Ética, felicidad humana y justicia social
Jamás he conocido a alguien que haya renunciado a la felicidad. Tampoco a nadie que haya dejado de recurrir a algún tipo de ética a fin de alcanzarla. En realidad, existe un nexo clarísimo entre una vida ética y una vida feliz. La conexión entre ética y felicidad es algo permanente en la historia del pensamiento, desde la filosofía griega hasta la actualidad.
Ahora bien, ¿es posible ser feliz aisladamente de los demás? Dicho de otro modo, ¿puede uno ser feliz cuando la gente que le rodea es infeliz?, ¿es esto posible? De entrada, parece difícil ser feliz cuando la gente cercana no lo es. Parece que, efectivamente, mi felicidad depende, en parte, de la felicidad de la gente que me rodea.
Felicidad y justicia
Según los antiguos filósofos griegos, Demócrito, un pensador presocrático, afirmaba que quien comete injusticia es más desgraciado que quien la padece[1].
Se trata de una afirmación certera, pese a que la mentalidad actual puede llevarnos a pensar que la persona verdaderamente desgraciada es la que sufre la injusticia, no quien la comete.
Aristóteles decía que llamamos justo a lo que es de esta índole para producir y preservar la felicidad y sus elementos para la comunidad política[2].
Por tanto, Aristóteles conecta la justicia —que, lógicamente, tiene que ver con la ética— con la felicidad; y ésta con el conjunto de la comunidad política. Esta conexión entre ética, felicidad y justicia nos lleva a una pregunta relevante: ¿Es posible una sociedad civil ética?
Mi respuesta es un SÍ rotundo. No sólo es posible, sino que realmente es necesario. Aristóteles, al referirse precisamente a los elementos de la felicidad para la comunidad política, sostenía que existen tres bienes que conducen a la felicidad: la virtud, la prudencia y el placer[3]. En la sociedad actual está extendida la idea de que el elemento fundamental para la felicidad es el placer. A mayor placer, más felicidad: este es el núcleo de la filosofía utilitarista, el cual ha alimentado –o nutrido–, de alguna manera, el pensamiento moderno en el que vivimos. Sin embargo, para Aristóteles, era la virtud la disposición que resulta de los mejores movimientos del alma, así como fuente de sus mejores acciones y pasiones[4]. Y esto es así, añadía este filósofo, porque la virtud es ese modo de ser que nos hace capaces de realizar los mejores actos y que nos dispone lo mejor posible a un mejor bien u obrar, que está acorde con la recta razón[5].
Tomás de Aquino
Tomás de Aquino afirmaba, con respecto a la justicia, que todo gobernante debe proponerse la salvaguarda del bien común y tratar de conseguir el bienestar de sus súbditos. Además, sostenía que la felicidad y bienestar del conjunto de la sociedad está relacionado, de algún modo, con el gobierno de lo público, porque el gobernante debe proponerse la salvaguarda del bien común, en el que la ley juega su papel porque de ella se sirve el gobernante al gestionar la cosa pública. Definía la ley como una prescripción de la razón en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad[6].
No quiero detenerme ahora en la referencia a la ‘prescripción de la razón’[7], sí quiero resaltar la expresión ‘en orden al bien común’, es decir, a la necesidad de que un poder público recurra a leyes que contribuyan o coadyuvan al bien público y facilitar así la consecución o el logro de la felicidad al conjunto de la sociedad. Esta idea es recurrente en la historia del pensamiento medieval y moderno, pasando por el iusracionalismo (s. XVII), la Ilustración (s. XVIII), etc., hasta la actualidad.
Las constituciones modernas y la influencia de Locke
La conexión entre justicia, ética y felicidad pasó a los textos legales, sobre todo en las constituciones modernas. La Declaración de Independencia americana (4 julio de 1776), por ejemplo, contiene referencias expresas a los derechos inalienables como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, entendiendo ésta como un derecho natural inalienable. Este texto procedía, en buena medida, de otro anterior, la Declaración de Virginia, que menciona la existencia de ciertos derechos innatos, como la vida, la libertad, la propiedad —bajo la influencia clara de John Locke—, así como la búsqueda de la felicidad y la seguridad.
La relación entre el gobierno de lo público y la felicidad aparece también en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, texto que vinculaba la felicidad de todos con los derechos naturales inalienables y sagrados del hombre. Ese texto pasó a la Constitución francesa de 1791, el cual reprodujo el párrafo de la mencionada Declaración. Dos años más tarde, la Constitución francesa de 1793 recogía, en su artículo primero, que el fin de la sociedad es la felicidad común. El Gobierno está instituido para garantizar al hombre el goce de sus derechos naturales e imprescriptibles.
Pasemos ahora del contexto americano y francés al español. La Constitución de Bayona (julio, 1808), al tratar de la fórmula del juramento real —necesario para la proclamación del nombramiento como rey—, recoge la exigencia de gobernar solamente con la mira del interés, de la felicidad y de la gloria de la nación española (art. 6).
Cuatro años más tarde, la Constitución de Cádiz de 1812 señalaba que el objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen (art. 13).
¿Es posible una sociedad civil ética? La respuesta de J. Stuart Mill
Tras el análisis de la estrecha relación entre justicia social, ética y felicidad, cabría preguntarse de nuevo: ¿es posible una sociedad civil ética? Uno siempre podría argüir que sí sería posible si los gobernantes lo permitieran o crearan unas condiciones mínimas para ello. Es innegable que si el poder público gobernara con miras al bien común y procurara la felicidad del conjunto de la nación, y las leyes fueran justas, sería más fácil la realización de una sociedad civil ética. Es cierto, pero mi tesis es que ese objetivo es una tarea del conjunto de la sociedad y que, por tanto, también es posible cuando los gobernantes apenas ayudan o contribuyen al florecimiento ético de una sociedad[8].
¿Qué pasaría si estuviéramos en una situación social y política en la que todo el mundo tuviera trabajo, todo el mundo tuviera una casa, todo el mundo tuviera educación, todo el mundo tuviera sanidad?, se preguntó John S. Mill. Y añadió: Si el Estado consiguiera lograr todo eso, ¿sería el individuo —el súbdito— feliz? Él llegó a la conclusión de que NO, porque la felicidad no depende solo del confort material, aunque está claro que es básico y ayuda. De hecho, cuentan que pasó unos días deprimido al percatarse de que, en realidad, el poder político no puede garantizar, incluso haciéndolo bien, la felicidad de todos sus individuos.
La felicidad y ética
Por tanto, la felicidad es una conquista personal, pero abierta al otro, a los demás. Está relacionado, en definitiva, con la ética. Y la ética no es, sobre todo, un conjunto de normas, de reglamentaciones que hay que procurar seguir en virtud de unos criterios, como podría ser el del deber kantiano. La ética marca más bien unas máximas fundamentales de comportamiento humano y muchas de ellas tienen que ver con los demás, es decir, con la virtud de la justicia, con “la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que es suyo” (Ulpiano) [9], a fin de que el ser humano tenga una vida plena, lograda, feliz. Existe, por tanto, una conexión directa, por una parte, entre la ética y la felicidad de cada persona, y, por otra, entre esa ética y felicidad del individuo con la justicia y el bienestar social.
Cuatro claves éticas para una sociedad civil libre y madura
Al igual que existen cuatro claves fundamentales para la regeneración ética de la política, esto es, de quienes se dedican a la cosa pública[10], existen –a mi juicio– otras cuatro con respecto a la contribución de todo ciudadano al florecimiento ético de la sociedad.
La ética de un país –o de una sociedad– es, en buena medida, la suma de la vida ética de los individuos que la conforman. Si uno procura ser mejor, ya está mejorando el conjunto de la sociedad. A veces uno podría deprimirse al ver que las cosas están como están; a uno le gustaría ser el salvador, el mesías del mundo en el que vive, pero esto no es así ni es posible. Hay que vivir en la realidad.
Lo que uno sí puede hacer es vivir mejor, mejorar como persona; vivir así tiene siempre, de un modo u otro, un efecto contagioso. Quizá el efecto no sea visible, apabullante, inmediato, pero se va construyendo una sociedad más ética. Es verdad: si cada uno hiciera un poco más eso, el conjunto de la sociedad mejoraría, se viviría mejor, sería una sociedad más justa, quizás menos competitiva y más colaborativa; nos ayudaríamos más los unos a los otros.
Veamos ahora las cuatro claves éticas cuyo efecto no sólo sería personal, sino colectivo, beneficiándose el conjunto de la sociedad[11].
1ª) Pensar por uno mismo
El primero es clave: piensa por ti mismo. Este es un principio fundamental de la vida moral. No dejes que otro u otros piensen por ti; de lo contrario, jamás llegarás a ser realmente tú. Dejar que los demás piensen por ti conduce a dejar que también sean los demás quienes actúen y tomen decisiones por ti. Esto es lo contrario a una vida ética porque no es posible una vida ética sin su presupuesto fundamental, el de un ejercicio profundo, real y auténtico de la libertad personal.
Blaise Pascal decía que el principio de la moral es esforzarse en pensar bien[12].
El principio de la moral no es tener una gran memoria, porque lo fundamental de la moral no es cumplir con una serie de reglas minuciosas o específicas de conducta. No. Existen unos principios morales fundamentales compartibles por millones de personas con independencia de la tradición cultural o religiosa de la que procedan, y uno mismo, con la luz de la razón, si realmente se detiene y piensa por sí mismo, puede lograr discernir lo que es bueno.
John Finnis sostenía que para tomar decisiones buenas hay que superar tres obstáculos: la cultura, el interés y las pasiones[13]. Respecto a la cultura, es cierto que algunas ideas, al estar tan metidas en la mentalidad social, tienden a darse por supuestas. Es peligrosa la tendencia a dar casi todo por supuesto. Esto sucedió precisamente en la sociedad norteamericana del siglo XIX, por ejemplo, con el racismo o la esclavitud. ¿Cómo iban a vivir sin esclavos? No era fácil pensar de otro modo en un momento en el que la esclavitud estaba completamente metida la cultura, pero no por ello era eso algo moralmente bueno.
Por tanto, la cultura puede ser, en ocasiones, un obstáculo a superar. Se requiere de personas, generalmente de una minoría que, pensando por sí misma, llegue a conclusiones que sean contraculturales, contrarias al pensamiento o sentir –ahora cabría añadir a la emotividad– de la mayoría, máxime cuando, en ocasiones, la mayoría se debe al quehacer de un conjunto de lobbies o grupos financieros y empresariales que, en connivencia con los medios de comunicación, se hace con el control de la opinión pública de una parte importante del mundo.
El segundo obstáculo es el interés personal. Cuando tenemos un interés muy intenso y acentuado en algo, es difícil pensar de modo ecuánime, sin llegar a una conclusión o a una decisión satisfaga el interés personal. Esto no significa que no podamos tener intereses, pero hay que ser cauteloso con ellos porque pueden impedir o dificultar mucho tener una visión realista y tomar decisiones justas. No es lo mismo ser un ciudadano que se preocupa por la cosa pública que un político que vive de la cosa pública. No es lo mismo tomar una decisión moral sobre una cuestión en la que uno tiene un marcado interés personal (profesional, afectivo, económico, político, etc.), o sobre algo alejado del propio interés.
El tercer obstáculo son las pasiones. Todos tenemos pasiones, es humano tenerlas y no son malas en sí mismas. Hay pasiones que son buenas y nos llevan a hacer el bien con gran pasión –valga la redundancia–, y otras no son tan buenas. La fuerza de la pasión exige una respuesta libre y consciente, para la cual es imprescindible recurrir a la razón para dilucidar la bondad o maldad de seguirla. Esto es dominio de sí o autodeterminación.
Aquí es aplicable el sapere aude kantiano: atrévete a pensar, a superar los obstáculos[14]. La experiencia puede constituir una valiosa ayuda para la vida moral: las malas decisiones del pasado pueden ayudar a reaccionar y a darse cuenta de lo bueno, las malas experiencias ajenas también nos enseñan y, a veces, incluso la lectura de un buen libro puede ayudar y orientar, pero nada jamás debería de sustituir ni suplantar el propio pensamiento crítico, la reflexión personal.
2ª) Expresar lo que se piensa
La segunda idea tiene mucho que ver con el primer punto: expresa lo que piensas. ¿De qué serviría que una persona pensara, reflexionara, tuviera sus puntos de vista sobre lo que es una vida armoniosa, ética, saludable —podríamos decir—, si luego no pudiera expresar lo que piensa, teniendo que contenerse –o reprimirse– porque no se le permite expresar eso que piensa en la sociedad? Creo que esto es un error. Muéstrate como eres, expresa lo que piensas. Este es una exigencia que hunde sus raíces en la primera clave. Es más, solo cuando expresamos lo que pensamos, sabemos en realidad lo que pensamos. El pensamiento personal no termina de configurarse hasta que no es expresado. Se puede expresar mentalmente, pero ayuda muchísimo verbalizarlo, hablando, escribiendo y dialogando con otras personas.
Gandhi afirmaba que “la felicidad se alcanza cuando lo que uno piensa, dice y hace está en armonía”. Es una afirmación sensata que podríamos suscribir todos: que haya una armonía entre lo que uno piensa, dice y hace. La hipocresía está en las antípodas de una buena vida ética. A veces convendrá ser prudentes y no decir todo lo que se piensa. Hay momentos en los que hay que ser prudentes, ciertamente, pero si uno habitualmente, socapa de supuesta prudencia, no vive en esa armonía entre lo que piensa, dice y hace, esa actitud no ayuda ni contribuye a una vida plena, lograda o feliz.
Por tanto, lo primero es pensar o razonar. Ahora bien, esto no es suficiente. Hay que aprender a expresar lo que se piensa hasta el punto de adquirir o interiorizar ese hábito. Para conquistar la libertad que me permite llevar una vida feliz necesito armonía y coherencia y, por tanto, hay que rechazar la hipocresía y la falsedad. Alguien podría excusarse diciendo que él es así, y es posible que así sea, pero tendrá que cambiar, procurando aproximarse hacia esa armonía entre lo que piensa, dice y hace.
3º) Respetar y procurar el bien del otro
Lógicamente, esto no debe hacerse siendo irrespetuoso con los demás, lo cual nos lleva al punto tercero: respeta y busca el bien de los demás. El respeto a los demás implica apertura y amor, procurar el bien del otro, a ese que no soy yo, pero que forma parte de mí y al que necesito para conocerme –o reconocerme–.
Junto al respeto a los demás, hay que dar un paso más y decir al otro: “no solo te respeto porque en ti me veo a mí, porque formas parte de mí, porque te necesito –y me necesitas–, porque me puedes enriquecer” (y me enriquece, sobre todo, cuando no piensas lo mismo que yo pienso, esto me viene bien y me ayuda a pensar). Sobre la base del exquisito respeto al otro, hay que añadir el afán positivo por hacerle todo el bien que se pueda, que es una máxima ética fundamental: “Haz el bien que buenamente puedas a los demás”.
Aristóteles afirmaba que el hombre es un animal político[15], y Victor Frankl sostenía que las puertas de la felicidad se abren hacia afuera[16]. En efecto, las puertas de la felicidad no se abren hacia adentro, sino hacia afuera; no llevan al repliegue, sino hacia la apertura a los demás. Si no se ve de ese modo, quizá se haya caído en la afirmación de filósofos existencialistas como Sartre, para quien “el infierno son los otros”, quienes, con su mirada y su juicio me limitan, ponen en evidencia mi limitación, me humillan, no pudiendo uno sustraerse de ese juicio ajeno en el conocimiento de sí mismo[17].
Hay que cultivar la cultura —valga la redundancia— del respeto. Esto significa cultivar también la escucha y el dialogo, sobre todo, con quien piensa distinto, aceptando a los demás sin juzgarles. Mirar a las personas con buenos ojos es un modo de tratarles con respeto, sin etiquetarlas ni instrumentalizarlas. Pasar del respeto a la ayuda o a la búsqueda de su bien, es, en el fondo, amar. Amar a una persona es buscar lo mejor para ella, procurar su bien. Es posible que, en ocasiones, esto pueda ir más allá de mis propios intereses, de lo que a mí me interesa personalmente, pero una vida lograda no deja a nadie al margen, porque el bien ajeno termina entrando a formar parte de los propios intereses.
4ª) Buscar la excelencia en todo lo que se hace
El cuarto punto se refiere a otra máxima ética: busca la excelencia en todo lo que hagas. Lo que uno hace lo abarca todo: estudio, trabajo, vida familiar, vida social, trato con amigos, aficiones, etc. Se trata de procurar hacer bien todo lo que uno hace o tiene que hacer. Esta es otra máxima ética fundamental.
Podría parecer que este principio no casa con el reproche dirigido a la persona que busca sólo el resultado, lo inmediato, lo aparente. En absoluto. Quien busca la excelencia no persigue el resultado, sino el bien; por esto se afana por trabajar de modo excelente. Siempre que algo te parezca bueno, que te pueda hacer bien y hacer bien a los demás, procura hacerlo, aunque sea arduo y complicado (siempre y cuando no te vaya a romper interiormente, lógicamente; a cada uno corresponde ver hasta dónde pueden llegar las propias fuerzas y cuál es la higiene mental que se tiene).
Actuar en conciencia, haciendo lo que uno cree que tiene que hacer (porque lo percibe como bueno), incluso a sabiendas de que quizá no obtenga el resultado esperado, genera un efecto muy positivo en uno mismo. ¿Por qué? Porque el criterio fundamental de la ética no es utilitarista ni pragmático. Por el contrario, la búsqueda del resultado en todo lo que suele generar tensiones, angustia, ansiedad y, en ocasiones, depresión.
A la hora de buscar la excelencia, sé creativo y auténtico, haciendo el bien y procurando hacer bien todo lo que haces. Insisto: trata de pasar la vida haciendo el bien y haciendo bien todo lo que haces, que son cosas distintas. Procura descubrir, con la mente y el corazón, cómo hacer el bien y cómo hacer bien las cosas, pero no las hagas meramente por interés, contraprestación o premio. Lógicamente, es mejor hacer el bien por un premio que no hacer el bien, pero si uno quiere construir una vida lograda, profunda, auténtica, debe procurar hacer las cosas por su bondad, porque son buenas en sí mismas. Solo así uno se hace bueno y mejora como persona. Esto es así porque uno se convierte en aquello que busca al actuar o comportarse.
Pongo un ejemplo. Imagina que estás en la calle y ves en el semáforo a una persona que, estando junto a alguien que está ciego, se ofrece a ayudarle a cruzar: ¿Quiere usted que le ayude a cruzar la calle?, y cruza la calle. ¿Qué pensarías? “¡Qué acto más bueno! El ciego baja una calle y llega a otro cruce, y sucede lo mismo con otra persona que le asiste.
Aparentemente, los dos actos son idénticos: una persona necesitada es ayudada por alguien que le puede facilitar cruzar la calle; sin embargo, los dos actos pueden ser completamente distintos porque quizá el primero ha prestado aquella ayuda porque quería quedar bien frente a otra persona que estaba delante y otra persona lo ha hecho porque lo que realmente buscaba era ayudar a esa persona ciega, con independencia de que pueda quedar bien o mal.
Esas dos personas se han configurado en lo que han buscado al actuar. Si uno ha querido actuar bien y lo que buscaba era ayudar al ciego, se ha hecho bueno al prestar ese servicio; si uno ha buscado aparentar, quedar bien, lo que habrá conseguido es reforzar esa imagen o apariencia, sabrá aparentar más, pero no se habrá hecho mejor persona, máxime cuando la moral tiene que ver con la verdad y el bien, no con la apariencia, la hipocresía o la falsedad.
Consideración final
Al lector le corresponde enjuiciar en qué medida es certera la tesis aquí sostenida, a saber, que el florecimiento ético de una sociedad no depende tanto, ni fundamentalmente, de sus gobernantes, como de la ética personal del conjunto de sus ciudadanos. ¿Qué sucedería si la mayoría se empeñaran en llevar a la práctica las cuatro claves aquí analizadas? Mencionémoslas aquí de nuevo, a modo recapitulatorio y conclusivo: Pensar por uno mismo; expresar con libertad (y respeto) lo que se piensa; respetar y procurar el bien de los demás; buscar la excelencia en todo lo que uno hace.
Mi respuesta es clara: tendría lugar la mayor revolución social que jamás se haya podido ver. No se trataría de una revolución violenta, sino pacífica y duradera porque se cimentaría sobre unos postulados éticos verdaderamente humanos y vividos en libertad, quizá a pesar de los Gobernantes y, desde luego, tampoco por sus medidas o prescripciones legales. En realidad, estaríamos ante una auténtica democracia –o una democracia realmente madura–, en la que todos contribuirían –con su vida, su trabajo y su participación activa mediante el ejercicio de la libertad de expresión en los procesos de deliberación pública–, al florecimiento de una sociedad civil más libre y madura.
Aniceto Masferrer, en proyectoscio.ucv.es/
Notas:
[1] Texto n. 759 (68 B 45), Demóc., 11 (recogido en Los filósofos presocráticos (Introducciones, traducciones y notas por A. Poratti, C.E. Lan, M.I. Santa Cruz de Prunes y N.L. Cordero), Madrid: Gredos, 1986 (https://archive.org/stream/ColeccionObrasGrecoLatinas1/028.losFilsofosPresocrticosIii_djvu.txt). Léanse otras afirmaciones de Demócrito sobre la bondad humana: texto n. 755 (68 B 48) Demóc., 14: “El hombre bueno no para mientes en las injurias de gente insignificante”; texto n. 756 (68 B 39) Demóc., 4: “Bello es impedir que alguien cometa injusticia; y si ello no es posible, al menos no hacerse cómplice”; texto n. 757 (68 B 39) Demóc., 5: “Se debe ser bueno, o bien imitar al que lo es”; texto n. 758 (68 B 43) Demóc., 9: “Arrepentirse de las malas acciones es la salvación de la vida”; texto n. 760 (68 B 62) Demóc., 27: “Bueno es no tanto el no cometer injusticia, sino el no tener intención de cometerla”; texto n. 761 (68 B 89) Demóc., 55: “Detestable no es quien comete injusticia, sino quien lo hace deliberadamente”.
[2] Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 1, 1129 b18-20.
[3] Aristóteles, Ética Eudemia 1218b32; la felicidad, por tanto, se asocia a tres géneros de vida: la vida política (se ocupa de las acciones nobles, aquellas que se desprenden de la virtud), la vida filosófica o “vida contemplativa” (se ocupa de la prudencia y de la contemplación de la verdad) y la vida del placer o “vida voluptuosa” (se ocupa del goce y de los placeres corporales) (Aristóteles, Ética Eudemia 1215a33-1215b1-4).
[4] Aristóteles, Ética Eudemia 1220a30-32.
[5] Aristóteles, Ética Eudemia 1222a8; al respecto, véase, por ejemplo, Luis Fernando Garcés Giraldo, “La virtud aristotélica como camino de excelencia humana y las acciones para alcanzarla”, Discusiones Filosóficas, año 16 nº 27, julio – diciembre 2015. pp. 127-146 (disponible en http://www.scielo.org.co/pdf/difil/v16n27/v16n27a08.pdf).
[6] Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, II, c. 90, a. 4.
[7] Pese a la relevancia de la ‘prescripción de la razón’, máxime cuando el pensamiento moderno sustituyó la razón por la voluntad, concibiendo la ley más como un mandato del Estado que como una exigencia de la razón –o racional–, apelando más a la coercibilidad que a la razonabilidad, más a la fuerza creadora del poder político que a la de la razón.
[8] Aniceto Masferrer, “¿Es posible una regeneración humanizadora de la sociedad y de la política?”, Para una nueva cultura política, Madrid: Catarata, 2019, pp. 11-15.
[9] También puede traducirse por “la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno su derecho”; veamos el texto completo: “Los preceptos del derecho son: vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo” (Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere, D.1.1.10.1). Definiciones parecidas de justicia pueden encontrarse en Cicerón (“La justicia es un hábito del alma, que observado en el interés común otorga a cada cual su dignidad”), Aristóteles (cuya teoría de la justicia aparece recogida en su Ética a Nicomaco, Libro IV; para Aristóteles, la justicia es una virtud que busca el bien ajeno, EN 1129b – 1130a; en consecuencia, el mejor hombre, el más justo, no es el que usa de las virtudes para su propio beneficio, sino para el beneficio de los demás, EN 1129b 30), y Tomás de Aquino (para quien la justicia es “el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho”, Suma Teológica, II-II, q. 58, a. 1).
[10] Aniceto Masferrer, “Regeneración política”, Para una nueva cultura política, Madrid: Catarata, 2019, pp. 17-20.
[11] Todas ellas, entre otras, aparecen recogidas, de un modo más exhaustivo, en el Manual de ética para la vida moderna, Madrid: Edaf, 2020.
[12] “Esforzarse en pensar bien; he aquí el principio de la moral”, es la afirmación completa que puede encontrarse, además de internet, en Blaise Pascal, Pensamientos, opúsculos, cartas, Madrid: Gredos, 2012.
[13] John Finnis, “Is natural law theory compatible with limited government?”, en Robert P. George, Natural law, Liberalism and Morality, Oxford: Oxford University Press, 1996, pp. 1-26, cuya tesis fundamental del capítulo cabría resumirse en la siguiente afirmación: “In any sound theory of natural law, the authority of government is explained and justified as an authority limited by positive law (…), by the moral principles and norms of justice which apply to all human action (…), and by the common good of political communities-a common good which I shall argue he is inherently instrumental and therefore limite” (p. 1).
[14] Como es bien sabido, la expresión Sapere aude (“Atrévete a conocer”), recogido en el texto kantiano ¿Qué es la Ilustración? (1784), fue extraída de la Epístola II (Epistularum liber primus), del poeta Horacio, escrita a su amigo Lolius en el s. I a. C. en los siguientes términos: Dimidium facti, qui coepit, habet: sapere aude, / incipe (“Quien ha comenzado, ya ha hecho la mitad: atrévete a saber, empieza”).
[15] Aristóteles, Política, I. 1253a 2-8: “De todo esto es evidente que la ciudad es una de las cosas naturales, y que el hombre es por naturaleza un animal social, y que el insocial por naturaleza y no por azar es o un ser inferior o un ser superior al hombre”.
[16] Víctor Frankl, El hombre en busca de sentido (1946); afirmación que el psiquiatra austríaco hizo como contrapunto a la del filósofo danés Søren Kierkegaard, quien consideraba que la puerta se abría hacia adentro (“La puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno empuja, la cierra cada vez más”).
[17] Jean-Paul Sartre, A puerta cerrada, Madrid: Alianza, 1981; véase la versión original francesa, Jean-Paul Sartre, Huis clos – L’enfer c’est les autres, Frémeaux Colombini SAS, 2010 (disponible en https://www.philo5.com/Les%20philosophes%20Textes/Sartre_L’EnferC’EstLesAutres.htm#_ftn1): “Siempre se ha entendido mal «El infierno son los demás». Han creído que con ello quería decir que nuestras relaciones con los demás siempre estaban envenenadas, que siempre eran relaciones infernales. Y sin embargo, lo que quiero decir es algo bien distinto. Quiero decir que si las relaciones con el otro están torcidas, viciadas, entonces el otro sólo puede ser el infierno. ¿Por qué? Porque los demás son, en el fondo, lo más importante en nosotros mismos, para nuestro propio conocimiento de nosotros mismos. Cuando reflexionamos acerca de nosotros, cuando intentamos conocernos, en el fondo usamos conocimientos que los demás ya tienen acerca de nosotros, nos juzgamos con los medios que los demás tienen —nos han dado— para juzgarnos. Diga yo lo que diga acerca de mí, siempre el juicio ajeno entra en ello. Sienta yo lo que sienta de mí, el juicio ajeno entra en ello. Lo que quiere decir que, si mis relaciones son malas, me coloco en una dependencia total respecto del otro y entonces, en efecto, estoy en el infierno. Y existe cantidad de gente en el mundo que está en el infierno, porque depende demasiado del juicio ajeno. Pero eso no quiere decir en absoluto que no se puedan tener otras relaciones con los demás, sólo señala la capital importancia de todos los demás para cada uno de nosotros”.
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