonomía respecto a la edición bilingüe de las Introductiones latinae.

Como contexto histórico, el año 1492 supone para España un cambio sumamente importante que tendrá unos efectos de primer orden, no solo en el orden político, social, sino también cultural y lingüístico: en este año España, por un lado, vuelve a la unidad del país mediante la toma de Granada y la expulsión de  los árabes; y, por otro, España se abre también en este año a nuevos mundos a través del descubrimiento de América. Precisamente, este contexto nuevo le servirá a Nebrija para ver la oportunidad y el papel que puede desempeñar la Gramática Castellana que acaba de publicar:

[…] τ, respondiendo por mí (el mui reverendo padre Obispo de Ávila), dixo que después que vuestra Alteza metiesse [fol. 3 v.] debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros τ naciones de peregrinas lenguas, τ con el vencimiento aquellos tenían necesidad de recibir las leies quel vencedor pone al vencido, τ con ellas nuestra lengua, entonces, por esta mi Arte, podrían venir en el conocimiento della, como agora nos otros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latín. Y cierto assí es que no sola mente los enemigos de nuestra fe, que tienen la necesidad de saber el lenguaje castellano, mas los vizcainos, navarros, franceses, italianos, τ todos los otros que algún trato τ conversación en España τ necesidad de nuestra lengua, si no vienen desde niños a la deprender por uso, podrán la más aina saber por esta mi obra. (Nebrija, 1980:101-102)

Desde la perspectiva filológica y cultural que orienta este texto, no vamos a entrar en la polémica de detalle de cuánto estas dos obras se ven influenciadas y cuál fue la secuencia histórica de sus publicaciones correspondientes (Cf. Ridruejo, 1994:485-498). Nuestra opinión en esta cuestión, y en línea con el pensamiento mayoritario al respecto, es que la Gramática Castellana resulta, por un lado, de todo un proceso de trabajo anterior de Nebrija marcado especialmente por su obra Introductiones latinae en su primera edición y por la edición que hace de la misma en latín y romance castellano; pero, por otro lado, la Gramática Castellana mantiene su originalidad y autonomía respecto a la obra anterior, en su doble formato, lo que explica la relevancia que tiene y el reconocimiento histórico que de la misma se ha hecho a través del tiempo.

Aparte de lo que ha supuesto para el desarrollo de la lengua la Gramática Castellana de Nebrija, conviene también señalar que la publicación de esta obra así como su impacto, apenas tuvo antecedentes ni consecuentes inmediatos, si ambos se miden por la existencia de obras o gramáticas romances anteriores y posteriores a ella y por las ediciones posteriores que se hacen de la misma.

Respecto a lo primero, la Gramática Castellana de Nebrija aparece sin tener apenas como antecedentes ni consecuentes inmediatos obras o gramáticas de igual o parecida orientación. Esto puede considerarse como una de las grandes novedades de esta publicación, al ser prácticamente la primera gramática romance escrita bajo el patrón renacentista-humanista, pero también cabe entenderse como una muestra de su escaso éxito, al no haber incentivado la publicación en los años siguientes de otras gramáticas romances de similar orientación. Esta situación de cierto desarraigo de la obra de Nebrija respecto al pasado y al futuro inmediatos es catalogada por algunos autores como de aislamiento (Cf. Ridruejo, 1994:486 y Quilis, 1980:80).

Respecto a lo segundo, lo que denominamos impacto de la obra o ediciones posteriores a su primera publicación, la Gramática Castellana no se volvió a editar en vida de Nebrija y no lo fue hasta mediados del siglo XVIII, al contrario de  lo que sucedió con las Introductiones latinae de la que sí hubieron de inmediato bastantes ediciones nuevas. Habrá que esperar al siglo XX para ver una notable reimpresión de la Gramática Española. Probablemente, esta diferencia en la difusión entre ambas, pudo percibirse por Nebrija como un fracaso o quizá le sirvió para constatar que se estaba abriendo un nuevo campo en el que era difícil cosechar frutos de inmediato (Cf. Esparza y Niederehe, 1999:17).

La Gramática Castellana, en términos gramaticales, ¿qué avance supuso respecto a la versión bilingüe de las Introductiones latinae?

Nebrija está convencido de que el castellano como lengua vulgar puede representar todo lo que contiene el artificio del latín; es decir que es capaz de ser expresado gramaticalmente como aquél. Ello significa, por una parte, que las dudas iniciales que Nebrija tenía cuando emprende la edición bilingüe de las Introductiones latinae van desapareciendo a medida que avanza la obra (Cf. Ridruejo, 1994:488); y, por otra parte, que la lengua vulgar que utiliza en la edición bilingüe más bien era pobre de  palabras para ser expresada gramaticalmente, pero que preparó el camino para la construcción de la lengua que aparece en la Gramática Castellana.

Los expertos en esta cuestión constatan una clara evolución de una obra a otra, que se traduce en dos aspectos de interés en cuanto al uso de la lengua: en la expresión que se utiliza y en la estructura y contenidos de la gramática. En cuanto al primero de ellos, la expresión o el vocabulario, las dos obras comparten bastante el vocabulario básico, tanto en sus términos técnico, como gramatical y filológico; sin embargo, en cuanto al vocabulario especializado, la Gramática Castellana contiene una mayor amplitud, lo que hace que esta obra presente mayor riqueza lingüística y complejidad. En cuanto al segundo aspecto, la estructura y contenidos, también en la Gramática Castellana se observa una clara evolución en relación a la edición bilingüe de las Introductiones latinae, puesto que aquélla: “[…] constituye un cuerpo gramatical completo de mayor coherencia que los primeros tratados gramaticales de otras lenguas romances, apenas un conjunto invertebrado de anotaciones gramaticales y filológicas” (Ridruejo, 1994:490).

Esta manifiesta evolución y mejora que la Gramática Castellana representa en relación a la edición bilingüe de las Introductiones latinae lleva a algunos autores a pensar que entre una obra y otra, sin negar su relación, hay un salto importante en el uso de la lengua, ya que no son comparables ni en su estructura ni en su profundidad (Cf. Daher y Batista, 1994:195).

Pero, ¿cuáles son, pues, las contribuciones de la Gramática Castellana al uso de la lengua? En esto, también hay amplios acuerdos. Las tres primeras aportaciones hacen relación al lenguaje y a la gramática; las dos siguientes tienen alcance político, en cuanto la lengua se va a constituir en un instrumento importante para  el desarrollo del Imperio y para la unidad nacional; y en la última aportación se pone de manifiesto la utilidad del conocimiento de la lengua castellana para el aprendizaje del latín:

1ª- El intento de Nebrija de crear una terminología gramatical amplia y específica del castellano: “aunque no faltan, claro está, los latinismos, existe un decidido empeño de emplear en la terminología vocablos castellanos, asequibles a todos y, además, semánticamente motivados” (Bustos, 1996:210).

2ª- El interés y la búsqueda, por parte del Lebrijano, del uso de la lengua hablada como soporte para su elaboración gramatical. En esto se establece  una línea común de trabajo entre éste y Lutero, para quien la lengua viva y hablada constituía un referente principal en el uso escrito y oral que hacía de la lengua alemana.

3ª- Estabilizar y normalizar el castellano. Nebrija piensa que con su obra se ajustarán las oscilaciones a las que en el pasado ha estado sujeto el uso de la lengua y se impedirán futuros cambios que alteren su uso (Cf. Nebrija, 1980:100-101). Igualmente a Nebrija le preocupó mucho que la lengua contribuyera a la comunidad a la que se pertenece, asegurando la continuidad y perdurabilidad de la lengua (Cf. Abad, 1996:128-129).

4ª- El contexto histórico, político y cultural en el que escribe Nebrija la Gramática de la Lengua Castellana, le hacer ver la función que la lengua puede tener en los tiempos futuros como compañera del Imperio (Cf. Nebrija, 1980:97).

5ª- La lengua se constituye, en opinión de Nebrija, en la base de la unidad y del entendimiento de España (Cf. Nebrija, 1980:100).

6ª- Nebrija, como buen conocedor de la lengua latina, lanza claramente el mensaje de que el conocimiento de la lengua castellana puede facilitar también el aprendizaje del latín (Cf. Nebrija, 1980:101).

Nebrija acaba el Prólogo de su Gramática Castellana indicando que gracias, a su apuesta por el Humanismo renacentista que le comprometió con la lengua a la manera renacentista, logró llevar a cabo el proyecto de la Gramática de la Lengua Castellana, liberando el lenguaje de las ataduras escolásticas a las que había estado esclavizado (Cf. Nebrija, 1980:102).

Sin embargo, y a pesar de todas estas importantes contribuciones que supuso la publicación de la Gramática Castellana, éstas se vieron –posiblemente– limitadas en el conocimiento y en la ejecución de las mismas, dado que la obra no se volvió a reimprimir hasta el siglo XVII y durante ese largo periodo solo circuló la edición original (Cf. Abad, 1994:123).

3.2. Obra lexicográfica

Aparte los trabajos relacionados con la gramática (Introductiones latinae, Introducciones latinae contrapuesto el romance al latín y Gramática de la lengua española) Nebrija desarrolló una actividad lexicográfica notable e intensa, especialmente a través de sus obras Diccionario latino-español y Vocabulario español-latino, trabajos que se han conservado2. Este conjunto de obras puso ya de manifiesto la relación estrecha que existe entre gramática y léxico, tal como estudios posteriores lo han venido confirmando (Cf. Bustos, 1996:207).

Esta labor de Nebrija le ha valido para obtener un reconocimiento general, tanto en su tiempo, como sobre todo posteriormente, a medida que se han ido realmente conociendo las aportaciones de su obra, tal como lo refiere el académico de la Real Academia Española, Gregorio Salvador: “Nebrija supo, ensanchando su perspectiva humanista, reducir a arte y encerrar en un par de libros asombrosos, una gramática y un diccionario, la lengua que iba a servir para ofrecer la primera visión de ese nuevo mundo” (Salvador, 1994:7).

El propio Nebrija reclama en las primeras líneas del prólogo del Vocabulario español-latino que dirige al maestre de Alcántara el reconocimiento del trabajo realizado, tanto por sus gramáticas como por sus léxicos: “por que despues de muchos merecimientos en nuestra republica alcançalle gloria imortal” (Nebrija, 1989: .a .ij.). Más adelante y en el mismo prólogo, Nebrija expone el detalle de su actividad gramatical y lexicográfica, concluyendo que: “I si añadiere a estas obras los comentos de la gramatica que por vuestro mandado tengo començados todo el negocio de la gramatica fera acabado” (Nebrija, 1989: .a .ij.v).

2 Aparte de estas dos obras, se han conservado también otras de carácter lexicográfico como el Diccionario geográfico, los léxicos de Derecho y Medicina, el vocabulario de Cosmografía y la Tertia Quincuagena (Cf. Esparza y Niederehe, 1999:18).

No obstante, también Nebrija tuvo sus críticos en relación al modo cómo abordó el léxico, entre los que se cuentan hombres de su tiempo como Juan Luis Vives, quien lo consideró falto de autoridades, y Juan de Valdés, quien vio una influencia excesiva de su tierra andaluza en su acerbo lexicográfico:

¿Vos no veis que aunque Librixa era muy doto en la lengua latina (que esto nadie se lo puede quitar), al fin no se puede negar que era andaluz y no castellano, y que scrivió aquel su Vocabulario con tan poco cuidado, que parece averlo escrito por burla? (Valdés, 1997:158).

En cualquier caso, el balance de las aportaciones de Nebrija en cuanto a la gramática y léxico, es totalmente positivo, porque “la faena intelectual fue cumplida –con la varia fortuna que la obra científica tiene pero, en cualquier caso, respetable siempre– en dos lenguas distintas: el latín y el castellano” (Bustos, 1996:207).

Centrándonos en las dos obras lexicográficas referidas, el Diccionario latino-español y el Vocabulario español latino, ¿qué conviene señalar de ellas y qué aportaciones más significativas es útil referir? En cuanto a la fecha de publicación, el Diccionario latino español, data de 1492, justamente el mismo año en que se publicó la Gramática de la lengua castellana, y que tuvo lugar la toma de Granada y el descubrimiento de América. En cambio, el Vocabulario español-latino o como el mismo Nebrija lo llamó Dictionarium ex hispaniensi in latinum sermonem, su fecha de publicación se suele situar entre 1494 y 1496, posiblemente fuera 1495, como algunos piensan, ya que apareció sin fecha.

Respecto a la función, Nebrija le asigna al Diccionario latino-español el objetivo de complementar lexicográficamente la Gramática Latina (las Introductiones latinae), de modo que fuera uninstrumento que ayudase a la interpretación de los textos latinos (Cf. Nebrija: 1979); por su parte, Nebrija concibe el Vocabulario español-latino como una guía que oriente al bien escribir y hablar en latín desde la lengua romance castellana. Este objetivo que Nebrija asigna al Vocabulario, ha sido precisamente la razón de la importancia de esta obra, ya que contribuyó a normalizar la lengua castellana (Cf. Salvador, 1994: 10).

En relación a la valoración, varios aspectos hay que señalar, por ejemplo, el desigual interés de una y otra obra. Del Diccionario latino-español se hicieron un total de noventa ediciones, aparte las recientes facsimilares, cifra que le situó muy a la cabeza entre las obras lexicográficas de nuestra lengua y de cualquier otra. En cambio, el Vocabulario español-latino recibió escasa acogida; resultado de ello fueron las pocas ediciones que se hicieron de la misma y bastante tardíamente (Cf. Casares, 1947: 335-336).

Conviene señalar también el trabajo creativo y no puramente reversivo que se manifiesta en las dos obras de Nebrija. Éste no se limita, por ejemplo, en el Vocabulario a darle la vuelta a las voces que figuran en el Diccionario, sino que –al contrario–, hay una labor de selección lo que le llevó a no incluir las mismas voces en una y otra obra. Nebrija no cae en el riesgo de la pura repetición, ya que el Vocabulario está pensado desde el español, a diferencia del Diccionario que había sido pensado desde el latín (Cf. Colón y Soberanas, 1979: 10).

Por último, mencionar la significativa contribución del Vocabulario español-latino, a pesar de sus escasas ediciones, a la lexicografía posterior de la lengua castellana. Porque, al fin y al cabo:

[…] lo que hizo Nebrija fue poner, por vez primera, las voces castellanas en orden alfabético y todos los demás lo que han ido haciendo, lo que hemos hecho, ha sido ir añadiendo, poco a poco las que faltaban o las que se han ido incorporando al caudal del idioma. La lexicografía es esencialmente imitación, continuación, pero alguien tiene que dar el primer paso y ese alguien, entre nosotros, fue Nebrija” (Salvador, 1994:11).

A modo de conclusión se puede decir que la aportación fundamental de Nebrija al uso de la lengua, a través de sus principales obras relacionadas con la gramática y lexicografía, ha sido importante, pionera y marcó el camino a seguir en las letras hispánicas, tal como los numerosos analistas que se han ocupado de la misma lo han reconocido a lo largo del tiempo, tanto en el momento en que tuvo lugar como en las épocas siguientes.

Al respecto, tiene interés señalar la significativa influencia de Nebrija en las primeras obras gramaticales y lexicográficas que se construyen en el Nuevo Mundo; éste es el caso de la de Alonso Molina, quien en su Vocabulario en lengua castellana y mexicana de 1571 reconoce la influencia de Nebrija en el trabajo que realiza:

Es de advertir, que no ponemos aquí las significaciones de muchas dictiones de la lengua mexicana, imitando enesto a Antonio de nebrixa en su arte de latin: el cual dexo a sabiendas y de yndustria, por declarar las significaciones de muchas dictiones, paraque con mas facilidad se entendiese la dicha arte de latin: loqual hazemos aqui nosotros, paraque este arte dela lengua Mexicana sea mas breuve, saluo quando fueremos compelidos a declarar algunas dellas, las quales no se entenderían, si no se pusiesen y declarasen sus significaciones” (Molina, 1945: f. a8v-f. blr).

Tres siglos más tarde (1879), Emeterio Suaña y Castellet, en su Estudio Crítico Biográfico del Maestro Elio Antonio de Nebrija que dictó en la solemne función académica-literaria del Instituto del Cardenal Cisneros, puso de manifiesto la gran reputación que tuvo Nebrija entre sus contemporáneos (Cf. Suaña y Castellet, 1879:33). Y, más recientemente, Menéndez Pidal resalza la figura de Nebrija y su gran contribución al desarrollo de la lengua en Europa, a través de su Gramática de la lengua castellana (Cf. Menéndez Pidal, 1933:11).

Por último, el profesor Fontán cuando intenta sintetizar la figura de Antonio  de Nebrija como gramático y como príncipe de los humanistas españoles, recurre a las siguientes palabras buscando realzar al máximo el reconocimiento histórico por su obra:

Su oficio fue el de gramático, como a él le gustaba proclamar no sin cierto intencionado énfasis, y su trabajo estudiar, escribir y enseñar con tanta laboriosidad como éxito y con un reconocimiento que le convirtió en leyenda e hizo de él materia de proverbios. En el siglo XVII para las gentes medianamente instruidas y para escritores como Cervantes o Gracián, «Antonio» o «el Antonio» era un libro –sus Introductiones Latinae–, gramática y latines equivalían a estudios, y decir «Antonio de Nebrija» era decir «sabio»” (Fontán, 2008:45).

Juan Luis Monreal Pérez, revistas.ucm.es/

Notas:

1   Aparte de estas cinco obras lingüísticas que referenciamos en el texto, Nebrija escribió otras de carácter también lingüístico de menor alcance, de las que queremos mencionar algunas de ellas: dos tratados sobre la ortografía, uno de ellos sobre la castellana y el otro sobre la latina, la griega y la hebrea; un léxico de derecho civil romano, un compendio de textos retóricos clásicos; una compilación de differentiae extractadas de obras de Lorenzo Valla, Nonio Marcelo y Servio, etc. (Cf. Esparza y Niederehe, 1999:11-41).



Ramiro Pellitero,

El texto consta de tres partes. La primera, acerca de la actualidad de los Padres. La segunda se ocupa de la apologética de los Padres y particularmente de la cuestión de las religiones. En la tercera hacemos algunas consideraciones en nuestro contexto de nueva evangelización.

Parte I. La actualidad de los Padres de la Iglesia 

El clima cultural actual y la necesidad de una evangelización renovada hacen conveniente, como aconsejó el Vaticano II (cf. OT 16; DV 8 y 23) y realizó el mismo Concilio, volver la mirada a los Padres de la Iglesia, en búsqueda de luces e impulsos para llevar adelante la vida cristiana y la tarea formativa.

En los Padres –señaló Juan Pablo II– hay algo especial e irrepetible y perennemente válido (Carta Patres ecclesiae, 1980). No solo la doctrina cristiana sino todo carisma, ministerio y tarea en la Iglesia ha de aprovechar esa fuente vital y debe asentarse sobre las estructuras establecidas por ellos (cf. Juan Pablo II, ibid).

  Ellos son testigos privilegiados de la Tradición, nos han transmitido un método teológico luminoso y seguro y sus escritos ofrecen una riqueza cultural y apostólica que los hace grandes maestros de ayer y de hoy. Así lo señala un documento de la Congregación para la Educación Católica, la Instrucción sobre el estudio de los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, de 1989.

  Por eso, señala este documento:

“Seguir la Tradición viva de los Padres no significa agarrarse al pasado en cuanto tal, sino adherirse con sentido de seguridad y libertad de impulso en la línea de la fe, manteniendo una orientación constante hacia lo fundamental: lo que es esencial, lo que permanece y no cambia”.

  A continuación nos detenemos en dos puntos: primero algunos principios metodológicos de los Padres; en segundo lugar, el tema de la inculturación del Evangelio.

1. Algunos principios metodológicos de los Padres 

  En su método teológico, la mayoría de los Padres supieron acoger las aportaciones de la sabiduría y de la razón humanas como precedentes de la única fuente de la Sabiduría que es el Verbo.

1. “Su cometido providencial fue no solo defender el cristianismo, sino también repensarlo en el ambiente cultural greco-romano; encontrar fórmulas nuevas para expresar una doctrina antigua, fórmulas no bíblicas para una doctrina bíblica; presentar, en una palabra, la fe en forma de razonamiento humano, enteramente católico y capaz de expresar el contenido divino de la revelación, salvaguardando siempre su identidad y su trascendencia”. (Ibid.).

  Este desarrollo teológico fue llevado a cabo por los Padres no como un proyecto abstracto puramente intelectual, sino en medio de sus tareas pastorales y educativas. Por eso es un excelente ejemplo de renovación en la continuidad de la Tradición. Se trata por tanto de esa entera fidelidad que requiere una “justa apertura de espíritu” hacia nuevas necesidades y nuevas circunstancias culturales (cf. Ibid.). En efecto, la fidelidad para serlo requiere ser dinámica y creativa.

2. Estas actitudes fundamentales de los Padres de la Iglesia son luces hoy y siempre para nosotros:

“En sus actitudes de teólogos y de pastores se manifestaba en grado altísimo el sentido profundo del misterio y la experiencia de lo divino, que los protegía de las tentaciones que podían venir sea de un racionalismo demasiado exagerado, sea de un fideísmo simplista y resignado” (Ibid.).

  Ellos aprecian, ciertamente, la utilidad de la especulación, pero saben que eso no basta. En el mismo esfuerzo intelectual para comprender la propia fe, los Padres practican el amor, que –como señala Clemente de Alejandría–, haciendo amigo al que conoce con el conocido, llega a ser, por su misma naturaleza, fuente de nuevo conocimiento. Por eso afirma san Agustín: “Ningún bien es perfectamente conocido si no es perfectamente amado” (De divv, qq LXXXIII, q 35, 2)

  Es importante percibir que es precisamente la unidad orgánica de los varios aspectos de la vida y misión de la Iglesia lo que hace a los Padres tan actuales y fecundos incluso para nosotros (cf. Ibid.).

  3. Para estudiar y comprender a los Padres es necesario un adecuado empleo de los método histórico-críticos, evitando dos tendencias extremas:

  “(por un lado) encerrarse anacrónicamente en los escritos de los Padres, despreciando la tradición viva de la Iglesia y considerando a la Iglesia post-patrística hasta hoy, en continua decadencia; y (por otro lado) la (tendencia) a instrumentalizar el dato histórico en una actualización arbitraria, que no tiene en cuenta el legítimo progreso y objetividad de la situación” (Ibid.).

  De aquí se deducen, finalmente, dos consecuencias. Primera: el pensamiento cristiano, que experimentó un primer y fuerte impulso por parte de los Padres, no puede prescindir de la tradición posterior, sobre todo en aquellos desarrollos en los que los Padres siguen teniendo un particular peso, como referencia para comprender el mismo desarrollo en unidad de sentido. Y segunda: también así podemos comprender cómo el estudio de los Padres nos ayuda a ser hoy –en efecto– creativos, afrontar nuestro tiempo y preparar el futuro. 

2.  Los Padres y la inculturación del Evangelio

  1. Por tanto, como hemos visto, los escritos de los Padres han de verse en el marco de su teología y de su aportación a la evangelización de sus contemporáneos, porque esta era la finalidad principal de esos textos. Así lo decía san Pablo VI:

“Como pastores, pues, los Padres sintieron la necesidad de adaptar el mensaje evangélico a la mentalidad de su tiempo y de nutrir con el alimento de la verdad de la fe a sí mismos y al pueblo de Dios. Esto hizo que para ellos catequesis, teología, Sagrada Escritura, liturgia, vida espiritual y pastoral se unieran en una unidad vital y que no hablaran solamente a la inteligencia, sino a todo el hombre, interesando el pensamiento, el querer y el sentir” (Alocución en la inauguración del Instituto Patrístico “Augustinianum”, 4-V-1970).

  2. Desde ahí se entiende bien su contribución a lo que hoy llamamos inculturación del Evangelio. Imprimiendo un sello cristiano concretamente en la antigüedad clásica, establecieron un puente entre el Evangelio y la cultura profana, trazando un rico panorama cultural que influyó en los siglos posteriores, particularmente en la vida espiritual, intelectual y social del medioevo.

   Gracias a ellos, muchos cristianos de los primeros siglos pudieron apreciar “cuanto de válido se encontraba en el mundo antiguo, purificar lo que allí había de menos perfecto y contribuir, por su parte, a la creación de una nueva cultura y civilización inspiradas en el Evangelio” (Ibid.).

  Como propuso san Juan Pablo II,

 “el cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturación. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado” (Carta ap. Novo millennio ineunte, 6-I-2001, n. 40).

Pasamos ahora ya a tratar algunos aspectos más concretos –que se han reflejado en las sesiones anteriores– de la apologética de los Padres y escritores cristianos de los primeros siglos.

Parte II. La apologética de los Padres

  Sabemos que el cristianismo se fue difundiendo entre personas de muy diversas condiciones y se desarrolló en relación con las circunstancias históricas, unas veces sociológicamente contrarias hasta llegar a las persecuciones, y otras veces favorables como la instauración de Constantino como emperador y sobre todo a partir del Edicto de Milán en el 313, cuando concedió la libertad religiosa. Es considerado por los historiadores como el primer emperador cristiano, si bien solo fue bautizado antes de morir. Más adelante, Teodosio, en coherencia con el modo de pensar de la época, declaró la religión cristiana como religión del estado.

  Retomando ahora cuanto hemos escuchado, cabe detenerse en la cuestión de las religiones: primero, la posición de los Padres frente a las religiones; segundo, la valoración posterior de las religiones y la interpretación de la Sagrada Escritura.

1. Su posición frente a las religiones

  1. En esos siglos muchos Padres de la Iglesia, como san Agustín, consideraban las religiones como algo negativo, absolutamente falso o incluso diabólico, mientras que veían la sabiduría filosófica elementos que podían servir de base para el anuncio del Evangelio.

  2. Ante la novedad que suponía la fe cristiana respecto a las religiones tradicionales, estas se consideraron atacadas por el cristianismo y lo criticaron fuertemente, como se comprueba en el caso de Celso. Este, como hemos escuchado, se sentía escandalizado por la Encarnación, la Redención y las profecías cristianas.

  Para refutarle, Orígenes se sirvió de la filosofía griega, subrayando la inmutabilidad divina en la perspectiva aristotélica. Desde la revelación cristiana y con la profundización que luego ha tenido lugar en la Tradición de la Iglesia, a la vez que seguimos admirando el ingenio de Orígenes, hoy comprendemos que la imagen de Dios como motor inmóvil no resulta suficiente para describir la realidad del ser divino.

  3. La posición favorable del cristianismo en la sociedad civil, durante los siglos siguientes, coincidió con esa visión básicamente negativa de los cristianos ante otras religiones, junto con su firme defensa de fe y de la salvación ofrecida por Cristo.        

2. La valoración posterior de las religiones y la interpretación de la Sagrada Escritura

  1. Con el paso de los siglos, sobre todo a partir del siglo XIX y más todavía con el Concilio Vaticano II (Declaración Nostra Aetate), la consideración de las religiones ha venido siendo más positiva. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que “el hombre es por naturaleza y por vocación un ser religioso” (n. 44).

  Y el Concilio afirma:

“La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y de santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene la obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14,6), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas (2 Co 5, 18-19) (Decl. Nostra Aetate, 2)

  De este modo se ha ampliado, a las religiones no cristianas, la idea que los Padres tenían en los primeros siglos respecto a las filosofías y a la sabiduría de las culturas antiguas, en las que se reconocían ciertas “semillas” de verdad, de bien o de gracia, de modo que esas filosofías en ciertos aspectos podrían considerarse como una cierta “preparación para el Evangelio”.

  Analógicamente, algo así se puede decir de las religiones, sobre todo de las religiones correspondientes a las antiguas culturas. Al mismo tiempo, es preciso, como ya hacían los Padres respecto a las filosofías, por medio de un discernimiento cuidadoso, detectar y purificar los errores y las imperfecciones que puedan tener las religiones, y sus valores distintos, no solo respecto al cristianismo sino también entre ellas.

  De todo ello puede deducirse que las religiones no son de por sí falsas, aunque puede hablarse de religiones más o menos verdaderas, en la medida en que reflejan –al menos en cuanto al respeto por la dignidad humana y la transcendencia divina–, algo de la Verdad que plena y objetivamente se encuentra en la religión cristiana. Si Dios guía de alguna manera a todos los hombres en la creación y en las culturas –para ayudarles a que busquen a Dios–, en la fe cristiana esa guía es ya una Palabra, por medio de la cual Dios sale al encuentro del hombre, sobre todo en Jesucristo.

  2. De esta manera la posición del cristianismo ante las religiones no se explica hoy ni de modo simplemente pluralista o relativista, como si todas las religiones fuera caminos de salvación equivalentes. Tampoco de modo exclusivista, como si fuera de los márgenes visibles de la Iglesia no cupiera la salvación; sino más bien de modo “inclusivo” (cf. Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones, 1996). Esto quiere decir que toda semilla de verdad, bien o gracia sembrada por Dios en las culturas y las religiones tiene una dinámica que conduce a la plenitud de la fe católica, que incluye en sí, todos los elementos que en esas culturas y religiones son fragmentarios o incompletos, purificándolos de sus deficiencias.

  Esto significa también que cabe la salvación, fuera de esos límites visibles de la Iglesia, para quienes no hayan tenido la oportunidad de conocer a Jesucristo y busquen la verdad según sus luces y con una conducta honesta, acorde con lo que creen.

  3. Pero esto nada tiene que ver con una posición sincretista o ecléctica, según la cual la que todas las religiones valdrían lo mismo o tendrían por sí mismas un valor salvífico.

  La perspectiva inclusiva, más acorde con la verdad revelada, se basa en que todo el que se salva, lo sepa o no, se salva por Jesucristo y en relación con Él, que es el único Mediador en sentido propio y la plenitud de la revelación).

  Derivadamente se puede decir que todo el que se salva, lo sepa o no se salva por la Iglesia y en relación con ella. La Iglesia es la mediación salvifica universal (acerca de todo ello cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, 6-VIII-2000).

   En este sentido debe entenderse el antiguo axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”. Es decir, admitiendo, como declara el Concilio Vaticano II, que pueden salvarse los que de modo inculpable o invencible no conocen la religión cristiana y piensan y actúan con buena voluntad. Esto no lo desarrollaron los Padres, aunque pusieron las bases para ese desarrollo doctrinal. 

  4. Respecto a la interpretación de las Escrituras, los Padres de la Iglesia subrayaron que, más allá del sentido literal de los textos sagrados, hay un sentido profundo, espiritual o si se quiere alegórico.

  A partir del Concilio Vaticano II, como han señalado la Pontifica Comisión Bíblica y el Magisterio actual, es importante resaltar la importancia del sentido literal de la Sagrada Escritura, precisamente como base necesaria (de acuerdo con la crítica histórica y los géneros literarios) para la interpretación cristiana de los textos bíblicos, interpretación que, como bien vieron los Padres, tiene un profundo sentido espiritual y sobre todo cristológico, ya prefigurado en el Antiguo Testamento.

Parte III. Consideraciones en nuestro contexto de nueva evangelización

  También aquí repartimos nuestra exposición en varios apartados. Dedicamos el primero a la religión, las religiones y el diálogo interreligioso. En el segundo, hablaremos de la apologética como ciencia y como actitud cristiana. Terminaremos proponiendo algunas características de la apologética cristiana hoy.

1. Acerca de la religión, las religiones y el diálogo interreligioso

  1. Además de las cuestiones señaladas, hoy conviene tener en cuenta que la religión o las religiones tienden a considerarse hoy por muchos como “fuente de problemas”, promotoras de la violencia y del odio. Con ese trasfondo se propone que la religión se recluya en el ámbito privado, y se ve mal no ya que se imponga, sino que se presente como “verdad” frente a otras. A este propósito, ya el card. Ratzinger en su diálogo con J. Habermas habló del deseable diálogo entre la religión y la ética, que mutuamente pueden y deben criticarse y dejarse criticar, para ir de acuerdo con la dignidad humana y por tanto con la verdad y el bien.

  2. Por otra parte, el mismo papa Benedicto, en la línea del Concilio Vaticano II, subrayó la importancia del diálogo interreligioso y concretamente del testimonio común de los creyentes, en un mundo en el que ganan terreno el materialismo y el nihilismo. El testimonio común de los que creen en la trascendencia del hombre (aunque no todos sostengan la existencia de Dios como ser personal), es importante particularmente en la promoción de la dignidad humana y el respeto a la vida,  el bien común, la justicia y la paz.

2. Sobre la apologética como ciencia y como actitud cristiana    

1. El término “apologética” (de apología, discurso en defensa o alabanza de alguien o algo, de palabra o por escrito), se refiere a la disciplina teológica –desarrollada a partir del siglo XVII- “cuyo objeto es la sistematización de las razones y motivos que se han ido utilizando a lo largo de la historia para defender el carácter humano y divino de la revelación y de la fe cristianas” (C. Izquierdo en Diccionario de teología, Pamplona 2006).

2. A partir del siglo XIX la apologética científica se centra en la relación entre la fe y la razón, ante los peligros del tradicionalismo y fideísmo de un lado, y del racionalismo e idealismo de otro.

Sobre todo desde el Concilio Vaticano II, esta disciplina se transformó en la Teología Fundamental.

Actualmente la apologética se focaliza en el destinatario de su reflexión. En este sentido se le pueden asignar tres objetivos: 1) ayudar al creyente en la comprensión de la racionalidad de su fe; 2) presentar al no creyente las razones que le permitan abrirse a la fe, como algo significativo para una existencia personal; 3) servir a las personas y a la sociedad en el diálogo con los saberes y ciencias humanos.

3. Más ampliamente, la “actitud apologética” o apologista (defensa de la fe) se remonta a la misma Sagrada Escritura y pertenece esencialmente a la fe cristiana. Los Padres de la Iglesia son un ejemplo de “apologistas” en su tiempo. Hoy como siempre los cristianos están convocados a defender su fe (cf. Camino, n 338). Así lo han hecho en los últimos siglos Chesterton y C. S. Lewis.

Esta actitud apologética viene siendo, en su sustancia, la misma desde los primeros cristianos. Está basada en la convicción de que la fe no se opone a la razón; al contrario, la supone, la purifica y la eleva. Hoy la defensa de la fe debe realizarse en la perspectiva de una nueva evangelización (nueva “en su ardor, en sus métodos y en su expresión”, según san Juan Pablo II).

3. Algunas características de la apologética cristiana hoy

Para fundamentar esta actitud apologética básica, pueden señalarse algunos presupuestos.

a) la fe cristiana no es una fe meramente teórica, sino la fe vivida. “La fe cristiana –ha señalado Joseph Ratzinger- no es una idea, sino una vida”. Por tanto, la primera y mejor “defensa de la fe” es la propia vida, el testimonio coherente de los cristianos en su vida ordinaria, acompañado en lo posible de las palabras y de los argumentos.

b) La razón que se abre a la fe necesita ser una razón humana en su más amplio sentido. Por tanto, no basta la hoy predominante razón instrumental o empírica (que tiene su lugar en las ciencias experimentales), sino que esta debe ampliarse a las dimensiones propias de las ciencias humanas; por tanto, también a su dimensión moral, es decir, la que entiende del bien y el mal.

c) no conviene dejarse llevar por una actitud “meramente” defensiva o polémica, sino mostrar el atractivo de la fe, transmitirla y proponerla en relación con todas las dimensiones de la vida humana (sin descuidar la razonabilidad, atender al sentido de conjunto de la vida, la voluntad, la libertad y los afectos, la dimensión social, etc).  En la medida en que se propone así la fe, la fe se defiende por sí misma.

Desde aquí y en relación con los temas que nos han ocupado en estas sesiones, podemos comprender cómo, en efecto, la apologética cristiana (realizada admirablemente por los Padres en el contexto cultural de su tiempo) adquiere hoy modalidades y expresiones distintas y renovadas, manteniéndose sustancialmente fiel al depósito de la fe. Con ello señalamos otras características de esa “actitud apologética” a la que nos estamos refiriendo.

  1. Con el mismo afán evangelizador que los Padres tenían, hoy hemos de tener en cuenta los desarrollos doctrinales posteriores en temas diversos. Entre ellos además de los ya citados –la salvación en relación con la Iglesia y la relación entre el cristianismo y las religiones no cristianas–, otras cuestiones como la esperanza de salvación para los niños fallecidos sin haber recibido el bautismo, o la libertad religiosa. (cf. Comisión Teológica Internacional, La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo, 2007; La libertad religiosa para el bien de todos, 2019).

2. Cabe pensar que la apologética que hoy necesitamos es tan “teologal” como la que desarrollaron los Padres. Por eso, y quizá hoy de modo más directo, como han señalado los últimos pontificados, es necesario que la “apologética cristiana”, además de ser capaz de responder de modo profundo y sistemático a las cuestiones que se plantean en las relaciones entre la fe y la razón, y entre la fe y la ciencia, sea capaz de dar razón de la fe de los “sencillos”.

3. Debemos también ayudar en esa tarea que el Papa Francisco nos encomienda a todos: “comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible” (Francisco, Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24-XI-2013, 45).

4. Finalmente, cabe destacar el interés de asumir –como hicieron los Padres con las culturas de su época– las aportaciones positivas de la época moderna y posmoderna. Insistamos en dos de ellas, ya apuntadas:

En primer término, el aprecio de la razón, si bien (en la línea de lo señalado tanto por san John Henry Newman como por Joseph Ratzinger), es necesario que la razón instrumental sea “ampliada” a una razón plenamente humana; y esto tiene particular importancia para el diálogo con las ciencias.

En segundo lugar, tomando ejemplo de los Padres, la apologética actual debe continuar atenta a los afectos y a las dimensiones social, familiar y eclesial del mensaje cristiano.

Hoy los principales modos de defender la fe son los que atraen a la fe, porque acompañan y testimonian la fe vivida: es decir, las actividades en relación con la justicia; las actividades que enseñan a contemplar la belleza (belleza de lo creado, del arte, de la liturgia, de los valores morales, de la misericordia); y, en general, todas las actividades que manifiestan la “verdad completa” del cristianismo (también a través de las actuales tecnologías de la comunicación).

Ramiro Pellitero, youtube.com/

(*) Nota: Estas páginas fueron preparadas como guión para un video sobre el tema, por lo que conservan el estilo del lenguaje hablado

Fernando Ocáriz

«Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso  mismo exaltado por el  Padre  (cfr.  Flp  2, 8-9), entró  en la gloria  de su  Reino.  A Él están sometidas todas las cosas, hasta que El mismo y todas las cosas creadas se sometan al Padre, para  que Dios  sea  todo en  todas  las cosas (cfr. 1Co 15, 27-28)» [1]

En estas palabras del Concilio  Vaticano  II,  que son  eco  directo  de San Pablo, se resume  la íntima conexión  entre el misterio  de Cristo y el destino último de la historia. En  el final  escatológico,  la misma creación visible, la materia de nuestro mundo, será de algún modo divinizada y, así, Dios será todo en todas las cosas. En este destino eterno, el centro de atracción, que recapitulará todo en sí, es Cristo resucitado [2].

Para tratar teológicamente del misterio de la  resurrección  del Señor, es obligado partir de unas consideraciones sobre Cristo muerto, pues la resurrección no es sino el tránsito  de  la  muerte  a  la  vida. Pero, antes aún, es necesario precisar quién es el sujeto de  ese  tránsito, de esa resurrección. Sin una previa y clara contestación a la pregunta ¿quién es Cristo?, la reflexión teológica sobre la Resurrección carecería de sentido.

En la vastísima producción de estudios cristológicos, en este siglo, se han planteado, entre otras, tres cuestiones  radicales.  En  primer lugar: ¿hasta qué punto, y en qué sentido, es actualmente válido el dogma de Calcedonia para expresar el núcleo del  misterio  de Cristo? En segundo término, una cuestión de lenguaje: ¿es hoy necesario, o incluso posible, utilizar el lenguaje  metafísico  clásico  para  hablar de Cristo? En fin, una pregunta que se suele plantear como simplemente metodológica: ¿es aún válida una cristología descendente (Dios que se encarna), o ha de sustituirse por una cristología ascendente (el hombre-Jesús, que en sí mismo nos revela a Dios)?

Como decía Juan Pablo II a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, «el estudio de los teólogos no puede quedar encerrado, por decirlo de algún modo, en la repetición de las fórmulas dogmáticas, sino que es conveniente que vuestro estudio ayude a la Iglesia para penetrar siempre con más profundidad en el conocimiento de los misterios de Cristo» [3]. Sin embargo, el mismo planteamiento de las tres cuestiones mencionadas, ha prescindido con frecuencia de algo esencial en el quehacer teológico: que los nuevos problemas deben ser  estudiados  -como  recordaba  Juan  Pablo  II en el citado discurso a la Comisión Teológica Internacional- «siempre bajo la luz de las verdades que están contenidas en la fuente  de la Revelación y que el Magisterio de la Iglesia ha declarado infaliblemente en el correr de los tiempos» [4], pues las fórmulas de los Concilios «conservan un valor permanente» [5].

De hecho, muchas de las contestaciones que se han dado a esas preguntas, han conducido a propugnar una cristología no calcedoniana, un lenguaje abiertamente anti-metafísico y una metodología que, partiendo sólo de la humanidad  de Jesús,  no  puede  llegar  por  sí sola  a la afirmación de su  divinidad.  El  resultado  -desde  hace  tiempo  en el ámbito de la teología  protestante,  y desde  hace unos quince  años  en algunos autores católicos-  ha  sido  una  lamentable  proliferación del neo-arrianismo, del neo-nestorianismo,  de  cristologías  «políticas» e, incluso, de «cristologías ateas» [6].

Estas concepciones cristológicas no han naufragado sólo en el intento de dar una nueva explicación teológica de la unión de la humanidad con la divinidad en Cristo; el naufragio, con mucha frecuencia, ha sido anterior: en la concepción sobre el hombre (en la antropología) y sobre Dios (en la teología trinitaria). Esto, unido a un marcado criticismo anti-sobrenatural en la interpretación de la Sagrada Escritura, ha conducido también a planteamientos erróneos o sumamente confusos acerca de la resurrección de Jesucristo, como veremos más adelante.

Antes de tratar de la Resurrección, no es por tanto superfluo recordar, con palabras de Pablo VI, que «la definición de Cristo, alcanzada por los primeros Concilios de la Iglesia primitiva, Nicea, Éfeso y Calcedonia, nos dará la fórmula dogmática infalible: una sola persona, un solo Yo, viviente y operante en dos naturalezas: divina y humana. ¿Difícil formulación? Sí, digamos más bien inefable; di­ gamos adecuada a nuestra capacidad de recoger en palabras humildes y en conceptos analógicos, es decir exactos pero siempre inferiores a la realidad que expresan, el misterio inebriante de la Encarnación» [7]. Y, por último, tampoco está de más reafirmar aquí que la naturaleza humana de Cristo -como la nuestra- es compuesta de materia y espíritu, de cuerpo y alma en unión sustancial; y que esto, lejos de ser una caduca concepción de la filosofía griega, es -como recordó el Concilio Vaticano II-        una «profunda verdad de lo real» [8]. Tras este breve preámbulo, pasemos ya a considerar el hecho de la Resurrección.

I.           El hecho de la Resurrección

1.         Dios, muerto en Cristo

Cuando Jesús, clavado en la Cruz, expiró, no murió un simple hombre: murió Dios; murió el Hijo de Dios  en  su  naturaleza  humana. Esta primera observación, opuesta a los nestorianismos de  todos los tiempos, tiene su importancia. Al entregar Cristo su espíritu, Dios experimentó la muerte humana, porque aquel cuerpo destrozado era su cuerpo y el alma que entregó era su alma. La naturaleza  humana del Señor no es un assumptus homo [9], sino  la  humanidad  de Dios, subsistente por y en el  ser  divino  de la  Persona  del  Verbo [10]. Por tanto, esa humanidad es como un modo de ser  de Dios: el  modo  de ser no divino que el Hijo de Dios tomó para Sí.

También Cristo muerto ha de ser contemplado a la luz del misterio de la unión hipostática.  Sólo  bajo  esta  luz  podemos  descubrir en alguna medida la verdad más alta de la humanidad del Señor; comprender de algún modo el valor trascendente y salvífico  de todos los misterios de la vida, de la muerte y de la glorificación de Jesucristo.

Por lo que se refiere  al cuerpo  muerto  del Señor,  algunos   Padres opinaron  que fue abandonado por la divinidad [11]. Sin  embargo, sobre todo a partir de San Gregorio Niseno, prevaleció la afirmación de que la Persona divina continuó unida al cuerpo muerto de Cristo [12]. Esto confiere a la muerte de Jesús un rasgo peculiar, propio, que no se da en la muerte de ningún hombre: en ésta, el alma es despojada del cuerpo y éste deja de ser un cuerpo humano; la corrupción del cadáver, de hecho, no es más que el desarrollo de un proceso iniciado en el mismo instante de la muerte. En Cristo,  por el contrario,  no fue así: la Persona del Verbo experimentó no sólo el modo  de ser del alma separada -despojada de su cuerpo-, sino que experimentó también el modo de ser inanimado de un cuerpo sin vida. En este sentido, Dios sufrió nuestra muerte más plenamente que los hombres.

¿Por qué fue conveniente que el cuerpo muerto de Jesús no fuese  un común cadáver? La tradición teológica, basada en la Sagrada Escritura, nos dice que no convenía  -no  era  saludable  para  nosotros­  que ese cuerpo experimentase la corrupción [13]. Hay que notar, sin embargo, que la Persona divina podía haber evitado esa corrupción sin necesidad de permanecer unida al cuerpo muerto; pero esto hubiera supuesto dar a ese cuerpo una propia subsistencia, más que preternatural, antinatural.

Además, podemos ver un sentido positivo. La permanencia de la Encarnación en la carne muerta de Jesús, confiere a la muerte de Cristo una especialísima plenitud sacrificial: la permanencia, en la Víctima ya inmolada, de la identidad entre Sacerdote y Víctima.

Respecto al alma separada del Señor, unida a la divinidad, el Nuevo Testamento  alude claramente  a su  descenso  a los infiernos [14]. Este misterio, mencionado también por numerosos Padres ya desde el siglo II, lo encontramos en el siglo IV en el Símbolo de Aquileya  y,  siglos después,  en las  profesiones  de fe de los Concilios  Lateranense IV y II de Lyon [15].

La reflexión teológica sobre este misterio suele limitarse al hecho de la liberación de las almas justas detenidas en el Seol [16]. Sin embargo, conviene también considerar que, en el estado de alma separada, comenzó la glorificación de la humanidad de Cristo; por tanto, ya antes de la Resurrección. Pero no porque el alma de Jesús no gozara antes de la visión inmediata de la divinidad, como afirman algunos autores [17], sino porque al separarse del cuerpo pasible, inmediatamente redundó plenamente en todos los niveles del alma la gloria que, poseyéndola antes, no había redundado en todos ellos precisamente por estar unida a un cuerpo pasible; y esto porque el Hijo de Dios quiso poder sufrir no sólo en el cuerpo sino también en el alma.

Parece, pues, conveniente pensar que la visión inmediata de la divinidad no era, para Cristo, del mismo modo beatífica antes que después de la muerte. Suponer lo contrario, ¿no llevaría a considerar como inauténticas las lágrimas de Jesús, su  agonía  espiritual  en Getsemaní, el sufrimiento de su alma en la Cruz? Este sufrimiento, esa agonía y aquellas lágrimas -en  plenitud  de  autenticidad  humana-  coexistían con la visión inmediata de la divinidad.

En pequeña medida, podemos acercarnos más a este misterio, si consideramos la aparente paradoja que se cumple en la vida de los santos -y,   de algún  modo, en la de todo buen  cristiano-,  en  quienes  la fuerza de la fe hace compatible una profunda felicidad con los mayores sufrimientos físicos y espirituales. En el fondo,  no  parece  que sea otro el contenido de la aproximación tomista a este aspecto del misterio de Jesucristo, al distinguir entre el nivel superior y el nivel inferior del alma espiritual [18].

2.       La resurrección de Jesús, hecho real e histórico

La, fe de la Iglesia profesa inequívocamente, desde los Apóstoles hasta hoy, la resurrección de Jesucristo; una realidad que el mismo Señor había anunciado y que los Apóstoles no habían entonces entendido [19].

El Símbolo del primer Concilio de Constantinopla -cuyo centenario estamos conmemorando- expresa esta fe con la fórmula que repetimos en la liturgia: resurrexit tertia die secundum Scripturas [20]. Idéntica profesión de fe se encuentra en toda la tradición simbólica, tanto griega como latina [21]; en la latina generalmente con la expresión tertia die resurrexit a mortuis.

La enseñanza sobre la Resurrección se completa con otras verdades de la fe católica. Concretamente, que Jesucristo resucitó con el mismo cuerpo que fue sepultado; que esta resurrección fue verdadera vuelta a la unión del alma con el cuerpo; que Jesús resucitó por su propio poder: su poder divino, por lo que también ha de decirse que fue resucitado por Dios, como atestigua el Nuevo Testamento; que la Resurrección fue una resurrección gloriosa; que no fue algo acaecido después de la Redención, sino que es parte integrante del misterio redentor [22].

La fe en Cristo resucitado ha encontrado oposición, desde la resistencia inicial de los discípulos a aceptar el gran milagro, hasta quienes actualmente lo niegan o lo interpretan en forma contraria a la verdad histórica y dogmática. Pero es desde esta fe, y no desde una interpretación de la Sagrada Escritura al margen de la Tradición y del Magisterio, desde donde ha de iniciar su  labor  la  teología,  si quiere ser fiel a la verdad e incluso a  su  propio  estatuto  científico.  Cuando no ha sido así, los resultados han sido deletéreos.

Podemos recordar, por ejemplo, los intentos de la crítica racionalista -Renan, Weiss, Schütz, etc.- para quitar toda credibilidad histórica a las narraciones evangélicas y presentar la resurrección de Jesús como una leyenda. Las explicaciones que se han  pretendido  dar sobre el origen de esa supuesta leyenda son variadas: para unos, ese origen estaría en las religiones mistéricas; para otros, en la tradición judaica.

Tampoco ha sido rara la falsa hipótesis de una fe cristiana que crea su propio objeto. En realidad, semejantes hipótesis -aparte de ser erróneas por contradecir la fe- carecen incluso de verosimilitud histórica: ni en las religiones mistéricas ni en la tradición judaica existían elementos que pudieran haber inspirado una supuesta leyenda de la resurrección de Jesús [23]. Que fuese la fe primitiva en la vida inmortal de Cristo el origen de una creencia legendaria en una no acaecida resurrección física, es igualmente falso e infundado: la fe en la Resurrección, lejos de aparecer como una fe que crea su propio objeto, se consolidó históricamente en un clima de incredulidad, que sólo se rindió ante la evidencia inmediata y reiterada del Señor resucitado [24]. Por esto, tampoco merece aquí mayor atención la desmitologización bultmanniana. Según Bultmann, la Resurrección sería un mito que, como todo mito, encierra dentro de sí una cierta realidad. Una vez operada la desmitologización, resultaría que «la fe en la resurrección no es más que la fe en la cruz como evento de salvación» [25]. El hecho histórico sería sólo la fe de los discípulos en la Resurrección, pero no la Resurrección misma. Con matices diversos, se puede situar en esta línea la tesis, de tipo subjetivista, defendida por Marxsen [26].

Aparte de quienes niegan, sin más,  la  resurrección  de Jesucristo, no han faltado en estos últimos años autores católicos que han propuesto hipótesis seriamente confusas. Bastantes de estos autores suelen coincidir, desde presupuestos más o menos diversos, en una poco clara distinción entre realidad e historia: la Resurrección sería real, pero no sería un hecho histórico [27].

Por el contrario, la fe en la Resurrección es, ante todo, fe en un hecho  histórico.  Al  comienzo  del  tercer  día  tras la  muerte,  Jesús de Nazaret resucitó: volvió a la vida con el mismo cuerpo que había sido sepultado, dejando vacío el sepulcro y mostrándose a sus discípulos numerosas veces, y de modo inequívoco, por espacio de cuarenta días. Es históricamente demostrable y demostrado que los Apóstoles predicaron este hecho desde el mismo día de Pentecostés, y que se presentaron como testigos de un hecho histórico, y no como transmisores de una particular creencia o experiencia mística. El análisis histórico­crítico manifiesta con sobreabundancia la credibilidad de su testimonio; testimonio de quienes, desde  una  inicial  incredulidad,  se rindieron ante la evidencia. Sobre esta evidencia y aquella credibilidad se edifica, por gracia de Dios, nuestra fe.

Sólo desde aquí se puede iniciar la reflexión teológico-dogmática sobre el misterio de la resurrección de Jesucristo.

3.         La gloria de Cristo resucitado

«Cristo, al resucitar -afirma Santo Tomás de Aquino-, no volvió a la vida de todos conocida, sino a la vida inmortal, conforme a la de Dios, según las palabras de San Pablo a los Romanos (Rm 6,10): 'Su vida es una vida en Dios'» [28]. La Resurrección  fue verdadera  -unión de la misma alma con el mismo cuerpo-; fue perfecta -a una vida inmortal-; fue gloriosa, por la comunicación a la carne de la gloria del espíritu [29].

Por lo que se refiere al cuerpo, esta novedad de vida gloriosa ha  sido descrita tradicionalmente por medio de unas notas o dotes, aplicables también a la futura gloria de los cuerpos de los justos: impasibilidad (e inmortalidad), claridad, agilidad  y sutileza [30].  Con estas dotes, se ha intentado encuadrar la misteriosa nueva vida corporal de Jesús, experimentada por los discípulos tras la resurrección del Maestro. En realidad, no consta que fueran testigos de lo que se designa con el término claridad que, en cambio, habían experimentado Pedro, Santiago y Juan en el monte de la Transfiguración.

Dotes ciertamente misteriosas, que nos son conocidas  en  algunas de sus manifestaciones, pero de las que desconocemos totalmente su constitutivo o estructuración material. Pero no es ésta la cuestión de mayor relevancia teológica.

El aspecto de mayor interés es otro. Siendo la glorificación del cuerpo de Cristo la redundancia en la materia de la gloria de su espíritu, y consistiendo esta gloria  en la consumación  de la divinización  o deificación del alma, ¿qué puede significar deificación de la materia? La divinización del espíritu creado, aun siendo un alto misterio, no plantea tanta dificultad, porque es capax Dei por naturaleza. Pero la materia, en sí misma, no posee  esa capacidad.  Parece  por  tanto  que  la gloria del alma, por ser estrictamente sobrenatural, no puede redundar -en su  sobrenaturalidad-  en  el  cuerpo.  Cuestión  diversa  es que tenga alguna repercusión en él en virtud de la  unión  sustancial entre alma y cuerpo. Cabría pensar que  la  gloria  sobrenatural  del alma, al redundar en el cuerpo, confiere a éste unas dotes preternaturales, pero no una verdadera y  propia  deificación  sobrenatural.  En  este sentido, Santo Tomás afirma que «la claridad, que en el alma es espiritual, es recibida en el cuerpo como corporal» [31].

Sin embargo, San Pablo nos habla del cuerpo  resucitado como de un cuerpo espiritual (pneumático): «Se siembra un cuerpo animal (psíquico), surge un cuerpo espiritual (pneumático). Porque así como hay cuerpo animal, lo hay también espiritual según está escrito: el primer Adán fue hecho alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante» [32] Cuerpo espiritual, que no es lo mismo que espíritu, como el mismo Señor manifestó: «Palpad y considerad que  un  espíritu  no  tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» [33]. Ahora bien, esta misteriosa espiritualización del cuerpo ¿no podría ser precisamente la base y condición  para  una  auténtica  deificación  de la carne? [34].

Qué pueda ser esta espiritualización  de la materia  no es nada  fácil de concebir, pero sus efectos se manifestaron en Cristo  resucitado. En primer lugar, explica Scheeben, «como espiritualización de la vida, la glorificación suprime en el cuerpo precisamente aquello por lo cual éste después  de  la  resurrección  pudiera  verse  expuesto  nuevamente a la muerte, suprime su fragilidad,  y su corruptibilidad, a ella se debe  en realidad que el cuerpo no pueda ya morir en adelante, que en sí mismo se eleve realmente por encima de la muerte, que sea verdaderamente inmortal, mientras que sin ella seguiría siendo mortal, y no podría preservarse contra la muerte real sino mediante una protección especial de Dios» [35].

La espiritualización, además de comportar una verdadera y propia inmortalidad -y no el simple poder no morir-, lleva consigo unas nuevas y misteriosas relaciones del cuerpo con el resto del mundo material: lo que suele entenderse por agilidad y sutileza. Pero, como dice también Scheeben, inmortalidad, agilidad y sutileza «conforman el cuerpo con el espíritu, pero no aún con el espíritu glorificado, deificado, como tal; le hacen participar de la espiritualidad natural de éste, pero todavía no de su espiritualidad sobrenatural» [36].

Efectivamente, la espiritualización, por misteriosa que sea y por sobrenatural quoad modum que se nos manifieste, nada tiene en sí misma de sobrenatural quoad substantiam. En todo caso podría ser el preámbulo ontológico, la posibilidad de esa sobrenaturalidad en sentido estricto -divinización,  deificación-,  que  Scheeben  sitúa  en  la dote llamada claridad [37].

Si es la  unión  sustancial  entre  alma  y  cuerpo  la  razón  de  que la gloria del alma redunde en el cuerpo, ¿por qué no sucedió así en Cristo antes de su Muerte y  Resurrección?  La  respuesta  no  puede estar más que en el designio divino, que dejó en suspenso esa glorificación que  habría  correspondido  al  cuerpo  de  Jesús  en  virtud  de la gloria de su alma, precisamente para que el  cuerpo  de Cristo  no fuese aún cuerpo espiritual, sino pasible. El milagro de la Transfiguración viene, de hecho, a reforzar esta interpretación: en el Tabor, el cuerpo de Jesucristo fue glorificado, ya antes de la Resurrección, aunque no de modo permanente y definitivo.

La espiritualización de la carne, si fuese presupuesto para una auténtica deificación, habría de consistir no sólo en la inmortalidad, agilidad y sutileza, sino también en hacer al cuerpo capax Dei, como lo es el alma naturalmente. Aquí el misterio se hace particularmente insondable, pero a favor de entender así la glorificación de la materia parece estar también aquella solemne afirmación de San Pablo: en Cristo «habita toda la plenitud de la divinidad  corporalmente» [38], pues este texto -aunque puede aplicarse a Jesús desde el instante mismo de la Encarnación- se refiere más propiamente a Cristo glorioso [39].

Aparte de las manifestaciones sensibles que pudiera tener la deificación del cuerpo, y a las que parece referirse exclusivamente el término claridad, la  deificación  en  sí  misma  es  la  participación  de  la naturaleza divina: la introducción de lo  que  es  criatura,  obra  ad extra de Dios, a participar de lo que es ser y obrar ad intra de la divinidad; es decir, a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad [40]. Pero, además de estar unido sustancialmente a un alma deificada, ¿qué podría significar que un cuerpo  participa  en  sí  mismo de la vida  intratrinitaria,  si ésta  es  la  eterna  procesión  del  Verbo  y la igualmente eterna procesión del Amor subsistente que  es  el  Espíritu Santo?

Una primera aproximación a un tal misterio  podría ser la siguiente: la espiritualización de la materia del cuerpo glorioso, precisamente para ser presupuesto de su deificación, no puede limitarse a efectos relativos al espacio (agilidad), al resto  de  los  cuerpos  (sutileza)  y  a su no separabilidad del alma  (inmortalidad).  La  espiritualización  ha de alcanzar el nivel de lo que es más propiamente constitutivo del espíritu: el entendimiento y la  voluntad.  A  favor  de  esta  hipótesis está también el hecho de que el término pneuma y sus derivados aplicados al hombre,  en los  escritos  de San  Pablo, indican  casi siempre  lo más propio y elevado del espíritu -inteligencia y voluntad-, unos veces en su naturaleza, otras veces en cuanto sobrenaturalmente deificado [41]. De este modo, esa espiritualización sería base suficiente para una cierta deificación en sentido estricto; es decir, para una participación de la materia  en  las  procesiones  eternas  de  Conocimiento y Amor intratrinitarios.

Aunque la espiritualización del cuerpo glorioso no significa que deje de ser material y comience a ser espíritu, es indudable que comporta un modo nuevo de información del espíritu a la materia. Santo Tomás parece entenderlo así, al decir que el cuerpo resucitado es espiritual porque está «totalmente sujeto al espíritu» [42]. Pero esta sujeción, como es obvio, no es reducible a la integridad preternatural. Una clara diferencia está en que de la espiritualización del cuerpo resulta no sólo el poder no morir, sino el no poder morir, y esto supone una tal unión de materia y espíritu, que bien puede llevar consigo una más alta e inefable participación del cuerpo en las operaciones del entendimiento y de la voluntad espirituales, de modo que la misma carne en cuanto tal, pueda participar en unión con el espíritu, de la vida -que es Conocimiento y Amor- de la Trinidad Santísima.

En otros términos, tras la resurrección gloriosa, en el ver  a Dios cara a cara, ¿no participarán de algún modo, ahora inimaginable, los ojos de la carne? De las consideraciones anteriores, pienso que se desprende la legitimidad teológica de esta pregunta que, sin embargo, permanece abierta y seguramente lo estará hasta que, si por la misericordia de Dios nuestra resurrección será gloriosa, la veamos con­ testada en nuestra propia carne, en un  sentido  u  otro.  Lo  cierto  es que, en cualquier caso, la realidad del cuerpo glorioso supera en grandeza la más audaz de nuestras consideraciones: «ni  ojo  vio,  ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento lo que Dios tiene pre­ parado para los que le aman» [43].

Pero volvamos a considerar -no lo hemos olvidado en ningún momento- que, en Cristo resucitado, el cuerpo deificado y el alma totalmente bienaventurada que lo informa de un modo nuevo y para nosotros insondable, no constituyen una persona humana, sino la humanidad de Dios: el modo de ser  no divino que el Hijo de Dios  ha asumido para siempre. Modo de ser no divino,  pero divinizado  en toda su realidad espiritual y material.

Esta humanidad de Jesús, en  su  estado  actual  en la gloria,  es el paradigma de la glorificación de todos los santos; es el designio divino para cada uno de nosotros y, en alguna medida, para la entera creación visible, pues -leámoslo de nuevo-  Cristo,  «cuando  todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el mismo Hijo se someterá a Aquél que se las sometió todas, para que Dios sea todo en todas las cosas» [44].

II.         Dimensión soteriológica  de  la  Resurrección de Cristo

En épocas no lejanas, la resurrecc10n de Jesús ha sido considerada casi exclusivamente desde la perspectiva apologética -como milagro y motivo de credibilidad- y como la exaltación  del Señor una vez cumplida la obra de la Redención. Sin embargo, más recientemente se ha insistido, con razón, en la eficacia salvífica de la glorificación de Cristo [45]; de acuerdo  así con el Nuevo Testamento,  con la patrística y con la mejor tradición teológica.

1.         Unidad del misterio de la Redención

«Si Cristo no resucitó  -escribe  San  Pablo  a  los  corintios-, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados» [46]. Y San Agustín llega a afirmar que de nada nos habría aprovechado  Cristo muerto, si no hubiera resucitado de entre los muertos [47]. Un primer significado es patente: si Jesús no hubiera resucitado, habiéndolo El anunciado, no sería Dios y, en consecuencia, su muerte de poco nos habría servido.

Pero hay más. San Pedro escribe: «Bendito sea  el Dios  y  Padre  de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran misericordia nos reengendró para una viva esperanza mediante la resurrección de Jesucristo  de entre los  muertos,  para  una  herencia  incorruptible» [48].  Otros textos parecen centrar también en la Resurrección toda la eficacia redentora.  Se ha llegado  a  afirmar  que,  por  ejemplo  en  la Epístola  a los hebreos, «el acceso de Jesús a la gloria es el acto redentor capital, siendo la muerte su condición, su causa meritoria» [49].

Sin embargo, no se puede ignorar que otros muchos textos atestiguan la plena eficacia redentora del Sacrificio de la Cruz. El mismo San Pedro, y en el mismo capítulo de la epístola antes citada, escribe: «habéis sido rescatados por la preciosa sangre de Cristo como de cordero sin defecto ni mancha» [50]. Y San Pablo a los efesios: « (Cristo) se ofreció en sacrificio de suave olor» [51]. Y el mismo Jesús había dicho: «El Hijo del Hombre ha venido... a servir y dar su vida en redención de muchos» [52]; y también: «Yo me santifico por ellos» [53], que -como explica San Juan Crisóstomo- significa «yo me ofrezco por ellos en sacrificio» [54].

Por otra parte, numerosos textos indican la íntima conexión -de designio y de eficacia- entre la muerte y la resurrección de Jesucristo. Particularmente significativas son aquellas palabras del Señor:

«Por esto el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo... Tal es el mandato que del Padre  he  recibido» [55].  Y San  Pablo, brevemente, escribe que Cristo «por  todos  murió  y  resucitó» [56]. De hecho, en los escritos de San Pablo,  la  soteriología  «no  describe un círculo alrededor de un centro, sino una elipse alrededor de dos focos» [57]: la muerte y la resurrección de Jesús.

Por lo que se refiere a la eficiencia directa,  tanto  la  Muerte como la Resurrección producen los mismos efectos salvíficos, si bien la ejemplaridad sea diversa en una y otra respecto a los diversos  aspectos de la salvación. Así lo explicaba la teología medieval. Ya  en  el siglo XII, un escrito anónimo, que se atribuyó a Hugo de San Víctor, afirma que muerte y resurrección de Cristo son causa tanto de la liberación del pecado como de la recepción de la gracia,  pero que no son figura del mismo modo [58]. Algo semejante afirmarán Pedro Lombardo [59], San Buenaventura [60] y Santo Tomás, que es, particularmente claro en distinguir causa eficiente directa, causa ejemplar y causa meritoria [61].

Concretamente, Santo Tomás considera que la Muerte y la Resurrección son eficaces tanto respecto a la justificación de las almas, como a la futura resurrección de los cuerpos: «Pasión y Resurrección de Cristo constituyen una unidad inseparable, en cuanto a la eficiencia resucitadora de los cuerpos, y en cuanto a la eficiencia justificadora de las almas. Muerte y Resurrección no pueden ser consideradas como dos causas distintas e independientes, sino que al contrario, hay que decir que actúan con una misma eficiencia; eficiencia que reciben de la  causa  principal  -la  Divinidad  de Cristo-,  a  través  de su Santísima Humanidad, que es el instrumentum coniunctum de la Divinidad. Lo que en Cristo fueron dos momentos distintos en el tiempo, en la aplicación de su eficacia a nosotros se resumen en uno, en el cual operan conjuntamente y con una misma eficiencia» [62]. Pero, en cambio, según Santo Tomás, «por lo que se refiere a la ejemplaridad, la Pasión y Muerte es causa de la remoción de los males –de la remisión de los pecados y de la destrucción de la muerte– mientras la Resurrección es causa de la incoación de los bienes: la adquisición de la gracia que justifica el alma, y la comunicación de la  nueva vida inmortal del cuerpo» [63].

El mismo Cristo afirmó: «es necesario que el Hijo del Hombre muera y resucite» [64]. Pero  la  necesidad  de la Resurrección  no radica  en una supuesta insuficiencia salvífica del Sacrificio del Calvario, sino en el designio divino que, pudiendo haber  establecido otro modo  para la redención del género humano, determinó la muerte  y la  resurrección del Verbo encarnado. En realidad, ni siquiera la Muerte era necesaria para la Redención: es indudable que, en sí misma, cualquier acción de Cristo tenía una plena eficacia salvífica.

En  otras  palabras,  toda  la  vida  de  Cristo  es  redentora,  eficaz de una misma Redención sobreabundante. Sobreabundante en sus efectos, porque «donde abundó el pecado sobreabundó  la gracia» [65]; y sobreabundante en su causa: no una sola acción de Cristo, sino todos los instantes de su existencia temporal. Ciertamente, Cristo venció nuestro pecado  y  nuestra  muerte, sobre  todo con su Muerte y  su Resurrección. Pero no puede olvidarse que -en    palabras de Mons. Escrivá de Balaguer- «con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor» [66]. El valor plenamente salvífica de  todos los misterios  de la vida de Jesucristo y su unidad de eficiencia, es una manifestación más de la plenitud con que Dios ha asumido no sólo nuestra naturaleza sino también nuestra historia. Toda la historia de Jesús -concepción y nacimiento de Santa María Virgen, trabajo, vida en familia, cansancio, penas y alegrías, muerte, sepultura, descenso del alma al Seol, resurrección y ascensión- es redentora. Historia ésta que es la historia de Dios, porque  su  sujeto es la Persona  del Verbo en su naturaleza  humana.

La eficiencia salvífica de cada  instante  humano  de Cristo  radica en su unión personal con la divinidad.  Pero cada  misterio de la vida  del Señor presenta peculiares notas por lo que se refiere a la ejemplaridad y al mérito.  Es  patente,  por  ejemplo,  que  la  Resurrección no fue meritoria sino más bien merecida [67], y que su ejemplaridad -abarcando también la resurrección espiritual de las almas-  presenta su peculiaridad más propia como ejemplar de la resurrección futura de los cuerpos, especialmente de los cuerpos gloriosos. Vamos a centrarnos, por tanto, en este aspecto propio y peculiar de la dimensión soteriológica de la resurrección de Jesucristo.

2.         La Resurrección de Cristo, causa de nuestra resurrección

«Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que duermen. Porque, así como por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados» [68].

Comentando este texto de San Pablo, Santo Tomás de Aquino explica que «Cristo puede llamarse primogénito  de los  que resucitan de entre los muertos, no sólo en sentido temporal, porque resucitó el primero (... ), sino también en sentido causal, porque su resurrección es causa  de la  resurrección  de los  demás,  y  también  en  cuanto a la dignidad, porque resucitó de modo más glorioso que todos los otros» [69].

Considerando la causalidad eficiente, Santo Tomás afirma que «la misma resurrección de Cristo, virtute divinitatis adiunctae, es causa quasi-instrumental de nuestra resurrección» [70].

La pregunta inmediata que se plantea es si la causa eficiente de nuestra futura resurrección será Cristo resucitado o la misma resurrección de Cristo, es decir Cristo resucitando.  Santo Tomás,  al  menos a primera vista, no resulta claro sobre este punto. En ocasiones, parece  referirse,  como  San  Alberto  Magno [71],  a  Cristo  resurgens,  y otras veces a Cristo resucitado.  Los  estudiosos  tomistas  tampoco están de acuerdo en cuál era el pensamiento del Santo de Aquino sobre esta cuestión [72].

La dificultad, como es patente, reside en ver cómo un  hecho  pasado puede  ser  causa  física  inmediata  (aunque  instrumental)  de un efecto futuro. Se puede entender  de algún  modo, si se considera  que Cristo resucitando, es decir la misma Resurrección, es un hecho histórico pero a la vez meta-histórico, no sólo por la divinidad del Señor, sino también por el  alcance  del acontecimiento en  sí  mismo. Es decir, precisamente porque la Resurrección inicia la vida gloriosa definitiva de Jesús, es inseparablemente un hecho situado en la  historia pasada y, a la vez, en la eternidad participada de la gloria. En cuanto momento de la historia es pasado, pero en cuanto inicio de la vida inmortal, eterna por participación, permanece en un eterno (por participación) presente.

Santo Tomás afirma que «la resurrección de Cristo es causa eficiente de nuestra resurrección por virtud  divina, de la que es  propio  dar vida a los muertos. Y esta virtud divina  alcanza  praesentialiter todos  los  lugares  y  todos  los  tiempos» [73].  Aunque  esto  es  aplicable a todos los instantes de  Cristo  -no  sólo  a  la  Resurrección-,  en  el caso de la Resurrección lo es por doble motivo: el alcanzar praesentialiter todos los lugares y tiempos, corresponde no sólo a la virtus divina, sino también a la virtus de la realidad humana plenamente deificada en alma y cuerpo, que ha penetrado en  la  eternidad  participada de la gloria.

Podrían citarse aquí unas palabras que el Niseno aplica a otro contexto: «Quien tenía la potestad  de entregar  su  alma  por  sí mismo y retomarla cuando quisiese, tenía la potestad, como hacedor de los siglos, de hacer el tiempo conforme a sus obras y no esclavizar sus obras al tiempo» [74].

Conviene aclarar, sin embargo, que una presencia  meta-histórica del hecho mismo de la Resurrección  in  fieri,  por  lo que se refiere  a  la misma humanidad de Cristo, no puede entenderse como una permanencia in aeternum del tránsito de muerte  a vida, porque  el estado de muerte, respecto al cuerpo del Señor, es sólo pasado y no ha penetrado, en sí mismo, en la eternidad. En cambio, sí es permanente -eterno por participación- el surgir de la nueva vida inmortal de Cristo. Esto quizá explica por qué Santo Tomás afirma que la causa eficiente de nuestra futura resurrección será Cristo resucitado, y otras veces que será Cristo resucitando. Misteriosamente, los dos conceptos de algún modo coinciden.

No  obstante  estas  reflexiones,  el  misterio  permanece  en   toda su hondura, también porque a las ya misteriosas relaciones entre el tiempo humano y la eternidad de Dios, se añade el  misterio  de  la unión hipostática que establece, ya desde el inicio de la Encarnación, unas relaciones  propias e inefables entre la historia  humana de Jesús    y su eternidad divina.

II.         Cristo en la gloria

Es lógico que la consideración teológica de la resurrección de Jesucristo no prescinda  de una  reflexión  sobre la Ascensión  y sobre  el vivir actual de Cristo en la gloria. Y esto,  no sólo  porque  así se  sitúa la Resurrección en un contexto más completo, sino  también porque la Redención del mundo y la glorificación del Señor no terminan con la resurrección de Jesús.

1.       Ascensión y Pentecostés

Como afirma el Concilio Vaticano II, «esta obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios,  que  tuvo  su  preludio en las admirables gestas divinas obradas en el pueblo del Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor, especialmente por medio del misterio pascual de su santa Pasión, Resurrección  y  gloriosa Ascensión, misterio con el que 'muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha devuelto la vida' (Misal Romano, Prefacio Pascual)» [75].

¿Qué añade la Ascensión, a la gloria  de Cristo  resucitado?  ¿Cuál es su eficacia salvífica? Una primera respuesta posible sería la siguiente: la Ascensión  no añadió  nada  a la gloria  de Jesús  resucitado ni a la obra de la Redención; simplemente  manifestó  esa gloria  ante los discípulos, a la vez  que  señaló  el final  de la  presencia  sensible  de Cristo en la Tierra. Esta respuesta es bastante  común [76],  pero  resulta incompleta al privar casi del todo a la Ascensión de un propio contenido.

No debe olvidarse que el mismo Jesucristo aludió  a  una  más  honda distinción entre Resurrección y Ascensión, cuando dijo a la Magdalena: «no me retengas, porque aún no he subido al Padre» [77]. Aunque ésta es  una  «palabra  de  misterio» [78],  como  dice  San  Cirilo de Jerusalén, no cabe duda de que manifiesta que la Ascensión añade algo a la Resurrección. Tampoco se puede olvidar aquella otra afirmación de Cristo durante la última Cena: «os conviene que  yo  me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá  a  vosotros; pero si me voy, os lo enviaré» [79].

Parece, por tanto, conveniente,  dar  otra  respuesta  más  completa: la Ascensión nada añade a la Resurrección por lo que se refiere  al estado glorioso de la  humanidad  de  Cristo  en sí  misma,  pero  añade el «estar sentada a la diestra del Padre» [80]. Esta expresión no significa sólo estar  en  el  Cielo -en  lo  esencial,  el  alma  de  Jesús  ya  estaba en la gloria desde la Encarnación, y su cuerpo desde la Resurrección-, sino además participar de modo  singularmente  pleno  en  el ejercicio de la  Potestad  divina  universal,  con  particular  referencia  al poder de juzgar  a  todas  las gentes [81]. Es decir, por la Ascensión a la «diestra del Padre», Cristo, también en cuanto Hombre, ejerce plenamente el poder de Kyrios, de Señor de la entera creación [82].

Hay que añadir que el nombre y la potestad de Kyrios ya correspondía a Cristo antes de la Ascensión; El mismo lo afirmó: «Me ha sido dado todo poder en el Cielo y en la Tierra» [83]. Sin embargo, por designio divino, es después de la Ascensión cuando la humanidad del Señor ejerce ese poder en toda su universalidad. Así lo explicaba ya Santo Tomás, al decir que la humanidad de Cristo subió al Cielo, entre otros motivos, «para que, constituido en los cielos como Dios y Señor, enviase desde allí los dones divinos a los hombres» [84]. Y el primer y fundamental Don es el Espíritu Santo, en cuya misión, por tanto, participa de modo inefable la humanidad -alma y cuerpo­ plenamente deificada del Hijo de Dios.

Conviene una vez más insistir en la unidad del misterio de Cristo, todo  él  redentor. Si la Ascensión completa la Resurrección,  como la Resurrección completa el Sacrificio de la Cruz, y éste consuma la ofrenda constituida por toda la vida de Jesús, no se debe a una insuficiencia salvífica, ni de esa vida, ni de ese sacrificio,  ni  de esa resurrección. Es así por libérrima disposición divina.

Por tanto, el misterio de la Redención  culmina  en  Pentecostés, cuya eficacia atraviesa la historia posterior, mediante la vida de la Iglesia, que reunida en el  Espíritu Santo, hace presente en signo y en realidad -es decir, sacramentalmente- la eficacia infinita de los misterios del Verbo encarnado.

2.         Cristo, Cabeza de la Iglesia

«Aquella vida nueva, que implica la glorificación corporal  de  Cristo crucificado  -leemos  en  la  encíclica  Redemptor  hominis-,  se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido  a la humanidad, don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo (cfr. Jn 5, 26; 1Jn 5, 11), es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo» [85].

Esta unión con Cristo nos ha sido revelada a través de la analogía de la unión entre cabeza y miembros. El Padre -escribe San Pablo a los de Éfeso- «lo resucitó (a Cristo), de entre los muertos y sentó a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de modo cuanto tiene nombre ( ... ) Ha puesto todas las cosas bajo sus pies y le ha constituido Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, y en la que halla su plenitud Aquél que lo llena todo en todos» [86]. El misterio de Cristo se prolonga en el misterio de la Iglesia, que es su pléroma,  su plenitud. Entre la gran riqueza -cristológica y eclesiológica- contenida en la capitalidad de Cristo, el aspecto más significativo de la unión entre Cabeza y miembros es, sin duda, el del influjo vital.

Después que San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, nos  presenta a Cristo como Aquél que es plenus gratiae et veritatis [87], añade: et  de  plenitudine  eius  nos  omnes  accepimus [88].  Es decir, la gracia no sólo nos viene por Cristo,  sino  también  desde Cristo;  no sólo  nos la ha merecido  y la causa  en  nosotros,  sino que además  nuestra gracia  es participación de la plenitud de gracia que colma su Humanidad Santísima. Así, Aquél que ya era semejante  a nosotros en todo,  menos en el pecado, nos hace semejantes a El también en el orden sobrenatural de  la  deificación:  en  la  gracia  y  en  la  gloria;  gloria  de la que la gracia es verdadera incoación.

Para profundizar especulativamente en esta realidad, la guía de Santo Tomás es particularmente eficaz, sobre todo para alcanzar una mayor inteligencia  del carácter  erístico  -o,  si se  prefiere,  cristiano­ de la gracia y de la gloria. El Santo de Aquino, comentando el  Prólogo de San  Juan,  señala  tres  aspectos  contenidos  en  la  expresión de plenitudine eius nos omnes accepimus: eficiencia,  consustancialidad y parcialidad, que dan a la derivación de nuestra gracia desde la gratia capitis Christi las connotaciones propias de la participación metafísica [89].

Recordemos que, al considerar la gracia como participación de la naturaleza divina, Santo Tomás, comentando al Pseudo-Dionisio, afirma que la gracia hace a los hombres dioses por participación: participative dii [90]. La estrecha analogía con la participación del ser, permite afirmar que, así como por su natural el hombre es sin ser el Ser, por la gracia sobrenatural el hombre es dios sin ser Dios. Pero, además, el hecho admirable de que esa gracia sea participación de la gracia de Cristo, permite afirmar que el hombre justo es Cristo sin ser Cristo. Expresión sólo aparentemente paradójica -aunque profundamente misteriosa-, cuyo realismo es similar al de la afirmación de que las criaturas son sin ser el Ser [91].

Esta conclusión -ser Cristo sin ser Cristo- podría parecer una extrapolación indebida, ya que participamos, sí, de la  gracia  de Cristo, pero Cristo no es sólo su gracia. Ciertamente; pero también participamos con El de la naturaleza humana, y -lo que es  más  decisivo- nuestra filiación divina es participación de la Filiación del Verbo, es decir del  mismo  Hijo  Unigénito  que,  por  esto,  sin  dejar de ser el Unigénito del Padre, es Primogénito  entre  muchos  hermanos [92].

La cristificación -a la  que, con  rica variedad  de expresiones, se refieren   los  Padres tanto latinos como  griegos- [93], en una real y misteriosa identificación con Cristo, que sólo en la gloria de la futura resurrección alcanzará su consumación, cuando El mismo, como escribe San Pablo, «transfigurará el cuerpo de nuestra miseria  en un cuerpo semejante a su cuerpo de gloria, según el poder que tiene de someter a sí todo el universo» [94]. Por tanto, con el Apóstol podemos afirmar, en esperanza  e  incoativamente, que  Dios  nos  ha  resucitado y nos ha sentado en los cielos, no sólo con Cristo, sino también en Cristo: nos... conresuscitavit et consedere fecit in caelestibus in Christo Iesu [95].

3.         Identificación con Cristo

La efectiva elevación del espíritu creado a  la  intimidad  divina lleva consigo, entre otros aspectos, una peculiar unión de la criatura con el Hijo Unigénito del Padre, precisamente por aquella participación de la Filiación subsistente en qué consiste la filiación divina adoptiva. Juan Pablo II lo expresaba con palabras inequívocas: «Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en  el eterno nacimiento del Hijo a partir del  Padre,  porque  es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo» [96].

Esta introducción nuestra en la vida íntima de Dios, este nuestro ser in Filio, es, en la actual economía, un ser in Christo. «No hay ya judío ni griego, ni hombre ni mujer. Todos sois uno en Cristo Jesús» [97] escribe San Pablo a los gálatas; y a los romanos: «vivís para Dios en Cristo Jesús» [98]. Las expresiones en Cristo, en el Señor, en Cristo Jesús, se encuentran 164 veces en las epístolas paulinas y, aunque no se refieren exclusivamente a Cristo glorioso, indican con muchísima frecuencia la actual e íntima unión entre el cristiano y Cristo [99]. «Esta unión de Cristo con  el  hombre  -afirma  Juan  Pablo II-  es en sí misma  un misterio, del que nace el 'hombre nuevo'  (2P 1, 4), llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (cfr. Ef 2, 10; 1Jn  1,  14.16)» [100].

La unión con Cristo  es  tan  real  que, como  afirma  San  Agustín, el Señor, haciéndonos miembros suyos, nos hace concorporales consigo, «para que en El también nosotros seamos Cristo» [101].

Todo esto no significa una omnipresencia de  la humanidad  de Jesús  -tesis  ya  condenada   por  el  Concilio  II   de  Nicea,  en  el año 787 [102]-,     ni una inhabitación física del cuerpo  del  Señor  en los fieles [103].   Pero  sí significa  una  presencia virtual –es decir, operativa permanente de la humanidad de Cristo en los cristianos [104]. Esta presencia de la virtus carnis Christi es posible, no sólo por la unión hipostática, sino también por la glorificación, que  es  deificación,  de esa carne de Jesucristo.

La presencia del Señor en los justos es identificante. Como ha puesto de relieve, con fuerte y original acento, Mons. Escrivá de Balaguer, «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, el mismo Cristo» [105]. Esta identificación con el Señor puede y debe ser una realidad creciente en la vida temporal, hasta llegar a su plenitud al final de los tiempos cuando, también en nuestro cuerpo, alcance su perfección la filiación divina, que es la consumación final por la que suspira la entera creación: «Porque sabemos -escribe San Pablo- que hasta ahora toda la creación está suspirando, y como en dolores de parto. Y no solamente ella, sino que también nosotros mismos que tenemos ya las primicias del Espíritu, nosotros, con todo eso, suspiramos desde lo íntimo del corazón, aguardando la adopción de los hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo» [106].

Pero ya ahora,  por  esas  primicias  del Espíritu -que es el Espíritu  del Hijo [107]      , hemos  de decir, con  palabras de Mons. Escrivá de Balaguer,  que «la  vida de Cristo es vida  nuestra, según lo prometiera  a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y  mi  Padre  le amará,  y  vendremos  a él  y  haremos  mansión  dentro  de  él  (Jn 14, 23). El cristiano  debe -por tanto- vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2,  20), no soy yo el  que vive, sino que Cristo vive en mí» (108).

Conclusión

Para terminar estas reflexiones -necesariamente breves en comparación con la amplitud y profundidad del tema-, leamos unas palabras del Concilio Vaticano II, que  son  como  un  resumen  y, a  la vez, como un puente hacia el argumento de la próxima  y última  sesión de este Simposio cristológico:

«El Verbo de Dios, por quien  todo  ha  sido creado,  se  ha  hecho El mismo carne, para obrar, El, el hombre perfecto, la salvación de  todos y la recapitulación universal. El Señor es el fin de la historia humana el punto donde convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones y la plenitud de todas las aspiraciones.  El es Aquél  a quien  el Padre ha resucitado de la muerte, ha exaltado y colocado  a  su  diestra, constituyéndolo juez de vivos y muertos.  Nosotros,  vivificados y reunidos en su Espíritu, somos  peregrinos  que se dirigen  hacia  la final perfección de la historia  humana,  que corresponde  plenamente al designio de su amor: 'instaurar todas las cosas en Cristo, las del Cielo y las de la Tierra' (Ef 1, 10). Dice el mismo Señor: ‘He  aquí que llego enseguida, y traigo conmigo el premio, para retribuir a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega,  el  primero  y  el  último, el principio y el fin' (Ap 22, 12-13)» [109].

Fernando Ocáriz, en dadun.unav.edu/

Notas:

1. Conc. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 36.

2.   En este siglo, los escritos sobre la Resurrección son innumerables. Sólo la bibliografía correspondiente al período 1920-1973, recogida por  G.  Ghiberti,  ocupa más de cien páginas en Resurrexit, Actes du Symposium International de la Résurrection de Jésus (1970), Citta del Vaticano 1974, pp. 643-745.

3.   JUAN PABLO II, Discurso a la Comisión Teológica Internacional, 26-X-1979, n. 5, en «L'Osservatore Romano», 27-X-79, p. l.

4.   Ibídem, n. 4.

5.   Ibídem.

6.   No es necesario detenernos aquí en una exposición de estas cristologías no calcedonianas, ya muy conocidas en sus principales representantes. Sobre el influjo actual de  las  «cristologías  ateas»  de  Strauss,  Feuerbach,  etc.  vid.,  por  ejemplo, Pdo. ÜCÁRIZ, Cristología atea e ateísmo practico cristiano, en «Atti del Congresso Internazionale Evangelizzazione e ateísmo», Pont. Univ. Urbaniana, Roma 1980 (en prensa).

7.   PABLO VI, Alocución, 10-11-1971, en «L'Osservatore Romano», 11-11-71, p. l.

8.   Conc. VATICANO 11, Const. Gaudium et spes, n. 14.

9.   Cfr. Pío XII, Ene. Sempiternus Rex, 8-IX-1951: Dz-Sch 3905.

10.    Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 17, a. 2; Comp. Theol. I, c. 212; Quodlib. IX, q. 2, a. 3.

11.    Cfr. R. FAVRE, Credo in Filium Dei mortuum et sepultum, en <<Rcvue d'Histoire Ecclésiastique» 33 (1937) pp. 687-724.

12.    Cfr. S. GREGORIO NACIANCENO, De tridui spatio: PG 46, 617 A; Adversus Apollinarem: PG 45, 1256 C-D. El argumento más frecuente se apoya en Rm 11, 29: «los dones de Dios son sin arrepentimiento»;  la  unión de la divinidad  a la carne de Jesús  era un don divino y, por tanto, no fue retirado al morir.

13.    Cfr. Sal 15, 10; Hch 2, 27.

14.    Cfr. Hch 2, 31; Rm 10, 6-7; Ef 4, 8-10; 1P 3, 18-20; Ap 1, 18.

15.    Cfr. Dz-Sch 16, 801, 852.

16.    Cfr. J. KÜRZINGER, Descenso de Cristo a los infiernos, en J. B.  Bauer, «Diccionario  de  Teología  Bíblica»,   Herder,   Barcelona   1967,   col.  259-264.   También   ha de considerarse, en este descenso, una manifestación de que el Señor quiso asumir plenamente nuestra muerte: cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 52, a. l.

17.    Entre quienes, afirmando  plenamente  la  divinidad  de  Cristo,  niegan  que Jesús gozara de la visión beatífica desde el momento de la Encarnación,  se encuentra Jean Galot. Cfr. J. GALOT, La coscienza di Gesu, Cittadella Editrice, Assisi 1971. No es éste el lugar para detenernos en un análisis de esta tesis, que intenta resolver  dificultades de  interpretación  de  textos  del  Nuevo  Testamento,  pero  que  se  separa  de la doctrina común y recogida en algunos documentos del Magisterio ordinario de la Iglesia (cfr. Dz-Sch 3645, 3812: afirmaciones que el  P.  Galot  estima  no vinculantes: cfr. p. 136 de la obra citada).

18.    Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. 111, q. 46, a.  8; In III Sent.  d. 15, q.  2, a.  3, qla. 2 ad 5; Comp. Theol. I, c. 232; De Veritate, q. 10, a. 11 ad 3; q. 26, a. 10.

19.    Cfr. Me 9, 10; Le 18, 32; 24, 6-8.

20.    Dz-Sch 150.

21.    Cfr. Dz-Sch 6-76.

22.    Sobre  estas  verdades,  cfr.  Dz-Sch  44,  325,   358,  359,  369,   414,   485,  492, 574, 791; Conc. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 6; Lumen gentium, n. 7; Gaudium  et  spes,  nn.  2, 10; PABLO VI, Sollemnis Professio Fidei, 30-Vl-1968, n. 12: AAS 60 (1968), p. 438.

23.    Cfr.J. GALOT, Gesu liberatore,  Librería  Editrice  Fiorentina,  Firenze  1978,  pp. 361-362.

24.    Cfr. Le 24, 11.37-39; fo 20, 1-2.25. Vid. P. GRELOT, L'historien devant la Résurrection du Christ, en «Revue d'Histoire de la Spiritualité» 48 (1972), p. 233.

25.    R. BULTMANN, L'interprétation du Nouveau  Testament,  trad.  francesa,  París 1955, p. 180.

26.    Un resumen crítico de las tesis de Bultmann, Marxsen y  otros  autores,  puede verse, por ejemplo, en N. IUNG, La résurrection  du Christ  mise  en  question, Mame, París 1973.

27.    Por ejemplo, CH. KANNENGlESSER,  Foi en la résurrection. Résurrection de la foi, Beauchesne, París 1974.  Este  autor  afirma  la  fe  en  la  realidad  de la  resurrección física de Cristo, pero en base a una peculiar y  confusa  noción  de  «realismo evangélico»  (p.  146),  parece  considerar   que  la  fe  en  la   realidad   de la  Resurrección se reduce simplemente a  creer  que  los  discípulos  creyeron  en  ella  (dr.  pp. 128-146). Más resonancia tuvo, años antes, el libro de X.  LÉON-DUFOUR, Résurrection  de Jésus et message pascal, Ed. du Seuil,  París  1971.  Negando  la «reanimación»  del cuerpo  muerto  del  Señor.  Léon-Dufour  concibe  la  Resurrección   como  la  asunción, por parte del alma de Cristo, del entero universo transfigurado (dr. p. 305 de la ª ed.), de modo que esa Resurrección sería  algo  real, pero  no un  suceso  histórico  (dr.  p.  252). Entre otros, depende de Léon-Dufour por lo que se refiere a la Resurrección, L. BOFF, Jesús Cristo Libertador, Ed. Vozés. Petrópolis 1972. Una  distinción  también  confusa  entre  realidad  e  historia,  será  afirmada  después  por CH. DUQUOC, Christologie, vol. II («Le Messie»), Ed. du Cerf, Paris 1973: «la resurrección es histórica  sólo  en  el  kerigma,  no  es  histórica  en  sí  misma,  aunque  es una realidad objetiva» (p. 309). Por su parte, E. ScHILLEBEECKX, ]esus, het verhaal van een levende, Nelissen, Bloernendaal 1974, niega la historicidad del sepulcro vacío  (cfr.  p.  273)  y  de  las apariciones de  Cristo  resucitado  (cfr.  pp.  291-293),  y  ofrece  una  interpretación  en  la que,  más   que   de   resurrección,   habría   que   hablar   de   «manifestación»  de  Jesús (cfr. p.  271):   una  manifestación   que  sería   una   experiencia   de  la  gracia   (dr.  pp. 272-273).

28.    STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 55, a. 2.

29.    Cfr. Ibídem, qq. 53-54. Sobre la doctrina de Santo Tomás acerca del carácter verdadero, perfecto y glorioso de la resurrección del Señor, Yid. P. RODRÍGUEZ, La Resurrección de Cristo en el pensamiento  teológico  de  Santo  Tomás  de  Aquino,  en Varios  Autores,  «Neritas  et  Sapientia»,  Eunsa,  Pamplona   1975,   pp.   327-336;   y   el más extenso estudio de Fdo. OCÁRIZ, La Resurrección de Cristo, causa de nuestra resurrección, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1977, pp. 105-175.

30.    Cfr. A. CHOLLET, Corps glorieux, en DTC 111, col. 1900-1902.

31.    STO. TOMÁS, S. Th. Sup., q. 85, a. l.

32.    1Co 15, 44-45.

33.    Lc 24, 39.

34.    Ya por la unión hipostática, según Santo Tomás, la carne de Cristo debe considerarse deificata, «quia facta est Dei caro et etiam quia abundantius dona divinitatis  participat  ex  hoc  quod  est  unita  divinitati»  (In   III   Sent.  d.  5,  q.  1,  a.  2 ad 6). Sin  embargo,  cabe  plantearse  la  existencia  de  una  nueva  y  superior  deificación de esa carne tras la Resurrección, como afirmó S.  Gregorio  Niseno: cfr.  L.  F.  MATEO­ SECO, Estudios sobre la cristología de San Gregario  de  Nisa, Eunsa,  Pamplona  1978, pp. 362-365.

35.    M.  J.  SCHEEBEN,   Los  misterios  del  cristianismo,  Herder,  Barcelona,  2." ed. 1957, p. 718.

36.    Ibídem, pp. 727-728.

37.    Cfr. ibídem, pp. 728-729.

38.    Col 2, 9.

39.    Cfr.  L.  CERFAUX, La  théologie   de   l'Eglise   suivant   saint   Paul,  París   1942, p. 258.

40.    Sobre el contenido trinitario de lo sobrenatural en nosotros, o divinización, puede verse Fdo. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, Eunsa,  Pamplona  1972,  pp. 82-111; lNEM, Perspectivas para un  desarrollo  teológico  de  la  participación  sobrenatural  y  de su contenido esencialmente trinitario, en «Atti del Congresso  Internazionale  San  Tommaso  d'Aquino»,  Ed.  Domenicane  Italiane,  Napoli  1974  ss.,  vol.  3,   pp.   183-193; lNEM, La Santísima Trinidad y el misterio de nuestra deificación,  en  «Scripta  Theologica» 6 (1974) pp. 363-390.

41.    Cfr. E. B. ALLO, Saint Paul: Premiere Építre aux Corinthiens, Gabalda, Pa

e.e.

 

rís 1935, pp. 91-112.

 

42.    SANTO TOMÀS, 1v, c. 86.

43.    1Co 2, 9.

44.    1Co 15, 28.

45.    En este sentido, tuvo  notable  difusión  la  obra  de  F.  X.  DURRWELL,  La Résurrection de  Jésus,  mystere  de  salut,  Le  Puy  1950.  En  este  estudio  de  teología bíblica, al destacar  la  eficacia  salvífica  de  la  Resurrección,  queda  un  tanto  oscurecida  la eficacia redentora  <le  la  Pasión  y  Muerte.  La  10"  edición  de  este  libro  (Ed.  du Cerf, Paris 1976; 4ª ed. castellana,  Herder,  Barcelona  1979),  muy  modificada  por  el autor,  presenta  nuevas  y  más  graves  deficiencias,  que  oscurecen   la  misma   divinidad de Jesucristo.

46.    1Co 15, 17.

47.       «Nihil  (Christus)  nobis  mortuus  prodesset,  nisi   a   mortuis   resurrexisset» (S. AGUSTÍN, Sermo 246, 3: PL 38, 1154).

48.    1P 1, 3-4.

49.    J. BONSIRVEN, L'épitre  aux  hébreux,  5º  ed.,  Paris  1943,  p.  211.  También según J. Galot, la eficacia salvífica de la muerte de Cristo se reduce a merecer la Resurrección, que sería la única causa eficiente directa de  la  salvación  (dr.  J. GALOT, Gesu liberatore, cit., p. 392).

50.    1P  1,  8.

51.    Ef 5, 2

52.    Mt 20, 28. 

53.    Jn 17, 19.

54.    S. JUAN CRISÓSTOMO, In Ioh. 17, 19: PG 59, 443.

55.    Jn 10, 17-18. Cfr. S. AGUSTÍN, In Ioh, tract. 47, 7: PL 35, 1736.

56.    2Co 5, 15.

57.    L. CERFAUX, Jésus le Sauveur, en «Lumiere et Vie» 15 (1954), p. 89.

58.    Cfr. Quaest. in Ep. ad Rom.: PL 175, 464.

59.    Cfr. PEDRO LOMBARDO, Coll. in Ep. ad Rom.: PL 191, 1378.

60.    Cfr. S. BUENAVENTURA, In IV Sent. d. 43, a. 1, q. 2, c. 4.

61.    Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 53, a. 1 ad 3; q. 56, a. 1 ad 4; a. 2 ad 4.

62.    Fdo. OCÁRIZ, La Resurrección de Cristo ... , cit., p. 39.

63.    Ibídem, pp. 39-40.

64.    Mt 16, 21.

65.    Rm 5, 20.

66.    J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1973, n. 21.

67.    Cfr. Flp 2, 8-9; STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 53, a. 4 ad 2.

68.    1Co 15, 20-22.

69.    STO. TOMÁS, Comp. Theol. I, c. 239; cfr. ídem, S. Th. III, q. 56, a. 1 ad 3.

70.    FOEM, S. Th. Sup., q. 76, a. 1 c.

71.    S. ALBERTO MAGNO, In IV Sent. d. 43 B, a. 5.

72.    Cfr. F. HOLTZ, La valeur  sotériologique  de  la  résurrection  du  Christ  selon saint Thomas, en «Ephcmerides Theologicae Lovanienses» 29 (1953) pp. 616-627; A. PIOLANTI, Dio-Uomo, Desclée. Roma 1964, pp. 577-588.

73.    STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 56, a. 1 ad 3.

74.    S. GREGORIO NISENO, De tridui spatio: PG 46, 613 D. El contexto de estas  palabras del Niseno, puede verse también en L. F. MATEO-SECO, Estudios sobre la cristología..., cit. pp. 327 y 337.

75.    CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 5.

76.    Es la exégesis, por ejemplo, de P. BENOIT, L'Ascension, en «Revue Biblique» 56 (1949), p. 201. R. KOCH, Ascensión del Señor, en J.  B.  Bauer,  «Diccionario  de Teología Bíblica», cit., col. 113, afirma que «sólo cabe  atribuir  (a  la  Ascensión) importancia o significación de segundo orden».

77.    Jn 20, 17.

78.    S. CIRILO DE JERUSALÉN, In !oh. 20, 17: PG 74, 692.

79.    Jn 16, 7.

80.    Cfr. Mc 16, 19; Hch 2, 33; Hch 5, 31; Hch 7, 55-56; Rm 8, 39; Hb 1, 3; Hb 8, 1; Hb 10, 12; 1P 3, 22; Ap 5, 7.

81.    Cfr. A. PI0LANTI, Dio-Uomo, cit., p. 11.

82.    Cfr. Flp 2, 9.

83.    Mt 28, 18; cfr. Rm 1, 4.

84.    «... ut in caelorum sede quasi Deus et Dominus constitutus, ex inde divina dona hominibus mitteret» (S. TOMÁS, S. Th. III, q. 57, a. 6; cfr. también q. 58: «De sessione Christi ad dexteram Patris»).

85.    JUAN PABLO ll, Ene.  Redemptor hominis,  4-III-1979,  n.  20.

86.    Ef 1, 20-23.

87.    Jn 1, 14.

88.    Jn 1, 16.

89.    Cfr. STO. TOMÁS, In Ioh. Hv., c. I, lect. 10, 1.

90.    IDEM, In De Divinis Nominibus, c. XI, lect. 4.

91.    Un estudio más detenido sobre este punto, en Fdo. OCÁRIZ, La elevación sobrenatural como recreación en Cristo, en «Atti del VIII Congresso Tomistico Internazionale» (Roma, 1980) (en prensa). Puede verse también J. C. SEIJO, Gratia Christi, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1979.

92.    Cfr. Fdo. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, cit., pp. 93-111.

93.    Cfr. J. H. NICOLAS, Les  profondeurs  de  la  grace,  Beauchesne,  París  1969,  pp. 61-63.

94.    Flp 3, 21.

95.    Ef 2, 6.

96.    JUAN PABLO JL  Homilía  en  Norcia,  23-III-1980,  en  «L'Osservatore  Romano», 24/25-III-80, p. 2.

97.    Ga 3, 28.

98.    Rm 6, 11.

99.    Cfr. M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, FAX, Madrid, 2.' ed. 1966, p. 414; F. PRAT, La Teologia di San Paolo, S.E.I., Torino, 2ª ed. 1961, vol. II, p. 289; A. WIKENHAUSER, Die Christusmystik des hl. Paulus, Freiburg im Br., 2ª ed.  1956,  pp.  9,  27,  57;  L.  CERFAUX,  La  théologie  de  l'Eglise  suivant  saint  Paul, cit.,  p.  176;  V.  Lm,  San  Paolo  e  l'interpretazione  teologica  del  messaggio  di  Gesit, Ed. Japadre, L'Aquila 1980, pp. 141-150.

100.     JUAN PABLO II, Ene. Redemptor hominis, cit., n. 18.

101.     «... Agnus immaculatus foso  sanguine  suo  redimens  nos,  concorporans  nos  sibi, faciens nos membra sua, ut  in illo et  nos Christus  essemus»  (S. AGUSTÍN,  Enarrat. in Ps. 26, 2, 2: PL 36, 200).

102.     «Si quis Christum Deum nostrum circumscriptum non confitetur secundum humanitatem, anathema sit» (Conc. II de Nicea: Dz-Sch 606). Sobre algunos de los errores, de origen luterano, sobre una supuesta  ubicuidad  de  la  humanidad  del  Se­ ñor, vid. A. MICHEL, Ubiquisme, en DTC XV. col. 2034-2048

103.     Cfr. Pío XII, Ene. Mediator Dei, 20-XI-1947: AAS 39 (1947) p. 393.

104.     Cfr. E. HUGON, La causalité instrumentale dans l'ordre  surnaturel,  Tequi, París, 3ª ed. 1924, p. 111. Sobre este tema, puede verse también J. LÓPEZ DÍAZ, La identificación con Cristo, según Santo Tomás, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1979.

105.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 96. Esta afirmación -el cristiano es ipse  Christus-,  acuñada  y  predicada  constantemente  por  el  Fundador del Opus Dei, pone de relieve, con gran  fuerza,  la  íntima  y  necesaria  conexión entre la Cristología y la Teología espiritual.

106.     Rm 8, 22-23.

107.     Cfr. Ga 4, 6.

108.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 103,

109.     CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 45

Daniel Flichtentrei

Ayer por la mañana una ambulancia trajo a Adela a la guardia del hospital. La pierna derecha estaba inmóvil, la rodilla apuntando hacia fuera y el pie apoyado sobre su lado externo. No se quejaba. Le dije que tenía que revisarla pero que lo haría con la mayor prudencia para evitarle un sufrimiento innecesario. Giró la cabeza pero no me dijo nada. Le pregunté si me había comprendido. Pensé que podría estar confusa o desorientada. Apenas me miró. Era una mujer delgada con la mandíbula prominente. Los ojos claros, tal vez azules. Las pupilas rodeadas por un arco senil amarillento. El cabello gris y la boca arrugada en las comisuras. Parecía estar pensando en algo alejado de lo que sucedía a su alrededor. Ausente. Mientras la examinaba Manuela me hizo señas para que me acercara. Quería decirme algo sin que ella pudiera escucharnos.

-  No quería venir al hospital. Se resistió mucho. Insultó, forcejeó hasta que lograron traerla.  La encontraron tirada en el piso abrazada a su esposo. Nadie logró que él hablara más que dos o tres palabras. Parecía enfermo o algo así. La mujer no quería dejarlo solo y él no quiso acompañarlos.

Le hicimos radiografías y análisis. Tenía una fractura de cadera. Se decidió operarla algunas horas más tarde. Se lo dije, pero tampoco eso modificó su actitud.

-  Adela va a ser necesario operarla. Le vamos a dar anestesia general y no va a sentir nada. Quédese tranquila.

Me escuchó con indiferencia y volvió a concentrarse en sus pensamientos. De a ratos se frotaba el muslo con la palma de la mano como única señal de que sentía algún dolor. Nada de lo que le sucedía parecía importarle demasiado. La trasladaron a la sala de mujeres para prepararla  para la cirugía.

La sala tenía dos filas de quince camas distribuidas a lo largo de unos veinte metros. En el centro un par de escritorios de madera en muy mal estado repletos de papeles desordenados. Sobre un soporte, instalado en la pared a gran altura, había un televisor pequeño que mostraba escenas de un documental sobre ballenas. Una mujer tejía con una sola aguja. No miraba lo que hacía, movía los dedos automáticamente mientras el hilo abandonaba un ovillo blanco que se movía dando saltos como una marioneta sobre el piso.

Pasé varias veces cerca de Adela. Siempre estaba en la misma posición. Después de cenar fui a verla para hacerles los últimos controles antes de que la llevaran al quirófano. Busqué una silla pero todas estaban rotas. Me senté sobre el borde la cama. Olía a colonia de baño. Aún miraba al techo. Tenía los cabellos largos y blancos atados con un rodete sobre la nuca. Por delante el peinado era tenso. La frente despejada le agrandaba los ojos. Me palmeó las rodillas y sonrió al verme. Su actitud había cambiado.

 - Adela, ¿tiene ganas de hablar?

- Creo que va a ser la primera noche que paso fuera de mi casa en los últimos diez años doctor.

- ¿Sí? ¿Por qué?

- Nunca lo dejé solo a mi Pedro.

Hablaba como si nuestra conversación viniera desde tiempo atrás aunque era la primera vez que lo hacíamos. Me veía, pero no me escuchaba. Parecía querer contarme algo que consideraba que yo debía saber. O tal vez se lo estaba contando a sí misma en voz alta.

- Esa tarde doctorcito, no me la puedo sacar de la cabeza. Podría contarle cada detalle. La ropa que tenía puesta, las miradas entre el Pedro y yo cuando el Diego salió a la calle. “Andá, salí, hay algo para vos en la vereda, un regalo de tus viejos”. Caminó despacio, desconfiando. “Dale, dale, no seas cabezón” le decía el padre. Salió sin imaginar lo que iba a encontrar. Había soñado tanto con esa moto. Le pusimos Diego, por el Diego, ¿vió? Nació en Agosto del 86, poco después del Mundial y el padre se empecinó en que debía llamarse así. Mi esposo trabajó los fines de semana durante todo un año para juntar peso sobre peso. Había terminado el secundario, era buen alumno, trabajaba en un quiosco cuando salía del colegio. No hacía más que agradecernos lo poquito que le habíamos podido dar. Pero el Pedro insistía: “el pibe se lo merece Adela, se lo merece”. Y se la compró doctor. Estaba más feliz que el chico. Nunca lo había visto así, se lo juro.

Se encendía a medida que avanzaba en el relato. Hacía lo posible por levantar la espalda y acompañaba las palabras con movimientos de las manos. De a ratos me miraba para comprobar que le estaba prestando atención.

- Lo espiamos a través de la ventana. Los dos abrazados, no lo podíamos creer. Acarició la moto, así con la palma de la mano. Se daba vuelta y nos buscaba. Entró corriendo y nos abrazó. Lloró como cuando era un chico. Nos apretaba tanto que creí que no lo iba a aguantar. Si hasta hematomas me salieron al otro día. Unos manchones negros aquí en los brazos. El Pedro se soltó, le dio un beso y se fue al baño. Yo sé que él también se fue a llorar.

Le tomé la mano y se la apreté. Me pareció que tenía que detenerla para que llegara a la cirugía menos alterada. La historia que me estaba contando la llenaba de emociones. No supe qué hacer. Le acaricié la cabeza y le acomodé la almohada. Manuela apoyó su mano sobre mi hombro como una advertencia. Entonces comprendí que tenía que permitir que Adela hablara.

- Fue en el primer viaje. Se bañó, se puso la mejor ropa. Una campera nueva que la había regalado el padrino y las zapatillas que le compramos en Navidad. Cuando subió a la moto nos volvió a mirar por la ventana. Le hice señas de que se subiera el cierre, estaba fresco. Con el Pedro nos quedamos escuchando el ruido de la moto hasta que desapareció.

Se calló. Tal vez había hecho silencio para volver a escuchar el ruido de la moto alejándose por la calle hasta desaparecer.

- No serían ni las nueve de la noche doctorcito. El Pedro miraba las noticias en la televisión. Tocaron la puerta. Raro, ¿vió? Un sonido extraño, malo, muy malo. Yo supe que era una desgracia. No nos dijimos nada. El policía era gordo. Una especie de mono con uniforme. Me lo dijo así nomás. Como si se tratara de una noticia cualquiera. Rapidito. Yo no quería escucharlo, pero ya lo había dicho. Nos dejó un papelito arrugado con el teléfono y la dirección de la comisaría y se fue. El Pedro me tomó del brazo y me apretó. Pensé que se iba a desmayar. Lo acompañé al sillón y lo senté. Lo abracé. Nos quedamos quietitos sin saber qué hacer, qué decir.

Volvió a hacer una pausa. Le pedí que se tranquilice, que no era el mejor momento para recordar algo tan terrible.

- Cuando volvimos del cementerio llovía. El Pedro estaba sentado junto a la ventana y miraba hacia la vereda. Tuve miedo. “Sentate”, me dijo. “Mirá Adela, al pibe lo maté yo ¿sabés?  Tomalo con calma pero quiero que sepas que ahora me voy a matar. No voy a decírtelo otra vez. Lo voy a hacer” Y no lo dudé doctorcito. Yo sabía cuando el Pedro estaba decidido a hacer algo y cuando no.

Ya era de noche. Afuera todo seguía ajeno a lo que vivíamos dentro del hospital. Seguí el movimiento de los autos desde que aparecían hasta que ingresaban en un punto ciego más allá del rectángulo de la ventana. El relato de Adela no me daba tregua.

- No nos dijimos nada más doctor. Nunca. Sólo esas palabras y después un silencio que ya lleva diez años. Jamás pudo llorar, nunca. Yo sabía que no tenía que dejarlo solo ni por un minuto. Y no lo dejé. Nunca. Él se fue quedando quieto. Fue dejando de hablar. Nada le interesaba. Los canarios que criaba en el patio se fueron muriendo. Era lo que más le gustaba en el mundo pero ni siquiera le importó. Le daba de comer, lo bañaba, lo dormía. Lo llevaba a cobrar la jubilación y a hacer las compras. Lo sentaba en la cocina mientras preparaba el almuerzo o limpiaba la casa. Lo afeitaba y lo vestía. En Navidad armaba una mesa en el patio y nos sentábamos los dos solos. Cuando llegaban las doce le ponía una copa en la mano y lo obligaba a brindar. Entonces le pedía a Dios que no me lo quite doctor. Después empezó a caminar raro, con pasitos cortos. Se caía. A veces se levantaba de madrugada y se iba al patio. Se quedaba allí, muerto de frío. Yo lo espiaba desde la ventana de la cocina. Lo dejaba un rato y después le llevaba una frazada, lo cubría y me lo llevaba despacito de vuelta a la cama. Cada vez se movía con más dificultad. Se puso duro, como si fuera de piedra. Nunca, nunca lo dejé solo porque sabía lo que iba a pasar si yo me distraía. Cuando me caí de la escalera y sentí ese crujido de los huesos, lo agarré fuerte de la mano y lo obligué a que me arrastre hasta la cama. No lo quería soltar. Nos quedamos así agarrados toda lo noche. Me moría de dolor pero me lo aguanté.

El carro de la comida entró a la sala. El ruido metálico y el tintineo de los platos rebotando sobre las bandejas resultaba ensordecedor. La mucama distribuyó las raciones a cada paciente. El olor a sopa de zapallo y a pollo me hizo sentir náuseas.

- Cuando se hizo de día escuchamos los ruidos de los vecinos que se levantaban. Sonó el timbre, muchas veces. El teléfono. Otra vez el timbre. Pero no atendimos. Entonces escuchamos los golpes en la puerta de chapa. Ruido de patadas. Después apareció el muchacho de la casa de al lado, despeinado y muerto de miedo entrando en la pieza. Y al rato, usted ya sabe doctorcito, la ambulancia, la enfermera. Me arrancaron de al lado del Pedro. Les grité que no me lleven, que me dejen, que era importante, que no podía irme de casa. Les supliqué. Pero ni me escucharon.

Intenté consolarla pero yo estaba más conmovido que ella.

-  Quería contárselo doctor. Necesitaba que usted lo sepa antes de operarme. Tiene que hacer algo, por favor. Que alguien vaya a cuidar a mi Pedro. Prométamelo.

-  Quédese tranquila Adela. Ya mismo me voy a ocupar. Ahora descanse que dentro de un rato la vendrán a buscar para llevarla al quirófano.

Salí a buscar a alguien que pudiera ir hasta su casa y ocuparse de Pedro. Se había desatado una tormenta y empezaba a llover. La ambulancia no estaba disponible. Tuve que pedírselo a la guardia policial. No se interesaron demasiado pero mi insistencia logró que dispongan lo necesario para hacer una visita de comprobación. Les pedí que me avisen de inmediato cómo estaba Pedro para que su mujer pudiera operarse más tranquila. Mientras esperábamos noticias llegó la hora de llevar a Adela a cirugía. La encontré en una camilla frente a las puertas del quirófano. Le avisé que ya se estaban ocupando de su esposo y la acompañé mientras la operaban. Al cabo de algo más de dos horas salimos rumbo a la sala de recuperación. Ella aún estaba semidormida pero sin mayores complicaciones.

El policía me llamó por teléfono y me pidió que bajase a la sala de emergencias. No quiso explicarme los motivos. Lo encontré rodeado por mis compañeros conversando. Hacía gestos que ilustraban lo que decía pero que yo aún no lograba escuchar. Cuando estuve cerca se calló. Todos abrieron el círculo que formaban a su alrededor hasta dejarme solo frente a él.

- Fuimos doctor. Nadie respondió al timbre. El vecino nos ayudó a entrar a través de los fondos de su casa. No encontramos a nadie.

El estampido de los truenos lo interrumpían a cada momento. Nos callábamos cuando veíamos el destello de un rayo y esperábamos a que lleguara el sonido. La lluvia golpeaba sobre el techo de chapa. Dos mucamas intentaban sacar el agua que inundaba los consultorios. Un hombre corría entre las ventanas tratando de cerrarlas para que no se golpeen con el viento. Justo antes de llegar a la última una ráfaga la empujó y el vidrio estalló en mil pedazos.  Llegaron los bomberos anticipándose al anegamiento de los sótanos del hospital. Empujaban una bomba sobre un soporte con ruedas para sacar el agua que inundaba el subsuelo apenas llovía desde hacía muchos años.

- Lo buscamos por el barrio, pero no lo encontramos. No había una nota ni señales de que se hubiese llevado nada. Todo estaba en orden. Nos volvimos para hacer una denuncia por el paradero de ese hombre. Necesitábamos sus datos y una foto. Pensamos que su esposa nos los podría facilitar.

Manuela se acercó para decirme que habían encontrado a un anciano bajo la lluvia en la puerta del hospital. Pensó que podría ser Pedro pero el hombre no quería moverse y no hablaba ni una palabra. Fuimos juntos. Lo encontramos sobre uno de los bancos del parque de acceso al hospital. Estaba empapado, la ropa chorreaba agua y el cabello goteaba sobre su cara. Tenía un paquete envuelto en papel de diario aferrado con ambas manos.

Lo cubrimos con un paraguas e intentamos hablarle. Manuela lo tomó del brazo pero él se resistía a moverse. Quiso revisar el contenido del paquete a lo que también se negó. Forcejearon pero el hombre logró retenerlo. – Pedro, ¿usted es Pedro? Le dije casi a los gritos intentando superar el ruido del viento y la lluvia. El paraguas se desarmaba. Las gotas caían con tanta fuerza que parecían agujas clavándose en la piel. El hombre me miró. No se inmutaba ante el tumulto que la tormenta, nosotros y un grupo de curiosos armábamos alrededor suyo. – ¿Usted viene a ver a Adela? Le pregunté casi pegado a su oreja. Nada. Las personas que nos acompañaban comenzaron a aburrirse y se retiraron.

El viento sacudía las ramas de los árboles sobre nuestras cabezas. Desde algún lugar cayó una paloma. Luchaba contra el viento pero apenas se movía. Manuela se fue detrás de ella abandonándonos al chaparrón que había adquirido su mayor intensidad. El anciano parecía una estatua bajo el diluvio. Sentado sobre el banco, la espalda recta, las rodillas juntas, las manos sobre los muslos. No lograba identificar ninguna señal en su cara que me permitiera saber si el nombre de Adela le resultaba familiar. Parecía no tener gestos ni expresión.

Me senté a su lado chorreando agua por todos lados. Le pasé mi brazo sobre sus hombros. Apoyé una mano sobre su rodilla. –Pedro, soy el médico que atiende a Adela. Conozco la historia de Diego, su hijo. Ella me la contó.

La rodilla comenzó con un temblor que al principio no era visible pero que podía sentir en la palma de mi mano. El movimiento fue calentándose. Se hizo más frecuente y más amplio. El cuerpo concentró su energía en una actitud que anticipaba que se pondría de pie. Despacio, armando cada secuencia como si fuese independiente de la siguiente se enderezó hasta pararse. Yo también lo hice. Se había formado un charco enorme sobre el que estábamos parados. Supe que era Pedro. Abrió la boca que se le llenó de agua de inmediato. Dijo –“Diego, Diego…”  Escupiendo gotitas al aire. Se tapó la cara con las dos manos y lloró.

El paquete que sostenía cayó sobre un lago de barro chirle. Al abrirse se desparramó un camisón blanco con pequeñas flores rosadas y una toalla azul con los bordes desflecados. No podía verle los ojos pero sentí que lloraba con el cuerpo pese a la rigidez de sus movimientos. Nos iluminó el destello de un rayo y por un instante se hizo de día. El trueno llegó demorado. Lento, como los movimientos de Pedro al ponerse de pié. Manuela volvió con la paloma apretada entre las manos.

Lo abracé y lo besé en la frente. –Llore Pedro, llore. Le dije sin habérmelo propuesto. Él también me abrazó. –Pedro, no se asuste, Adela está muy bien. Dio una especie de saltitos que no lograban moverlo pero que yo podía percibir en la tensión que le recorría las piernas. –No va a pasarle nada malo. En un par de días volverán los dos a casa. Apoyó su cabeza en mi hombro. Los dos emitíamos un vapor que se dispersaba a pocos centímetros de nuestros cuerpos. Sin dejar de llorar dijo "Diego", muchas veces. Repitió ese nombre como una plegaria. Miró hacia el cielo que se desplomaba sobre nosotros. Juntó fuerzas hasta que un sonido áspero y furioso le salió por la boca. Gritó. Un alarido primitivo y salvaje. Un estampido de dolor animal trepándose al estruendo de la noche.

Daniel Flichtentrei, en intramed.net/

Edouard Pousset

Introducción

La resurrección de Cristo comporta un hecho histórico y es acontecimiento para la fe. Entendemos por histórico aquel hecho del que se alcanza un conocimiento cierto por los métodos de la historia. Lo real abarca todo lo que ha sucedido y tiene más extensión que lo histórico. ¿Qué hay de histórico en la resurrección.

En primer lugar, para nosotros es histórico el testimonio de los apóstoles por el que proclaman que, después de su muerte, han visto vivo al Jesús con quien habían convivido. El contenido del testimonio: la experiencia en la que han visto y reconocido a Jesús resucitado, es considerada real por los apóstoles. ¿Hay ahí algo que pueda ser tenido por estrictamente histórico o se trata de una realidad sólo perceptible por la fe?

Anticipando, podemos responder lo siguiente:

1)    La resurrección, como acto de pasar de la muerte a la vida no es histórica y no puede ser verificada; es desaparición: el cuerpo del resucitado no pertenece ya al universo fenoménico. No se trata, pues, de la reanimación de un cadáver como en el caso de Lázaro.

2)    Podemos considerar histórico aquello que fue objeto de una constatación sensorial, es decir, la tumba vacía y  las apariciones, dos elementos por tratar mediante los métodos de la exégesis y de la historia.

3)    Los testigos de la resurrección han visto unos signos y en ellos han reconocido a Jesús como quien los producía. Hay, pues, dos tiempos bien marcados: la percepción de los signos y el acto de fe.

De los relatos evangélicos se deduce que, primeramente, los apóstoles perciben un signo sin reconocer a Jesús; a continuación, pasan de esta percepción a la fe por medio de una reflexión sobre su experiencia anterior con Jesús, iluminada ahora por las escrituras que él les interpreta. Como objeto de fe la resurrección plantea tres problemas: a) la génesis  de la fe de los testigos en la resurrección estudiada a partir de los datos de la crítica literaria e histórica; b) reflexión sobre la resurrección en sus dos aspectos: el fenoménico y el que trasciende la historia y solicita la fe. Si la reflexión sobre el primer aspecto no supone la fe, la consideración del segundo designa el objeto mismo de la fe y presenta al no creyente la cuestión que plantea el testimonio evangélico, junto con la respuesta que el mismo testimonio evangélico propone; c) la relación entre el acceso subjetivo al hecho y las estructuras objetivas del mismo. Esta relación se funda en el vínculo que hay entre Cristo y la naturaleza e historia. Habrá que esbozar una filosofía del cuerpo que permita formular la relación entre Cristo resucitado y la naturaleza, y  una teología de la libertad en la historia que exprese la relación entre Cristo resucitado y esta historia.

La antinomia hecho histórico-acontecimiento trascendente es superada por el acto de fe, pero el fundamento de esta superación no queda de manifiesto en la primera descripción de la génesis de la fe, ni en el análisis de las estructuras objetivas de la resurrección como hecho histórico y acontecimiento para la fe. El fundamento del acto de fe es el mismo misterio de Cristo. Este fundamento no puede ser desvelado  más que en la fe, pues no es legítimo confundir las razones para creer con el último fundamento de la fe. Estas razones aparecen al exponer la génesis de la fe en los primeros testigos, pero descansan en un último fundamento que no puede ser alcanzado más que cuando aquellas razones suscitan el acto de fe.

La resurrección: historia y fe

La realidad de la resurrección

Decimos que la resurrección de Jesús es una realidad y precisamos: hecho histórico y acontecimiento para la fe (incluso para quienes fueron sus testigos).

Lo real no coincide estrictamente con lo que es objeto de una experiencia sensible. Es adquisición definitiva de la filosofía que lo real es síntesis de cosa y pensamiento, de hecho y sentido; lo real no puede reducirse a la experiencia sensible ni a la abstracción.   El acceso a lo real comienza por el análisis crítico del hecho que es objeto de experiencia, penetrándolo hasta una última estructura que soporta este análisis. A partir de ahí debe comenzar un proceso de síntesis en el que se alcanza lo real concreto al captar el universo de relaciones emanadas de aquella última estructura alcanzada por el análisis. En la cosa aparece el pensamiento; en el hecho, el sentido.

Hay, pues, un doble criterio de realidad: la capacidad de resistir un análisis y la posibilidad de síntesis. Según este doble criterio, la resurrección es real porque el descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones de que nos hablan los documentos soportan una crítica histórica razonable. En segundo lugar, la resurrección es real por razón de la coherencia que el método de la hipótesis comprehensiva hace aparecer en los hechos alcanzados por análisis, cuando son enfocados desde la perspectiva de la fe. Esta coherencia da razón del poderoso movimiento religioso que la fe en la resurrección ha desencadenado en la historia. A la luz de esta coherencia, dicho movimiento religioso es, a su vez, criterio. Por la correspondencia de estos dos criterios, la cuestión de la realidad de la resurrección puede ser zanjada en el sentido de la fe. Pero esta correspondencia no constituye un conjunto de razones necesitantes. Estas razones llegan a formar un círculo de necesidad sólo en virtud del acto  de fe que ellas solicitan pero que no producen, pues su coherencia se completa precisamente mediante este acto de fe.

La génesis de la fe en los testigos

La resurrección de Jesús es para la Iglesia motivo de fe, pues cree que Jesús es Señor porque ha resucitado. Pero antes de ser motivo de fe es objeto de fe, tanto para los primeros testigos como para los que escuchan su palabra. Se trata ahora de coordinar los momentos de la génesis de la fe en la resurrección.

1.    Jesús y sus discípulos en su vida y en su muerte

Después del exilio se dio una tensión entre el Israel agrupado en torno a sus sacerdotes  y al templo, pero privado de la independencia política, y el Israel de la antigua realeza davídica que permanece en el recuerdo y al que no se puede renunciar por formar parte de la tradición auténtica. Se trata de una tensión entre dos contrarios inconciliables, un Israel espiritual y un Israel terrestre. Lo que hará Cristo en su persona y en su obra es, precisamente, superar esta tensión. Por su muerte y resurrección, Cristo revela que ha unido estas dos realidades en su persona: es hombre salido de su pueblo, es el Hijo que viene de arriba.

La comunidad pre-pascual se forma a partir de la adhesión a Jesús quien, con sus obras, da testimonio de ser el Mesías del nuevo Israel anunciado por las escrituras. Pero esto no es aún la fe pascual. En esta primera fe hay un equívoco; en efecto, cuando Jesús anuncia la obra que le ha de revelar plenamente como Señor, a saber: su muerte y su resurrección, los discípulos se escandalizan. Y el equívoco permanece hasta el día de Pentecostés, cuando se llega a la unidad entre el Israel terrestre y el Israel espiritual por la adhesión al verdadero misterio de Jesús.

2.    Jesús resucitado y sus manifestaciones a los discípulos

La narración del hallazgo de la tumba vacía casi no juega ningún papel en la génesis de la fe de los discípulos; es un elemento que, aislado del conjunto del acontecimiento pascual, constituye un detalle de poca importancia para el historiador. Pero admitido el acontecimiento pascual por la fe, adquiere el valor de un signo negativo de la resurrección, y no se le puede reducir a una construcción sin fundamento debida a motivos apologéticos.

Por lo que toca a las apariciones, se tropieza a menudo con el apriori de que una aparición no puede ser más que alucinación colectiva y patológica. E. le Roy desarrolla la objeción resaltando los indicios de alucinación que se pueden observar en los textos evangélicos y les opone las siguientes observaciones (Dogme et critique, p 218):

1)    "Alguien ha creído primero, sin sugestión de otro, en la resurrección de Jesús. Aquí sería preciso hablar de autosugestión... Quedaría aún por comprender cómo una fe tan débil antes de la decepción pudo renacer tan exaltadamente después. Era un peligro mucho mayor predicar a Jesús resucitado que confesar en el momento de su proceso que se le había seguido".

2)    El elemento subjetivo constructor que interviene en una aparición, como en toda percepción natural, incluso el elemento patológico posible, que puede entrar en una actividad mental fecunda, no suprimen el valor de realidad objetiva de la percepción ni de la obra genial. ¿Por qué una aparición, aunque implique elementos de construcción subjetiva, no puede tener valor objetivo?

Al hablar del "valor objetivo" de las apariciones se quiere decir que éstas son reales porque los discípulos perciben al resucitado en virtud de una iniciativa que no viene de ellos sino del mismo resucitado. El examen intrínseco del contenido de las apariciones va a manifestar una coherencia propia de esta experiencia que da razón de su verdad objetiva. Al analizar la génesis de la fe de los discípulos en la resurrección vemos, en primer lugar, que la experiencia no está situada en el plano psicológico; se parece a las experiencias místicas que presenta la historia de la Iglesia por su sobriedad en la toma de conciencia refleja de los procesos psíquicos, a través de los cuales Dios llega a ser objeto de experiencia. Pero la experiencia de la resurrección se distingue de las experiencias místicas comunes en que comporta una experiencia predominante de Cristo en su cuerpo al nivel de los sentidos. Además los sujetos de esta experiencia son los que habían conocido a Jesús antes de su muerte. Podemos, pues, decir que las apariciones muestran a los miembros de la comunidad pre-pascual la continuidad entre la vida mortal y la existencia espiritual de Jesús.

Precisemos la génesis de la fe en la resurrección. Un primer momento está constituido por el encuentro con Jesús en su vida mortal. El segundo momento es la experiencia de   la muerte de Jesús. Los discípulos pierden la fe en su mesías crucificado y en el Padre y se dispersan (cfr. Emaús), aunque continúan siendo los que se adhirieron a Jesús. Las manifestaciones del resucitado constituyen el tercer momento. En primer lugar, provocan incredulidad. Jesús se presenta y no es reconocido: sobre este punto los testimonios evangélicos concuerdan. Y ello se debe a que Jesús resucitado no puede ser reconocido por los sentidos naturales. Es un signo que irrumpe en el mundo natural, pero signo de un ser que el mundo natural no puede ya contener. El paso a través de la muerte implica un acto de libertad soberana frente a la naturaleza y la historia. Únicamente se le puede reconocer situándose, con la propia libertad, frente a esta libertad soberana. Es Jesús mismo quien les conduce al punto en el que brotará este acto de libertad, haciéndoles caer en la cuenta de que los profetas anunciaron el sufrimiento  y la muerte del Mesías. La transformación de su fe hace que la muerte de Jesús y las condiciones no meramente naturales de la manifestación del resucitado pasen, de ser obstáculos, a ser motivos de la fe.

La presencia del resucitado hace renacer la fe de los discípulos y ésta les permite reconocer a Jesús; la presencia reconocida confirma y fundamenta su fe. La fe es necesaria para reconocer a Jesús resucitado, pero sólo Jesús resucitado puede hacerla nacer. Mas la fe no es anterior a la visión del resucitado, pues es la presencia de éste lo que suscita la fe. Tampoco es anterior la visión, pues la fe pre-pascual es previa y la sola percepción del signo no produce la fe. Y esta relación visión-fe no cae en un círculo vicioso, pues hay un tercer término gracias al cual se relacionan: Jesús presente.

La fe en el Señor y en el Padre que lo ha resucitado precisa de un paso más para ser la fe perfecta. Este paso se da en la ascensión, cuando se supera toda dependencia de un signo particular y se entra, en Pentecostés, en la fe según el Espíritu.

El hecho histórico y el acontecimiento para la fe

El dogma de la resurrección contiene dos afirmaciones. La primera es que Jesús resucitado ha entrado en la vida de Dios de la que se había despojado al encarnarse, y que su cuerpo participa de esta vida. La segunda afirmación dice que la resurrección, además de ser una realidad trascendente, comporta un hecho histórico.

De la percepción del signo al reconocimiento de fe

Entre estas dos afirmaciones parece que hay contradicción; y se presenta un problema que puede ser definido por la oposición entre dos elementos: histórico-fenoménico y transhistórico-trascendente. Se supera la oposición al ver la correspondencia entre estos dos elementos y los dos momentos de la génesis de la fe de los testigos: percepción de un signo, reconocimiento de fe. La distinción entre estos dos momentos y la posibilidad de pasar del signo a la fe por la mediación de Jesús presente (que les hace reflexionar sobre los años vividos con él), son las condiciones del acto de fe, anteriormente al cual no se puede captar la unidad de ambos momentos.

Sin la fe, los signos tienden a desmoronarse (se negará, por ejemplo, la tumba vacía como hecho histórico). La fe actúa sobre los signos revelando su coherencia y solidez. Pero no puede caer en el extremo de sobrevalorar los datos históricos, como si el significado del dato fuera perceptible sin la mediación de la fe. En tal caso, la tumba  vacía y las apariciones se verían como pruebas de la resurrección, la cual quedaría entonces reducida a una realidad histórica, sin que el acto de fe fuera necesario para identificar al resucitado.

La historia positiva puede llegar a admitir la historicidad de los datos alcanzados por análisis crítico. Pero con ello sólo se ha recorrido una parte del camino: hay una cuestión planteada (por la tumba vacía), se propone una respuesta (en las apariciones). Para llegar a unir con sentido los dos elementos es preciso recurrir al método de síntesis, el cual, mediante una hipótesis, trata de dar coherencia a los datos históricos como paso intermedio entre la constatación del dato y el reconocimiento de su sentido en el acto de fe. Esta hipótesis es una especie de construcción propuesta por el historiador; no es reagrupación de hechos, sino intuición que avanza hacia su sentido. El paso de hipótesis a tesis es a la vez discontinuo (supone un acto de libertad) y continuo (la libertad halla en la misma hipótesis las razones para su acto). La síntesis hipotética no agota las implicaciones mutuas entre el hecho histórico y su sentido, el cual, en el caso de la resurrección de Jesús, no es plenamente percibido más que por el acto de fe. La reagrupación de los hechos, según una intuición directriz que propone el sentido, invita a producir el acto simple de la captación global. No realizarlo es quedar en la duda respecto del sentido. El agnosticismo es, en este caso, una posibilidad; pero, dada la presencia de la fe de la Iglesia, que exige una explicación, no se puede mantener a la larga. El historiador debe reconstruir entonces la génesis de la fe según las perspectivas   de la incredulidad, llegando a una coherencia propia.

En el acto de fe se capta la unidad de la resurrección como hecho histórico y realidad trascendente. La resurrección queda situada así con respecto al ser natural (la tumba vacía implica una transformación misteriosa del cuerpo) y con respecto a la historia humana (en las apariciones se relacionan la libertad divina con libertades humanas). A partir del plano de la historia humana, la resurrección aparece como realidad trascendente al ser iluminada por las escrituras (historia sobrenatural); la resurrección se ve entonces como una acción de Dios en favor de su Ungido y de su pueblo.

Significado de la Resurrección

El aspecto histórico y el aspecto de realidad trascendente de la resurrección sólo se pueden unir en el acto de fe, de cuyo fundamento objetivo vamos a tratar ahora. En la primera parte vimos las razones para creer: estas razones son un camino hacia la  fe, pero no su fundamento. El misterio de Cristo, muerto y resucitado, constituye el fundamento de la fe; y ahora vamos a hablar de ello en función de nuestro acto de fe.

Es verdad que no podemos decir nada de la resurrección en cuanto es vida de Cristo en Dios: esto es algo absolutamente inefable. Pero sí que podemos hablar de la resurrección considerada de cara a nosotros: Cristo resucitado está, en cuanto tal, en relación con nosotros y con nuestro mundo. ¿Cuál es esta relación? Esto es lo que nos ocupará ahora. Vamos a esbozar una teología de la resurrección, lo cual supone, a su vez, una justa concepción del cuerpo.

Elementos para una definición del cuerpo

El cuerpo animado de un hombre se puede entender, en cuando es un centro de relaciones, como el mismo universo a partir de un centro individualizado. Este centro es cada uno como persona, sujeto singular capaz de reflexionar, decidir y actuar. Este centro está particularizado por las características físicas y psíquicas  propias de cada uno. Finalmente, este centro se universaliza al hacerse un nudo de relaciones con todo  el universo. La singularidad del sujeto es mediación entre la particularidad y la universalidad en cuanto el sujeto se decide a utilizar sus características particulares como medio para relacionarse con el universo. Tal es el sentido de mi libertad: salir de la propia subjetividad singular y ponerse en relación con la naturaleza y con los otros. La particularidad del sujeto es, a su vez, una mediación entre el sujeto singular y el universo. Y podemos decir que la persona no se decidiría a este uso determinado de su particularidad si no hubiera en ella una anticipación de lo universal en forma de imágenes, ideas o deseos.

Esta relación de lo singular, lo particular y lo universal teje la historia individual y colectiva del hombre. Esta historia, destruida por la muerte, es restaurada y transformada por la resurrección, de modo que el hombre resucitado debe pensarse también como dotado de singularidad, particularidad y universalidad.

A la muerte del hombre, lo que se coloca en la tumba no es sólo un agregado de células en descomposición, es también una historia ya acabada y marcada siempre por el pecado. Precisamente por el pecado, el espacio se ha experimentado no como posibilidad de buen orden entre los cuerpos, sino como separación; y el tiempo no ha sido ocasión de entendimiento y armonía, sino de malentendidos. Por el pecado, la oposición entre seres distintos se convierte en enfrentamiento y exclusión, la simple exterioridad natural de los cuerpos se convierte en opacidad de individuos que se rehúsan mutuamente.

Principio fundamental

Nuestra reflexión estará dirigida por el siguiente principio: el Hijo de Dios se encarna para unir a todos los hombres en la unidad de su cuerpo. Por tanto, toda la realidad de Cristo tiene que ver con nosotros; pero hay una distinción entre lo que sucede en Cristo    y lo que Cristo es para nosotros. La mañana de pascua, Cristo resucitado entra en su gloria reconciliando en él todo el universo. Esta reconciliación, cumplida ya en Cristo, sólo se da en los discípulos a medida que, renacida su fe, constituyen la Iglesia naciente, primicias de la reconciliación universal en Cristo.

¿En qué consiste la resurrección?

En una primera aproximación hemos de decir que la resurrección del cuerpo de Cristo no consiste en la reanimación de un cadáver. Resucitar es entrar en la vida divina a través de la muerte, en una vida de la que participa el cuerpo que ya es cuerpo espiritual, según Pablo. En esta expresión, "cuerpo" no indica algo groseramente material, ni por "espiritual" se entiende lo que pertenece al mundo de lo pensado. "Espiritual" incluye y supera lo físico, e indica que el cuerpo de Cristo participa de la vida según el Espíritu Santo. La desaparición del cadáver es signo de la transformación radical del cuerpo de Cristo. Pero, según la concepción que se expuso más arriba, el cuerpo es un centro de relaciones con todo el universo. Por tanto, con el cuerpo de Cristo es todo el universo lo que queda transformado en Dios.

El creyente no alcanza esta renovación de su vida al menos en la medida en que no está confirmado en su fe. Conforme su fe progresa, el cristiano ve más el universo según esta renovación y la vive más, hasta llegar al progreso absoluto en la fe, que alcanza cuando muere en Cristo y se afianzará así definitivamente en el cuerpo de Cristo resucitado. Esta renovación de los cristianos por la fe se da especialmente por su unión en una comunidad fraternal en la que reina al menos una cierta reconciliación.

El cuerpo y la libertad

La siguiente reflexión se funda en el dato revelado del señorío universal de Cristo y utiliza un principio: la historia de la salvación es la historia de las libertades humanas y  de la Libertad divina. Cristo es libre en su anonadamiento, en su resurrección y en su glorificación. El hombre es libre en su pecado, en su conversión y en su participación en el misterio de Cristo. Si, por su encarnación, Cristo asumió una carne de pecado y quedó sometido a las leyes del universo, por la resurrección vino a ser libre respecto de las condiciones naturales de la existencia y de las consecuencias del pecado. Cristo se manifestó a los discípulos a fin de suscitar en ellos la fe que les haría participar de su libertad de resucitado.

La tumba vacía

Cristo, al resucitar, recobra su cuerpo particular conteniendo en él al universo. El universo se convierte así en un movimiento de íntima comunicación de todas las partes entre ellas mismas y con el todo. Este movimiento constituye la presencia de Cristo en el universo y del universo en Cristo. Pero como los hombres permanecen en las separaciones y divisiones propias de un mundo marcado por el pecado, Cristo resucitado desaparece a sus ojos. Esta desaparición supone una ruptura en la cadena de fenómenos naturales, lo cual es inadmisible para el que no se deja llevar por la fe.

La ciencia, fundada en la afirmación del determinismo universal de los fenómenos (encadenamiento estricto de causas y efectos), intenta hallar coherencia en la experiencia común -caótica a primera vista. Pero este determinismo (válido como método de investigación) niega la libertad humana y somete al hombre a fuerzas objetivas opresoras cuando se lo erige en el único principio de interpretación de la realidad.

Por su resurrección Cristo queda libre respecto de este determinismo pero no para habitar en un mundo fantástico y arbitrario, sino para entrar en la coherencia superior de la vida y la libertad del reino de Dios. El sepulcro vacío es signo de ello. Si el cadáver de Cristo hubiera quedado en el sepulcro, el determinismo quedaría constituido como explicación integral del universo; pero faltando un eslabón a la cadena de causas y efectos, el hombre queda invitado a buscar el sentido de su vida y de su libertad más allá de la sucesión de fenómenos naturales: en Jesús vivo, centro y principio del orden nuevo.

El sentido de la historia producida por la libertad del hombre no puede surgir más que de un fin de la historia en el que se unan naturaleza y libertad. La dialéctica hombre- naturaleza, superada momentáneamente por el trabajo, resulta equívoca si se concibe sin fin.

Cristo da sentido a esta dialéctica porque asumió efectivamente en su vida la naturaleza y la libertad, como comienzo en su encarnación y como fin en su resurrección. La historia del mundo es asumida por la historia del pueblo que él suscita por la fe; la naturaleza es asumida por su cuerpo desaparecido del sepulcro.

Si el cuerpo depositado en el sepulcro permanece allí, la naturaleza no es integrada en la Vida y la condición natural queda disociada de la existencia sobrenatural, lo cual es contrario a la encarnación. El modo como acontece la resurrección queda dicho por las palabras de Pablo: "se siembra ignominia, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fuerza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual" (1Co 15, 43-44).

Si se afirma que el cuerpo de Cristo resucitado es el universo, resulta incoherente afirmar que su cadáver permanece en la condición de cadáver. Se piensa su cuerpo según las categorías de singularidad (Cristo como sujeto) y universalidad (su cuerpo es el universo), pero se deja de lado la particularidad de su cuerpo, que también es esencial. Con ello queda sin explicar cómo la persona del resucitado no se disuelve en el cosmos. Algunos reducen la particularidad a la memoria; pero esta reducción, que no tiene en cuenta el cuerpo del resucitado, cae de nuevo en la dicotomía de considerar la historia humana como asumida por la resurrección, quedando la naturaleza sin ser asumida, lo cual es contrario a la resurrección.

Sostener que el cuerpo individual de Cristo ha resucitado, no significa aferrarse a una representación según la cual la resurrección pondría al cuerpo individual aparte del resto del cosmos. La resurrección recobra el cuerpo individual como cosmos entero, pero particularizado en un hombre. El cosmos es una unidad, pero con tantas modalidades como hombres por resucitar. El cuerpo de Cristo resucitado es, pues, el universo entero pero individualizado por la particularidad de su cuerpo; y esto se puede decir también de nuestra propia resurrección.

Cristo puede situarse a voluntad en el determinismo, precisamente porque por su resurrección lo ha vencido y ha obtenido la libertad sobre él. Por lo mismo, Cristo puede manifestarse en el mundo natural y humano. Y esto es lo que hace al manifestarse a sus discípulos en las apariciones.

Las apariciones

Esta nueva inserción de Cristo en el universo comporta las características de su soberanía (no necesita entrar para estar en el cenáculo). Cristo resucitado está en relación sin distancia con todo ser; sin embargo, cuando se aparece a los discípulos se da una cierta opacidad y resistencia al contacto de los sentidos. Para los discípulos, las apariciones tienen el carácter de una relación sensible, propia del mundo anterior a la resurrección. Esta imperfección de la relación constituye la historicidad de las apariciones.

Los relatos de las apariciones no reflejan la imaginación de los primeros cristianos que se complacen en lo maravilloso, sino el conflicto entre la libertad de los imperfectamente creyentes y la libertad de Cristo resucitado. De ahí su ambigüedad: son acontecimiento natural y manifestación de lo sobrenatural; son una concesión a la condición aún natural de los testigos que no puede ser más que transitoria. Las apariciones corresponden al paso de la fe muerta a la fe perfecta que ya no necesita de las apariciones para adherirse al Hijo de Dios. Acabado el tiempo de las apariciones comienza en Pentecostés el tiempo de la fe pura, propia de los liberados de sus pecados pero que viven aún en las condiciones de vida natural y pecadora.

Nacimiento y desarrollo de la Iglesia

Por la fe en el misterio pascual nace la comunidad en la que se comienza a vivir el misterio de la total reconciliación. En ella los discípulos verifican el misterio de la resurrección de Jesús. Se puede decir que el nacimiento de esta Iglesia, que confiesa y anuncia el kerigma, es la resurrección de Jesús, con tal que se comprenda que la resurrección personal de Jesús en su cuerpo es el principio de este nacimiento.

Después de la ascensión, Cristo no está ya presente en una manifestación particular.  Cristo es la vida de la Iglesia y promesa de vida para el mundo; es el centro  y principio  en quien todos se conocen y se reconcilian haciéndose hermanos; y su cuerpo resucitado es la transparencia y el medio en el que tiene lugar esta relación.

El que vive de esta fe accede a la alegría de amar como Cristo ama y descubre que ya no hay  que elegir entre Dios y las criaturas: del amor de Dios brota el amor a las criaturas,    y éstas remiten a Aquél. Ser pobre con Cristo y en él poseerlo todo. Ser hermano universal que sirve como Cristo sirvió. Abandonarse a la voluntad de Dios, y participar del mismo sufrimiento de Cristo. Esto es ser resurrección entre los hombres.

Edouard Pousset, en seleccionesdeteologia.net/

Tradujo y condensó: José M. Millás


Rafaela García López y M.ª Isabel Candela Pérez

1.        Introducción

En 1993, la Unesco constituyó la Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI, para reflexionar sobre la forma en que la educación ha de hacer frente a los retos del futuro, ya que “(...) la educación constituye una de las armas más poderosas que disponemos para forjar el futuro (...)”. Este informe sirve para extraer recomendaciones que han de orientar el diseño de las políticas educativas a nivel mundial y se fundamenta en cuatro pilares: aprender a aprender, aprender a hacer, aprender a ser y aprender a vivir juntos. A pesar de las recomendaciones, no sólo del Informe Delors (1996), sino también del informe “Aprender a ser” del año 1973, ni la política educativa, ni los centros, ni los profesores, ni orientadores, ni familias, ni ninguna institución de la sociedad civil se ha preocupado de formar explícitamente en dos de los pilares propuestos: “aprender a ser” y “aprender a convivir juntos”.

Durante mucho tiempo hemos dado excesiva importancia al conocer, al desarrollo de la dimensión cognitiva, y nos hemos despreocupado de otras dimensiones básicas del ser humano, como la afectiva, la moral y la cívica, incluso de la espiritual o trascendental. Una de las finalidades de la educación: formar a personas, o el desarrollo integral de la persona y su capacidad para transformar la sociedad, se nos ha olvidado en este proceso. No sólo formar a personas que tengan recursos para adquirir conocimientos, sino que manifiesten también calidad en sus comportamientos. Y esto no es más que educar en habilidades, actitudes y valores. En efecto, todos sabemos que para ser íntegros y realizarse como personas no basta con tener muchos conocimientos, también hay que analizar actitudes y valores de nosotros mismos y de los demás, hay que elaborar conjuntamente las normas de convivencia para comprender el significado de las normas sociales, hay que “vivir” estos contenidos, generando espacios de reflexión, debate y acción, favoreciendo la comunicación, el intercambio de opiniones, la expresión de sentimientos, la aceptación de la diferencia, el respeto mutuo y la construcción de acuerdos. Estos objetivos sólo se lograrán con el compromiso de todos los miembros de la comunidad educativa, especialmente del profesorado, y, por supuesto, con apoyo de la familia, de las instituciones políticas y de la sociedad civil.

“Los cambios propuestos en España en la Educación Secundaria en la última década no se resuelven ni única ni fundamentalmente con unos cambios de métodos o con unas didácticas y unos materiales curriculares más adecuados” (Moreno y García López, 2008: 103). Más bien habría que conseguir una mentalización del profesorado, de las familias, de la sociedad en general, sobre la finalidad de la educación en las etapas obligatorias de la enseñanza.

No es que este tiempo sea peor que otro, sino que es un tiempo diferente en el que no todo lo que hasta ahora era válido permanecerá como tal, y en el que hay que preocuparse de crear formas más adecuadas de resolver los problemas y, especialmente, de prevenirlos. Es casi seguro que el incremento del conocimiento humano no será suficiente; que la formación de la persona y los objetivos de la educación no deberán orientarse sólo al aprendizaje de conocimientos y al desarrollo de procedimientos que permitan saber más y aprender mejor a aprender. El profesorado y el sistema educativo deben replantearse sus objetivos, los contenidos que deben transmitir y los métodos, ya que la educación es tarea y responsabilidad de todos.

En los siguientes apartados trataremos de demostrar que recibir educación ha de servir para vivir mejor; que una de las finalidades de la educación es ofrecer recursos para afrontar mejor la vida con los otros y el desarrollo de las propias capacidades.

2.           El reto de la educación para la vida como una de las finalidades de la educación

Educar para la vida es ofrecer recursos personales y sociales para desenvolverse en una sociedad en constante cambio, para adaptarse a contextos multiculturales, para comprender las posibilidades de la globalización, para manejarse adecuadamente   y con espíritu crítico con las nuevas tecnologías en la sociedad de la información y del conocimiento, para desarrollar el sentido de ciudadanía o responsabilidad por los asuntos públicos, para aprender a convivir con la diferencia, para afrontar los conflictos desde el diálogo, para desarrollar el pensamiento crítico, para saber manejarse sin dejarse manipular en las redes sociales, para asumir la conciencia y responsabilidad de formar parte de la sociedad y para trabajar por la construcción de un mundo más justo y solidario (Marina, 1990).

Si la educación puede servir para enfocar la vida de cada persona, cualquiera que se dedique profesionalmente a ella está obligado u obligada a conocer la realidad social en la que vive; a conocer los principales problemas de la sociedad y los elementos que la caracterizan. De hecho, la sociedad demanda de la escuela que forme a personas íntegras y buenos ciudadanos, que eduque para la vida plena de cada uno y de todos, y que lo haga conforme a su dignidad como persona y a las necesidades del mundo de hoy (Touriñan, 2006). La educación tiene una función muy importante con respecto a la sociedad, y es que puede ayudarla a tomar conciencia de sus problemas. Por eso no se

puede separar la educación de la vida. Nadie ignora que las instituciones educativas están insertas en un mundo social y no pueden, por tanto, sustraerse a esta realidad social. Las instituciones deben cambiar, pero a pesar de que son dinámicas y sus cambios deberían reflejar y reproducir los cambios que tienen lugar a nivel social, parece que, por una parte, el sistema educativo no acaba de incorporar a buen ritmo los cambios que se operan en la realidad. Creemos que les falta más flexibilidad, pero también una concepción distinta de la educación, de la enseñanza, del papel del profesorado, de las familias, de los orientadores, de la organización, del currículo, etc. Y, por otra parte, las familias tampoco evolucionan al ritmo de la sociedad. Efectivamente, las condiciones de la sociedad actual, marcadas por la globalización, la revolución tecnológica, la multiculturalidad, la sociedad del conocimiento, la comunicación virtual, el nuevo papel de la mujer, las redes sociales, etc., requieren el desarrollo de estrategias que favorezcan la integración de valores nuevos desde el contexto familiar. Estos cambios van modificando nuestro modo de ver la vida, van modificando nuestras creencias, nuestras costumbres, nuestros valores. La familia, la escuela y la sociedad civil afrontan la tarea de la educación en valores como la responsabilidad compartida en la que cada agencia tiene su papel (Touriñan, 2006).

El pluralismo cultural, político y religioso que caracteriza nuestra sociedad significa que si la educación ha de servir para la vida será preciso afrontar la tarea de la educación en valores, en este caso concreto, especialmente el valor del respeto a la diferencia, la tolerancia y el desarrollo personal. Nuestra sociedad está en cambio permanente; es insuficiente formar a las personas sólo desarrollando su capacidad cognitiva (recordemos que las pruebas de diagnóstico general de nuestro sistema educativo, siguiendo directrices comunitarias y según prescribe la LOE –art. 21, 29 y 141.1–, solamente miden los resultados en matemáticas y lengua, como si no hubiera más objetivos en la escuela; como si el currículo se cerrase en estas dos materias, olvidando otras dimensiones de la persona).

Los cambios en el desarrollo científico y tecnológico exigen a las personas más capacidad de decisión y de opción que en tiempos pasados. Las posibilidades de consumo de información son prácticamente ilimitadas y nos exigen saber elegir estableciendo un orden de prioridades en función de los intereses. Por eso es importante autoconocerse; conocer nuestros propios intereses, desde una perspectiva crítica. “Tal orden de prioridades va conformando nuestra forma de estar en el mundo, nuestro proyecto personal y nuestra forma y grado de participación y de implicación en proyectos colectivos” (Martínez, 1997). El nivel de alfabetización funcional que exigen las sociedades desarrolladas es superior al de los modelos de sociedad anteriores, y el poder conformador de éstas puede anular con mayor facilidad la singularidad que caracteriza de forma radical a la persona y que debemos ser capaces de mantener. Para afrontar estos cambios y esta sociedad en constante movimiento y superinformada nos interesa que la educación posibilite vivencias personales, emocionales, afectivas y no sólo cognitivas. Y esto enlaza con la necesidad de alfabetizar políticamente a la población, con la exigencia de que adquieran cierta responsabilidad moral y social, que participen por el bien común y, por supuesto, que piensen críticamente.

Ya en 1995, Jordán detectó una serie de síntomas sociales que justificaban afrontar el tema de la educación cívica desde la perspectiva del bien común, sin perder la libertad personal. Entre estos síntomas destaca: a) la dejadez o apatía comunitaria. Erosión del funcionamiento democrático, creciente anomia respecto a los procesos políticos en la mayoría de las sociedades occidentales. Existe una gran incredulidad en la participación social como búsqueda del bien común; b) el individualismo. En efecto, el individualismo es otro de los rasgos que con más frecuencia han servido para caracterizar las sociedades modernas y sobre todo para explicar su creciente desintegración y pérdida de civilidad entre sus miembros (Taylor, 1994). La sociedad de consumo y sus valores asociados distancian al ciudadano del compromiso con la participación social; las personas acaban con una visión peligrosamente solipsista de la vida, donde valoran el individualismo en el sentido de un incremento de libertad individual que no desean perder, aunque ello pueda suponer perder los vínculos sociales que justifican el sentido de la vida. Como afirma Puig (2000), “los seres humanos pierden los vínculos con cualquier idea o fuerza que pueda dar sentido a su vida, que pueda motivar la acción o que justifique los esfuerzos que a menudo requiere la vida colectiva. Cuando todo ello desaparece, un yo débil y solitario queda a merced de sí mismo y de la búsqueda casi desesperada de bienestar y de todos los pequeños placeres que las sociedades de consumo puedan proporcionar. Instalados en esta ausencia de horizontes y recluidos en un frágil yo, los sujetos pierden interés por la colectividad, abandonan la cooperación solidaria y resulta casi imposible pedirles cualquier compromiso público. Una sociedad exageradamente individualista verá cómo se debilitan las fuerzas de integración social y los elementos motivacionales que sustentan la ciudadanía; c) la falta de coherencia entre los principios que fundamentan el funcionamiento social democrático (constituciones, leyes, etc.) y la preparación y disposición de los ciudadanos que deben hacer realidad en la práctica diaria tales principios; d) la carencia de sentido grupal; e) la resistencia a la cooperación; f) el enfrentamiento intergrupos, y g) la escasa predisposición para asumir responsabilidades.

Para superar estos síntomas las escuelas han de comprometerse al menos en dos tareas: a) formar para desarrollar en sus estudiantes el pensamiento crítico y b) definir, sin ambigüedades, y practicar la educación para la ciudadanía. Porque, sin duda, los pensadores críticos son personas comprometidas con la vida. Aprecian la creatividad, la innovación y muestran una mentalidad abierta y transformadora de la realidad.  Confían en sí mismos y en sus capacidades para orientar sus vidas. El pensamiento crítico mantiene en todo momento una actitud escéptica sobre la verdad absoluta referida a cualquier fenómeno. En el siguiente apartado comentaremos lo que entendemos por educación para la ciudadanía, relacionado con el pilar “aprender a convivir juntos”.

3.           Los abandonados pilares: “Aprender a ser” y “Aprender a convivir juntos”

¿A qué nos referimos cuando se habla de aprender a ser? Aquí hemos creído conveniente asumir que aprender a ser hace referencia a desarrollarse como persona, pero ¿qué persona?

El ser persona es todo lo que vamos construyendo sobre los cimientos desnudos de nuestro ser biológico en tanto miembros de la especie humana: es ese plus y añadido que inevitablemente vamos adquiriendo a partir de nuestra capacidad de habla y las relaciones comunicativas con los demás, un añadido que nos completa como humanos que somos. Nuestra identidad personal se compone de nuestra historia de vida, nuestro temperamento y nuestro carácter, de nuestra memoria y nuestras singulares experiencias, de nuestras relaciones sociales y el modo de reinterpretar la cultura aprendida, etc.

Ser persona es el individuo biológico más el efecto de la cultura y los procesos de socialización, procesos que provocan otro efecto: el de sabernos a nosotros mismos como seres peculiares, con conciencia de sí y de una identidad singular, capaces de revivir el mundo experiencial. De hecho, uno de los fines primordiales de la educación es que los educandos asuman valores como la libertad, la igualdad y el respeto, así como los deberes relacionados con ellos. Educar para la libertad es inseparable de la educación en las responsabilidades que ella comporta, pues el derecho de cada persona se sustenta en el reconocimiento por parte de las demás de tal derecho, en el deber de hacerlo posible y convertirlo en realidad humana. Educar en los derechos de la persona, educar a la persona como sujeto de derechos, significa educar en el significado íntimo del concepto de derecho como construcción recíproca y recreación colectiva constante, no como atributo que inevitablemente tenemos, hagan lo que hagan los demás.

Tomar a la persona como sujeto de la educación supone educar en valores morales fundamentales e implica potenciar la dimensión sociomoral del ser humano, en vez de eludirla o negarla como se desprende de una perspectiva educativa cientificista.

Éste es el motivo por el que en el ámbito de la pedagogía tiene tanta importancia la educación en valores y la educación para la ciudadanía democrática, educación que trata de desarrollar la dimensión moral de la persona y de consolidar las responsabilidades de cada cual para el disfrute de los derechos por parte de todos. La educación moral responde a un proyecto, el de reforzar la consideración moral de lo que significa ser persona, motivo por el que difunde la idea del respeto recíproco: el respeto del que somos asimismo deudores y acreedores con respecto de los demás y que, hoy por hoy, es la base de la convivencia en sociedades éticamente avanzadas (García López y col., 2010).

¿Cómo se enseña a aprender a ser? Seguro que esto no se puede enseñar de una forma sistemática. Lo que sí se puede hacer desde los centros educativos es ofrecer los recursos necesarios para que cada uno desarrolle su identidad personal, que descubra aquellos aspectos de su personalidad que lo hacen único e irrepetible, identificando también aquello que les une a los demás; en definitiva, desarrollar aquellos aspectos que comprenden los procesos psíquicos de las personas (la vida afectiva, la vida psíquica y la vida volitiva), la socialización básica, la identidad y las identificaciones sociales, así como la salud y el respeto a la naturaleza.

Sin duda, desarrollar estas dimensiones requiere el apoyo de profesionales, pero también contar con un espacio dentro del horario escolar para descubrir y desarrollar sentimientos personales e interpersonales, poder contar lo que les pasa, lo que les alegra, lo que les preocupa. Los ejercicios de desarrollo personal incluyen trabajar el autoconocimiento, la capacidad de autocrítica, la reflexión sobre la propia personalidad, el papel que desempeñamos en este mundo; todo ello contribuye a formar una imagen más clara de sí mismo y desarrollar la autoestima; la manifestación con palabras ante los demás de los sentimientos y emociones permite tomar conciencia de éstos, poder expresarlos, poder controlarlos desarrollando estrategias para controlar la ira, vencer el miedo o la apatía, llegar a acuerdos para resolver conflictos de manera positiva y construir vínculos más positivos con los otros.

Conocerse a sí mismo es un buen comienzo para llegar a conocer a los demás. Aprender a aceptarse con lo bueno y malo de cada uno para poder aceptar a los otros; aprender a aceptar la diversidad.

Nos atreveríamos a mencionar algunos contenidos que podrían trabajarse para desarrollar este ámbito, tanto en la familia como en la escuela: análisis de los distintos grupos de pertenencia y vivencia de éstos por cada miembro: familia, grupo de pares, relaciones de amistad, etc.; estudio de la identidad y las identificaciones sociales: ayuda a la persona a autodesarrollarse como sujeto individual y a reconocer su pertenencia a una colectividad con la que comparte valores y proyectos comunes; comprensión y expresión de sentimientos propios y ajenos; y pensamiento crítico frente a modelos y estereotipos que propone la sociedad para construir un modelo mejor. El conocimiento del cuerpo y la salud contribuyen al desarrollo personal. Esta última se relaciona con nuestra calidad de vida y nuestras posibilidades de desarrollo. Esto permitirá tomar decisiones responsables con relación al propio cuerpo y tener respeto por la naturaleza, mediante manifestaciones concretas de su cuidado.

Para que esto sea posible, es necesario crear en los centros educativos un ámbito propicio para la reflexión, el debate y el análisis de éstos, discutiendo las problemáticas que preocupan y proponiendo modelos alternativos, tanto en lo que respecta a las relaciones interpersonales como en la solución pacífica de conflictos. Se ha de dar la oportunidad de actuar en esta línea.

En lo que respecta al “aprender a vivir juntos”, que lógicamente no debería separarse de los otros tres, se refiere básicamente aprender a conocer y respetar al otro diferente, a llegar a acuerdos, a promover proyectos comunes, a escuchar, a encontrar soluciones consensuadas por métodos no violentos. Sería importante practicar en la escuela el modelo democrático, consensuando normas sociales, fomentando la participación de los alumnos en todos aquellos aspectos relacionados con la convivencia.

Este pilar se relaciona con lo que se ha llamado la educación cívica como un proceso a través del cual se promueve el conocimiento y la comprensión del conjunto de normas que regulan la vida social y la formación de valores y actitudes que permiten al individuo integrarse en la sociedad y participar en su mejora. La escuela tiene la responsabilidad de educar a sus miembros procurando el desarrollo de actitudes y valores que los doten para ser ciudadanos conocedores de sus derechos y los de los demás, responsables en el cumplimiento de sus obligaciones, libres, cooperativos y tolerantes; es decir, ciudadanos capacitados para participar en la democracia. En principio, ciudadano es aquel que tiene conciencia de pertenencia a una comunidad, que conoce la comunidad o comunidades en las que vive y que actúa para mejorarlas. La ciudadanía integra los derechos de las personas y los deberes que tienen con la comunidad, que se concreta en el cumplimiento de las leyes y en el ejercicio de los papeles sociales que a cada uno le corresponde desempeñar (Escámez y Gil, 2002). La integración de derechos y deberes no puede lograrse sin establecer un doble vínculo: el de la comunidad hacia sus miembros, protegiendo realmente sus derechos, y el de los miembros hacia la comunidad, ejercitando sus competencias para el bien común.

No es fácil actualmente, en una sociedad tan mercantilista e individualista, vivir el sentido de la ciudadanía: participar en las instituciones y asociaciones sociales para la búsqueda del bien común y el sentimiento de pertenencia a una comunidad política. Por esta razón, se tiende a proteger a los hijos y las hijas y a los alumnos y las alumnas y, de alguna manera, no comprometerlos en cuestiones éticas y políticas, defendiendo sus derechos individuales frente a las necesidades de la sociedad. Las nuevas realidades de la globalización requieren que la familia, educadores y legisladores reconsideren cómo preparar a la gente para su participación activa en la sociedad democrática del siglo xxi. No puede existir educación cívica eficaz sin la participación de los agentes educativos.

El buen ciudadano es aquel que sabe hacer uso de su libertad, se conduce de acuerdo con las reglas vigentes, no utiliza la violencia para la solución de los conflictos, sino el diálogo, es capaz de argumentar y pactar los desacuerdos, asume las consecuencias de sus acciones, valora y acepta la autoridad, aunque sea crítico cuando corresponda, puede ponerse en lugar de quien no manifiesta sus mismas convicciones, cuida el medio tanto como se preocupa de los demás y trabaja para el bien común. Los pilares de la ciudadanía son: actuar en libertad; respetar las reglas; razonar y negociar; ser responsables; reconocer la autoridad; practicar la tolerancia; valorar el medio ambiente; mejorar la sociedad; trabajar para el bien común y participar en actividades cívicas.

Una metodología excelente, que está dando buenos resultados para trabajar los aspectos mencionados arriba es el service-learning. Esta metodología surge para aprender a colaborar en sociedad. Se trata de un medio educativo que busca la participación de los jóvenes en la sociedad, ya que la ciudadanía se construye participando (Ugarte y Naval, 2010).

Hay que valorar muy positivamente el renovado interés por el estudio de los niños como ciudadanos participantes (Holden y Clough, 1998), de los procesos por los cuales demuestran sus habilidades para discutir, cuestionar, debatir y participar activamente; y las condiciones bajo las cuales se producen estos procesos. Los institutos y las escuelas se constituyen en espacios idóneos para la participación y el diálogo, como fuente privilegiada de experiencias morales significativas.

¿Qué objetivos han de perseguir aquellos profesores que quieran transmitir a sus alumnos la posibilidad de lograr una convivencia en libertad e igualdad? El desarrollo de la afectividad, la ternura y la sensibilidad hacia quienes nos rodean, favoreciendo el encuentro con los otros y valorando los aspectos diferenciales como elementos enriquecedores de este encuentro; reconocer y afrontar las situaciones de conflicto desde la reflexión seria sobre sus causas, tomando decisiones negociadas para solucionarlos de manera creativa, tolerante y no violenta; conocer y potenciar los derechos humanos reconocidos internacionalmente, favoreciendo una actitud crítica, solidaria y comprometida frente a situaciones conocidas que atentan contra ellos, facilitando situaciones cotidianas que permitan concienciarse de cada una de ellos; y valorar la convivencia pacífica con los otros y entre los pueblos como un bien común de la humanidad que favorece el progreso, el bienestar, el entendimiento y la comprensión, rechazando el uso de la fuerza, la violencia o la imposición frente al débil y apreciando mecanismos de diálogo, acuerdo y negociación en igualdad y libertad.

4.           ¿Qué pueden hacer las familias y el profesorado para promover el desarrollo personal?

A nuestro juicio, en primer lugar, se ha de plantear el trabajo con la familia, proponiendo, por ejemplo, talleres para mostrar a los padres qué pueden hacer para desarrollar el sentido de ciudadanía en sus hijos, con el objeto de formar a personas más responsables con la sociedad en la que viven. Aunque los padres no sean profesionales de la educación, sí se les puede pedir que se comprometan y asuman la parte de responsabilidad que les compete en la formación de sus hijos y no en el mero cuidado de éstos. No es suficiente ofrecerles amor y los recursos materiales que necesitan; es muy importante también atender a otras variables básicas que, como mínimo, nos hemos atrevido a resumir en las siguientes:

Variables básicas.png

En cuanto a democratizar las relaciones familiares hay que aceptar que la tarea de la educación de los hijos no es exclusiva de la madre. El reto del futuro de las familias en España está en conciliar la educación de los hijos con la inserción social de la mujer y la corresponsabilidad familiar del padre (Elzo, 2005). El viejo modelo sigue persistiendo y perviviendo con el nuevo; en la práctica se sigue dando una duplicación de la jornada laboral de la mujer, en casa y en el trabajo, y una cierta contradicción en el hombre entre el discurso teórico y la práctica; una cierta doble moral entre la vida pública y la privada. Esto provoca que la mujer no alcance un estatus de igualdad plena, traducido también en cierta desatención de la educación de los hijos y de las hijas.

Los principios básicos de la organización interna de la familia siguen los criterios de diferenciar tareas teniendo en cuenta la edad, el sexo y el parentesco. En el modelo anterior, los hijos estaban subordinados a los padres, a los que deben respeto, obediencia y colaboración en las tareas del bienestar común. Las madres son las encargadas de la gestión de la cotidianeidad y el hombre el proveedor de recursos; los niños están al cuidado de la madre. Hoy, la gestión económica del hogar ya no es tarea exclusiva del hombre, aunque, en general, la mujer sigue teniendo a su cargo la gestión del hogar: limpieza, comida, vigilar a los niños, orientar en la realización de las tareas escolares, reprender, ayudar. Así, seguir cumpliendo con la gestión doméstica además de trabajar fuera de casa provoca aumento en los niveles de conflictos entre las parejas. Los hijos, por otra parte, aumentan el tiempo de su condición de estudiantes y exigen más autonomía, que no más colaboración, influenciados por una cultura que los demanda como consumidores. La gestión social, o las vinculaciones que la familia mantiene con el entorno social, que comprende el entramado de relaciones entre las familias y otras instituciones sociales (escuela, iglesia, asociación de vecinos, etc.), se ha diversificado mucho, pero si antes monopolizaba el hombre las relaciones con el entorno, considerando a su mujer “la reina de su casa”, hoy también las mujeres, e incluso los hijos tienen su propio ámbito de relación. Con todo sigue siendo insuficiente en cuanto a la participación social o política.

Por último, la gestión afectiva sigue fundamentalmente siendo responsabilidad de la mujer: se ocupa de gestionar la armonía, el conflicto y las negociaciones por la paz del hogar.

Democratizar las relaciones familiares significa construir un proyecto compartido, en el que se asuma la corresponsabilidad de la atención educativa de los hijos, compaginando y distribuyendo las tareas derivadas de los tres tipos de gestión: económica, social y afectiva (García López, Escámez y Pérez, 2009). El nivel de exigencia con los hijos, sobre todo en el ámbito social y afectivo, ha de ser alto. Los padres no deberían perder la oportunidad de sembrar las semillas para establecer relaciones con otras comunidades; no deberían perder la oportunidad de funcionar como modelos de austeridad, de negociación de normas, de participación en asuntos cívicos; de enseñar a cumplir deberes a los hijos a la vez que defender con libertad sus derechos; enseñarles a pensar críticamente en torno a los problemas sociales y ver el futuro con optimismo; enseñar, con el ejemplo de su comportamiento, los valores morales básicos en una sociedad democrática. En definitiva, la democratización de los vínculos familiares se relaciona con la facilitación de la comunicación y la comprensión ente los miembros de la familia.

Lo que acabamos de comentar no es ni más ni menos que asumir la responsabilidad de la educación. Pero, para educar se necesita tiempo, y precisamente esto es lo que menos se tiene. Sin tiempo de dedicación a los hijos no hay educación. Ahora bien, sugerir que han de dedicarles tiempo no significa que culpabilicemos a los padres por su falta de dedicación, muy al contrario, siendo objetivos hemos de reconocer que con la modernización social se produce una disminución significativa del tiempo real que los adultos pasan con sus hijos (Touriñan, 2006), y ese tiempo es ocupado por otras instituciones como las guarderías o la exposición a los medios de comunicación, en especial la televisión y las redes sociales. A la familia se le exige compartir el tiempo con los hijos, pero si no se proponen políticas sociales y familiares de apoyo esto volverá a incidir negativamente en la igualdad de la madre. En la sociedad actual española, mientras la responsabilidad de cuidar y educar a los hijos responda básicamente a las madres, puesto que los padres dedican un tiempo menor, y mientras no se aborde con seriedad y profundidad las políticas sociales de ayuda a la familia, será casi imposible compaginar el cuidado de los hijos con la promoción social de la mujer (Elzo, 2006). De todos modos, no es sólo la cantidad de tiempo dedicado, sino la calidad de éste.

Es absolutamente fundamental gestionar las normas. Las reglas o normas familiares constituyen los indicadores comunicacionales por excelencia y funcionan como vehículos concretos de expresión de valores. Las reglas han de ser flexibles y estar al servicio del crecimiento del grupo familiar.

La familia es el primer grupo social al que el individuo pertenece y donde comienza a aprender a convivir. Hay que buscar el punto medio entre dos extremos: control absoluto o libertad total. Conviene establecer criterios para gestionar los espacios de libertad. Es evidente que la libertad aumenta cuando la conducta de los hijos es responsable y la toma de decisiones adecuada y disminuye cuando su comportamiento es irresponsable y la toma de decisiones inadecuada. Las normas están relacionadas con la autoridad y si se establecen es para ser respetadas. Es preferible proponer pocas normas y claras, que siempre se respeten, y en caso contrario aplicar sanciones. Por lo tanto, cualquier norma debe ir acompañada de su sanción correspondiente, que puede ser consensuada en caso de incumplimiento.

Para poder ejercer una autoridad firme y basada en argumentos hay que tener en cuenta, a la hora de proponer normas, los principios de realismo, claridad, consistencia y coherencia.

Al igual que hay que sancionar aquello que hacen mal, también hay que valorar lo positivo de los hijos de manera explícita, desarrollando la autoestima; hay que confiar siempre en que pueden hacer bien aquello que se propongan, evitando mensajes negativos o descalificadores. Si continuamente les decimos: “Eres tonto, eres tonto…”, acabarán creyéndose que son verdaderamente tontos.

En conclusión, ¿qué pueden hacer los padres?

–          Ser modelos de sus hijos.

–          Procurar un clima de comunicación: instaurar el diálogo como dinámica de participación dentro del hogar.

–          Trabajar conjuntamente los mecanismos de resolución de conflictos y utilizar la negociación para ello.

–          Favorecer la independencia y autonomía de los hijos.

–          Ejercer el control y la autoridad a través de las normas y dirigir su educación.

–          Desarrollar actitudes prosociales y cooperativas dentro y fuera del hogar.

–          Educar en la responsabilidad (derechos y deberes).

–          Participar en la comunidad.

–          Colaborar en el proceso de escolarización y seguir su rendimiento escolar.

–          Dedicar parte del tiempo libre a los hijos.

–          Educar la autoestima los hijos, enseñándoles a valorar sus cualidades.

¿Qué pueden hacer los profesores en la Educación Secundaria?

El paso de Primaria a Secundaria coincide plenamente con el período de la preadolescencia. Esta etapa es un tiempo de cambio en los aspectos físicos, intelectuales, sociales y emocionales. Durante este tiempo, el alumnado deberá desarrollar su identidad personal y sexual e interiorizar unos valores que le permitan relacionarse con sus iguales y con los adultos, ser aceptado y saber participar de manera constructiva en su entorno. Las variaciones que pueden darse en esta etapa de crecimiento son muy amplias. El ritmo de los cambios físicos, el grado de madurez personal y las circunstancias singulares que pueden darse en cada alumno dibujan un cuadro muy variado de situaciones en las que predomina la diversidad. El aprendizaje no es ajeno a la disposición personal de cada sujeto; los conocimientos que se van a impartir, para que sean aprendidos, no pueden producirse al margen de sus vivencias. Si el profesorado no conoce las características de su alumnado, sus problemas, intereses, ocupación del tiempo libre, uso de Internet como fuente de información que condiciona sus creencias, como fuente de relación social o espacio de comunicación (chats, foros, blogs, etc.) o como fuente de desarrollo de la identidad, se puede correr el peligro de necesitar un mediador entre el profesorado y el alumnado para traducir los códigos que se emplean en la comunicación, esencial para cualquier relación educativa y de enseñanza. Hoy en día es responsabilidad del profesorado, de cualquier persona que quiera dedicarse a esta profesión, conocer las características definitorias del alumnado si realmente se quiere enseñar algo y establecer vías de comunicación. Precisamente éste es uno de los aspectos más valorados por el alumnado: valoran más a aquellos profesores que no sólo desarrollan su función instructiva, sino también educativa; que se preocupan no sólo de enseñar conocimientos sino de los problemas que los alumnos tienen en sus vidas (Bosch, 2002). El profesorado debe tener en cuenta que su labor docente se realiza con adolescentes y que la situación de los alumnos en este período es notablemente variada y cambiante. Hoy, el profesorado, sobre todo de Secundaria, debe ser conocedor del importante papel que desempeña Internet en el desarrollo personal y la vida de su alumnado.

Los nuevos modelos educativos y la concepción de la diversidad, exigen un nuevo perfil docente, que implica una manera distinta de concebir el desarrollo profesional de éste. De manera que la atención a la diversidad supone un cambio global en la formación profesional del profesorado de Secundaria, enmarcando el reto formativo en la promoción del pensamiento práctico y en el desarrollo de actitudes y capacidades para cuestionar críticamente la realidad educativa y la búsqueda de alternativas superadoras de las desigualdades e injusticias (Sales, 2006). Implica un nuevo perfil docente desde un modelo teórico-práctico que capacite para saber planificar, actuar y reflexionar sobre su propia práctica y, a la vez, para desarrollar procesos de análisis críticos acerca de las tensiones y contradicciones entre la ideología social y política de la atención a la diversidad y la práctica educativa y social de discriminación de las personas (Sales, 2006).

En el futuro, los docentes de Secundaria sólo podrán abordar la diversidad del alumnado y afrontar las aulas heterogéneas obligándose a reorganizar y reajustar  su metodología didáctica a las particularidades de cada uno de ellos. Una de las preocupaciones del profesorado de Secundaria no es sólo reconocer la diversidad del alumnado sino también afrontar los problemas que se derivan de ofrecer una respuesta adaptada a tal diversidad.

¿Qué puede hacer el profesorado desde su compromiso responsable? Es evidente que afrontar la diversidad exige un profesorado que actúe como colectivo crítico con la sociedad, que aplique el principio de inclusión, basado en valores como el respeto a la diversidad de las personas y de las culturas, entrenado para tomar decisiones autónomas, actuando de manera cooperativa, tolerante y flexible, siendo capaz de enfrentarse a los retos de una educación pluralista desde el contexto de la escuela como institución democrática y participativa.

El docente de Secundaria ha sido preparado como especialista de una materia, con un fuerte peso de lo académico, y más centrado en lo que enseña como profesor que en lo que el alumno aprende. No conoce muy bien qué es lo que debe constituir la formación básica del alumno en esta etapa de educación obligatoria.

¿Cuál es el peso de los objetivos de carácter educativo y de socialización frente a los contenidos académicos? En el proceso de aplicar el nuevo tipo de enseñanza, el propio profesorado se siente inseguro, constata su insuficiente preparación para abordar algunas de las nuevas tareas. Una cosa son los contenidos curriculares del área y su didáctica y otra la función educativa del día a día con adolescentes.

El profesor, como figura de autoridad dentro del aula, debe ser consciente de su estilo de liderazgo y del impacto que éste tiene tanto en las actitudes de sus alumnos como en su voluntad y motivación para cooperar con aquél y con sus compañeros. Parte de su tarea como mediador consiste en que se establezcan ciertas normas y saber negociar otras con el alumnado, ser asertivo y propiciar una comunicación fluida, generar confianza y respeto mutuo, compartir el poder dentro del aula, delegando responsabilidades en los alumnos y manteniendo siempre unas expectativas positivas hacia éstos.

El papel de mediador en los conflictos que se le asigna al profesorado ante los nuevos problemas que se plantean implica una serie de funciones para las que debe ser preparado. Habría que entrenarlo en (Escámez, García López y Sales, 2002):

a)        Modificar la estructura de la comunicación.

b)        Identificar los problemas y sus alternativas.

c)         Agrupar y ordenar los problemas.

d)        Establecer metas compartidas.

e)        Crear confianza entre las partes.

f)         Templar las emociones.

Repensar, por parte de todos los agentes implicados (familia, escuela, administración educativa y cualquier otro responsable social), las funciones de la educación se convierte, a nuestro juicio, en una tarea de vital importancia para dar sentido a todas las instituciones que pretenden ocuparse de ella. Hay que ofrecer oportunidades para que los adolescentes encuentren sentido a sus vidas.

Rafaela García López y M.ª Isabel Candela Pérez, en dialnet.unirioja.es/

Diego Andrés Cristancho Solano

¿Cuándo ha sido medible la confianza? ¿Cuándo ha

sido demostrable el amor? Quien exija que su compañero le

“demuestre” su amor, en aquel momento lo echa todo

a perder. Quien exige que se le demuestre la

resurrección (pues también él “querría creer” en la

resurrección de Jesús) comete el mismo trágico error.

Gerhard Lohfink [1]

Introducción

La resurrección se ha entendido, en algunos casos, como milagro que justifica la fe; pero esto no es así: ella constituye el núcleo central de la fe cristiana que está resumida en la frase de San Pablo de “si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra proclamación, es vana nuestra fe” (1Co 15, 14). La resurrección es la forma como el cristianismo ha asumido la esperanza en que todo no acaba con la muerte. Si bien todos sabemos que en algún momento vamos a morir, la pregunta por lo que sucederá después de este evento sigue acompañando al ser humano. Este se resiste a desaparecer, a pensar que la vida tendrá un final negativo, y por esto, desde tiempos antiguos, las grandes civilizaciones y las grandes religiones han buscado la manera de dar un sentido global a la existencia humana. La mayoría de las religiones, entre sus enseñanzas, sigue transmitiendo la esperanza en una vida más allá de la muerte. Esto se ha visto reflejado, a lo largo del tiempo, mediante los rituales funerarios, los mitos y algunas normas éticas para la vida con relación a la muerte.

El cristianismo no es ajeno a esta realidad y la pregunta por lo que nos aguarda después de la muerte sigue siendo una cuestión por explicar. En las últimas décadas ha habido avances importantes en los estudios sobre la resurrección; sin embargo, sigue existiendo un vasto terreno que reclama por nuevas formulaciones iluminadas por las diversas configuraciones culturales de la humanidad.

En el presente trabajo intentaremos ilustrar, en primer lugar, la comprensión que el pueblo de Israel tenía sobre la resurrección de los muertos; en segundo lugar, cómo se empieza a elaborar una nueva comprensión a partir de la resurrección de Jesús; en tercer lugar, el desarrollo histórico que la doctrina sobre la resurrección de los muertos ha tenido, empezando por las primeras comunidades cristianas, pasando por los padres de la Iglesia y otros desarrollos posteriores. Finalmente, buscaremos mostrar cómo es posible hablar de resurrección de los muertos hoy, con un lenguaje cercano y comprensible para nuestros contemporáneos.

1.           la resurrección en el pueblo de Israel

En la tradición israelita, fuente de la que bebe el cristianismo, la comunión con los muertos es el escenario desde el cual se comprende la resurrección. El pueblo de Israel entiende que los vivos son la referencia de dicha comunión, pues por medio de su descendencia y de sus acciones en vida ellos están integrados al destino del pueblo histórico. No obstante, lo definitivo en el escenario israelita es la comunión con Dios, de los justos que han muerto, para lograr la comunión con el pueblo elegido. Para Occidente, es posible que esta concepción resulte un tanto extraña, porque al explicar la realidad humana nuestra tendencia es más bien disgregadora, separadora e individualista, y no de comunión.

Ahora bien, la esperanza del pueblo de Israel no era la abolición de este mundo y la instauración de uno nuevo, sino la renovación y transformación definitiva de las realidades de opresión, injusticia y esclavitud. Esta experiencia la fue expresando y simbolizando por medio del reinado o soberanía de Dios, reinado que no corresponde a ningún mundo espiritual, sino a este mismo mundo liberado y puesto en orden. Así, cuando se dé esa renovación del pueblo, tendrá lugar la resurrección real de los muertos, pues ellos participarán también de la liberación definitiva.

La resurrección tiene que incluir una renovación de la existencia completa del hombre, criatura del Dios creador, y de toda su historia, con todo lo que ha vivido con manos y con corazón, y en comunión con el grupo humano y con la creación en la que ha estado asentada su existencia [2].

Lo dicho es necesario si queremos hablar de la comprensión de la resurrección de los muertos en el cristianismo. Primero, porque esa fue la tradición por la que estuvo marcado Jesús de Nazaret. Segundo, porque el cristianismo antiguo asumió algunas de las formas en las que el pueblo judío interpretaba la resurrección. Y tercero, porque conviene tener una idea de la comprensión que se pretende superar después del acontecimiento Jesucristo.

No hay duda de que el cambio en la comprensión de la resurrección introducido por el cristianismo se debe a la resurrección de Jesús experimentada e interpretada por sus primeros seguidores; pero ellos no parten solo del acontecimiento en sí, sino que cuentan también con la comprensión que el mismo Jesús, por medio de su predicación, ya había mostrado (Mc 12, 18­27).

Si no hay conexión entre los actos y las palabras, entre lo sucedido y la reflexión sobre ello, las palabras quedarán en el aire y no corresponderán con ninguna realidad. “Solo porque el acontecimiento tenía ya a partir de él una palabra es que se lo podía seguir transmitiendo en palabras [3]. “En efecto, las palabras y el lenguaje con el que contamos no pueden agotar todo el sentido y significado de un hecho que no se puede demostrar empíricamente. Esto no quiere decir dejar de buscar formas de comprensión que nos resulten cada vez más aceptables y convincentes, dado que las utilizadas hasta ahora parecen ser todavía muy lejanas e incomprensibles para las personas de hoy. Y esto habrá que hacerlo, sin alejarse o desconocer el testimonio que nos brinda la Escritura.

2.           Resurrección de Jesús y realidad actual

Hablar de la resurrección de los muertos, en la actualidad, no solo exige la capacidad para comprender el lenguaje metafórico con que ella se expresa a lo largo del Nuevo Testamento, sino el reconocimiento de las dificultades que aparecen a la hora de comunicar un acontecimiento y una experiencia que está por encima de lo que el mundo humano puede conocer. La tumba vacía (Mc 16, 1­8), las apariciones (1Co 15, 3­8) y el sentimiento de una presencia que actuaba en ellos fue la manera que encontraron los primeros creyentes para interpretar la experiencia que habían tenido del Resucitado.

Sin embargo, la resurrección no es solo una metáfora. Se trata de una categoría teológica que abarca tanto el presente como el futuro; una categoría que brota de la cultura hebrea y de su manera de entender el mundo; por eso la dificultad nuestra, al estar influenciados por la cultura griega, para entender en profundidad su sentido. Al resucitar, lo que ocurre es una verdadera metamorfosis: “…es un evento que no podemos captar con los ojos de nuestro cuerpo o con la razón, sino que solo puede confesarse mediante la experiencia de fe [4].” De ahí las diversas formas como se ha expresado esta realidad: exaltación, glorificación, elevación, ascensión al cielo, reivindicación.

A lo largo de la historia ha habido diversas maneras de entender y ver el mundo, y nuestra época no es la excepción. Los cambios culturales que han llevado a la desacralización, desmitificación y al reconocimiento del funcionamiento autónomo del mundo según sus propias leyes, nos exige realizar una lectura nueva de los datos [5]. Por ejemplo, hoy en día prácticamente nadie acepta la ascensión o el relato de la tumba vacía como algo que ocurrió efectivamente, pues resulta absurdo; de la misma manera, la creación y la revelación no se entienden como intervención o manipulación de la historia por parte de Dios [6].

Las narraciones que hablan de la tumba vacía y de las apariciones no se pueden tomar al pie de la letra. Hay que entenderlas como relatos que corresponden a las confesiones de fe de los primeros cristianos. Por tanto, esas maneras de expresar la resurrección hablan de un acontecimiento histórico que vivieron los discípulos y del que dan testimonio mediante esos géneros literarios o metáforas. Habrá que enmarcarlas en un largo proceso de comprensión, que incluía además las características propias de las tradiciones oral y escrita, para dar testimonio de la resurrección de Jesús [7].

Si la resurrección de Jesús ha de ser verdaderamente conocida, solamente puede ocurrir en la fe. No hay otro acceso al Resucitado. Correspondientemente a esta verdad, cuando el acontecimiento de la resurrección es anunciado a otro, no se trata nunca de un probar, demostrar o convencer, sino simplemente de dar un testimonio, de un kerigma [8].

Por tanto, hablar de resurrección hoy implica aceptar su carácter trascendente y buscar los medios que nuestra cultura nos facilita para interpretarla de la mejor manera. No se trata de encontrar las pruebas que nos permitan decir si la resurrección ocurrió de este u otro modo, sino de lograr una visión de conjunto que resulte comprensible, compatible y convincente para nosotros.

La resurrección de Jesús, la verdadera resurrección, significa un cambio radical en la existencia, en el modo mismo de ser: un modo trascendente, que supone la comunión plena con Dios y escapa por definición a las leyes que rigen las relaciones y las experiencias en el mundo empírico [9].

Entonces, la resurrección ya no se considera como milagro o como hecho histórico verificable o demostrable. Esto no quiere decir que se niega su realidad, sino que se afirma que es una realidad que no es de este mundo, que no es empírica y que no se puede captar por medio de los sentidos ni por los métodos empleados por la ciencia o la historia tradicionales. Quizás solo podemos decir por ahora que se trata de un tránsito o de un nuevo nacimiento: este mundo sería el útero del que estamos saliendo o muriendo para pasar a una realidad nueva.

3.           Desarrollo histórico de la doctrina sobre la Resurrección

Como hemos afirmado en este escrito, la creencia en la resurrección de los muertos estaba ya presente en el pueblo judío cuando Jesús apareció en escena. Lo que va a ocurrir entonces no es una ruptura sin más de dicha concepción, sino una ruptura en la continuidad. La vida del Nazareno, su relación auténtica con Dios y su predicación contrastan con el final terrible de su muerte en la cruz; y esto solo podía ser superado con la fe de los creyentes en la resurrección: “Dios lo resucitó, librándolo de las angustias de la muerte, porque no era posible que ella tuviera dominio sobre él” (Hch 2, 24).

El Jesús presentado en los Sinópticos hará notar a sus contemporáneos que el Dios en el que ellos creen no es un Dios de muertos, sino de vivos; quizás sea el Evangelio de Juan en el que la resurrección contiene una mayor elaboración teológica. El cuarto Evangelio menciona de diversas maneras este acontecimiento:

Sé que resucitará en la resurrección del último día. (Jn 11, 24).

Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá. (Jn 11, 25).

…porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán: los que hicieron lo bueno, resucitarán para la vida; los que hayan hecho el mal, resucitarán para el juicio. (Jn 5, 28­29).

La importancia de la resurrección deriva del hecho de que ella es la emergencia escatológica de la vida de Cristo, ahora misteriosamente oculta, aunque ya operante, en los creyentes [10].

En la doctrina paulina la resurrección es tema central. La problemática vivida por el Apóstol con la comunidad de Tesalónica respecto de aquellos hermanos que ya han muerto lo lleva a afirmar que, así co­ mo Dios resucitó a Jesucristo, “de la misma manera, Dios llevará con Jesús a los que murieron con él” (1Ts 4, 14). Con ello, Pablo establece la conexión entre la resurrección de Jesús y lo que depara a los difuntos.

La resurrección escatológica suprime la diacronía del proceso histórico, las diferencias temporales que separan a los cristianos, y reconstruye la comunidad de los creyentes según la totalidad de sus miembros para la hora triunfal de la parusía [11].

Retomamos el pasaje citado al inicio (1Co 15, 14), no solo por ser el centro de la fe cristiana, sino porque también es el centro de toda la teología paulina sobre la resurrección. Para Pablo, la resurrección habla de una salvación encarnada y escatológica. Frente a la pregunta de los corintios por el tipo de cuerpo con el que resucitarían los muertos, les subraya que no se puede dejar de lado el carácter somático de la existencia resucitada y les muestra las diversas formas de corporeidad existentes (1Co 15, 39­44). Nuevamente,

…la fe en la resurrección implica una dialéctica entre continuidad y ruptura, identidad y mutación cualitativa; el sujeto de la existencia resucitada es el mismo de la existencia mortal, pero no es lo mismo; ha experimentado una profunda transformación. […]. Toda la existencia cristiana ha sido un proceso de asimilación, conformación, transformación en, a, con Cristo [12].

Pablo da un paso más en la presentación de su doctrina sobre la re­ surrección. Considera que ninguna persona resucita de forma individual o privada, sino que lo hace como miembro del cuerpo de Cristo resucitado (1Co 6, 15). El cuerpo de Cristo es realmente el sujeto de la resurrección, y no estará completo hasta cuando todos los que lo integran hayan resucitado. Así, “se comprende bien por qué la resurrección ha de ser un evento escatológico: habida cuenta de su índole comunitaria, eclesial, corporativa, no puede producirse, en rigor, hasta que el número de los miembros de Cristo esté completo” [13].

La tendencia que se da en los padres de la Iglesia corresponde a un esfuerzo por defender este artículo de fe. Las energías se concentran en responder a todos los que rechazan la resurrección, tanto al interior de la Iglesia como las críticas provenientes de los intelectuales de la época; y principalmente, a la cuestión del cuerpo con que resucitaría la persona. Desde Justino hasta Agustín, pasando por Orígenes, las explicaciones frente a la resurrección fueron variadas; sin embargo, se la presentó siempre como la manifestación del poder creador de Dios. Y respecto del problema de la identidad del cuerpo, trató de dejarse claro que se trataba del mismo cuerpo, pues de lo contrario no se puede decir que sea el mismo ser humano el que va a ser salvado.

A lo largo de la historia la Iglesia ha seguido afirmando la resurrección de los muertos en las profesiones de fe de los concilios. La ha presentado como hecho escatológico, pues tendrá lugar al final de los tiempos; como evento universal, pues se trata de la resurrección de todos los varones y mujeres; y como concepto que incluye la identidad somática; es decir, no se contenta con admitir que resucita un cuerpo humano, sino que es necesario creer que se trata de la resurrección del mismo cuerpo humano [14].

Estas comprensiones e interpretaciones, junto con las respectivas categorías que utilizan, si bien son válidas y han respondido a contextos y situaciones particulares, hoy en día resultan poco convincentes y claras. Por esto se hace menester buscar nuevas maneras de explicar este hecho. La resurrección corporal de Jesús no debe reducirse a la esfera personal. En el lenguaje bíblico, el cuerpo no hace referencia a una sustancia material, sino abarca la totalidad de la persona que se relaciona con los otros, con el mundo, con la historia y con lo totalmente otro. Así, la resurrección de Jesús se entiende necesariamente como un acontecimiento social y cosmológico.

No corresponde a la felicidad privada de una persona independiente, sino es un suceso en el que Jesús “incluye a sus hermanos los hombres, junto con su historia y con el mundo que es la ‘obra’ de ellos, en la consumación de la nueva creación” [15]. Jesús es el primero, mas no el único: todos resucitamos como miembros de un mismo y único cuerpo, que es el cuerpo de Cristo.

La resurrección –como ya sabemos– no consiste entonces en el retorno de un muerto a la vida, para que viva mejor. Resucitar es nacer al amor que ya está presente en nosotros; es entrar en intimidad con Dios, de manera que podamos dar pleno sentido a esta misma vida. “Vivir como resucitados” implica que estamos salvando la historia al hacer bien la tarea; es decir, que estamos transformando las realidades desordenadas en dinámicas de solidaridad y de perdón [16]. En este sentido, posiblemente podemos lograr la conexión que esperamos entre esta historia y la vida futura después de la muerte.

Para el cristianismo, a diferencia de las propuestas presentadas por otras corrientes religiosas o seculares, la fe en la resurrección no ve en la muerte algo negativo, y tampoco la niega, la apacigua o la contrarresta. En cambio, no da a la muerte la última palabra, sino que ante ella predominan el poder y el amor infinitos de Dios para con el ser humano. Lo que la fe promete y espera es la resurrección, y no una respuesta al instinto biológico de supervivencia.

El varón y la mujer no son un compuesto de piezas a la manera de un rompecabezas (cuerpo + alma + espíritu = ser humano), sino son seres complejos que se comprenden como totalidad, como unidad, no solo en tanto seres humanos sino en tanto criaturas. Así, entendemos lo afirmado por Moltmann: “La salvación es la sanación de la creación entera y de todas las criaturas. […] Sin la salvación de la naturaleza tampoco puede darse una salvación definitiva del ser humano, pues los seres humanos son seres naturales” [17]. Por eso, con la resurrección de Cristo se entiende no solo el lado personal de la resurrección, sino que se empieza a visualizar una nueva creación, un futuro en el que ya no habrá muerte.

La resurrección y la vida eterna son promesas de Dios para los seres humanos de esta Tierra. Por eso tampoco una resurrección de la naturaleza conducirá al más allá, sino al nuevo más acá de la nueva creación de todas las cosas. Dios no salva su creación llevándola al Cielo, sino que renueva la Tierra. […] Esto obliga a todos cuantos esperan la resurrección a permanecer fieles a la tierra, a cuidarla y a amarla como a sí mismos [18].

Si bien la resurrección del varón y de la mujer no solo abarca la esfera personal, sino también el entorno vital en el que él y ella existen, hay una responsabilidad del ser humano de hacer que en el “aquí y ahora” de su vida se empiecen a sentir destellos de la nueva creación que se promete y se espera. El ser humano está llamado a sanar lo que en el mundo se encuentra roto y enfermo, al saber que la salvación definitiva vendrá al final de los tiempos.

4.           ¿Cómo  hablar  hoy  de  resurrección  de  los  muertos?

Estas comprensiones sobre la resurrección, que abarcan la dimensión individual y la colectiva y cósmica, necesitan hoy lenguajes nuevos y experiencias nuevas: ser traducidas como compromisos históricos y respuestas a los desafíos de la realidad. De ahí que hablar de resurrección hoy sea equivalente a hablar de justicia social, de las víctimas, de la no explotación por parte de los más poderosos, de igualdad, de no exclusión o marginación, entre otras realidades que constituyen la vida que realmente queremos vivir en este mundo.

En este sentido, la resurrección también se comprende como un gran proceso de transformación que se va dando por medio de las opciones libres y responsables que hacen las personas. La resurrección se sitúa en lo cotidiano de la vida, que exige tomar postura frente a la realidad. Esto puede llevar a la persona por dos caminos claramente definidos:

-         El primero es el resultado de la opción que se hace cuando se acude al poder, a la explotación de las fuentes de vida que hay alrededor para la supervivencia personal, y a la satisfacción de los intereses propios.

-         El segundo está basado en la predicación y en la práctica de Jesús, y apunta en sentido opuesto. La preocupación no consiste tan solo en la supervivencia personal, sino en la supervivencia de todos; y no se trata de satisfacer el interés individual, sino que invita al reparto de los recursos y de la propia vida [19].

Este último camino es en el que está enmarcada la resurrección: “Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mi causa, la encontrará” (Mt 16, 25).

La fe en la resurrección es un claro “sí” a la vida. Es la inscripción en una dinámica que no solo incluye la evolución biológica y la realización del ser humano, sino el progreso de toda la creación. El varón y la mujer han sido creados a imagen y semejanza de Dios, esto es, para la vida y no para la muerte; “y las otras cosas sobre la haz de la Tierra han sido criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado” [20]. En otras palabras, la fe en la resurrección es seguir optando por la prolongación de la historia, “no es realidad solitaria, posesión exclusiva, es compartir, comulgar con la vida del universo y con la de los demás hombres” [21].

Es importante recordar en este punto la experiencia del bautismo, pues en ella se da un doble movimiento: somos sepultados, pero también somos resucitados con Cristo. Esta comprensión genera un cambio de mentalidad que lleva a considerar la resurrección como la participación en una vida nueva. Es un hecho que empieza a ser cierto “ya”, con la adopción de nuevas actitudes y prácticas que nos llevan a perder el miedo a la muerte y a compartir completamente nuestra vida, sabiendo que la plenitud final solo se alcanzará cuando todos hayamos resucitado, es decir, cuando todos nos hayamos transformado. En palabras citadas por Márcio Fabri: “…resucitar es descubrir, más allá de la muerte, una vida nueva, que comporta nuevas relaciones entre los hombres y entre los hombres y Dios” [22].

El desafío está en cómo establecer esas nuevas relaciones cuando lo que vemos diariamente son dinámicas humanas que dan muerte a los pobres y a la mayoría de las personas que se transforman y que buscan transformar lo que hay de negativo en la creación. Por tanto, aquí no hay que olvidar el sentido de justicia que también tiene la resurrección de Jesús. Él no murió de forma natural tras vivir un cierto número de años, sino como víctima inocente; y su resurrección no consistió en dar nueva vida a su cadáver, sino en haber recibido justicia de parte del Padre. Así, es posible tomar el testimonio primitivo que aparece en la Escritura: “Dios lo ha resucitado”, para aplicarlo a las víctimas de la historia: Dios las ha resucitado. Ir en contravía de las dinámicas que generan muerte, aumentará sin lugar a dudas las posibilidades de morir en este mundo; cuestionar “el sistema” o vivir en él, sin seguir sus “reglas”, nos convertirá en personas indeseadas para la sociedad. Por tanto, si la resurrección del Crucificado es cierta, la esperanza para las víctimas está garantizada.

Ahora bien, ¿cómo podemos vivir “ya” como resucitados? ¿Cómo aplicar el testimonio de los primeros cristianos, igual que lo hicimos antes con las víctimas, de manera personal, para poder decir “Dios me ha resucitado”? Jon Sobrino propone tres formas de lograrlo:

-         La libertad que vence al egocentrismo.

-         El gozo que vence al sufrimiento.

-         Y la justicia y el amor para bajar de la cruz a los crucificados [23].

Entonces, en la medida en que nos vamos dejando habitar, llenar y transformar por Dios, en la medida en que vamos estando abiertos a su acción salvadora y liberadora, vamos resucitando. Empezamos a comprender y a experimentar que, al servir a los demás, no estamos muriendo sino naciendo a una forma de ser y de vivir en la que no se elimina el sufrimiento, pero se supera la tristeza al celebrar la alegría de caminar juntos; y ese servicio no solo permitirá vivir y experimentar la resurrección propia, sino también la resurrección de otros y otras.

Hablar sobre resurrección hoy implica entonces hablar sobre un compromiso histórico con el que no es fácil comprometerse. No se trata solo de asumir las actitudes y las acciones que el Espíritu nos va suscitando, sino de buscar nuevas formas que lleven al mejoramiento de la calidad de vida de las personas: de seguir luchando por erradicar la pobreza, la desigualdad, la violencia, la marginación que generan las dinámicas actuales de la sociedad.

Vivir como resucitados o “amenazados de resurrección” es no acomodarse, no perder la esperanza, no seguir reproduciendo las estructuras opresoras y alienantes de la sociedad. Si no nos sentimos invitados a vencer el individualismo y a encontrarnos los unos con los otros para construir comunidades fraternas y solidarias, entonces la posibilidad de resurrección irá disminuyendo [24].

Muchos de nosotros conocemos personas que han vivido experiencias límite, bien sea por enfermedad o porque han sufrido un accidente. En la mayoría de casos, tales experiencias han llevado a esos individuos a cambiar su estilo de vida; han caído en cuenta de muchos detalles que antes les pasaban desapercibidos, sienten que se les ha regalado una segunda oportunidad, han descubierto nuevas razones para amar y para vivir de un modo más pleno…

En otras palabras, viven como si hubieran resucitado. Y esto los lleva a realizar acciones concretas: son solidarios con los más necesitados, son más críticos del poder que oprime a los débiles, son más libres y transmiten su esperanza a quienes no ven salidas y sufren [25]; y lo hacen porque se han sentido amados y amadas por Dios; han sentido la fuerza y el impulso del Espíritu que libera.

Conclusión

La muerte sigue siendo el final de esta vida terrena, y un final por explicar. A lo largo del tiempo y de la historia se la ha comprendido e interpretado de diversas maneras, pero siempre queda la insatisfacción con lo expuesto. Esto se debe, en buena parte, a la finitud propia de la condición humana, que solo posee un lenguaje limitado para expresar acontecimientos históricos no verificables ni demostrables empíricamente, pero sobre los cuales se tiene certeza.

El pueblo de Israel entendió la resurrección como dinámica de transformación total de la persona y de comunión plena con el grupo; dinámica que llevaría en últimas a la transformación de la sociedad. El cristianismo, al partir de esta base, afirmará que la resurrección es la acción gratuita de Dios que quiere salvar toda la realidad. No es una cuestión privada o individual, sino un acontecimiento colectivo: resucitamos como miembros del cuerpo de Cristo.

A lo largo de este artículo, hemos tratado de explicar que, en la medida en que morimos al mundo, a las dinámicas negativas de exclusión, marginación, individualismo, injusticia y opresión, estamos resucitando y haciendo resucitar a otros y a otras a una nueva vida, a una creación que se funda en relaciones de inclusión, acogida, fraternidad, justicia y solidaridad; a una creación fundada en el amor.

Sin embargo, sabemos que la plenitud de esa nueva creación solo se alcanzará al final de los tiempos. Las limitaciones propias de las criaturas finitas no pueden eliminar nuestra tendencia a desviarnos de vez en cuando del camino. Por eso, solo resucitaremos plenamente cuando todos alcancemos la libertad total, cuando todos nos hayamos transformado y configurado completamente con Cristo; es decir, cuando después de la muerte, por medio suyo, nos unamos definitivamente al Padre.

Diego Andrés Cristancho Solano, dialnet.unirioja.es/

Notas:

1   Lohfink, “La resurrección de Jesús y la crítica histórica”, 141.

2   Vidal, La resurrección en la tradición israelita, 56.

3   Ratzinger, Escatología, 133.

4   Barbaglio, “Jesús resucitado”, 64.

5   Concilio Vaticano II, “Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo de hoy” No. 36.

6   Idem, “Constitución dogmática Dei Verbum sobre la divina revelación” No. 2.

7   Lohfink, La resurrección de Jesús y la crítica histórica, 133.

8   Ibid., 140.

9   Torres Queiruga, Repensar la resurrección. La diferencia cristiana en la continuidad de las religiones y de la cultura, 315.

10    Ruiz de la Peña, La pascua de la creación. Escatología, 151.

11    Ibid., 152

12    Ibid., 155.

13    Ibid., 156.

14    Ibid., 165

15    Kehl, “Eucaristía y resurrección. Una interpretación de las apariciones pascuales durante la comida”, 240.

16    Moingt, Despertar a la resurrección, 55.

17    Moltmann, “Resurrección de la naturaleza. Un capítulo de la cristología cósmica”, 86.

18    Ibid., 93­94.

19    Ver Dos Anjos, La resurrección como una vida nueva, 101.

20    De Loyola, Ejercicios espirituales [23].

21    Moingt, “Despertar a la resurrección”, 58.

22    Dos Anjos, “La resurrección como el proceso de una vida nueva”, 103.

23    Ver Sobrino, “Ante la resurrección de un Crucificado. Una esperanza y un modo de vivir”, 115.

24    Támez, “El desafío de vivir como resucitados”, 125­126.

25    Ibid., 129­130.

Carlos Diego Gutiérrez

VI.  Hacia la plenitud de la redención

El cristiano orienta toda su existencia a la plena comunión con Dios, pues éste es, al fin y al cabo, el objeto de la Redención de Cristo. El hombre, mediante sus actos, orienta su vida, en libertad y conciencia, hacia Dios, el Creador, para conformarse con el Hijo y vivir en el Espíritu Santo [468]; esta tendencia hacia Dios sólo puede ser llevada a cabo, por su gracia, a través de la fe, la esperanza y la caridad. Es decir, las virtudes teologales impulsan dinámicamente la vida cristiana hacia el Misterio último y definitivo que se ha revelado gratuitamente, por amor, a los hombres como Padre, concretamente en la entrega de Jesucristo en la cruz, y en el Espíritu que habita en el corazón del mundo. El cristiano, consciente de su ser creatural, finito y limitado, y de su condición pecadora [469], responde agradecidamente a esta gracia redentora de Dios. Por consiguiente, el conjunto de los creyentes en Cristo, como Iglesia que participa en los sacramentos, experimentan a Dios en comunicación con el ser humano, y basan su existencia en corresponder a su amor extremo con amor, confiando en Él como apoyo y guía, en espera anhelante de la comunión plena con Él.

Esta fe, esperanza y amor llevan al hombre a encontrar el sentido último de la historia de la salvación en la consumación de su vida y de toda la creación, de tal forma que, en el horizonte de su existencia, atisba el fin último de las promesas de Dios al mundo. Así pues, desde las virtudes teologales, el creyente observa el Reino de Dios, presente ya en su propia historia, tendiente hacia su plena instauración definitiva. Por este motivo, hablar de un futuro transcendente conecta al cristiano con su existencia actual y lo compromete a una vida correspondiente. Cristo, pues, anunciador del Reino de amor del Padre [470], es el fundamento de la existencia virtuosa de todo cristiano, quien halla en Él el cumplimiento de las promesas por su misterio pascual. De esta manera, la fe en la resurrección de Jesús de Nazaret sitúa al cristiano en la esperanza de estar participando en esta redención amorosa, ya presente y actuante, que alcanzará su ultimidad en la venida del Hijo de Dios para conducir a aquellos que acepten libremente la salvación definitiva de Dios hacia la consumación de su existencia. Por consiguiente, el ser humano, redimido, o sea, receptor de la redención, el perdón de los pecados por Cristo en la cruz (cf. Ef 1, 7), aguarda la plenificación de su redención, es decir: la comunión definitiva con Dios.

VI.I. Fe, Esperanza y Caridad por y hacia la redención

Fe, esperanza y caridad, las llamadas virtudes teologales, orientan la vida del cristiano y la conducen, hacia el fin de la salvación y toda existencia cristiana: la comunión con Dios. Gracias a la redención de Cristo en la cruz, la gracia de Dios se ha manifestado plenamente y derramado incondicionalmente sobre la humanidad para, por ella, llevar a plenitud a los hombres.

Comenzamos afirmando que, si bien fe, esperanza y caridad es una fórmula de creación propiamente cristiana que Pablo hace suya como fruto de su reflexión madurada sobre la vivencia de la existencia cristiana, sus fundamentos se sitúan en los testimonios bíblicos. Así pues, por una parte, podría hablarse de un desarrollo discontinuo de esta terna con respecto al Antiguo Testamento, afirmando a su vez, por otra, cierta continuidad con él, dado que se pueden vislumbrar ciertas raíces veterotestamentarias en su concepción, que servirán de base para comprender cada uno de los tres elementos del ternario para el Nuevo Testamento y la vida cristiana. Por consiguiente, es cierto que no encontramos en el Antiguo Testamento semejantes conceptos abstractos que hablen de ellos de manera tan explícita y taxativa. No obstante, sí podemos constatar el uso de verbos y expresiones que dan cuenta de las acciones de creer, esperar y amar [471].

En primer lugar, nos encontramos el verbo אמן como el término más relevante a la hora de hablar sobre la fe, el cual alude a la estabilidad sólida y a la seguridad resistente, que surgen de la entrega y abandono confiado a alguien (en este caso a Yahveh). Sus formas verbales más habituales (niphal y hiphil) expresan, respectivamente, la fidelidad firme en el cumplimiento de la Alianza, manifestada en la elección de Dios y en el consentimiento del Pueblo, así como en la entrega del don de Dios y la confianza de Israel. Por tanto, la fe veterotestamentaria supone una confianza segura, una relación totalizante y exclusiva en el reconocimiento de la absoluta trascendencia de Yahveh, siendo así que la fe se concibe como un don que no se puede poseer, sino acoger libremente, que conlleva el consentimiento, el disentimiento y el reconocimiento hacia Dios que ha liberado y redimido a Israel, de forma que el creyente responde con confianza a esta acción salvífica, se apropia de ella, se ve transformado y se inclina hacia la Promesa de Dios [472].

En segundo lugar, la esperanza en el Antiguo Testamento se halla en dependencia con la fe, pues se trata de la espera confiada, una vuelta hacia la fidelidad en la fuerza salvífica de Yahveh y sus promesas. Los términos más usados (קוה y בטח) ofrecen la visión anhelante de un pueblo que sabe que Dios es su esperanza (cf. Sal 130). Progresivamente, la esperanza va ensanchando el deseo de Israel más allá de la tierra y la descendencia, abriéndose a Dios como su futuro, quien les otorga fortaleza y acompañamiento para seguir caminando pacientemente en este mundo hacia la salvación prometida.

Por último, la caridad veterotestamentaria es la clave para entender la historia salvífica y la acción redentora de Dios en favor de su pueblo: Dios ha salvado a Israel por amor, no por méritos, y eso les hace sabedores de una relación de amor exclusiva con Yahveh. Por tanto, el pueblo debe responder a esta alianza de amor con Dios mediante el cumplimiento de la ley, que posibilita al hombre la comunión con Dios, experimentando en ella su amor como origen de sus exigencias (cf. Dt 6, 4-9). Así pues, la salvación de Dios, y, por consiguiente, la posterior redención de Cristo en la cruz, se fundamenta en el amor gratuito e incondicional de Dios (חסד).

Por su parte, en el Nuevo Testamento [473] encontramos una continuidad con todo lo anterior, a la vez que una novedad radical expresada desde el acontecimiento pascual y redentor de Cristo. De este modo, la existencia cristiana cobra un nuevo sentido desde la fe, la esperanza y la caridad como respuesta vital del ser humano a la acción salvífica de Dios, cuyo centro y culmen es Jesús de Nazaret, Hijo de Dios muerto y resucitado para la redención del hombre. La fe como entrega confiada a Dios es ahora un creer en su enviado, como condición necesaria para creer en Dios (cf. Jn 12, 44). A su vez, Cristo se manifiesta como la revelación del Dios de la esperanza, aquel que da a conocer al hombre el horizonte de futuro de su existencia [474]. El amor cristiano se vivirá desde la entrega y el servicio radical, a imitación de Jesús de Nazaret que mostró a los hombres el modo de amar de Dios, siendo el amor trinitario el modelo de amor fraternal para la humanidad.

Queda claro, pues, que la terna fe-esperanza-caridad es condición necesaria en la comunidad cristiana para vivir una vida de redimidos, infundidas por Dios y acogidas por el hombre [475]. Sin embargo, son pocos los testimonios neotestamentarios en los que encontramos las tres juntas como una unidad (1Co 13, 13; 1Ts 1, 2ss; y Hb 10, 22ss). Más común, pues, es la aparición de dos de ellos juntamente, lo que se conoce como las binas, de las cuales, la más habitual es la yuxtaposición entre fe-caridad. Cristo aparece como el ejemplo y fundamento de este binomio, como aquel que expresa y condensa toda la vida cristiana (cf. Ga 5, 5; 2Tm 1, 13; 1Tm 1, 5…). Por tanto, es evidente que, para Pablo, la fe (πίστις) es la actitud básica que une al cristiano con el Redentor y ordena toda su vida basándola en el amor (γαπή), en la adhesión a Él de todo corazón. Por otra parte, la segunda pareja la conforman la fe y la esperanza, para expresar cómo la primera orienta la esperanza del cristiano hacia la gloria de Dios y el cumplimiento de todo su plan de Salvación en Cristo (cf. Hb 11, 1; 1P 1, 20-21; Rm 15, 13…). Fe y esperanza se iluminan mutuamente y se sostienen, pues la fe revela al hombre la esperanza escatológica y le hace partícipe de ella, con su consecuente compromiso paciente en la instauración del Reino, presente ya en la tierra [476].

Poco a poco, la reflexión de las binas dará origen a la solidificación del ternario como síntesis de toda existencia cristiana. El ejemplo más sobresaliente es 1Co 13, 13, en el que Pablo anima a vivir la fe, la esperanza y la caridad como una unidad [477]: la fe es acogida de la gracia, del amor de Cristo que redime, justifica, salva, junto con la esperanza que brota de la comunión con Él. El culmen de toda vida cristiana, es decir, la redención plena, la comunión definitiva con Dios, consiste en la vivencia de las tres en plenitud [478]. En otras palabras, el cristiano, redimido por Cristo, recibe la gracia por libre elección para vivir su vida en cuanto tal y orientarla en este mundo, a través de la fe, la esperanza y la caridad, hacia una vivencia plena de ellas en el final de los tiempos.

Como ya se ha podido intuir, estas virtudes teologales proceden de Dios y hacia Él están orientadas, por medio de la gracia, como medio para que el cristiano viva como hijo de Dios desde la filiación [479]. Así pues, hablamos de la fe, la esperanza y la caridad como dones otorgados al ser humano por la gracia que Dios mismo le concede por iniciativa propia, desde su mismo acto creador y desde su acto de gracia definitivo: Jesucristo. Partiendo de Dios, la gracia encuentra en el hombre una disposición antropológica (su ser fiducial, esperante y amoroso) que le permite acogerla, de tal forma que fe, esperanza y caridad son autocomunicación de Dios al hombre [480]. Desde el creyente, las virtudes manifiestan la actitud de acogida y respuesta a ese don de la gracia, a través del presentimiento humano [481] de dependencia, carencia y anhelo de una fe, una esperanza y un amor absolutos. Así, la gracia divina se inserta en la naturaleza humana para, sin prescindir de ella, satisfacer esta necesidad, a la par que ampliar el horizonte de sus deseos hacia algo aún mayor. Para ello es necesaria una disposición de acogida (consentimiento, desistimiento y reconocimiento), una asimilación y apropiación de la gracia, una expansión y plenificación de las estructuras humanas (que conduzcan a la conformación con Cristo), así como una convergencia final hacia la comunión plena, fruto del propio deseo de tendencia hacia Dios en Cristo (como afirma Santo Tomás) [482].

La fe, la esperanza y la caridad se comprenden, entonces, como dinamismos con determinadas características [483]: en primer lugar, totalizadores, pues, al igual que la gracia, afectan a toda la persona en cada una de sus dimensiones; también, como ascendentes y descendentes [484], pues de Dios proceden y a Él retornan por la respuesta del ser humano, que halla en sí su transformación interna (de modo centrípeto) para lanzarse hacia el mundo y Dios (de manera centrífuga). En tercer lugar, como dinamismo de inclinación, dado que las virtudes hacen que la vida de los hombres tienda gozosamente por el Espíritu hacia su Creador; y, por último, como transformadores, pues producen un cambio en la persona que acoge dicha gracia, se apropia de ella y actúa conforme a ella.

Asimismo, es necesario recalcar que las virtudes teologales no son realidades ya dadas al cristiano de una vez y para siempre como consecuencia de su aceptación libre de la fe cristiana y de la redención de Cristo, sino que se encuentra, por ellas, ante un continuo crecimiento de la gracia, es decir, ante un proceso mediante el cual el ser humano va configurando su naturaleza redimida con el Hijo, por el Espíritu Santo para llegar a la comunión con el Padre [485], es decir, a la plenitud de la redención. Así pues, este crecimiento en la gracia conduce a una nueva relación con el Dios trinitario, revelado a los hombres, y con el mundo (su creación) [486], de modo que, a través de ella, la criatura logre un perfeccionamiento cada vez mayor por medio de la fe, la esperanza y la caridad, como formas en las que la gracia se hace presente en su naturaleza humana. En definitiva, ante esta llamada a la plenificación, a ser en Cristo y gozar de una redención colmada, el creyente va configurando su ser progresivamente con Él para alcanzar la participación plena en la vida glorificada de Jesús. Hablamos, pues, de redención en términos de filiación y divinización: por la liberación del pecado, Jesucristo restaura nuestra naturaleza y nos hace hijos en el Hijo para que alcancemos el fin de su obra redentora [487]: la consumación de la comunión definitiva con Dios, de tal forma que todo anhelo del hombre está dirigido a la salvación de Dios por el amor actuante [488].

Las virtudes teologales, por su parte, se hallan mutuamente en interdependencia, de modo que, como observábamos en la teología paulina, existe una unidad tal entre ellas que no pueden entenderse por separado. Así pues, desde el misterio trinitario [489] de un único Dios, como procedencia de las virtudes, se ilumina nuestro entendimiento de ellas, de tal forma que somos capaces de hablar de una «perijóresis virtuosa». Fe, esperanza y caridad, al igual que el Hijo, el Espíritu y el Padre (a quienes son asociadas respectivamente), mantienen su individualidad preponderante [490], si bien podemos entender las tres virtudes como parte del amor dinámico que es Dios, origen de ellas en su unidad intrínseca. Hay, por tanto, una necesaria unidad y una mutua interrelación entre las virtudes: la fe causa actos de amor y es la base de todo cuanto se espera; la esperanza indica el fin último de la fe y mueve a perseverar en el amor; por su parte, el amor es expresión viva de la fe y es apoyo concreto de la esperanza.

Para alcanzar tal comunión, a la que estamos llamados, por medio de las virtudes, Cristo es el único mediador, el único acontecimiento salvífico de Dios por su redención. De esta forma, desde una perspectiva cristológica [491], creer, esperar y amar a y en Cristo es la vía que posibilita el encuentro del hombre con Dios, pues Jesús de Nazaret es paradigma de estas tres virtudes para todos los hombres. Para tal fin, el Espíritu derrama sobre los hombres la gracia de Dios como capacitación de esta conformación del ser humano con Cristo. No obstante, la dimensión individual de las virtudes no excluye su carácter comunitario, pues la fe, esperanza y caridad se transmiten en la Iglesia [492] y, de modo especial, en los sacramentos, vividos en comunidad, como mediaciones concretas donde recibir esta gracia divina [493]. Así, se garantiza la perseverancia personal en las virtudes teologales, de modo que, recibidas y acogidas personalmente, se despliegan en comunidad para que los hombres, a través de estos dones de Dios, orienten su vida hacia la plenitud de la redención, la consumación de la comunión definitiva con Dios.

VI.II.   La Redención consumada

Cuando hablamos de escatología [494] nos referimos a aquello que ya se ha ido tratando transversalmente a lo largo del presente trabajo: la consumación definitiva de la creación y de la historia de la salvación; es decir, el fin último de la redención en Cristo que nos conduce a la comunión plena con Dios, objeto de nuestra fe, esperanza y caridad. Nos encontramos, pues, según en el símbolo de la fe [495], ante la realización plena de la existencia humana entendida desde la resurrección de los muertos y la vida nueva en Dios, transformada por el Espíritu, de la que Cristo es primicia (cf. 1Co 15), como culminación del acto creador y salvífico del Padre [496]. No obstante, no debemos olvidar que la escatología futura ha comenzado a hacerse presente en la historia por la redención en Cristo: «el futuro auténtico es conocido desde la experiencia presente de salvación» [497].

Así pues, Jesús recoge la esperanza de Israel (fundada en la liberación de Egipto, la Alianza, las promesas…) y la conduce hacia su plenitud [498]. Yahveh ha actuado en la historia, y lo seguirá haciendo, de tal forma que el pueblo mantiene una confianza plena en el cumplimiento de Su Palabra, que traerá consigo una nueva relación entre Dios y los hombres, una plenitud existencial que sólo se obtiene en la comunión eterna con Dios. El Nuevo Testamento iluminará la concepción escatológica judía desde el acontecimiento Cristo, que lleva todo a término y cumplimiento, pues Él mismo es el Reino de Dios presente ya en la tierra, en la historia humana (cf. Mc 1, 15). Dios se halla ya actuante en este mundo; sin embargo, todavía no se ha manifestado en su plenitud. Los cristianos, incorporados a Cristo por el bautismo y redimidos por Él, aguardan la venida del Señor que traerá el triunfo pleno sobre la Historia, la redención definitiva (cf. 1Co 15). Por tanto, la resurrección de Jesús es la garantía del fin último de la existencia humana y la participación en su mismo destino [499].

En las primeras comunidades cristianas [500], encontramos que, en aquellas de corte paulino, se entenderá a Cristo como el origen y fin de todas las cosas, conectando, así, protología y escatología (cf. 1Co 8, 6; Ef 1, 4; Ga 6, 15...), esperando firme y comunitariamente una nueva creación, entendida como consumación sobreabundante de la creación ya existente (cf. Rm 5, 20). El ser humano ya goza de las primicias de la redención por el Espíritu, pero espera la liberación definitiva (cf. Col 2, 12; Ef 2, 5-6), pues la salvación viene de la fe en Jesús (cf. Rm 14, 8): «sólo a la luz de la consumación escatológica del mundo, cabe comprender el sentido de su comienzo; la primera predicación cristiana expresa esto mismo con su fe en Jesucristo Salvador escatológico y, al mismo tiempo, como mediador de la creación del mundo» [501]. Por su parte, para las comunidades joánicas, la escatología se vive preminentemente desde la concepción de que Jesús se halla presente en medio de la comunidad[502], siendo Él mismo el eschaton; es decir, los cristianos ya disfrutan de la escatología (cf. Jn 4, 25; Jn 5, 23…) porque el Verbo de Dios se ha hecho carne y Él es el acontecimiento salvífico definitivo. Por tanto, la vida eterna comienza en el momento presente (cf. Jn 3, 36; Jn 5, 26…) y el juicio consistirá en tener o no tener fe en el Hijo de Dios (cf. Jn 3, 17-21). En el final de los días será cuando realmente se manifieste aquello que seremos y que ahora sólo pregustamos (cf. 1Jn 3, 2).

Destacamos, por consiguiente, que, en el tiempo intermedio desde la resurrección hasta la venida de Cristo en poder, se encuentra la Iglesia como prolongación histórica de la salvación redentora acaecida en Jesús de Nazaret hasta su consumación definitiva (cf. LG 48). Se unifican, así, la escatología de presente y futura (cf. O. Cullmann), es decir, la comunidad de los creyentes espera confiadamente la instauración definitiva del Reino de la salvación mientras lo vive y construye en el presente. No obstante, si bien ya se ha instaurado, su consumación se reserva para el porvenir, momento en el cual tendrá lugar el juicio y la resurrección de los muertos [503].

También tenemos que destacar una continuidad y una ruptura entre la esperanza que Jesús proclamaba con su actuación y predicación del Reino [504], y aquella que anunciaban las primeras comunidades cristianas (basada en el kerigma y el Misterio Pascual). La resurrección de Jesús [505] supone la ratificación por parte de Dios de todo cuanto Jesús afirmaba y, por tanto, se entiende que todo el que confiesa a Jesús como el Cristo, obtendrá la misma suerte. De esta manera, se da un centramiento cristológico de la esperanza [506]: el Reino predicado por Jesús será del que gocemos en la vida futura. A este respecto, entonces, se desarrolla la idea de parusía [507] como la llegada de Cristo encarnado, resucitado, glorioso y majestuoso al final de los tiempos para consumar toda la creación y poner fin a la historia de la salvación [508], derrotando por completo al mal e instaurando definitivamente el Reino y la redención plena (cf. Rm 8, 22ss).

El Reino de Dios se halla, pues, ya presente en la historia humana, pues Cristo glorificado ha inaugurado una nueva economía de la salvación [509]. Por este motivo, la escatología no sólo nos proyecta hacia un futuro de plenitud, sino que también nos llama a un compromiso temporal en el presente como instauración progresiva de ese Reino [510]. La esperanza cristiana, desde la fe, mueve al creyente a acercar la culminación escatológica, por medio de la caridad, de tal forma que, anhelando la redención definitiva, se viva ya en el mundo la redención operante y efectiva de Cristo en la cruz.

La revelación bíblica nos sitúa ante la convicción de que el Dios creador es el Dios salvador y, por tanto, será el Dios que lleve todo a su consumación. Como veíamos en el apartado anterior, en el Antiguo Testamento [511], la esperanza se encuentra proyectada desde las promesas de un Dios misericordioso y fiel, en quien el pueblo pone toda su confianza como su refugio seguro. Por su parte, el Nuevo Testamento concretiza el valor de esa promesa en la persona de Cristo, que encuentra su realización en su resurrección redentora. Así pues, constatamos cómo la esperanza cristiana está íntimamente ligada con la salvación, la plenificación de la humanidad y de la creación, por don gratuito de Dios.

A lo largo de la historia, han sido muchos los modelos e idearios escatológicos con respecto a la salvación humana. Así pues, del optimismo escatológico de los primeros siglos por la participación del creyente en la resurrección del Señor [512], pasamos a una visión más pesimista y condenatoria de la Edad Media, en la que la salvación sólo se logra con grandes esfuerzos y, por tanto, está al alcance de pocos. El Concilio de Trento insistirá en esta idea y desarrollará el tema de los novísimos con un predominio de la idea del juicio y, por tanto, de un Dios que castiga a los injustos y premia a los justos. Por su parte, la modernidad traerá consigo una relegación de todo tema metafísico para centrarse en la historicidad humana, con el consecuente optimismo en favor de los hombres como responsables de la instauración del Reino en la historia como si de una utopía se tratase [513]; es decir, se prescinde mayormente de una salvación trascendente para centrarse en una de corte intramundana. El Concilio Vaticano II se debatirá entre este falso optimismo ajeno a toda realidad divina y el pesimismo catastrofista, sin ofrecer una reflexión clara sobre las verdades eternas, sino pretendiendo alumbrar la condición humana y sus interrogantes a la luz de la plenitud que nos aguarda en más allá de la muerte (cf. GS 39).

La reflexión post-conciliar reflexionará, entonces, sobre esta tensión entre el Reino de Dios futuro y la progresión histórica para su instauración en clave de continuidad. Las tesis de Karl Rahner [514] pueden considerarse como punto de referencia. El teólogo alemán afirma que el ser humano es esencialmente histórico, pues mira al pasado y se proyecta al futuro (anámnesis-prognosis); sin embargo, su único acceso al futuro es a través del presente, es decir, conoce la salvación futura desde su experiencia histórico-salvífica presente. Rahner parte de la base de que Dios puede comunicar al ser humano el futuro como misterio, siendo el hombre el que recibe esta comunicación desde su realidad presente[515]. La escatología, pues, nos habla sobre la gracia y la salvación de Dios, afirmando que la redención del género humano compete al hombre en todas sus dimensiones. Para ello, Cristo es principio hermenéutico de toda afirmación escatológica, la cual siempre se tratará de una afirmación cristológica llevada a su plenitud (cf. GS 22).

Partiendo de esta base, hay una preocupación por articular esta idea del Reino y de progreso histórico de instauración de éste; es decir, cómo compaginar la realidad plena futura con el hecho de que «el Reino ya está entre vosotros» (Lc 17, 20-25). Algunos teólogos se inclinarán por una conexión dualista sin separación; mientras otros se centrarán más en una distinción monista sin confusión.

De nuevo, la propuesta de Rahner [516], basada en Calcedonia (cf. DH 302) puede ser reveladora. Afirma que la historia de la salvación acontece en la historia del mundo (hay una unidad de la historia sin confusión), pero a la vez la historia de la salvación es distinta a la del mundo (distinción sin separación). Así, constata que ambas no son idénticas, sino coextensivas, siendo sólo la vida de Jesucristo donde ambas historias han tenido identidad; así pues, la historia de la salvación interpreta la historia del mundo. Por su parte, Ellacuría [517] critica este a Rahner por ser demasiado ontológico y poco práctico. Así pues, su tesis se basará en que la salvación humana es esencialmente histórica y, en ella, se puede dar tanto la salvación como la perdición. Para él, la identificación con los pobres (cf. Mt 25) y la praxis cristiana en la cultura, la economía y la política iluminarían la mediación para la instauración del Reino. La Comisión Teológica Internacional [518], por su parte, explicita precisamente la unidad entre el progreso humano y la salvación, sin dejar de enfatizar la distinción sin confusión, ya que el Reino nunca es una obra humana, sino don de Dios. Por una parte, pues, la unidad entre historia y Reino es innegable, dado que el Reino es un proceso que se da históricamente en la liberación (redención); sin embargo, por otra, esto se da sin confusión, pues no hay una identificación plena entre progreso y Reino. Por último, Apostolicam Auctositatem 5 sintetizará esta discusión afirmando que, si bien salvación e historia son ámbitos distintos, se compenetran de un modo tal que Dios pretende reasumir en Cristo toda la creación en la nueva creatura, que se halla inconclusa en la tierra, pero de un modo pleno en la vida eterna.

Ante nuestro destino escatológico, partimos pues del hecho de que Dios ha enviado a su Hijo para salvar y no para juzgar (cf. Jn 3, 14), manifestando, así, la voluntad universal salvífica de Dios (cf. 1Tm 2, 4). Jesús, entonces, vino al mundo a anunciar el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 19), de tal forma que, lejos de toda condena, muestra el rostro de un Dios misericordioso que trae la redención al género humano (cf. Rm 8, 31- 39). Hablamos de salvación no sólo como liberación de los pecados por la encarnación, muerte y resurrección del Cristo, sino también de divinización; es decir, la redención implica tanto la liberación del mal, como la plenificación del ser humano por la gracia, que alcanzará su definitividad en la vida eterna con la resurrección de los muertos.

A este respecto, la resurrección es motivo de esperanza salvífica para el ser humano: de la misma manera que Dios resucitó a Jesús de Nazaret, así también lo hará con todo aquel que crea en él (cf. 1Ts 4, 13-17), pues, tal y como afirma Pablo, negar la resurrección es negar la salvación (cf. 1Co 15). Por tanto, se espera una resurrección en el final de los días, corporal, colectiva, que toque todas y cada una de las dimensiones del ser humano [519], el cual será llevado a su perfección y a la contemplación del rostro de Dios, como expresión de la definitiva reconciliación de la creación [520].

Por tanto, la esperanza del creyente se orienta hacia Cristo, pues la vida futura consiste en la participación en su resurrección [521]; no obstante, la fe cristiana sostiene que en el momento de la resurrección de los muertos tendrá lugar el juicio de Dios por parte de Cristo, juez de vivos y muertos. En la mente del creyente este concepto guarda un cariz negativo, viviéndose con temor más que como mensaje de salvación y de esperanza como reflejan los testimonios bíblicos y de las primeras comunidades [522]. La concepción de Dios como juez la encontramos ya en el Antiguo Testamento. El verbo שפט (dominar, gobernar, juzgar) aplicado a Dios da cuenta de su intervención poderosa, creativa y partidaria en favor de Israel, de tal forma que Dios hará triunfar el bien. En el Nuevo Testamento, Cristo, tras la resurrección, es constituido juez de vivos y muertos, de tal forma que el anhelo de la parusía viene dado por la conciencia de que Él llevará a plenitud todo cuanto comenzó. Por este motivo, el juicio de Dios se aguarda con esperanza, deseando que el Señor vuelva pronto: ¡Marana tha! (1Co 16, 22).

Así pues el juicio tiene un carácter salvífico ante todo (cf. Mt 25, 31; Lc 10, 18; 2Ts 2, 8…); en él, el sujeto siempre es Dios que ha enviado a su Hijo para salvar y mostrar la verdad (cf. Jn 5, 22), y ante el cual el creyente debe mostrar confianza segura en el amor de Dios[523]. Se trata de la irrupción final de Dios en la historia, que culminará todos los actos salvíficos de ésta; de un juicio de justificación, que abarcará a toda la creación, por medio del cual se pondrá fin a toda la historia mundana. Hasta que llegue ese momento, el ser humano, con sus obras de amor a Dios y al prójimo, es decir, con su adhesión a Cristo, ya está siendo autojuzgado (cf. Jn 3, 17).

La historia es, por tanto, un proceso con un final. La parusía será la encargada de concluirla porque sólo así podrá ser consumada; por este motivo, podemos entender la parusía, en palabras de Ruiz de la Peña, como «Pascua de la Creación», ya que se trata del acto final y definitivo de la historia de la salvación que la llevará hasta la plenitud de lo que fue llamada a ser en la creación [524]. El juicio final se halla en consonancia con la voluntad salvífica universal de Dios; así, del mismo modo que Cristo redimió a la humanidad en la cruz pese al pecado de ésta, así, a la hora de la redención definitiva, Cristo salvaguardará al ser humano para llevarlo a la comunión con Dios. No obstante, como afirma Rahner [525], el juicio es abierto y no se puede afirmar la total salvación y condenación; por eso, la fe cristiana mira con esperanza en Cristo hacia este momento y, con la esperanza de saberse salvados, compromete su vida en el seguimiento de Jesús.

Así pues, a este respecto, la fe cristiana asume la salvación como una certeza del fin de la historia, mientras deja abierta la posibilidad de la condenación (la muerte eterna [526]), es decir, la negativa a la comunión con Dios, el rechazo a la oferta de salvación de Dios. Por tanto, el juicio condenatorio sólo será tal si, desde la libertad humana, no se acoge la palabra de salvación dada por Dios al hombre. En Benedictus Deus (DH 1002) queda expresado que la vida eterna es la visión de Dios, mientras la muerte eterna sería el distanciamiento total de Dios.

Consecuentemente, de esto se deduce que el infierno, como lugar de condenación, no puede ser obra de Dios (pues Éste no quiere ni crea el mal para el hombre), sino que existe por elaboración humana [527], por la libre opción de los hombres por una vida sin Dios. La gracia de Dios es incondicional, y se ofrece a toda la persona como don gratuito; sin embargo, no se impone, motivo por el cual el hombre es capaz de rechazarla. A esta situación de rechazo eterno a esta gracia de Dios es a lo que llamamos muerte eterna, infierno, condenación… Se trata, pues, de la libre negativa del hombre a aceptar la redención definitiva de Cristo y, por tanto, la comunión plena con Dios, viéndose alejado de Él y del deseo de salvación por parte de Dios para con él.

En conclusión, la voluntad salvífica de Dios ha estado presente durante toda la historia de la humanidad; sin embargo, con la redención de Cristo en la cruz, la salvación ha alcanzado su culmen revelatorio, de tal manera que el hombre pueda comenzar a experimentar ya en su vida terrena la redención definitiva que le aguarda en la vida eterna. Por consiguiente, en virtud de este deseo incondicional de salvación por parte de Dios, el hombre ya estaría salvado, pues «a pesar de todo lo negativo en la humanidad, en ella permanece algo que es capaz de ser salvado, porque es capaz de ser amado por Dios mismo» [528]; sin embargo, al ser humano compete la libre aceptación de esta redención y su consecuente adecuación existencial a ella aguardando progresivamente la vida eterna [529] en el amor al prójimo y el anuncio de la Buena Noticia. En el final de los tiempos, Cristo volverá con gloria a llevar a cabo el juicio (justificación) último, por el cual la redención será plenamente efectiva y la humanidad será totalmente salvada, siempre que acepte libremente esta salvación definitiva que le conduzca al fin para el que fue creado y redimido: la comunión plena con Dios en el Amor.

VI.III. María, primera redimida al servicio de la redención

Finalmente, un tratado sobre la redención no puede verse exento de una reflexión sobre la figura de María como aquella preservada de pecado original que, con su fiat, hizo posible la encarnación del Verbo por su concepción virginal, para vivir la plena comunión con Dios, y, con su persona, mostrar a los hombres el camino de la redención y el final soteriológico de la humanidad. Así pues, no puede desligarse la mariología de otras ramas teológicas tales como la reflexión trinitaria, la cristología, la antropología, la eclesiología o la escatología [530], sirviendo toda ella de tratado complexivo. Ella, al servicio de la redención se sitúa en el punto de partida y en el centro mismo del misterio de la salvación [531]. El Concilio Vaticano II (cf. LG VIII) instará a contemplar a su figura desde su inserción en el plan histórico salvífico de Dios, subrayando su relevancia en relación con el misterio de Cristo y de la Iglesia (cf. LG 56).

Hablar de María ha sido un tema complejo a lo largo de toda la historia, como así lo prueban los diversos concilios y la reflexión posterior [532]. La reflexión mariológica comenzó por la Sagrada Escritura, desde los testimonios neotestamentarios, en conexión con el Antiguo Testamento [533] (cf. LG 55). De esta forma, se puede afirmar que escuchar la Escritura es la condición necesaria para toda posible mariología [534], pues ella escuchó la Palabra de Dios, la acogió en su corazón, la concibió en su seno y la dio al mundo. Así pues, muchos son los textos que se usaron tipológicamente como anticipación y preparación de lo que habría de acaecer más adelante en su persona: la contraposición entre Eva y ella (cf. Gn 3, 15; Ap, 12), capaz de vencer al pecado; su concepción virginal (cf. Is 7, 14); el nacimiento de Jesús (cf. Mi 5, 1-4), etc. El Nuevo Testamento se hace eco de todo ello y servirá como base para la comprensión cristológica y mariológica, mediante genealogías en las que se resalta la figura de María (cf. Mt 1), narraciones tales como la anunciación y la visitación, que remarcan su virginidad y maternidad divinas (cf. Lc 1, 26-37; Lc 1, 39-56), así como su papel intercesor (cf. Jn 2, 1-11) y su participación en la comunidad cristiana primitiva (cf. Hch 1, 14). No obstante, hay que ser conscientes de las dificultades exegéticas que los textos presentan, especialmente en lo tocante a su historicidad; con todo, el plano teológico es claro: con ella, Dios mismo interviene en la historia para la salvación de los hombres, iniciando una nueva economía (cf. LG 55).

Por su parte, la tradición de la Iglesia ha ido clarificando y determinando las afirmaciones dogmáticas en torno a María, su virginidad, maternidad, preservación del pecado y asunción. Tales afirmaciones se derivan, en primer lugar, de la reflexión cristológica de los primeros siglos (especialmente los dos primeros atributos) [535], mientras que, en segundo lugar, los segundos resultan de una profundización en la reflexión, sin desvincularse del acontecimiento de Cristo. De esta forma, se puede afirmar que los dogmas marianos, más allá de sí, apuntan hacia el misterio insondable del Dios Trino [536].

Los textos bíblicos coinciden en la concepción virginal de Jesús. Durante los tres primeros siglos, la virginidad de María era parte ineludible de toda la cristología, era una confesión fundamental para afirmar la divinidad del Hijo [537], pues la salvación no puede venir de obras humanas, sino de Dios, por obra y gracia del Espíritu Santo. Será en el Concilio de Constantinopla II (553 d.C.) [538] cuando se acuñe la expresión «siempre virgen» (ειπαρθένος), es decir, antes, durante y después del parto (DH 427), tanto desde su sentido literal (sin conocer varón), como espiritual (desde el amor y la fe). El CVII remarcará la virginidad ante todo, como obediencia y fidelidad incondicionada a la revelación, lo que hace de María virgen un terreno plenamente dispuesto para la actuación de Dios, sirviendo con diligencia al misterio de la redención y cooperando a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres (cf. LG 56b).

María es, pues, la Madre de Dios (Θεοτόκος), expresión que nunca aparece como tal en el Nuevo Testamento. Su referencia a ella gira más bien en torno a términos tales como «madre de Jesús» (cf. Jn 2, 1-5; Hch 1, 14), «madre del Señor» (cf. Lc 1, 43), «su madre» (cf. Mt 2, 11-13), etc. La aquilatación de esta nomenclatura se dará en el Concilio de Éfeso (431 d.C.) [539] para responder a la polémica generada por Nestorio y su concepción de María no como Madre de Dios, sino como Madre de Cristo (Χριστοτόκος), el hombre en que reside la divinidad, incurriendo así en una herejía dicotómica de la persona de Jesús. El concilio defenderá la unicidad de Cristo; de esta manera, denomina a María «Madre de Dios» (DH 251) en virtud de la comunicación de idiomas, para mantener la unidad de Cristo Dios y hombre. Otros concilios confirmarán esta doctrina, como el Concilio de Calcedonia (451 d.C.; DH 301) hasta el Concilio Vaticano II (cf. LG 53).

La inmaculada concepción de María supone la preservación y liberación de cualquier pecado personal en ella, así como una santidad sublime. En la Sagrada Escritura, no se encuentran datos que afirmen esta doctrina de modo directo e inequívoco, sino sólo referencias (cf. Lc 1, 28); estamos, pues, ante una maduración de la reflexión mariológica fruto de los dogmas ya proclamados. Durante los primeros siglos, tal afirmación se encontraba implícita, siendo María la santa y pura, en contraposición con Eva. En la Edad Media se pondrá en duda, teniendo en cuenta el alcance de la redención: si María no tenía pecado, no necesitaba ser salvada, por tanto, la redención no era universal; entonces, Duns Escoto hablará de «pre-redención» por su preservación de toda mancha de pecado [540]. Finalmente, Pio IX, en su bula Inefabilis Deus (1854 d.C.), definirá el dogma de la Inmaculada Concepción de María por los méritos de Cristo, siguiendo la estela de dicho teólogo medieval (DH 2803). Así pues, más que la liberación del pecado, se acentúa la santidad de María, cuya salvación y redención no es anterior o independiente de Cristo, pues, por Él, también fue salvada su madre (cf. LG 53).

Con respecto a su asunción al cielo, tampoco encontramos ningún texto que apoye este hecho, sino que estamos ante una tradición que hunde sus raíces en la imposibilidad de morir de María, por su preservación de todo pecado (cuya última consecuencia es la muerte) y por su especial unión a Cristo, que hace que María participe plenamente de la salvación y victoria de Jesús sobre el mal. Desde los primeros siglos se mantuvo esta tradición, si bien no fue hasta 1950 que la Iglesia Católica, bajo el pontificado de Pio XII, definió en la bula Munificentissimus Deus el dogma de la Asunción (DH 3092). De este modo, la Asunción se convierte en la consumación escatológica de toda su persona, anticipación de la redención total [541].

Con todo, el misterio de la asunción, junto al conjunto de todos los dogmas marianos, pasa a ser signo del destino escatológico de esperanza y consuelo para los hombres [542] (cf. LG 68). Como el Padre actuó en María por obra del Espíritu Santo para ser la madre del Hijo, así actuará con aquellos que no se cierran a su misericordia. Por consiguiente, María antecede al pueblo de Dios como la primera redimida, servidora de la redención, que intercede ante los hombres, para la redención de toda la humanidad; esto conlleva un gran componente antropológico-teológico para los creyentes. Por todo ello, podemos afirmar que María, sobre quien actúa el Dios Uno y Trino, es alcanzada por la gracia para colaborar junto a la trinidad económica en la historia de la salvación de los hombres, dando a luz al Redentor del mundo (cf. LG 61).

Conclusión: la Redención

La categoría de redención es un concepto de especial relevancia para la fe cristiana, que abarca, por tanto, todos los ámbitos de la reflexión teológica. Así se ha intentado mostrar a lo largo del presente trabajo, siguiendo el esquema que ya se presentaba en la introducción del mismo: revelación – Dios Uno y Trino revelado en Cristo – creación – Iglesia – moral cristiana – escatología.

Así pues, la voluntad salvífica de Dios para con su creación siempre ha estado presente a lo largo de la historia con el fin de llevarla hacia la comunión con su Creador, de tal modo que Dios, en su reveladora autocomunicación al ser humano, siempre ha garantizado en su obrar histórico los medios necesarios para que los hombres pudieran conocer dicho plan soteriológico divino, siendo la encarnación, muerte y resurrección de Cristo el momento culmen de revelación efectiva de la redención del género humano. No obstante, por el mismo dinamismo histórico que la revelación conlleva, la redención ha estado como germen actuante ya en los propios actos salvíficos en favor de Israel, así como en la Palabra de Dios, que la misma Tradición se encargará de custodiar y acercar a la humanidad entera, ofreciendo así continuamente la redención definitiva, ofrecida plenamente por Dios en el Hijo, de modo que ya comenzamos a disfrutarla y un día seamos totalmente partícipes de ella. La redención es, pues, la autocomunicación amorosa del Dios Uno y Trino al hombre.

La redención es el perdón de los pecados. Así consta en el testimonio bíblico y así lo mantenemos, pues, en su Pasión, el Hijo de Dios carga con ellos ofreciéndose como víctima expiatoria para la liberación. Desde esta definición podemos afirmar que toda la teología cristiana es teología de salvación: Dios salva a los seres humanos en Jesucristo, de tal forma que todo el misterio de la existencia de Jesús puede ser leído en clave soteriológica. Así pues, no se trata únicamente de que Jesús nos salva a través de gestos y palabras, ni de que anuncie la salvación y la prometa, sino de que Él mismo es salvación. Por consiguiente, toda la vida de Jesús es salvífica: «el envío del Hijo por el Padre y su encarnación se orientan a la salvación del mundo [543]» Toda su vida es pro-existente y redentora en torno a la irrupción del Reino [544], que conlleva un claro tono salvífico, de buena noticia de la llegada de la misericordia y la salvación de Dios, especialmente a los más pobres (cf. Lc 4, 16). Si hablamos en clave trinitaria: Dios, el Padre, salva mediante el Hijo, y es por el Espíritu Santo que nos mantenemos en la vida salvada y participamos de ella [545]. Por consiguiente, no es posible entender la salvación sin la revelación plena de Jesucristo y la redención definitiva que Él trae a la humanidad.

Ahora bien, la vida de Jesús se condensa en el perdón de los pecados a través de su muerte redentora. El que podía vencer al pecado lo hizo pasando por el trance que nos alcanza a nosotros de una manera sustitutoria: a favor y en lugar nuestro. El sacrificio de Cristo se funde con su Misterio Pascual, como sacrificio de acción de gracias fruto de la iniciativa amorosa de Dios para el perdón de los pecados, la liberación y a la preservación de ellos. Él es el verdadero cordero pascual que nos salva de los castigos debidos a los pecados, y nos introduce en la libertad de los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21). La redención es, pues, la salvación ofrecida por Dios en Cristo.

Los cristianos, desde la satisfacción [546], estamos llamados a un amor que responde a ese amor incondicional y misericordioso de Dios para con todos los hombres. De este modo, podemos afirmar que la redención afecta universalmente a toda la humanidad en todos sus ámbitos de existencia. Por tanto, por la misma concepción de pecado, no podemos reducir, pues, la redención, solamente a un acto individualista de alcance personalista. Dado que el pecado afecta a la ruptura de relaciones con uno mismo, con los demás, con la creación y, por ende, con Dios, alejándonos de la vida plena con Él, la redención debe ser garante de la restitución de todas estas relaciones como modo de hacer presente ya en la Tierra el Reino de Dios y, en último término, llegar a la comunión plena y definitiva con Él.

Así pues, antropológicamente, desde una perspectiva individual, podemos afirmar que la redención guarda una dimensión personal: Dios murió por mí, para salvarme del pecado y de la muerte. Cristo es revelador e iluminador, nos da a conocer a Dios y su voluntad salvífica [547]. Es justicia de Dios, por quien obtenemos la justificación y nos vemos capacitados para las buenas obras. Es divinizador, por medio del cual obtenemos la filiación divina. Es vencedor y redentor, por quien el pecado y su fuerza se ve eliminado, poniendo de relieve la sobreabundancia de la redención (cf. Sal 129), reconciliando de esta manera a los hombres con Dios [548]. Cristo lleva a cabo un sacrificio de alabanza a Dios de una vez para siempre (cf. Hb 7, 27; Hb 9, 12), estableciendo una nueva alianza (cf. Hb 9, 15), desde la categoría de expiación como intercesor único entre Dios y los hombres (cf. Hb 5, 7-10) para el perdón de los pecados conforme a la promesa de Dios [549]. La redención conlleva, pues, la libre comunicación personal entre Dios y la persona individual, de tal manera que dicha relación queda restituida para que el hombre la acoja y viva conforme a ella y, desde ella, puedan redimirse, a su vez, el resto de sus ámbitos vitales. La redención es, pues, la restitución de nuestra condición divina.

Asimismo, desde una perspectiva cosmológica, aguardamos la redención de toda la creación, que, del mismo modo, se haya corrompida por su limitación e imperfección. Cristo resucitado mostró la plenitud de la condición creatural, de modo que aguardemos una nueva creación: unos cielos nuevos y una tierra nueva (cf. Ap 21,1; Is 65,17), que ya están siendo transformados actualmente por la gracia de Dios actuante en ellos, y a través de los hombres. Queda, pues, claro que, cuanto más se corrompe lo creado por el poder del pecado, más actúa la gracia, el amor sobreabundante de Dios hacia la criatura, para sanarla, librarla y redimirla del mal, para conducirla a una nueva creación [550]. De esta manera, la redención de Cristo, junto con la colaboración de los hombres que asumen y viven dicha redención, traerá consigo el restablecimiento de las relaciones con la creación, perdidas por el pecado, y la consecuente comunión plena con Dios. La redención es, pues, la restitución del orden de la creación.

De igual modo, desde una perspectiva eclesial, comunitaria, la redención no puede ser vista únicamente desde la perspectiva personal-soteriológica, sino que también guarda una dimensión social-escatológica; por consiguiente, la redención supone una restauración de las relaciones entre las personas. La vida como redimidos no nos lleva únicamente a una comunión con Dios en el final de los días, sino que, a través de nuestro comportamiento coherente y consecuente, tiene lugar ya en el espacio y tiempo del presente, para que, de dicha experiencia, comiencen a brotar los frutos del Reino, de modo que, siendo testigos y signos de la redención, ésta se haga efectiva en el mundo en la comunión fraterna entre los hombres. En Jesucristo se asienta toda la ética cristiana [551], y sólo bajo esta concepción se eliminarán todas las estructuras de pecado que amenazan a la humanidad e impiden la realización de la plena voluntad salvífica de Dios. Así pues, es en Cristo en quien se realiza la congregación definitiva de la humanidad bajo un nuevo pueblo que le acepta como el Salvador y Redentor, al que posteriormente se denominará Iglesia, o sea, el espacio en el que comenzar a vivir la redención experimentada por el creyente como comunidad fraterna de los hijos de Dios hasta la consumación definitiva en la que las relaciones humanas quedarán totalmente restablecidas. Por consiguiente, se puede afirmar que la gracia, recibida de modo especial en los sacramentos, nos llama a la participación en la vida intratrinitaria, a la incorporación en la relación que Cristo tiene con el Padre por el Espíritu Santo y, así comenzar a pregustar la redención plena, la comunión con Dios. La redención es, pues, la restitución de la fraternidad humana.

Por todo ello, la reflexión sobre la soteriología no puede desvincularse de la cristología, en cuanto que la identidad y constitución ontológica de Cristo dan cuenta de la salvación querida por el Dios Uno y Trino. En el centro de toda la creación se halla el ser humano, creado a su imagen y semejanza, para la comunión con la totalidad de la creación [552], incapaz, sin embargo, de obtenerla por sí mismo, sino como don de Dios en Cristo, mediante el Espíritu, para superar, por el sacrificio redentor del Hijo, dicha condición pecadora. Así pues, se necesita la gracia para la salvación, para restaurar su naturaleza creada, trastocada por el pecado, y transformarla, de manera que se obre el bien desde la vivencia de la redención en la existencia a través de las virtudes; para ello, hay que mostrarse dispuesto a la libre recepción de ésta para dicha perfección de la condición humana por la filiación en Cristo Jesús [553], mediante los dones de la fe, la esperanza y la caridad. Por ellos, respondemos a la acogida del don redentor en la propia vida y, así, comenzamos una nueva relación fraternal y cosmológica que dé cuentas de esta redención que ya está aconteciendo, y nos conduce a la comunión plena con Dios. La redención es, pues, la oferta de una vivencia en la gracia.

La salvación, pues, sería la realización escatológica de esta plena comunión, que acontece en la historia de manera definitiva por la redención de Cristo, la cual el hombre debe asumir libremente para su justificación. «Para Jesús, el tiempo de la salvación se manifiesta, realiza y actualiza ya ahora» [554]; por tanto, tampoco puede desvincularse de la historia de los hombres, pues la historia de la salvación es coexistente con la historia entera de la humanidad para salvarla [555], así como de toda la creación. No obstante, somos conscientes de que, pese a esta plenitud acaecida en la cruz, el ser humano no goza todavía de la redención definitiva, la cual sólo será posible tras la parusía, momento en el cual todo será recapitulado por Cristo en el Padre. Hasta entonces, el Espíritu Santo actúa incesantemente en la historia para conducirla progresivamente, desde la acogida y libertad humana, hacia dicha comunión, por la redención, entre todos los hombres y la totalidad de la creación. La redención es, pues, la comunión plena y definitiva con Dios.

En conclusión, «la iniciativa divina de un movimiento de amor hacia la humanidad pecadora es una característica constante del comportamiento de Dios con respecto a nosotros, y es el presupuesto fundamental de la doctrina de la redención» [556]. Desde la muerte y resurrección de Cristo, la humanidad ha hallado la redención de los pecados y de la muerte, y empieza a recibirla en esta vida con el auxilio del Espíritu Santo, que le conduce hacia la salvación querida por Dios. Dado que el ser humano es parte de una creación imperfecta y corruptible por el mal, dicha redención no puede ser plena en su historia hasta la venida definitiva del Hijo con gloria. En ese momento, si el hombre, en su libertad, acoge la última gracia y la divina misericordia de Dios, participará plenamente de la redención en una Nueva Creación donde reinará la justicia, la paz y la fraternidad entre las criaturas. Así pues, «la imagen de Dios en el ser humano nunca ha sido totalmente destruida. Los hombres nunca han sido abandonados por Dios, quien, en su amor redentor, pretende un destino de gloria para el ser humano y la creación» [557]. Hasta entonces, la persona redimida debe esforzarse en acoger el don gratuito de Dios, para, así, por sus actos, como parte del Pueblo de Dios, configurarse progresivamente con Cristo, en filiación divina con el Padre, e, imbuido de Espíritu Santo, comenzar a hacer presente ya en la Tierra, en su vida, el Reino de Dios, que le conducirá a la comunión plena con el Creador, meta de su plan salvífico, y objetivo efectivo de la redención.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

468    Vid. Capítulo V, pág. 72-77.

469    Vid. Capítulo III, pág. 46-51.

470    Vid. Capítulo II, pág. 20-26 y 31-32.

471    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, en La lógica de la fe, ed. Ángel Cordovilla, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 2013), 726-727.

472    Cf. Juan Alfaro, Cristología y antropología (Madrid: Ediciones Cristiandad, 1973), 415-420.

473    Cf. Ibíd., 420-428.

474    Cf. Juan Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre (Barcelona: Herder, 1972), 141-142.

475    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 721.

476    Cf. Olegario González de Cardedal, La palabra y la paz, 1975-2000 (Madrid: PPC, 2000), 250.

477    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 732-733.

478    Cf. Ibíd., 718-719.

479    Cf. Ibíd., 724.

480    Cf. Alfaro, Cristología y antropología, 449.

481    Cf. Hans Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe (Salamanca: Sígueme, 2004), 71.

482    Cf. Alfaro, Cristología y antropología, 444-445.

483    Cf. Juan Alfaro, “Persona y gracia”, Selecciones de teología, Vol. 2.5, (enero-marzo 1963): 3-10.

484    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Una aproximación antropológica a la teología de la ternura”, en Teología y Nueva Evangelización, ed. Gabino Uríbarri Bilbao (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2005), 252- 330.

485    Cf. Hans Urs von Balthasar, Gloria I (Madrid: Encuentro,1985), 224.

486    Cf. González de Cardedal, La palabra y la paz, 1975-2000, 250.

487    Sobre restauración imagen y semejanza, víd. Capítulo III, pág. 44-46.

488    Cf. Luis F. Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 290-295.

489    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 744-745.

490    Sobre la perijóresis, vid. Capítulo II, pág. 38.

491    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “La existencia cristiana en la fe, esperanza y amor”, en Dios y el hombre en Cristo. Homenaje a Olegario González de Cardedal, dir. Ángel Cordovilla Pérez, José Manuel Sánchez Caro, y Santiago del Cura Elena, (Salamanca: Sígueme, 2005), 579-580.

492    Cf. Martínez-Gayol, “Virtudes teologales”, 747.

493    Víd. Capítulo IV, pág. 65.

494    Cf. Gabino Uríbarri, “Escatología ecológica y escatología cristiana”, Miscelánea Comillas 54 (1996): 297- 316.

495    Cf. Uríbarri, “Habitar en el tiempo escatológico”, en Fundamentos de teología sistemática, ed. Ibíd., (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2003), 254-260.

496    Sobre la creación, vid. Capítulo III, pág. 24-26.

497    Karl Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas” en Escritos de teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 422.

498    Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, 125-137.

499    Cf. Juan José Tamayo, “Escatología cristiana”, en Conceptos fundamentales del cristianismo, ed. Casiano Floristán, y Juan José Tamayo, (Madrid: Trotta, 1993), 377-389.

500    Alfaro, Esperanza cristiana y liberación del hombre, 141-148.

501    Wolfhart Pannenberg, Teología sistemática, Vol. 2, (Madrid: Universidad Pontifica Comillas, 1996), 159.

502    Juan L. Ruiz de la Peña, La Pascua de la Creación (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1996), 114.

503    Otros autores intentarán también reflexionar sobre la escatología desde una óptica diferente; sin embargo, se ha obviado su desarrollo en este trabajo por la problemática, crítica e inadecuación a la ortodoxia que suponen sus teorías. Hablamos de teólogos tales como Schweitzer, Weiss y Werner (escatología consecuente); Dodd (escatología realizada); Bultmann (escatología existencial); o Käsemann (representante de la escatología del New Quest).

504    Cf. Juan L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión. Escatología cristiana (Santander: Sal Terrae, 1986), 105- 150.

505    Sobre la resurrección, vid. Capítulo II, pág. 24-26.

506    Cf. Karl Rahner, Escritos de Teología III (Madrid: Taurus, 1967), 56-68.

507    Cf. Nurya Martínez-Gayol, “Escatología”, en La lógica de la fe, 651-654.

508    Cf. Ruiz de la Peña, La Pascua de la creación, 98-100.

509    Cf. Uríbarri, “habitar en el tiempo escatológico”, 260-267.

510    Vid. Capítulo V, pág. 72 y ss.

511    Cf, Juan L. Ruiz de la Peña, La otra dimensión (Santander: Sal Terrae, 1986), 55-68.

512    Cf. Andrés Tornos, Escatología II (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 1991), 63.

513    Cf. Medard Kehl, Escatología (Salamanca: Sígueme, 1992), 170-172.

514    Cf. Karl Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas”, en Escritos de teología IV (Madrid: Taurus, 1964), 373-400.

515    Sobre la autocomunicación de Dios, vid. Capítulo I, pág. 10-12.

516    Cf. Karl Rahner, “Historia del mundo. Historia de la Salvación”, en Escritos de Teología V (Madrid: Taurus, 1964), 115-134.

517    Cf. Ignacio Ellacuría, “Historicidad de la salvación”, Revista Latinoamericana de Teología 1 (1984): 5- 45.

518    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Promoción humana y salvación cristiana”, en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 65-87.

519    Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 167-174

520    Cf. Kehl, Escatología, 228-230.

521    Cf. Ibíd., 149-180.

522    Cf. Gabino Uríbarri, “Y de nuevo vendrá con gloria a juzgar a los vivos y a los muertos”, Sal Terrae (junio, 1998): 453-463.

523    Cf. Martínez-Gayol, “Escatología”, 663.

524    Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 139.

525    Cf. Rahner, “Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones escatológicas”, 373-400.

526    Cf. Ruiz de la Peña, La pascua de la creación, 225-240.

527    Cf. Ibíd., 235-236.

528    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 455.

529    Cf. Martínez-Gayol, “Escatología”, 700.

530    Joseph Ratzinger, «Consideraciones sobre el puesto de la mariología y la piedad mariana en el conjunto de la fe y la teología», en Joseph Ratzinger y Hans Urs von Balthasar, María, Iglesia naciente (Madrid: Encuentro, 2006), 13-27

531    Bruno Forte, María, la mujer icono del misterio (Salamanca: Sígueme, 1993), 41.

532    Bernard Sesboüé, «La Virgen María», en Historia de los dogmas III, los signos de la salvación, ed. Henri Bourgeois, Bernard Sesboüé, y Paul Thion (Salamanca: Secretariado Trinitario, 1996), 429-430.

533    Karl-Heinz Menke, María en la historia de Israel y en la fe de la Iglesia (Salamanca: Sígueme, 2007), 17-21.

534    Forte, 49.

535    Vid. Capítulo II, pág. 28-29.

536    Pedro Rodríguez Panizo, “María en el dogma”, Sal Terrae 98 (2010): 883-893.

537    Sesboüé, «La Virgen María», 434.

538    Víd. Capítulo II, pág. 29.

539    Víd. Capítulo II, pág. 28.

540    Ibíd., 449-453.

541    Ibíd., 461.

542    Forte, 145.

543    Wolfhart Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 441.

544    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 446.

545    Cf. Olegario González de Cardedal, Cristología, 295.

546    Cf. José Ignacio González Faus, La humanidad nueva. Ensayo de Cristología, 497-499.

547    Cf. Sesboüé, Jesucristo, el único mediador, Ensayo sobre la redención y la salvación, 135-406.

548    Cf. Pannenberg, Teología Sistemática, Vol. 2, 434-448.

549    Cf. Vanhoye, La lettre aux hébreux. Jésus-Christ, médiateur d’une nouvelle alliance, 179-194.

550    Cf. Luis Ladaria, Teología del pecado original y de la gracia, 267-276 y 281-282.

551    Cf. Marciano Vidal, Moral de Actitudes III, 828.

552    Cf. Pannenberg, 428.

553    Cf. Ladaria, 231-266.

554    Walter Kasper, Jesús, el Cristo, 105.

555    Cf. Rahner, Curso fundamenta sobre la fe, 177.

556    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 410.

557    Íbid., 408.

Carlos Diego Gutiérrez

V.   Actuar conforme a la redención

Los creyentes no se encuentran ajenos a la realidad que les rodea, sino que, de igual modo que el Logos se encarnó en el mundo, y pasó por él con gestos y palabras, éstos también llevan a cabo acciones que se insertan dentro de una sociedad. Así, el Misterio, que se les ha revelado en relación amorosa como Padre, Hijo y Espíritu para darles a conocer su plan de salvación [381], sirve para ellos como modelo de actuación en sus vidas, de tal forma que, sintiendo la presencia vivificadora del Resucitado, den razón de su fe a través de su comportamiento ético.

Conscientes de que la realidad del pecado encuentra su lugar en el mundo, los miembros del Pueblo de Dios, sintiéndose tales por el bautismo, y regenerados continuamente por la gracia conferida por los sacramentos en la Iglesia [382], viven en comunidad (koinonia) para anunciar (martyria) y celebrar (leitourgia) la nueva vida en Cristo desde un servicio (diakonia) a la sociedad, que manifieste al mundo su condición de redimidos [383]. Por tanto, el cristiano, que se sabe justificado, es lanzado a la creación con el fin libre y responsable de mantenerla y cuidarla, para vivir en consonancia a la fe en el Evangelio y llevar al mundo el Reino de Dios proclamado por Jesús de Nazaret.

Por consiguiente, el creyente en Jesucristo como Salvador, sabiéndose hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza (condición restaurada por la Redención de Cristo en la cruz) [384], basa su obrar en el modo de actuar salvífico de Jesús de Nazaret. Tal es así que la vida cristiana no puede verse desligada del comportamiento ético que ella comporta y que se orienta, sobre todo, a la salvación del hombre. Así pues, en virtud de su racionalidad, voluntad y conciencia, debe basar su vida en la consecución del bien y la verdad, que se plasman en la búsqueda de la justicia, la solidaridad y la paz en el mundo. De esta manera, el Amor de Dios, revelado plenamente en la Redención por la Cruz y manifestado totalmente en la Resurrección de Cristo, orienta toda su existencia de modo que sean testimonio alegre de una vida acorde a su condición de redimidos. Así, mediante ellos, están llamados a llevar al mundo la salvación definitiva del género humano prometida por Dios a todos los hombres para que gocen de la dignidad que Él les confiere.

V.I. La moral fundada en la redención

Partimos de la base de que el cristianismo no es una religión moral, sino que su fe consiste en aceptar a Jesús como revelación definitiva, como el Kyrios, el Cristo, para celebrarlo en la Iglesia mediante signos de fe y anunciar su Buena Nueva; sin embargo, le corresponde el compromiso ético en coherencia con esta fe que profesan, pues «la moral es la mediación práxica de la fe» [385]. Por este motivo, en la reflexión teológico-moral, podemos hablar de una teonomía participada, por la cual la razón y la voluntad humanas participan de la sabiduría y providencia de Dios. Con esto se afirma que la vida moral, que surge de la actitud obediente a Dios no puede ser heterónoma y extrínseca, sino que supone la participación de la razón y la voluntad humanas, de su libertad para asumir, por la fe, el mandato divino, de tal forma que tampoco puede considerarse autónoma como para autofundamentar la moral exclusivamente en la propia iniciativa del hombre [386].

No obstante, también se ha hablado de una autonomía teónoma [387], en la que Dios se comprende como la base y principio de la moral humana y sus valores. Es, por consiguiente, manifestación de la normativa divina con el hombre, que, de ningún modo, anula la autonomía del ser humano, sino que la hace posible y la fundamenta en la revelación de Dios en Cristo, quien, con su vida proexistente, en obediencia al Padre [388], orientó sus actos humanos hacia Él para anunciar el Reino [389] y cumplir con la voluntad salvífica de Dios por la redención en la cruz. No obstante, el problema de este paradigma reside en la disociación que se puede hacer entre la fe (lo trascendental) y el comportamiento propio moral (en sus formas concretas), no tanto por un exceso de razón, sino por un mal uso de ella. Por ello, en aras de prevenir dicha autosuficiencia, surge la ya mencionada teonomía participada [390]. Ésta afirma la existencia de una racionalidad y voluntad divinas que encuentran su fundamento en Dios, que el hombre adquiere por participación. Por consiguiente, la moral tendría su origen en Dios, quien nos da la capacidad de poder participar en su gobierno; no sería pues la razón humana la que origine la moralidad. Ahora bien, en virtud de esta participación, tampoco nos encontraríamos ante una heteronomía, contraria a la libertad y determinación humanas, que contradiría la propia lógica de la Encarnación redentora (cf. VS 41).

Por tanto, la moral cristiana está firmemente enraizada en el misterio de Dios y, concretamente, centrada en Cristo, pues el obrar moral del cristiano y su realización consisten en la fe y el seguimiento de Cristo [391], valor supremo y realización última de todas sus aspiraciones (cf. GS 21), para alcanzar nuestro ascenso a Dios [392]. Cristo es, entonces, referencia ineludible para la vida del creyente y su actuar responsable en el mundo como creatura justificada [393]; con esto, se pretende afirmar que la moral cristiana consiste, a su vez, en configurar radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección (cf. VS 21). Hablamos, pues, de un cristocentrismo [394] que se expresa mediante la categoría de seguimiento y configuración, que hemos ido tratando en el conjunto de este trabajo [395], para hacer al cristiano totalmente partícipe de la comunión plena con Dios, de la Redención. Así, la adhesión a la persona del Verbo encarnado, en su vida y su destino, se convierte en el fundamento de toda moral cristiana, de tal forma que no se trata de una imitación, sino de transformación interior hacia Dios, como conversión en consonancia con toda la vivencia cristiana de la fe [396].

Así pues, a través de esta categoría del seguimiento [397], toda la comunidad creyente, como Iglesia, orienta su vida ética desde el anuncio del Reino de Dios [398], que Jesús realizó y culminó con su muerte redentora y su resurrección, el cual ya ha irrumpido y está en crecimiento (cf. Mc 4, 30-32) hasta su manifestación definitiva. Los cristianos, por su parte, están llamados a ser signos y testigos de estos valores del Reino [399] (valor absoluto de la persona humana, preferencia por los débiles, etc.), que se traducen en radicalidad (comunión de vida con Jesús) y la búsqueda de la perfección (orientada al bien absoluto).

En este sentido, es evidente que no se puede desvincular la moral cristiana de la fe, pues no tiene sentido que ésta no comporte decisiones éticas. Para el creyente, el sentido moral ha de nacer de una profunda experiencia religiosa que le conecta con el mundo para vivir en él coherentemente a la luz del Evangelio y la experiencia humana (cf. GS 46).

La Teología Moral es, al fin y al cabo, una reflexión sobre la libertad [400], en el comportamiento humano, es decir, en el desarrollo de los actos de las personas en este mundo. Por tanto, la libertad es una propiedad esencial humana [401], un don de Dios que se le ofrece (pues el hombre es libre), y que forma parte de su condición. Rahner [402] hablará de libertad ontológica por la que el hombre se hace a sí mismo, o sea, la propia existencia humana finita; y, por otra parte, también encontramos una libertad práctica (o moral), como un don que se tiene que realizar en una existencia, condicionada por el pecado, a través de la deliberación (el discernimiento), la decisión (el optar por algo) y la responsabilidad (como obligación moral de responder a estas decisiones) [403]. La Teología Moral se centraría, entonces, en esta última libertad a la luz del misterio de Dios, revelado en Jesucristo, que supone la historia de la salvación [404].

Por consiguiente, los actos morales requieren una libertad, con independencia de condicionantes externos, es decir, que no se encuentre predeterminada, si bien es verdad que podemos encontrar algunos tales como: la cultura, la historia, la educación, etc [405]. Ahora bien, a la hora de hablar de la libertad, no podemos dejar de lado la categoría de «opción fundamental» [406] como aquella que constituye la expresión de un modo de entender al ser humano (y la moral) y de concebir la base de todas sus decisiones morales. Se trata de la respuesta moral que el ser humano da al hecho mismo de existir [407], la postura que el individuo adopta ante su existencia en libertad. En términos cristianos [408], sería el interrogante personal al modo de vida en el seguimiento de Cristo para crecer según el plan que Dios tiene para cada uno, con el fin de alcanzar la felicidad. Por tanto, la aceptación de la llamada a vivir en comunión con Dios y asumir la redención de Cristo es ya, de por sí, una opción fundamental para la realización personal, que se lleva a cabo por la conversión.

La concreción de esta libertad basada en una opción fundamental se da en los actos que, por tanto, responden a unos valores morales y se desarrollan en situaciones y tiempos concretos por personas determinadas. De ahí la importancia concedida a las acciones y a su valoración, para la cual la tradición se ha servido de tres elementos [409]: objeto, o resultado concreto del acto (finis operis), que se traduce en la concreción última de una decisión); el fin, o la intención con la cual se lleva a cabo el acto (finis operantis) y las circunstancias, o mediaciones y contextos en los que se realizan.

En definitiva, la libertad como don de Dios constituye al hombre para que despliegue su existencia en el mundo y pueda manifestar su condición de imagen de Dios [410] (cf. GS 17), ya restaurada por la Redención. Por esta libertad, pues, se está llamado a vivir desde la responsabilidad y la coherencia a una opción fundamental fundada en la experiencia del infinito amor redentor de Dios, de tal forma que los actos que lleve a cabo estén orientados a la consecución del bien y sean, a su vez, signos y testigos de la redención por medio de su comportamiento moral.

Ahora bien, a la hora de orientar sus actos, el creyente cuenta con su conciencia, es decir, con la voz de Dios a través de la naturaleza del hombre [411], en cuanto creada por Él, a través de su racionalidad, que le confiere su dignidad. Por tanto, la conciencia acaba siendo un diálogo entre la persona y Dios, que atañe a la totalidad del individuo y le conduce a la redención de Cristo [412], pues el hombre es responsable de su propia salvación [413], en cuanto que de él depende aceptarla y obrar en consecuencia. De esta manera, se afirma que la conciencia es norma subjetiva de moralidad [414], pues obliga y compromete a la persona, siendo así que, en la obediencia a esa norma, el ser humano se juega su dignidad y por ella será juzgado (cf. GS 16), y, a su vez, se halla en el corazón del hombre, donde éste la descubre (cf. GS 16), pues Dios la ha depositado en su interior; así pues, es Palabra dada por Dios, revelación hecha al hombre para que éste la descubra y, por sus actos, llegue a la salvación y se consume en él la redención de Cristo.

Como ya hemos apuntado, el acto moral presupone la búsqueda del bien[415]. A este respecto, la conciencia es la norma de moralidad por donde pasan todas las valoraciones morales de las acciones humanas, sin que por ello se afirme su autonomía como para crear una moralidad propia [416]; se trata, al fin y al cabo, de una mediación entre el valor objetivo y la actuación de la persona, «que debe amar y practicar el bien, y que debe evitar el mal» (cf. GS 16). Por tanto, «la conciencia es el acto de inteligencia de la persona que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar, así, un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora» (VS 32).

Asimismo, la conciencia, por ser fundamento de la dignidad humana, debe ser formada y cuidada de acuerdo con esa dignidad [417], de manera que pueda perseguir el bien en el desempeño de su moralidad. No obstante, para que la actuación de la conciencia sea perfecta, debe obrar, en primer lugar, con rectitud, de manera coherente con esa voz de Dios que encuentra en su interior; en segundo, con verdad, persiguiendo y adecuándose en su comportamiento a la verdad objetiva, la cual debe buscar para actuar en consecuencia; y tercero, con certeza, y no de manera dudosa [418].

Así pues, como ya hemos mencionado, será mediante el discernimiento que la conciencia encuentra su modo de obrar conforme a la voluntad de Dios, la cual debe esforzarse en buscar. Así, conformará su actuar en el mundo, en conciencia, con el plan salvífico de Dios y su comportamiento, con la acción redentora de Cristo. De esta manera, el ser humano, en la búsqueda constante del bien para dirigir sus actos hacia este fin, llevará una vida en consonancia a su aceptación libre de la Redención y salvación ofrecidas por el Padre en Cristo, que, por el Espíritu Santo, le llevará a la comunión con Dios y a obrar en consecuencia.

Ahora bien, en el modo de actuar de las personas, éstas, por la propia condición pecadora del hombre, no siempre se orientan responsablemente hacia este bien al que están llamados, sino que obran el mal, es decir, pecan [419]. A la hora de hablar de pecado, pues, no podemos reducirlo a una realidad meramente subjetiva, en la que sólo interviene el individuo y su conciencia, sino que éste tiene también una dimensión objetiva, que afecta al ser humano en todas sus relaciones. El pecado es «una co-determinación de la propia libertad finita por la culpa ajena» [420]; en este sentido hablamos de pecado estructural [421], es decir, en la presencia del mal en estructuras que conforman el mundo y la sociedad. Así pues, podemos hablar tanto de pecado personal, como colectivo (mysterion iniquitatis) [422].

No obstante, el pecado, aun siendo tema central de la fe [423], no tiene la última palabra, sino que donde éste abunda, sobreabunda la gracia (Rm 5, 20) [424], el amor de un Dios revelado a los hombres como un Padre misericordioso, un Hijo Redentor y un Espíritu transformador. Por su entrega redentora en la cruz, Jesucristo, asumiendo por su encarnación la condición humana, carga con todo el pecado de los hombres, lo vence por su resurrección, y trae a los hombres la justificación para que vivan en comunidad, en medio del mundo, la salvación prometida por Dios y lleguen a la comunión con Él, como el culmen de su plenitud y del don amoroso de Dios (mysterion pietatis) [425].

Cuando hablamos de pecado, la reflexión teológica, a lo largo de la historia, ha distinguido entre pecados mortales (o graves), y veniales (o leves) [426], dependiendo de si tratan de describir su gravedad moral o los efectos de éstos en el hombre [427]. Los primeros se consideran como aquellos que destruyen la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios, rompiendo la comunión con Él y causando un distanciamiento con la fuente del amor (cf. CEC 1855); los segundos, por su parte, serían aquellos que, sin romper la alianza con Dios, debilitan la caridad impidiendo el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes (cf. CEC 1863).

Afirmamos con Bernard Häring que «ni la encarnación, ni las obras, ni la pasión ni la glorificación de Cristo pueden comprenderse sino relacionadas con el pecado» [428]. Por tanto, en el centro de toda esta reflexión moral debe situarse la redentora misericordia de Dios, pues, mientras el pecador no se halle firmemente con la intención de rechazar manifiestamente a Dios, y mientras mantenga abierta la opción al arrepentimiento, conversión y reconciliación, siempre le será posible acoger la oferta redentora y salvífica de Cristo [429]. Es por ello por lo que la denuncia que la Iglesia hace del pecado es en virtud de su dimensión profética de dar a conocer al hombre la plenitud a la que están llamados en Cristo (cf. 2P 3, 11-15). Por consiguiente, más que centrarse en disquisiciones y precisiones terminológicas, se ha de poner el foco, con benignidad pastoral, en lo fundamental del mensaje cristiano y su Buena Noticia: el perdón de los pecados por la redención en Cristo [430], como la salvación ofrecida misericordiosamente de un Dios que «no quiere la muerte del pecador, sino que éste se convierta y viva» (Ez 33, 11).

V.II. La moral protectora de una vida redimida

Los actos humanos, en cuanto tal, afectan a la propia persona y a su vida en sus múltiples dimensiones: personales y sociales. La moral cristiana, por su enraizamiento en el amor divino para conformarse con él, pretende ser reflejo de la voluntad de Dios para que las personas lleguen a la plenitud de su filiación divina y gocen de una existencia redimida. Así pues, para tal fin, irá encaminada a proteger los valores evangélicos y la dignidad de la persona en todo lo referente a las relaciones interpersonales, la sexualidad de la persona, la generación de la vida, etc., siempre desde la clave de la misericordia y la benignidad pastoral.

El matrimonio es uno de estos valores a los que la Iglesia concede especial importancia como uno de los medios de realización humana en el amor de Cristo [431]. A la hora de definirlo, si bien a lo largo de la historia ha tenido modos diferentes de concebirse en su esencia y finalidad, actualmente se le considera como «comunidad conyugal de vida y amor» (GS 48), es decir, es un acto humano por el cual dos personas, varón y mujer, entregan su vida el uno al otro para siempre, de un modo indisoluble, fiel y estable, en alianza perpetua que manifiesta el deseo de Dios con su pueblo [432], en términos de amor y compromiso, como se puede constatar en la literatura profética (Oseas, Jeremías…) o sapiencial (Cantar de los Cantares), así como a lo largo del Nuevo Testamento (especialmente en el epistolario paulino) poniendo en relación a la Iglesia como esposa de Cristo [433]. Así pues, se trata de una realidad humana, no creada por la Iglesia, pero sí asumida por ella como una dimensión sacramental (ratificada por Trento, DH 1801) [434], que refleja, en unión íntima, la perfección de Dios que posibilita la realización del amor humano para alcanzar el ser imagen de Dios [435].

Complementando lo afirmado en el capítulo anterior, con el matrimonio nos situamos en un lugar primordial para experimentar la gracia, pues abre al ser humano a la presencia del amor de Dios [436]. Los cónyuges hacen ofrenda recíproca de su vida en el amor de Dios en Cristo (cf. 1Co 7, 39), de tal forma que, del mismo modo en que Cristo se entregó en vida y en la cruz amorosamente por todos, por la Iglesia, así el hombre y la mujer también son signos de este amor redentor para el mundo (cf. Ef 5, 25-33) [437].

El matrimonio, al ser en su base una realidad antropológica, no puede desligarse de la sexualidad inherente a la persona [438], que se encuentra en íntima conexión con el amor (cf. GS 49-51), pues «la dimensión sexual es necesaria en el matrimonio» [439]. De esta manera el amor conyugal se plasma en actos morales concretos como son: la intimidad conyugal, la generación de vida, la educación de los hijos… que deben llevarse a cabo con libertad, responsabilidad y conciencia. Así pues, para salvaguardar la rectitud ética de la vida matrimonial, es necesario que ésta sea siempre expresión del amor, un amor plenamente humano, fiel y exclusivo que sea capaz de generar vida (cf. HV 9). Es decir, la sexualidad se trata de un don que, además de llevar consigo una posibilidad procreativa y fecunda, también es un canal de comunicación interpersonal, como entrega del propio cuerpo a modo de ofrenda de la persona en su totalidad en amor pleno [440], a ejemplo de la entrega redentora de Cristo en la cruz. De tal forma que, igual que por el amor del Padre fuimos liberados del pecado por los méritos de la redención del Hijo, e introducidos en una vida nueva por el Espíritu, así el amor conyugal también está llamado a liberar a la otra persona del mal de este mundo por el amor en Cristo [441] hasta la muerte, pues «el matrimonio es un modo de realizar la existencia personal y de cumplir la vocación dentro de la Historia de la Salvación» [442].

El ser humano, en virtud de su condición creatural y del mandato divino a él encomendado (cf. Gn 9, 7), es el responsable de generar vida en este mundo y de respetarla como don excelso de Dios [443]. Por tanto, cualquiera que atente contra ella, ofende al Creador (cf. Gn 4, 13-15; Dt 5, 6-21; Ex 20, 13…), pues el hombre, cumbre de la creación, imagen y semejanza de Dios, es sagrado (cf. Donum Vitae 53). La propia Escritura [444] da testimonio de la voluntad de Dios de respetar la vida como don y bendición (cf. Gn 1, 28; Gn 9, 1), como parte de su proyecto para el hombre (cf. Jos 3, 10; Sal 42, 3; Pr 2, 19…). No obstante, como pone de manifiesto el Nuevo Testamento, la vida no es un valor absoluto, sino que debe ser puesta al servicio del Reino [445], como hiciera Jesús con su propia muerte y resurrección. En definitiva, el valor de la vida es innegable, pero no debe considerarse un fin último de la existencia humana, sino que se debe descubrir, a la luz de los valores evangélicos, que ésta sólo tiene sentido si se entrega [446] (cf. Jn 15, 13), pues sólo así podrá vivirse con plenitud desde la redención. Por consiguiente, es tarea del ser humano, iluminado por la fe, defender y proteger responsablemente la propia vida, con sus propios actos, así como la del resto de las personas, especialmente la de las más débiles y vulnerables [447] (cf. Mt 25, 40-44), dada la dignidad de la que toda persona está revestida (cf. Sal 8, 6).

La Iglesia, desde siempre, ha sido protectora y garante de la vida humana; por ello, se manifiesta en contra de todo comportamiento que pueda acabar con ella (guerras, condenas, abortos, eutanasia, suicidio…), pues no compete al hombre acabar con aquello que pertenece a Dios [448], sino orientar su vida al bien. Desde el misterio de Cristo, vemos cómo su muerte y resurrección trajeron al hombre la redención, es decir, una vida nueva para acogerla, defenderla y vivirla desde el amor pleno, una vida redimida, vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Asimismo, la Iglesia es madre preocupada que conoce las fallas de sus hijos; por este motivo, ante la diversidad de situaciones que pueden darse por los actos de atentado a este don de Dios, ésta debe siempre mostrarse acogedora, comprensiva y acompañante ante las situaciones de dolor [449], especialmente si el creyente muestra signos de arrepentimiento y voluntad de conversión. Es aquí cuando la condena no tiene cabida, sino sólo el amor misericordioso de Dios. Es aquí cuando cobra sentido la redención de Cristo a todos los hombres y mujeres.

Así pues, los actos humanos no sólo se encuentran orientados a los actos del propio individuo (desde la clave de una moral y el pecado personal), sino que también estos repercuten en una dinámica colectiva (desde un moral social y el pecado estructural). Es decir, la consecución del bien no sólo conlleva una responsabilidad para la existencia del sujeto, sino que éste, en cuanto que se desarrolla en comunidad, debe perseguir libremente y en conciencia, a partir de su comportamiento subjetivo, el bien colectivo en el mundo. En este ámbito destacan, de manera preponderante, la búsqueda de la paz y la justicia social como valores inherentes al Reino predicado por Jesús de Nazaret, que hallan su plenitud efectiva en la redención de Cristo como consecuencia de la liberación del pecado que afecta, no sólo, pues, a cada hombre, sino a toda la sociedad.

Cuando hablamos de paz, desde una perspectiva católica, no nos referimos únicamente a la ausencia de conflicto y violencia, sino al estado de plenitud de las personas en todas sus dimensiones. Esta noción hunde sus raíces en el concepto hebreo de Shalom [450], la cual Jesús, en su predicación del Reino y pasión, hace suyo (cf. Mt 5, 9; Lc 10, 5) [451] y, con su resurrección confirma como el estado al que están llamados a participar los redimidos (cf. Jn 20, 19-31), y que deben difundir por el mundo: χάρις κα ερενή πο το Θεο (cf. 1Co 1, 3; Ga 1, 3; Ef 1, 2; Col 1, 2, etc.).

Por tanto, ya desde las primeras comunidades, los cristianos viven el amor, presente en la propia vida y las relaciones interpersonales, como criterio articulador de su experiencia de fe en el Resucitado, para la no violencia (llegando incluso al martirio por ella), y la búsqueda de esa paz, siguiendo fielmente el ejemplo de Jesucristo. Así pues, la promoción de la paz es parte de la misión de la Iglesia en su proclamación de la Buena Noticia del Reino [452], oponiéndose a todo comportamiento humano cuyos actos puedan ponerla en peligro (guerras – justas o injustas –, dominación política, intereses económicos…) [453]. La paz se entiende, entonces, como algo más allá de la ausencia de violencia, como una aspiración de la humanidad que se relaciona con el proyecto salvífico de Dios y su justicia [454].

El concepto de paz en la Iglesia se ha convertido en un tema de central importancia [455] como la meta moral que trae consigo la justicia social, la búsqueda del bien común y los derechos y deberes de la persona (Populorum Progressio 87, Caritas in Veritate 7, etc.), para la planificación de todas las aspiraciones de los hombres. La paz, desde la teología de la encarnación y de la imagen y semejanza con Dios [456] de todos los hombres, debe ser consecuencia de la fraternidad de los seres humanos dada su filiación con Cristo [457]; por eso, la Iglesia condena cualquier obrar que ponga en peligro la paz social, exhortando siempre al recurso del diálogo y la comunicación interhumana [458]. Para tal fin, la Iglesia no se desdice de los aportes de la sociedad en materia de desarrollo (cf. GS 64-66; PP 87), Derechos (y deberes) Humanos (PIT 9-34), o la justicia social (CIV 1), sino que la apoya y fomenta para buscar juntamente con el mundo la paz que sólo el Redentor puede darnos (cf. Jn 14, 27), pues «la paz es el rostro social de la Caridad» [459], de modo que «la paz y la reconciliación son el corazón y la mejor expresión de la redención» [460].

En la reflexión sobre la justicia, partimos de la base de que el ser humano realiza su existencia en un mundo donde, por sus actos, la injusticia y desigualdad encuentran su lugar en medio de las realidades interpersonales. Ahora bien, a la hora de definir la justicia, es preciso atender a las diferentes categorías tradicionales que se han tenido de ella [461]: por una parte, la justicia conmutativa procura la igualdad entre las personas en virtud de su común dignidad; por otra, la justicia distributiva intenta garantizar el derecho participativo de todas las personas en los bienes públicos de la sociedad para preservar dicha dignidad; por último, la justicia contributiva (o legal) busca demandar a cada hombre aquello que se requiere para el bien común de todos (cf. Divini Redemptoris 51).

No obstante, para la moral católica, la justicia no simplemente guarda un cariz económico, legal o político, sino que en el trasfondo de su reflexión encuentra un componente teológico importante [462]: el amor de Dios, es decir, los hombres deben, con sus actos, responder con justicia a un Dios que es fiel y justo en cuanto viven la fraternidad que le comporta la adhesión a este Dios y su Alianza. Jesucristo predica, con el Reino [463], una vida nueva, redimida, basada en el perdón y la misericordia a partir de la obediencia a Dios (cf. Mt 6,33) [464]. Así pues, la justicia, en su predilección por los pobres [465], supone al mismo tiempo esta dimensión política y económica en favor de ellos y en pos de su igualdad, a la vez que apuesta por la restitución de la dignidad humana a la luz de la justificación por la Redención en Cristo.

La Iglesia, por tanto, en conformidad con el Evangelio, ha velado siempre por la justicia en todas estas dimensiones [466], aunque no lo haga de una manera explícita hasta la publicación de Rerum Novarum en 1891, con el consecuente desarrollo doctrinal social que desembocará en las afirmaciones del CVII sobre el desarrollo integral de los pueblos y sus individuos (cf. GS 64), el bien común en vistas a la perfección de los hombres en dignidad (cf. GS 26), denunciando las desigualdades económicas y sociales de la humanidad (cf. GS 29).

Con ello, en un contexto de creciente malestar, especialmente en la clase trabajadora por la revolución industrial, surge la noción de “justicia social” (en el que se incluirían las concepciones tradicionales ya mencionadas), con el fin de reivindicar el derecho de cada persona a tener lo necesario para gozar de una existencia digna (cf. Quadragesimo Anno). Nos hallamos, pues, ante una exhortación al derecho a tener un desarrollo integral, solidario y transcendente (no meramente personal), en interdependencia con el mundo (cf. Populorum Progressio 14 y 43), de tal forma que la Iglesia, asumiendo y fomentando los Derechos Humanos (cf. Pacem in Terris 143-144), adopta la misión de la promoción social. Ésta es inherente al anuncio del Reino y hace de la justicia social parte central de la predicación del Evangelio (cf. Evangelii Nuntiandi 29), y anticipo del destino escatológico al que Dios llama a la humanidad, pues «el plan de Dios es la redención del género humano y su liberación de toda opresión» (Sínodo de los obispos de 1971).

Por consiguiente, podemos afirmar con la Comisión Teológica Internacional [467], que el ser humano, y en especial los cristianos, estamos llamados a organizar este mundo y la sociedad de modo que las condiciones de vida humana se vean mejoradas en todos los niveles. Así, se nos invita a aumentar la aumentar la felicidad de los individuos, promover la justicia y la paz entre todos, y favorecer el amor que no excluya a nadie sobre la faz de la tierra.

Carlos Diego Gutiérrez, repositorio.comillas.edu

Notas:

381    Vid. Capítulo I y II, pág. 6-38.

382    Vid. Capítulo IV, pág. 58-69.

383    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 450.

384    Vid. Capítulo III, pág. 40-55.

385    Marciano Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética (Bilbao: Desclée de Brower, 2000), 245.

386    Julio Luis Martínez y José Manuel Caamaño, Moral fundamental. Bases teológicas del discernimiento ético (Santander: Sal Terrae, 2014), 274-282.

387    Cf. Marciano Vidal, Moral fundamental. Moral de actitudes I, 254-257.

388    Vid. Capítulo II, pág. 31-32.

389    Cf. José Román Flecha Andrés, Moral Fundamental (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1997), 94-95.

390    Martínez y José Manuel Caamaño, 322-323

391    Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo I (Barcelona: Herder, 1961), 97-100.

392    Martínez y José Manuel Caamaño, 39.

393    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 83‐84.

394    Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 126-131.

395    Vid. Capítulo III y VI, pág. 44-46 y 87-88, respectivamente.

396    Cf. Dionigi Tettamanzi, “Religión y existencia ética cristiana”, en Diccionario enciclopédico de Teología moral, ed. Leandro Rossi y Ambrogio Valsecchi (Madrid: Ediciones Paulinas, 1986), 935-936.

397    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 99.

398    Sobre el Reino de Dios, vid. Capítulo II, pág. 21 y ss.

399    Cf. Vidal, Nueva moral fundamental. El hogar teológico de la Ética, 145-147.

400    Sobre la libertad humana, y la asunción de la gracia, vid. Capítulo III, pág. 51-55.

401    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 362-364.

402    Cf. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, 121.

403    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 378-381.

404    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 365-366.

405    Cf. Íbid., 367-372.

406    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 399-403.

407    Cf. Ibíd., 392.

408    Cf. Flecha Andrés, Moral Fundamental, 211-212.

409    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 404-407.

410    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 168-169.

411    Cf. Ibíd., 196-197.

412    Cf. Vidal, Moral de actitudes I. Moral fundamental, 520-522.

413    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 95.

414    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455.

415    Cf. Rahner, 117.

416    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 419-420.

417    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 200-202.

418    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 455‐456.

419    Sobre la condición pecadora del hombre, vid. Capítulo III, pág. 46-51.

420    Cf. Rahner, 144-145.

421    Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 709-712.

422    Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, (Madrid: Edibesa, 1999), 48-50.

423    Cf. Rahner, 117.

424    Vid. Capítulo III, pág. 51-55.

425    Cf. Juan Pablo II, Reconciliación y penitencia, 73-74.

426    Cf. Martínez y José Manuel Caamaño, 486-490.

427    Cf. Vidal, Moral de actitudes I, 722.

428    Häring, La ley de Cristo I, 369.

429    Cf. Flecha Andrés, Moral fundamental, 310.

430    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 371.

431    Cf. Bernard Häring, La ley de Cristo II (Barcelona: Herder, 1961), 296-297.

432    Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio (Madrid: Ediciones Paulinas, 1981), 23-24.

433    Cf. Antonio Hortelano, Problemas actuales de moral II, la violencia, el amor y la sexualidad (Salamanca: Sígueme: 1982), 419-451.

434    Sobre el sacramento del matrimonio, vid. Capítulo IV, pág. 69-70.

435    Cf. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 21-23.

436    Cf. Rahner, 481-482.

437    Cf. Comisión teológica internacional, “Doctrina católica sobre el matrimonio” en Documentos 1969- 2014 (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 2017), 94-95.

438    Cf. José Ramón Flecha, Moral de la persona (Madrid: Biblioteca de autores cristianos, 2002), 34-37.

439    Cf. Hortelano, 486.

440    Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, 21-23.

441    Cf. Walter Kasper, La misericordia, clave del Evangelio y de la vida cristiana (Santander: Sal Terrae, 2013), 198.

442    Cf. Marciano Vidal, Moral de actitudes II, moral del amor y la sexualidad (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 389.

443    Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.

444    Cf. Flecha, Moral de la persona, 174-176.

445    Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208.

446    Cf. Ibíd., 213.

447    Cf. Häring, La ley de Cristo II, 208

448    Cf. Javier Gafo, Bioética teológica (Madrid: Desclée de Brouwer, 2003), 101-108.

449    Cf. Flecha, Moral de la persona, 264.

450    Cf. Luis González‐Carvajal, Entre la utopía y la realidad (Santander: Sal Terrae, 1998), 348-350.

451    Cf. Elisabeth A. Johnson, La cristología, hoy. Olas de renovación en el acceso a Jesús (Santander: Sal Terrae, 2003), 50ss.

452    Sobre la Iglesia, signo e instrumento de la Redención, vid. Capítulo IV, pág. 63-65.

453    Cf. Marciano Vidal, Moral de Actitudes III (Madrid: Perpetuo Socorro, 1991), 794.

454    Cf. Juan XXIII, Pacem in Terris (Madrid: Editorial Apostolado de la Prensa, 1971), 15-17.

455    Cf. Alfonso Cuadrón, Manual de la Doctrina Social de la Iglesia (Madrid: BAC, 1993), 791-813.

456    Cf. José Manuel Aparicio, “Epistemología de la doctrina social de la Iglesia”, en Pensamiento Social Cristiano, ed. José Manuel Caamaño, (Madrid: Universidad Pontificia Comillas, 2015), 25.

457    Cf. Julio Luis Martínez, Libertad religiosa y dignidad humana (Madrid: San Pablo, 2009), 215.

458    Cf. González-Carvajal, 370‐383.

459    Vidal, Moral de Actitudes III, 814.

460    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 428.

461    Cf. Ibíd., 110

462    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 554-555.

463    Cf. Vidal, Moral de Actitudes III, 828.

464    Cf. Häring, La ley de Cristo I, 555.

465    Cf. Vidal, Moral de Actitudes III,133-139.

466    Cf. Ibíd., 115.

467    Cf. Comisión Teológica Internacional, “Cuestiones selectas sobre Dios redentor”, 408 y 428.