Cualquier deporte requiere esfuerzo, pero genera un espacio de disfrute y abre posibilidades nuevas. Así sucede con la vida cristiana: en medio del combate y de la lucha, es posible pasarlo bien con el Señor, creciendo y afrontando nuevos retos con él
«Eres ya nueva criatura y has sido revestido de Cristo. Esta vestidura blanca sea signo de tu dignidad de cristiano. Ayudado por la palabra y el ejemplo de los tuyos, consérvala sin mancha hasta la vida eterna» [1]. Desde muy antiguo existe en la Iglesia la tradición de vestir de blanco a los nuevos bautizados, para expresar visiblemente la ilusión de hacerse una cosa con Cristo, de dejar que él viva en nosotros [2]. A esa realidad precisa responden también el nombre y el gesto mismo del bautismo: baptizein significa sumergir, porque por este sacramento entramos en la vida de la Trinidad, como una esponja que entra en el agua y, sin dejar de ser ella misma, se hace una cosa con ese nuevo medio. Se produce así «una interpenetración del ser de Dios y de nuestro ser, un ser inmerso en el Dios Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, como en el matrimonio, por ejemplo, dos personas llegan a ser una carne, convirtiéndose en una nueva y única realidad, con un nuevo y único nombre» [3]. A partir de entonces, cuidar de esta vida nueva se convierte en una tarea diaria, que requiere un combate espiritual constante, como lo advierte la Escritura: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad. Pégate a él y no te separes, para que al final seas enaltecido» (Si 2, 1-3).
Punto de partida: Dios nos ama sin condiciones
En nuestro Bautismo Dios nos ha dicho para siempre que nos ama tal como somos, pase lo que pase. Esta convicción es el punto de partida en el itinerario interior; sin ella, estaríamos corriendo por la senda equivocada, porque en esta carrera no se trata de merecer nada por nosotros mismos, ni de demostrar nada a nadie, sino de vivir libremente, disfrutando del amor de Dios. «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él», escribe san Juan (1Jn 4, 16). Y qué necesario es «dejar que esas verdades de nuestra fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios nos ama!» [4].
Al mismo tiempo, la gracia de Dios no reemplaza el uso inteligente y perseverante de nuestras fuerzas: «Nuestra santificación personal es un don de Dios; pero el hombre no puede permanecer pasivo» [5]. Es verdad que, por la gracia, nuestra vida tiene un valor que excede nuestras posibilidades, pero la gracia no sustituye a la naturaleza: necesita trabajar… ¡bailar! con ella. Se podría decir que en nuestra vida todo es nuestro y, al mismo tiempo, todo es de Dios. «Sobre la continuidad de los pequeños hechos cotidianos, agradables o penosos, previstos o imprevistos, corre la serie paralela de las gracias actuales, que en cada instante se nos ofrecen. (…) Poco a poco entre él y nosotros se establecerá una conversación casi ininterrumpida que será la verdadera vida interior» [6].
Así las cosas, resultaría reductivo describir esa vida que se despliega en el corazón del hombre solo con palabras como «lucha» o «combate». Lo que, desde la perspectiva de las resistencias que encontramos dentro y fuera de nosotros, aparece como un combate, desde una visión más amplia se puede describir como actividad y movimiento, como dinamismo y crecimiento. Estos aspectos del desarrollo de cualquier ser viviente —que incluyen la lucha contra las amenazas o las asperezas del ambiente como momentos de ese mismo desarrollo— expresan de manera más lograda la riqueza de la vida espiritual.
Mirar el paisaje, no solo el suelo
Los alpinistas y los ciclistas de alta montaña saben lo necesaria que es la concentración en el esfuerzo y la dosificación de las energías; de ahí que muchas veces avancen mirando casi solamente hacia el suelo. Sin embargo, sería una lástima que esa concentración les impidiera gozar del panorama que se abre a su alrededor a medida que avanzan. En el combate espiritual puede ocurrirnos algo similar: que nos fijemos demasiado en el mal que queremos superar, o que solo veamos el costo que tiene conseguir algún bien. Por eso siempre es bueno levantar la mirada para no perder de vista todo lo que estamos ganando en el camino.
«No te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12, 21), escribe san Pablo en un versículo que san Josemaría a veces resumía así: «ahogar el mal en abundancia de bien» [7]. El combate cristiano no consiste tanto en una lucha contra los pecados como en un esfuerzo por alimentar esa vida que nos ha sido entregada desde nuestro bautismo. Por ejemplo, si en una ocasión dejamos lo mejor para los demás, podemos ver este vencimiento como una lucha contra el egoísmo, o como un ejercicio para no apegarnos a ciertas cosas; pero, mejor todavía, podemos verlo como una lucha por agrandar el corazón, por crecer en amor, en generosidad, en desprendimiento, etc. Y esto no por un afán individual de perfección, sino porque, desde el corazón de Cristo, queremos vivir para los demás.
Estas dos distintas maneras de enfocar el combate cristiano están unidas también a dos modos de formular los propósitos de mejora. En este sentido, en lugar de proponernos «no volver a hacer algo», puede ser mucho más enriquecedor levantar la mirada, contemplar el horizonte, y afirmar lo que sí queremos hacer. In omnibus respice finem, dice un adagio clásico: «en todas las cosas mira al fin»; o, en una formulación más actual, «empieza con el porqué». Para vivir con los ojos en la meta es necesario muchas veces tomar distancia de la situación concreta, tomarse el tiempo de reflexionar, de compartir nuestras impresiones con Dios. Entonces veremos mejor: nos daremos cuenta de que no está en juego solamente un propósito inmediato, una pequeña batalla concreta, sino nuestra apertura a la gracia de Dios, a que Dios haga de nosotros otro Jesús, alter Christus.
Luchar es ya amar
«Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras» (1Jn 3, 18). Nadie se siente verdaderamente querido cuando el amor, afirmado con todo tipo de declaraciones y promesas, es desmentido después por la vía de los hechos. Por eso, con cada una de nuestras decisiones respondemos a aquella pregunta de Jesús a Pedro: «¿Me amas?» (Jn 21, 16). La vida cristiana —escribía el prelado del Opus Dei— es «una respuesta libre, llena de iniciativa y de disponibilidad, a esta pregunta del Señor» [8]. Cada momento en que nos sobreponemos a nuestro egoísmo, cada esfuerzo por crecer en tal o cual virtud que nos permitirá servir mejor; cada vez que escogemos la humildad frente a nuestro deseo de afirmarnos contra los demás, estamos diciendo sin palabras a Dios: te quiero más.
«Este es nuestro destino en la tierra: luchar, por Amor, hasta el último instante», escribió san Josemaría una vez, haciendo balance al acabar el año [9]. Luchar por amor es mucho más que simplemente añadir a la lucha, desde fuera, un motivo de amor: «Mientras hablabas con el Señor en tu oración, has comprendido con mayor claridad que lucha es sinónimo de Amor, y le has pedido un Amor más grande» [10]. El combate espiritual es más necesario que la victoria porque «mientras hay lucha, lucha ascética, hay vida interior. Eso es lo que nos pide el Señor: la voluntad de querer amarle con obras, en las cosas pequeñas de cada día» [11]. Y lo que convierte la lucha en amor es la finalidad del combate: por qué lucho y para quién lucho. Estas respuestas dan forma al mismo combate; se convierten en la base misma de su desarrollo.
Al leer las vidas de santos, es posible que lleguemos a imaginar el combate espiritual como la lucha de unos héroes que se esfuerzan hasta el límite, enfrentando tareas difíciles, que exigen una gran fuerza interior, una valentía fuera de lo común. El santo aparecería así como «una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales» [12]. Sin embargo, esta impresión no capta lo esencial del secreto de los santos; lo que cuenta al final —y en cada momento del camino— es el amor, la caridad, que viene de Dios. «Incluso el martirio recibe su grandeza no de un acto de fortaleza, sino principalmente de una heroica acción de maravillosa caridad. Los tres siglos de persecución de la primitiva Iglesia fueron ciertamente tiempos de valor, de heroica fortaleza, pero aún lo fueron más de ardiente amor de Dios» [13].
A veces, un excesivo afán de seguridad puede llevarnos a un planteamiento cuantitativo de la lucha, por el que querríamos medir nuestros progresos, como quien se confronta con un plan de entrenamiento personalizado para mejorar la forma física. Ciertamente, es importante hacer propósitos de mejora, superarse en muchos aspectos, sacrificar cosas, pero todo eso no es necesariamente un signo del progreso que se pretende asegurar. La santidad, decía san Josemaría, «no consiste en hacer cosas cada día más difíciles, sino en hacerlas cada día con más amor» [14]. Lo que da frutos espirituales no es hacer cosas arduas, sino responder con amor a ese amor primero que Dios nos tiene; santidad no significa que uno «hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara» [15]. Por eso, porque todo inicia en el querer gratuito de Dios, que nos ha dado el don del Bautismo y de la vida cristiana en nosotros, podemos comprender lo que nos dice la Sagrada Escritura: la santidad «no depende de que uno quiera o de que se esfuerce, sino de Dios, que tiene misericordia» (Rm 9, 16).
Saber que toda obra de santidad inicia con un impulso divino, que es Dios quien inició su obra y es él mismo quien la llevará a término: eso es lo que marca nuestra comprensión de la batalla espiritual. Nosotros no «ganamos puntos» ante Dios, de modo que merezcamos su amor: él se nos da continuamente, pase lo que pase. «La Iglesia enseñó reiteradas veces que no somos justificados por nuestras obras o por nuestros esfuerzos, sino por la gracia del Señor que toma la iniciativa (…). Su amistad nos supera infinitamente, no puede ser comprada por nosotros con nuestras obras y solo puede ser un regalo de su iniciativa de amor (…). Así como el supremo mandamiento del amor, esta verdad debería marcar nuestro estilo de vida, porque bebe del corazón del Evangelio y nos convoca no solo a aceptarla con la mente, sino a convertirla en un gozo contagioso» [16].
Como un deporte
¿Por dónde es mejor «comenzar y recomenzar»? [17] ¿En qué frente concreto del alma inicia esta lucha? La respuesta cambiará para cada persona, pero una buena pista puede ser detectar cuál es nuestro defecto más recurrente, teniendo en cuenta que suele tratarse de algo que guarda íntima relación con nuestro modo de ser. Por ejemplo, si somos muy fuertes por temperamento, este modo de ser podría con frecuencia degenerar en formas bruscas; o si nuestra característica personal es la amabilidad, el principal defecto podría ser la blandura o el apocamiento. El combate se enfocará en excluir, primero, todo lo que sea contrario al amor de Dios —es decir, el pecado mortal—, después aquellas cosas que impiden que nuestro corazón se abra hacia el Señor y hacia los demás —es decir, los pecados veniales— y, finalmente y siempre, también las faltas de amor, la mediocridad. Todo un programa de vida que san Nicolás de Flue condensó en unos pocos versos: «Señor mío y Dios mío, aparta de mí todo lo que me aparte de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerque a ti. Señor mío y Dios mío, líbrame de mí mismo, para darme todo entero a ti» [18].
A san Josemaría le gustaba comparar esta lucha con el deporte: «La lucha ascética no es algo negativo ni, por tanto, odioso, sino afirmación alegre. Es un deporte» [19]. Cualquier deporte requiere esfuerzo, pero genera un espacio de disfrute: por la interacción con otros, por las nuevas vivencias, por el gozo de superarse... Del mismo modo, con un poco de entrenamiento podemos empezar a pasarlo bien con el Señor en medio de la lucha espiritual. Así, veremos en las dificultades objetivas no solo obstáculos, sino también oportunidades para el desarrollo de nuestra vida en Dios. Si aceptamos las dificultades como un reto, nos molestarán mucho menos. Cambiará también el modo en que miramos a quienes nos rodean, sobre todo aquellos con quienes quizás tenemos menor afinidad: «No digas: esa persona me carga. —Piensa: esa persona me santifica» [20].
Un factor clave en el entrenamiento deportivo es la constancia. No se consiguen grandes victorias en un solo día. A veces hacen falta muchos intentos. «El deportista insiste, el buen deportista pasa mucho tiempo entrenándose, preparándose. Si se trata de saltar, lo intenta una y otra vez» [21]. Los pasos pequeños, con tenacidad y perseverancia, llevan finalmente al éxito. En este sentido, suele ser más eficaz hacer propósitos pequeños y concretos, para vivirlos con constancia, que hacer grandes propósitos que muchas veces dejaremos incumplidos. Además, en las batallas del alma es necesario contar con el tiempo, comenzar y recomenzar, rehacer los propósitos con humildad y creatividad, todas las veces que sea necesario. Una respuesta de amor se realiza discretamente a lo largo de toda la vida.
Como en el deporte, en la vida espiritual también las derrotas forman parte del juego. Pero, así como hay «más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15, 7), podemos pensar que con cada una de nuestras pequeñas victorias, o con cada uno de nuestros «recomienzos», el Señor se alegra más que con todo lo que ya nos sale bien. Aunque siempre nos quede mucho por hacer, no deberíamos continuar sin más después de una victoria. Las victorias se saborean: cada paso adelante es un momento para dar gracias a Dios, para sacar fuerzas nuevas. No podemos olvidar tampoco que no estamos solos en nuestra lucha. Como los atletas, tenemos personas alrededor, puestas por Dios, que nos ayudan a entrenarnos y a superarnos. Podemos contar con nuestros hermanos y hermanas en la fe, con su oración y con su apoyo; con el de quienes nos han precedido y nos ayudan desde el cielo; con el de nuestro ángel custodio y el de santa María.
Redacción de opusdei.org/es-es/
Notas:
1. Ritual de la celebración del Bautismo de niños.
3. Benedicto XVI, Lectio Divina, 11-VI-2012.
4. San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 144.
6. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Tomo I, p. 184ss.
7. San Josemaría, Surco, n. 864.
8. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-2018, n. 5.
9. San Josemaría, En diálogo con el Señor, n. 83.
11. San Josemaría, Via Crucis, 3ª estación.
12. J. Ratzinger, «Dejar obrar a Dios» (traducción del original en L’Osservatore Romano, 6-X-2002; disponible en www.opusdei.org).
13. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Tomo I, p. 167.
14. San Josemaría, Apuntes de la predicación (AGP, P10, n. 25), cit. por E. Burkhart y J. López, Vida Cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, Rialp, Madrid 2013, vol. II, p. 295.
15. J. Ratzinger, «Dejar obrar a Dios».
16. Francisco, Gaudete et exsultate, nn. 52, 54, 55.
17. San Josemaría solía hablar así de la vida interior. Cfr. por ejemplo Camino, n. 292; Forja, n. 384; Es Cristo que pasa, n. 114.
18. Esta oración se puede encontrar, por ejemplo, integrada en la que pronunció San Juan Pablo II ante la tumba del santo, el 14-VI-1984. San Josemaría rezaba con palabras semejantes: «¡Aparta, Señor, de mí lo que me aparte de Ti!» (cfr. A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid, 2003, vol. 3, p. 462).
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