«Cristo, hecho obediente hasta la muerte, y por eso mismo exaltado por el Padre (cfr. Flp 2, 8-9), entró en la gloria de su Reino. A Él están sometidas todas las cosas, hasta que El mismo y todas las cosas creadas se sometan al Padre, para que Dios sea todo en todas las cosas (cfr. 1Co 15, 27-28)» [1]
En estas palabras del Concilio Vaticano II, que son eco directo de San Pablo, se resume la íntima conexión entre el misterio de Cristo y el destino último de la historia. En el final escatológico, la misma creación visible, la materia de nuestro mundo, será de algún modo divinizada y, así, Dios será todo en todas las cosas. En este destino eterno, el centro de atracción, que recapitulará todo en sí, es Cristo resucitado [2].
Para tratar teológicamente del misterio de la resurrección del Señor, es obligado partir de unas consideraciones sobre Cristo muerto, pues la resurrección no es sino el tránsito de la muerte a la vida. Pero, antes aún, es necesario precisar quién es el sujeto de ese tránsito, de esa resurrección. Sin una previa y clara contestación a la pregunta ¿quién es Cristo?, la reflexión teológica sobre la Resurrección carecería de sentido.
En la vastísima producción de estudios cristológicos, en este siglo, se han planteado, entre otras, tres cuestiones radicales. En primer lugar: ¿hasta qué punto, y en qué sentido, es actualmente válido el dogma de Calcedonia para expresar el núcleo del misterio de Cristo? En segundo término, una cuestión de lenguaje: ¿es hoy necesario, o incluso posible, utilizar el lenguaje metafísico clásico para hablar de Cristo? En fin, una pregunta que se suele plantear como simplemente metodológica: ¿es aún válida una cristología descendente (Dios que se encarna), o ha de sustituirse por una cristología ascendente (el hombre-Jesús, que en sí mismo nos revela a Dios)?
Como decía Juan Pablo II a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, «el estudio de los teólogos no puede quedar encerrado, por decirlo de algún modo, en la repetición de las fórmulas dogmáticas, sino que es conveniente que vuestro estudio ayude a la Iglesia para penetrar siempre con más profundidad en el conocimiento de los misterios de Cristo» [3]. Sin embargo, el mismo planteamiento de las tres cuestiones mencionadas, ha prescindido con frecuencia de algo esencial en el quehacer teológico: que los nuevos problemas deben ser estudiados -como recordaba Juan Pablo II en el citado discurso a la Comisión Teológica Internacional- «siempre bajo la luz de las verdades que están contenidas en la fuente de la Revelación y que el Magisterio de la Iglesia ha declarado infaliblemente en el correr de los tiempos» [4], pues las fórmulas de los Concilios «conservan un valor permanente» [5].
De hecho, muchas de las contestaciones que se han dado a esas preguntas, han conducido a propugnar una cristología no calcedoniana, un lenguaje abiertamente anti-metafísico y una metodología que, partiendo sólo de la humanidad de Jesús, no puede llegar por sí sola a la afirmación de su divinidad. El resultado -desde hace tiempo en el ámbito de la teología protestante, y desde hace unos quince años en algunos autores católicos- ha sido una lamentable proliferación del neo-arrianismo, del neo-nestorianismo, de cristologías «políticas» e, incluso, de «cristologías ateas» [6].
Estas concepciones cristológicas no han naufragado sólo en el intento de dar una nueva explicación teológica de la unión de la humanidad con la divinidad en Cristo; el naufragio, con mucha frecuencia, ha sido anterior: en la concepción sobre el hombre (en la antropología) y sobre Dios (en la teología trinitaria). Esto, unido a un marcado criticismo anti-sobrenatural en la interpretación de la Sagrada Escritura, ha conducido también a planteamientos erróneos o sumamente confusos acerca de la resurrección de Jesucristo, como veremos más adelante.
Antes de tratar de la Resurrección, no es por tanto superfluo recordar, con palabras de Pablo VI, que «la definición de Cristo, alcanzada por los primeros Concilios de la Iglesia primitiva, Nicea, Éfeso y Calcedonia, nos dará la fórmula dogmática infalible: una sola persona, un solo Yo, viviente y operante en dos naturalezas: divina y humana. ¿Difícil formulación? Sí, digamos más bien inefable; di gamos adecuada a nuestra capacidad de recoger en palabras humildes y en conceptos analógicos, es decir exactos pero siempre inferiores a la realidad que expresan, el misterio inebriante de la Encarnación» [7]. Y, por último, tampoco está de más reafirmar aquí que la naturaleza humana de Cristo -como la nuestra- es compuesta de materia y espíritu, de cuerpo y alma en unión sustancial; y que esto, lejos de ser una caduca concepción de la filosofía griega, es -como recordó el Concilio Vaticano II- una «profunda verdad de lo real» [8]. Tras este breve preámbulo, pasemos ya a considerar el hecho de la Resurrección.
I. El hecho de la Resurrección
1. Dios, muerto en Cristo
Cuando Jesús, clavado en la Cruz, expiró, no murió un simple hombre: murió Dios; murió el Hijo de Dios en su naturaleza humana. Esta primera observación, opuesta a los nestorianismos de todos los tiempos, tiene su importancia. Al entregar Cristo su espíritu, Dios experimentó la muerte humana, porque aquel cuerpo destrozado era su cuerpo y el alma que entregó era su alma. La naturaleza humana del Señor no es un assumptus homo [9], sino la humanidad de Dios, subsistente por y en el ser divino de la Persona del Verbo [10]. Por tanto, esa humanidad es como un modo de ser de Dios: el modo de ser no divino que el Hijo de Dios tomó para Sí.
También Cristo muerto ha de ser contemplado a la luz del misterio de la unión hipostática. Sólo bajo esta luz podemos descubrir en alguna medida la verdad más alta de la humanidad del Señor; comprender de algún modo el valor trascendente y salvífico de todos los misterios de la vida, de la muerte y de la glorificación de Jesucristo.
Por lo que se refiere al cuerpo muerto del Señor, algunos Padres opinaron que fue abandonado por la divinidad [11]. Sin embargo, sobre todo a partir de San Gregorio Niseno, prevaleció la afirmación de que la Persona divina continuó unida al cuerpo muerto de Cristo [12]. Esto confiere a la muerte de Jesús un rasgo peculiar, propio, que no se da en la muerte de ningún hombre: en ésta, el alma es despojada del cuerpo y éste deja de ser un cuerpo humano; la corrupción del cadáver, de hecho, no es más que el desarrollo de un proceso iniciado en el mismo instante de la muerte. En Cristo, por el contrario, no fue así: la Persona del Verbo experimentó no sólo el modo de ser del alma separada -despojada de su cuerpo-, sino que experimentó también el modo de ser inanimado de un cuerpo sin vida. En este sentido, Dios sufrió nuestra muerte más plenamente que los hombres.
¿Por qué fue conveniente que el cuerpo muerto de Jesús no fuese un común cadáver? La tradición teológica, basada en la Sagrada Escritura, nos dice que no convenía -no era saludable para nosotros que ese cuerpo experimentase la corrupción [13]. Hay que notar, sin embargo, que la Persona divina podía haber evitado esa corrupción sin necesidad de permanecer unida al cuerpo muerto; pero esto hubiera supuesto dar a ese cuerpo una propia subsistencia, más que preternatural, antinatural.
Además, podemos ver un sentido positivo. La permanencia de la Encarnación en la carne muerta de Jesús, confiere a la muerte de Cristo una especialísima plenitud sacrificial: la permanencia, en la Víctima ya inmolada, de la identidad entre Sacerdote y Víctima.
Respecto al alma separada del Señor, unida a la divinidad, el Nuevo Testamento alude claramente a su descenso a los infiernos [14]. Este misterio, mencionado también por numerosos Padres ya desde el siglo II, lo encontramos en el siglo IV en el Símbolo de Aquileya y, siglos después, en las profesiones de fe de los Concilios Lateranense IV y II de Lyon [15].
La reflexión teológica sobre este misterio suele limitarse al hecho de la liberación de las almas justas detenidas en el Seol [16]. Sin embargo, conviene también considerar que, en el estado de alma separada, comenzó la glorificación de la humanidad de Cristo; por tanto, ya antes de la Resurrección. Pero no porque el alma de Jesús no gozara antes de la visión inmediata de la divinidad, como afirman algunos autores [17], sino porque al separarse del cuerpo pasible, inmediatamente redundó plenamente en todos los niveles del alma la gloria que, poseyéndola antes, no había redundado en todos ellos precisamente por estar unida a un cuerpo pasible; y esto porque el Hijo de Dios quiso poder sufrir no sólo en el cuerpo sino también en el alma.
Parece, pues, conveniente pensar que la visión inmediata de la divinidad no era, para Cristo, del mismo modo beatífica antes que después de la muerte. Suponer lo contrario, ¿no llevaría a considerar como inauténticas las lágrimas de Jesús, su agonía espiritual en Getsemaní, el sufrimiento de su alma en la Cruz? Este sufrimiento, esa agonía y aquellas lágrimas -en plenitud de autenticidad humana- coexistían con la visión inmediata de la divinidad.
En pequeña medida, podemos acercarnos más a este misterio, si consideramos la aparente paradoja que se cumple en la vida de los santos -y, de algún modo, en la de todo buen cristiano-, en quienes la fuerza de la fe hace compatible una profunda felicidad con los mayores sufrimientos físicos y espirituales. En el fondo, no parece que sea otro el contenido de la aproximación tomista a este aspecto del misterio de Jesucristo, al distinguir entre el nivel superior y el nivel inferior del alma espiritual [18].
2. La resurrección de Jesús, hecho real e histórico
La, fe de la Iglesia profesa inequívocamente, desde los Apóstoles hasta hoy, la resurrección de Jesucristo; una realidad que el mismo Señor había anunciado y que los Apóstoles no habían entonces entendido [19].
El Símbolo del primer Concilio de Constantinopla -cuyo centenario estamos conmemorando- expresa esta fe con la fórmula que repetimos en la liturgia: resurrexit tertia die secundum Scripturas [20]. Idéntica profesión de fe se encuentra en toda la tradición simbólica, tanto griega como latina [21]; en la latina generalmente con la expresión tertia die resurrexit a mortuis.
La enseñanza sobre la Resurrección se completa con otras verdades de la fe católica. Concretamente, que Jesucristo resucitó con el mismo cuerpo que fue sepultado; que esta resurrección fue verdadera vuelta a la unión del alma con el cuerpo; que Jesús resucitó por su propio poder: su poder divino, por lo que también ha de decirse que fue resucitado por Dios, como atestigua el Nuevo Testamento; que la Resurrección fue una resurrección gloriosa; que no fue algo acaecido después de la Redención, sino que es parte integrante del misterio redentor [22].
La fe en Cristo resucitado ha encontrado oposición, desde la resistencia inicial de los discípulos a aceptar el gran milagro, hasta quienes actualmente lo niegan o lo interpretan en forma contraria a la verdad histórica y dogmática. Pero es desde esta fe, y no desde una interpretación de la Sagrada Escritura al margen de la Tradición y del Magisterio, desde donde ha de iniciar su labor la teología, si quiere ser fiel a la verdad e incluso a su propio estatuto científico. Cuando no ha sido así, los resultados han sido deletéreos.
Podemos recordar, por ejemplo, los intentos de la crítica racionalista -Renan, Weiss, Schütz, etc.- para quitar toda credibilidad histórica a las narraciones evangélicas y presentar la resurrección de Jesús como una leyenda. Las explicaciones que se han pretendido dar sobre el origen de esa supuesta leyenda son variadas: para unos, ese origen estaría en las religiones mistéricas; para otros, en la tradición judaica.
Tampoco ha sido rara la falsa hipótesis de una fe cristiana que crea su propio objeto. En realidad, semejantes hipótesis -aparte de ser erróneas por contradecir la fe- carecen incluso de verosimilitud histórica: ni en las religiones mistéricas ni en la tradición judaica existían elementos que pudieran haber inspirado una supuesta leyenda de la resurrección de Jesús [23]. Que fuese la fe primitiva en la vida inmortal de Cristo el origen de una creencia legendaria en una no acaecida resurrección física, es igualmente falso e infundado: la fe en la Resurrección, lejos de aparecer como una fe que crea su propio objeto, se consolidó históricamente en un clima de incredulidad, que sólo se rindió ante la evidencia inmediata y reiterada del Señor resucitado [24]. Por esto, tampoco merece aquí mayor atención la desmitologización bultmanniana. Según Bultmann, la Resurrección sería un mito que, como todo mito, encierra dentro de sí una cierta realidad. Una vez operada la desmitologización, resultaría que «la fe en la resurrección no es más que la fe en la cruz como evento de salvación» [25]. El hecho histórico sería sólo la fe de los discípulos en la Resurrección, pero no la Resurrección misma. Con matices diversos, se puede situar en esta línea la tesis, de tipo subjetivista, defendida por Marxsen [26].
Aparte de quienes niegan, sin más, la resurrección de Jesucristo, no han faltado en estos últimos años autores católicos que han propuesto hipótesis seriamente confusas. Bastantes de estos autores suelen coincidir, desde presupuestos más o menos diversos, en una poco clara distinción entre realidad e historia: la Resurrección sería real, pero no sería un hecho histórico [27].
Por el contrario, la fe en la Resurrección es, ante todo, fe en un hecho histórico. Al comienzo del tercer día tras la muerte, Jesús de Nazaret resucitó: volvió a la vida con el mismo cuerpo que había sido sepultado, dejando vacío el sepulcro y mostrándose a sus discípulos numerosas veces, y de modo inequívoco, por espacio de cuarenta días. Es históricamente demostrable y demostrado que los Apóstoles predicaron este hecho desde el mismo día de Pentecostés, y que se presentaron como testigos de un hecho histórico, y no como transmisores de una particular creencia o experiencia mística. El análisis históricocrítico manifiesta con sobreabundancia la credibilidad de su testimonio; testimonio de quienes, desde una inicial incredulidad, se rindieron ante la evidencia. Sobre esta evidencia y aquella credibilidad se edifica, por gracia de Dios, nuestra fe.
Sólo desde aquí se puede iniciar la reflexión teológico-dogmática sobre el misterio de la resurrección de Jesucristo.
3. La gloria de Cristo resucitado
«Cristo, al resucitar -afirma Santo Tomás de Aquino-, no volvió a la vida de todos conocida, sino a la vida inmortal, conforme a la de Dios, según las palabras de San Pablo a los Romanos (Rm 6,10): 'Su vida es una vida en Dios'» [28]. La Resurrección fue verdadera -unión de la misma alma con el mismo cuerpo-; fue perfecta -a una vida inmortal-; fue gloriosa, por la comunicación a la carne de la gloria del espíritu [29].
Por lo que se refiere al cuerpo, esta novedad de vida gloriosa ha sido descrita tradicionalmente por medio de unas notas o dotes, aplicables también a la futura gloria de los cuerpos de los justos: impasibilidad (e inmortalidad), claridad, agilidad y sutileza [30]. Con estas dotes, se ha intentado encuadrar la misteriosa nueva vida corporal de Jesús, experimentada por los discípulos tras la resurrección del Maestro. En realidad, no consta que fueran testigos de lo que se designa con el término claridad que, en cambio, habían experimentado Pedro, Santiago y Juan en el monte de la Transfiguración.
Dotes ciertamente misteriosas, que nos son conocidas en algunas de sus manifestaciones, pero de las que desconocemos totalmente su constitutivo o estructuración material. Pero no es ésta la cuestión de mayor relevancia teológica.
El aspecto de mayor interés es otro. Siendo la glorificación del cuerpo de Cristo la redundancia en la materia de la gloria de su espíritu, y consistiendo esta gloria en la consumación de la divinización o deificación del alma, ¿qué puede significar deificación de la materia? La divinización del espíritu creado, aun siendo un alto misterio, no plantea tanta dificultad, porque es capax Dei por naturaleza. Pero la materia, en sí misma, no posee esa capacidad. Parece por tanto que la gloria del alma, por ser estrictamente sobrenatural, no puede redundar -en su sobrenaturalidad- en el cuerpo. Cuestión diversa es que tenga alguna repercusión en él en virtud de la unión sustancial entre alma y cuerpo. Cabría pensar que la gloria sobrenatural del alma, al redundar en el cuerpo, confiere a éste unas dotes preternaturales, pero no una verdadera y propia deificación sobrenatural. En este sentido, Santo Tomás afirma que «la claridad, que en el alma es espiritual, es recibida en el cuerpo como corporal» [31].
Sin embargo, San Pablo nos habla del cuerpo resucitado como de un cuerpo espiritual (pneumático): «Se siembra un cuerpo animal (psíquico), surge un cuerpo espiritual (pneumático). Porque así como hay cuerpo animal, lo hay también espiritual según está escrito: el primer Adán fue hecho alma viviente; el postrer Adán, espíritu vivificante» [32] Cuerpo espiritual, que no es lo mismo que espíritu, como el mismo Señor manifestó: «Palpad y considerad que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» [33]. Ahora bien, esta misteriosa espiritualización del cuerpo ¿no podría ser precisamente la base y condición para una auténtica deificación de la carne? [34].
Qué pueda ser esta espiritualización de la materia no es nada fácil de concebir, pero sus efectos se manifestaron en Cristo resucitado. En primer lugar, explica Scheeben, «como espiritualización de la vida, la glorificación suprime en el cuerpo precisamente aquello por lo cual éste después de la resurrección pudiera verse expuesto nuevamente a la muerte, suprime su fragilidad, y su corruptibilidad, a ella se debe en realidad que el cuerpo no pueda ya morir en adelante, que en sí mismo se eleve realmente por encima de la muerte, que sea verdaderamente inmortal, mientras que sin ella seguiría siendo mortal, y no podría preservarse contra la muerte real sino mediante una protección especial de Dios» [35].
La espiritualización, además de comportar una verdadera y propia inmortalidad -y no el simple poder no morir-, lleva consigo unas nuevas y misteriosas relaciones del cuerpo con el resto del mundo material: lo que suele entenderse por agilidad y sutileza. Pero, como dice también Scheeben, inmortalidad, agilidad y sutileza «conforman el cuerpo con el espíritu, pero no aún con el espíritu glorificado, deificado, como tal; le hacen participar de la espiritualidad natural de éste, pero todavía no de su espiritualidad sobrenatural» [36].
Efectivamente, la espiritualización, por misteriosa que sea y por sobrenatural quoad modum que se nos manifieste, nada tiene en sí misma de sobrenatural quoad substantiam. En todo caso podría ser el preámbulo ontológico, la posibilidad de esa sobrenaturalidad en sentido estricto -divinización, deificación-, que Scheeben sitúa en la dote llamada claridad [37].
Si es la unión sustancial entre alma y cuerpo la razón de que la gloria del alma redunde en el cuerpo, ¿por qué no sucedió así en Cristo antes de su Muerte y Resurrección? La respuesta no puede estar más que en el designio divino, que dejó en suspenso esa glorificación que habría correspondido al cuerpo de Jesús en virtud de la gloria de su alma, precisamente para que el cuerpo de Cristo no fuese aún cuerpo espiritual, sino pasible. El milagro de la Transfiguración viene, de hecho, a reforzar esta interpretación: en el Tabor, el cuerpo de Jesucristo fue glorificado, ya antes de la Resurrección, aunque no de modo permanente y definitivo.
La espiritualización de la carne, si fuese presupuesto para una auténtica deificación, habría de consistir no sólo en la inmortalidad, agilidad y sutileza, sino también en hacer al cuerpo capax Dei, como lo es el alma naturalmente. Aquí el misterio se hace particularmente insondable, pero a favor de entender así la glorificación de la materia parece estar también aquella solemne afirmación de San Pablo: en Cristo «habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente» [38], pues este texto -aunque puede aplicarse a Jesús desde el instante mismo de la Encarnación- se refiere más propiamente a Cristo glorioso [39].
Aparte de las manifestaciones sensibles que pudiera tener la deificación del cuerpo, y a las que parece referirse exclusivamente el término claridad, la deificación en sí misma es la participación de la naturaleza divina: la introducción de lo que es criatura, obra ad extra de Dios, a participar de lo que es ser y obrar ad intra de la divinidad; es decir, a participar en la vida íntima de la Santísima Trinidad [40]. Pero, además de estar unido sustancialmente a un alma deificada, ¿qué podría significar que un cuerpo participa en sí mismo de la vida intratrinitaria, si ésta es la eterna procesión del Verbo y la igualmente eterna procesión del Amor subsistente que es el Espíritu Santo?
Una primera aproximación a un tal misterio podría ser la siguiente: la espiritualización de la materia del cuerpo glorioso, precisamente para ser presupuesto de su deificación, no puede limitarse a efectos relativos al espacio (agilidad), al resto de los cuerpos (sutileza) y a su no separabilidad del alma (inmortalidad). La espiritualización ha de alcanzar el nivel de lo que es más propiamente constitutivo del espíritu: el entendimiento y la voluntad. A favor de esta hipótesis está también el hecho de que el término pneuma y sus derivados aplicados al hombre, en los escritos de San Pablo, indican casi siempre lo más propio y elevado del espíritu -inteligencia y voluntad-, unos veces en su naturaleza, otras veces en cuanto sobrenaturalmente deificado [41]. De este modo, esa espiritualización sería base suficiente para una cierta deificación en sentido estricto; es decir, para una participación de la materia en las procesiones eternas de Conocimiento y Amor intratrinitarios.
Aunque la espiritualización del cuerpo glorioso no significa que deje de ser material y comience a ser espíritu, es indudable que comporta un modo nuevo de información del espíritu a la materia. Santo Tomás parece entenderlo así, al decir que el cuerpo resucitado es espiritual porque está «totalmente sujeto al espíritu» [42]. Pero esta sujeción, como es obvio, no es reducible a la integridad preternatural. Una clara diferencia está en que de la espiritualización del cuerpo resulta no sólo el poder no morir, sino el no poder morir, y esto supone una tal unión de materia y espíritu, que bien puede llevar consigo una más alta e inefable participación del cuerpo en las operaciones del entendimiento y de la voluntad espirituales, de modo que la misma carne en cuanto tal, pueda participar en unión con el espíritu, de la vida -que es Conocimiento y Amor- de la Trinidad Santísima.
En otros términos, tras la resurrección gloriosa, en el ver a Dios cara a cara, ¿no participarán de algún modo, ahora inimaginable, los ojos de la carne? De las consideraciones anteriores, pienso que se desprende la legitimidad teológica de esta pregunta que, sin embargo, permanece abierta y seguramente lo estará hasta que, si por la misericordia de Dios nuestra resurrección será gloriosa, la veamos con testada en nuestra propia carne, en un sentido u otro. Lo cierto es que, en cualquier caso, la realidad del cuerpo glorioso supera en grandeza la más audaz de nuestras consideraciones: «ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó a hombre por pensamiento lo que Dios tiene pre parado para los que le aman» [43].
Pero volvamos a considerar -no lo hemos olvidado en ningún momento- que, en Cristo resucitado, el cuerpo deificado y el alma totalmente bienaventurada que lo informa de un modo nuevo y para nosotros insondable, no constituyen una persona humana, sino la humanidad de Dios: el modo de ser no divino que el Hijo de Dios ha asumido para siempre. Modo de ser no divino, pero divinizado en toda su realidad espiritual y material.
Esta humanidad de Jesús, en su estado actual en la gloria, es el paradigma de la glorificación de todos los santos; es el designio divino para cada uno de nosotros y, en alguna medida, para la entera creación visible, pues -leámoslo de nuevo- Cristo, «cuando todas las cosas le hayan sido sometidas, entonces el mismo Hijo se someterá a Aquél que se las sometió todas, para que Dios sea todo en todas las cosas» [44].
II. Dimensión soteriológica de la Resurrección de Cristo
En épocas no lejanas, la resurrecc10n de Jesús ha sido considerada casi exclusivamente desde la perspectiva apologética -como milagro y motivo de credibilidad- y como la exaltación del Señor una vez cumplida la obra de la Redención. Sin embargo, más recientemente se ha insistido, con razón, en la eficacia salvífica de la glorificación de Cristo [45]; de acuerdo así con el Nuevo Testamento, con la patrística y con la mejor tradición teológica.
1. Unidad del misterio de la Redención
«Si Cristo no resucitó -escribe San Pablo a los corintios-, vana es vuestra fe, aún estáis en vuestros pecados» [46]. Y San Agustín llega a afirmar que de nada nos habría aprovechado Cristo muerto, si no hubiera resucitado de entre los muertos [47]. Un primer significado es patente: si Jesús no hubiera resucitado, habiéndolo El anunciado, no sería Dios y, en consecuencia, su muerte de poco nos habría servido.
Pero hay más. San Pedro escribe: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su gran misericordia nos reengendró para una viva esperanza mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, para una herencia incorruptible» [48]. Otros textos parecen centrar también en la Resurrección toda la eficacia redentora. Se ha llegado a afirmar que, por ejemplo en la Epístola a los hebreos, «el acceso de Jesús a la gloria es el acto redentor capital, siendo la muerte su condición, su causa meritoria» [49].
Sin embargo, no se puede ignorar que otros muchos textos atestiguan la plena eficacia redentora del Sacrificio de la Cruz. El mismo San Pedro, y en el mismo capítulo de la epístola antes citada, escribe: «habéis sido rescatados por la preciosa sangre de Cristo como de cordero sin defecto ni mancha» [50]. Y San Pablo a los efesios: « (Cristo) se ofreció en sacrificio de suave olor» [51]. Y el mismo Jesús había dicho: «El Hijo del Hombre ha venido... a servir y dar su vida en redención de muchos» [52]; y también: «Yo me santifico por ellos» [53], que -como explica San Juan Crisóstomo- significa «yo me ofrezco por ellos en sacrificio» [54].
Por otra parte, numerosos textos indican la íntima conexión -de designio y de eficacia- entre la muerte y la resurrección de Jesucristo. Particularmente significativas son aquellas palabras del Señor:
«Por esto el Padre me ama, porque yo doy mi vida para tomarla de nuevo... Tal es el mandato que del Padre he recibido» [55]. Y San Pablo, brevemente, escribe que Cristo «por todos murió y resucitó» [56]. De hecho, en los escritos de San Pablo, la soteriología «no describe un círculo alrededor de un centro, sino una elipse alrededor de dos focos» [57]: la muerte y la resurrección de Jesús.
Por lo que se refiere a la eficiencia directa, tanto la Muerte como la Resurrección producen los mismos efectos salvíficos, si bien la ejemplaridad sea diversa en una y otra respecto a los diversos aspectos de la salvación. Así lo explicaba la teología medieval. Ya en el siglo XII, un escrito anónimo, que se atribuyó a Hugo de San Víctor, afirma que muerte y resurrección de Cristo son causa tanto de la liberación del pecado como de la recepción de la gracia, pero que no son figura del mismo modo [58]. Algo semejante afirmarán Pedro Lombardo [59], San Buenaventura [60] y Santo Tomás, que es, particularmente claro en distinguir causa eficiente directa, causa ejemplar y causa meritoria [61].
Concretamente, Santo Tomás considera que la Muerte y la Resurrección son eficaces tanto respecto a la justificación de las almas, como a la futura resurrección de los cuerpos: «Pasión y Resurrección de Cristo constituyen una unidad inseparable, en cuanto a la eficiencia resucitadora de los cuerpos, y en cuanto a la eficiencia justificadora de las almas. Muerte y Resurrección no pueden ser consideradas como dos causas distintas e independientes, sino que al contrario, hay que decir que actúan con una misma eficiencia; eficiencia que reciben de la causa principal -la Divinidad de Cristo-, a través de su Santísima Humanidad, que es el instrumentum coniunctum de la Divinidad. Lo que en Cristo fueron dos momentos distintos en el tiempo, en la aplicación de su eficacia a nosotros se resumen en uno, en el cual operan conjuntamente y con una misma eficiencia» [62]. Pero, en cambio, según Santo Tomás, «por lo que se refiere a la ejemplaridad, la Pasión y Muerte es causa de la remoción de los males –de la remisión de los pecados y de la destrucción de la muerte– mientras la Resurrección es causa de la incoación de los bienes: la adquisición de la gracia que justifica el alma, y la comunicación de la nueva vida inmortal del cuerpo» [63].
El mismo Cristo afirmó: «es necesario que el Hijo del Hombre muera y resucite» [64]. Pero la necesidad de la Resurrección no radica en una supuesta insuficiencia salvífica del Sacrificio del Calvario, sino en el designio divino que, pudiendo haber establecido otro modo para la redención del género humano, determinó la muerte y la resurrección del Verbo encarnado. En realidad, ni siquiera la Muerte era necesaria para la Redención: es indudable que, en sí misma, cualquier acción de Cristo tenía una plena eficacia salvífica.
En otras palabras, toda la vida de Cristo es redentora, eficaz de una misma Redención sobreabundante. Sobreabundante en sus efectos, porque «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia» [65]; y sobreabundante en su causa: no una sola acción de Cristo, sino todos los instantes de su existencia temporal. Ciertamente, Cristo venció nuestro pecado y nuestra muerte, sobre todo con su Muerte y su Resurrección. Pero no puede olvidarse que -en palabras de Mons. Escrivá de Balaguer- «con la divinización de la vida corriente y vulgar de las criaturas, el Hijo de Dios fue vencedor» [66]. El valor plenamente salvífica de todos los misterios de la vida de Jesucristo y su unidad de eficiencia, es una manifestación más de la plenitud con que Dios ha asumido no sólo nuestra naturaleza sino también nuestra historia. Toda la historia de Jesús -concepción y nacimiento de Santa María Virgen, trabajo, vida en familia, cansancio, penas y alegrías, muerte, sepultura, descenso del alma al Seol, resurrección y ascensión- es redentora. Historia ésta que es la historia de Dios, porque su sujeto es la Persona del Verbo en su naturaleza humana.
La eficiencia salvífica de cada instante humano de Cristo radica en su unión personal con la divinidad. Pero cada misterio de la vida del Señor presenta peculiares notas por lo que se refiere a la ejemplaridad y al mérito. Es patente, por ejemplo, que la Resurrección no fue meritoria sino más bien merecida [67], y que su ejemplaridad -abarcando también la resurrección espiritual de las almas- presenta su peculiaridad más propia como ejemplar de la resurrección futura de los cuerpos, especialmente de los cuerpos gloriosos. Vamos a centrarnos, por tanto, en este aspecto propio y peculiar de la dimensión soteriológica de la resurrección de Jesucristo.
2. La Resurrección de Cristo, causa de nuestra resurrección
«Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que duermen. Porque, así como por un hombre vino la muerte, por un hombre viene la resurrección de los muertos. Que así como en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados» [68].
Comentando este texto de San Pablo, Santo Tomás de Aquino explica que «Cristo puede llamarse primogénito de los que resucitan de entre los muertos, no sólo en sentido temporal, porque resucitó el primero (... ), sino también en sentido causal, porque su resurrección es causa de la resurrección de los demás, y también en cuanto a la dignidad, porque resucitó de modo más glorioso que todos los otros» [69].
Considerando la causalidad eficiente, Santo Tomás afirma que «la misma resurrección de Cristo, virtute divinitatis adiunctae, es causa quasi-instrumental de nuestra resurrección» [70].
La pregunta inmediata que se plantea es si la causa eficiente de nuestra futura resurrección será Cristo resucitado o la misma resurrección de Cristo, es decir Cristo resucitando. Santo Tomás, al menos a primera vista, no resulta claro sobre este punto. En ocasiones, parece referirse, como San Alberto Magno [71], a Cristo resurgens, y otras veces a Cristo resucitado. Los estudiosos tomistas tampoco están de acuerdo en cuál era el pensamiento del Santo de Aquino sobre esta cuestión [72].
La dificultad, como es patente, reside en ver cómo un hecho pasado puede ser causa física inmediata (aunque instrumental) de un efecto futuro. Se puede entender de algún modo, si se considera que Cristo resucitando, es decir la misma Resurrección, es un hecho histórico pero a la vez meta-histórico, no sólo por la divinidad del Señor, sino también por el alcance del acontecimiento en sí mismo. Es decir, precisamente porque la Resurrección inicia la vida gloriosa definitiva de Jesús, es inseparablemente un hecho situado en la historia pasada y, a la vez, en la eternidad participada de la gloria. En cuanto momento de la historia es pasado, pero en cuanto inicio de la vida inmortal, eterna por participación, permanece en un eterno (por participación) presente.
Santo Tomás afirma que «la resurrección de Cristo es causa eficiente de nuestra resurrección por virtud divina, de la que es propio dar vida a los muertos. Y esta virtud divina alcanza praesentialiter todos los lugares y todos los tiempos» [73]. Aunque esto es aplicable a todos los instantes de Cristo -no sólo a la Resurrección-, en el caso de la Resurrección lo es por doble motivo: el alcanzar praesentialiter todos los lugares y tiempos, corresponde no sólo a la virtus divina, sino también a la virtus de la realidad humana plenamente deificada en alma y cuerpo, que ha penetrado en la eternidad participada de la gloria.
Podrían citarse aquí unas palabras que el Niseno aplica a otro contexto: «Quien tenía la potestad de entregar su alma por sí mismo y retomarla cuando quisiese, tenía la potestad, como hacedor de los siglos, de hacer el tiempo conforme a sus obras y no esclavizar sus obras al tiempo» [74].
Conviene aclarar, sin embargo, que una presencia meta-histórica del hecho mismo de la Resurrección in fieri, por lo que se refiere a la misma humanidad de Cristo, no puede entenderse como una permanencia in aeternum del tránsito de muerte a vida, porque el estado de muerte, respecto al cuerpo del Señor, es sólo pasado y no ha penetrado, en sí mismo, en la eternidad. En cambio, sí es permanente -eterno por participación- el surgir de la nueva vida inmortal de Cristo. Esto quizá explica por qué Santo Tomás afirma que la causa eficiente de nuestra futura resurrección será Cristo resucitado, y otras veces que será Cristo resucitando. Misteriosamente, los dos conceptos de algún modo coinciden.
No obstante estas reflexiones, el misterio permanece en toda su hondura, también porque a las ya misteriosas relaciones entre el tiempo humano y la eternidad de Dios, se añade el misterio de la unión hipostática que establece, ya desde el inicio de la Encarnación, unas relaciones propias e inefables entre la historia humana de Jesús y su eternidad divina.
II. Cristo en la gloria
Es lógico que la consideración teológica de la resurrección de Jesucristo no prescinda de una reflexión sobre la Ascensión y sobre el vivir actual de Cristo en la gloria. Y esto, no sólo porque así se sitúa la Resurrección en un contexto más completo, sino también porque la Redención del mundo y la glorificación del Señor no terminan con la resurrección de Jesús.
1. Ascensión y Pentecostés
Como afirma el Concilio Vaticano II, «esta obra de la Redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, que tuvo su preludio en las admirables gestas divinas obradas en el pueblo del Antiguo Testamento, ha sido realizada por Cristo Señor, especialmente por medio del misterio pascual de su santa Pasión, Resurrección y gloriosa Ascensión, misterio con el que 'muriendo ha destruido nuestra muerte y resucitando nos ha devuelto la vida' (Misal Romano, Prefacio Pascual)» [75].
¿Qué añade la Ascensión, a la gloria de Cristo resucitado? ¿Cuál es su eficacia salvífica? Una primera respuesta posible sería la siguiente: la Ascensión no añadió nada a la gloria de Jesús resucitado ni a la obra de la Redención; simplemente manifestó esa gloria ante los discípulos, a la vez que señaló el final de la presencia sensible de Cristo en la Tierra. Esta respuesta es bastante común [76], pero resulta incompleta al privar casi del todo a la Ascensión de un propio contenido.
No debe olvidarse que el mismo Jesucristo aludió a una más honda distinción entre Resurrección y Ascensión, cuando dijo a la Magdalena: «no me retengas, porque aún no he subido al Padre» [77]. Aunque ésta es una «palabra de misterio» [78], como dice San Cirilo de Jerusalén, no cabe duda de que manifiesta que la Ascensión añade algo a la Resurrección. Tampoco se puede olvidar aquella otra afirmación de Cristo durante la última Cena: «os conviene que yo me vaya; porque si yo no me voy, el Consolador no vendrá a vosotros; pero si me voy, os lo enviaré» [79].
Parece, por tanto, conveniente, dar otra respuesta más completa: la Ascensión nada añade a la Resurrección por lo que se refiere al estado glorioso de la humanidad de Cristo en sí misma, pero añade el «estar sentada a la diestra del Padre» [80]. Esta expresión no significa sólo estar en el Cielo -en lo esencial, el alma de Jesús ya estaba en la gloria desde la Encarnación, y su cuerpo desde la Resurrección-, sino además participar de modo singularmente pleno en el ejercicio de la Potestad divina universal, con particular referencia al poder de juzgar a todas las gentes [81]. Es decir, por la Ascensión a la «diestra del Padre», Cristo, también en cuanto Hombre, ejerce plenamente el poder de Kyrios, de Señor de la entera creación [82].
Hay que añadir que el nombre y la potestad de Kyrios ya correspondía a Cristo antes de la Ascensión; El mismo lo afirmó: «Me ha sido dado todo poder en el Cielo y en la Tierra» [83]. Sin embargo, por designio divino, es después de la Ascensión cuando la humanidad del Señor ejerce ese poder en toda su universalidad. Así lo explicaba ya Santo Tomás, al decir que la humanidad de Cristo subió al Cielo, entre otros motivos, «para que, constituido en los cielos como Dios y Señor, enviase desde allí los dones divinos a los hombres» [84]. Y el primer y fundamental Don es el Espíritu Santo, en cuya misión, por tanto, participa de modo inefable la humanidad -alma y cuerpo plenamente deificada del Hijo de Dios.
Conviene una vez más insistir en la unidad del misterio de Cristo, todo él redentor. Si la Ascensión completa la Resurrección, como la Resurrección completa el Sacrificio de la Cruz, y éste consuma la ofrenda constituida por toda la vida de Jesús, no se debe a una insuficiencia salvífica, ni de esa vida, ni de ese sacrificio, ni de esa resurrección. Es así por libérrima disposición divina.
Por tanto, el misterio de la Redención culmina en Pentecostés, cuya eficacia atraviesa la historia posterior, mediante la vida de la Iglesia, que reunida en el Espíritu Santo, hace presente en signo y en realidad -es decir, sacramentalmente- la eficacia infinita de los misterios del Verbo encarnado.
2. Cristo, Cabeza de la Iglesia
«Aquella vida nueva, que implica la glorificación corporal de Cristo crucificado -leemos en la encíclica Redemptor hominis-, se ha hecho signo eficaz del nuevo don concedido a la humanidad, don que es el Espíritu Santo, mediante el cual la vida divina, que el Padre tiene en sí y que da a su Hijo (cfr. Jn 5, 26; 1Jn 5, 11), es comunicada a todos los hombres que están unidos a Cristo» [85].
Esta unión con Cristo nos ha sido revelada a través de la analogía de la unión entre cabeza y miembros. El Padre -escribe San Pablo a los de Éfeso- «lo resucitó (a Cristo), de entre los muertos y sentó a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación y de modo cuanto tiene nombre ( ... ) Ha puesto todas las cosas bajo sus pies y le ha constituido Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, y en la que halla su plenitud Aquél que lo llena todo en todos» [86]. El misterio de Cristo se prolonga en el misterio de la Iglesia, que es su pléroma, su plenitud. Entre la gran riqueza -cristológica y eclesiológica- contenida en la capitalidad de Cristo, el aspecto más significativo de la unión entre Cabeza y miembros es, sin duda, el del influjo vital.
Después que San Juan, en el Prólogo de su Evangelio, nos presenta a Cristo como Aquél que es plenus gratiae et veritatis [87], añade: et de plenitudine eius nos omnes accepimus [88]. Es decir, la gracia no sólo nos viene por Cristo, sino también desde Cristo; no sólo nos la ha merecido y la causa en nosotros, sino que además nuestra gracia es participación de la plenitud de gracia que colma su Humanidad Santísima. Así, Aquél que ya era semejante a nosotros en todo, menos en el pecado, nos hace semejantes a El también en el orden sobrenatural de la deificación: en la gracia y en la gloria; gloria de la que la gracia es verdadera incoación.
Para profundizar especulativamente en esta realidad, la guía de Santo Tomás es particularmente eficaz, sobre todo para alcanzar una mayor inteligencia del carácter erístico -o, si se prefiere, cristiano de la gracia y de la gloria. El Santo de Aquino, comentando el Prólogo de San Juan, señala tres aspectos contenidos en la expresión de plenitudine eius nos omnes accepimus: eficiencia, consustancialidad y parcialidad, que dan a la derivación de nuestra gracia desde la gratia capitis Christi las connotaciones propias de la participación metafísica [89].
Recordemos que, al considerar la gracia como participación de la naturaleza divina, Santo Tomás, comentando al Pseudo-Dionisio, afirma que la gracia hace a los hombres dioses por participación: participative dii [90]. La estrecha analogía con la participación del ser, permite afirmar que, así como por su natural el hombre es sin ser el Ser, por la gracia sobrenatural el hombre es dios sin ser Dios. Pero, además, el hecho admirable de que esa gracia sea participación de la gracia de Cristo, permite afirmar que el hombre justo es Cristo sin ser Cristo. Expresión sólo aparentemente paradójica -aunque profundamente misteriosa-, cuyo realismo es similar al de la afirmación de que las criaturas son sin ser el Ser [91].
Esta conclusión -ser Cristo sin ser Cristo- podría parecer una extrapolación indebida, ya que participamos, sí, de la gracia de Cristo, pero Cristo no es sólo su gracia. Ciertamente; pero también participamos con El de la naturaleza humana, y -lo que es más decisivo- nuestra filiación divina es participación de la Filiación del Verbo, es decir del mismo Hijo Unigénito que, por esto, sin dejar de ser el Unigénito del Padre, es Primogénito entre muchos hermanos [92].
La cristificación -a la que, con rica variedad de expresiones, se refieren los Padres tanto latinos como griegos- [93], en una real y misteriosa identificación con Cristo, que sólo en la gloria de la futura resurrección alcanzará su consumación, cuando El mismo, como escribe San Pablo, «transfigurará el cuerpo de nuestra miseria en un cuerpo semejante a su cuerpo de gloria, según el poder que tiene de someter a sí todo el universo» [94]. Por tanto, con el Apóstol podemos afirmar, en esperanza e incoativamente, que Dios nos ha resucitado y nos ha sentado en los cielos, no sólo con Cristo, sino también en Cristo: nos... conresuscitavit et consedere fecit in caelestibus in Christo Iesu [95].
3. Identificación con Cristo
La efectiva elevación del espíritu creado a la intimidad divina lleva consigo, entre otros aspectos, una peculiar unión de la criatura con el Hijo Unigénito del Padre, precisamente por aquella participación de la Filiación subsistente en qué consiste la filiación divina adoptiva. Juan Pablo II lo expresaba con palabras inequívocas: «Mediante la gracia recibida en el Bautismo, el hombre participa en el eterno nacimiento del Hijo a partir del Padre, porque es constituido hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo» [96].
Esta introducción nuestra en la vida íntima de Dios, este nuestro ser in Filio, es, en la actual economía, un ser in Christo. «No hay ya judío ni griego, ni hombre ni mujer. Todos sois uno en Cristo Jesús» [97] escribe San Pablo a los gálatas; y a los romanos: «vivís para Dios en Cristo Jesús» [98]. Las expresiones en Cristo, en el Señor, en Cristo Jesús, se encuentran 164 veces en las epístolas paulinas y, aunque no se refieren exclusivamente a Cristo glorioso, indican con muchísima frecuencia la actual e íntima unión entre el cristiano y Cristo [99]. «Esta unión de Cristo con el hombre -afirma Juan Pablo II- es en sí misma un misterio, del que nace el 'hombre nuevo' (2P 1, 4), llamado a participar en la vida de Dios, creado nuevamente en Cristo, en la plenitud de la gracia y verdad (cfr. Ef 2, 10; 1Jn 1, 14.16)» [100].
La unión con Cristo es tan real que, como afirma San Agustín, el Señor, haciéndonos miembros suyos, nos hace concorporales consigo, «para que en El también nosotros seamos Cristo» [101].
Todo esto no significa una omnipresencia de la humanidad de Jesús -tesis ya condenada por el Concilio II de Nicea, en el año 787 [102]-, ni una inhabitación física del cuerpo del Señor en los fieles [103]. Pero sí significa una presencia virtual –es decir, operativa permanente de la humanidad de Cristo en los cristianos [104]. Esta presencia de la virtus carnis Christi es posible, no sólo por la unión hipostática, sino también por la glorificación, que es deificación, de esa carne de Jesucristo.
La presencia del Señor en los justos es identificante. Como ha puesto de relieve, con fuerte y original acento, Mons. Escrivá de Balaguer, «el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus, el mismo Cristo» [105]. Esta identificación con el Señor puede y debe ser una realidad creciente en la vida temporal, hasta llegar a su plenitud al final de los tiempos cuando, también en nuestro cuerpo, alcance su perfección la filiación divina, que es la consumación final por la que suspira la entera creación: «Porque sabemos -escribe San Pablo- que hasta ahora toda la creación está suspirando, y como en dolores de parto. Y no solamente ella, sino que también nosotros mismos que tenemos ya las primicias del Espíritu, nosotros, con todo eso, suspiramos desde lo íntimo del corazón, aguardando la adopción de los hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo» [106].
Pero ya ahora, por esas primicias del Espíritu -que es el Espíritu del Hijo [107] , hemos de decir, con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer, que «la vida de Cristo es vida nuestra, según lo prometiera a sus Apóstoles, el día de la Ultima Cena: Cualquiera que me ama, observará mis mandamientos, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23). El cristiano debe -por tanto- vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí» (108).
Conclusión
Para terminar estas reflexiones -necesariamente breves en comparación con la amplitud y profundidad del tema-, leamos unas palabras del Concilio Vaticano II, que son como un resumen y, a la vez, como un puente hacia el argumento de la próxima y última sesión de este Simposio cristológico:
«El Verbo de Dios, por quien todo ha sido creado, se ha hecho El mismo carne, para obrar, El, el hombre perfecto, la salvación de todos y la recapitulación universal. El Señor es el fin de la historia humana el punto donde convergen los deseos de la historia y de la civilización, el centro del género humano, la alegría de todos los corazones y la plenitud de todas las aspiraciones. El es Aquél a quien el Padre ha resucitado de la muerte, ha exaltado y colocado a su diestra, constituyéndolo juez de vivos y muertos. Nosotros, vivificados y reunidos en su Espíritu, somos peregrinos que se dirigen hacia la final perfección de la historia humana, que corresponde plenamente al designio de su amor: 'instaurar todas las cosas en Cristo, las del Cielo y las de la Tierra' (Ef 1, 10). Dice el mismo Señor: ‘He aquí que llego enseguida, y traigo conmigo el premio, para retribuir a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin' (Ap 22, 12-13)» [109].
Fernando Ocáriz, en dadun.unav.edu/
Notas:
1. Conc. VATICANO II, Const. Lumen gentium, n. 36.
2. En este siglo, los escritos sobre la Resurrección son innumerables. Sólo la bibliografía correspondiente al período 1920-1973, recogida por G. Ghiberti, ocupa más de cien páginas en Resurrexit, Actes du Symposium International de la Résurrection de Jésus (1970), Citta del Vaticano 1974, pp. 643-745.
3. JUAN PABLO II, Discurso a la Comisión Teológica Internacional, 26-X-1979, n. 5, en «L'Osservatore Romano», 27-X-79, p. l.
6. No es necesario detenernos aquí en una exposición de estas cristologías no calcedonianas, ya muy conocidas en sus principales representantes. Sobre el influjo actual de las «cristologías ateas» de Strauss, Feuerbach, etc. vid., por ejemplo, Pdo. ÜCÁRIZ, Cristología atea e ateísmo practico cristiano, en «Atti del Congresso Internazionale Evangelizzazione e ateísmo», Pont. Univ. Urbaniana, Roma 1980 (en prensa).
7. PABLO VI, Alocución, 10-11-1971, en «L'Osservatore Romano», 11-11-71, p. l.
8. Conc. VATICANO 11, Const. Gaudium et spes, n. 14.
9. Cfr. Pío XII, Ene. Sempiternus Rex, 8-IX-1951: Dz-Sch 3905.
10. Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 17, a. 2; Comp. Theol. I, c. 212; Quodlib. IX, q. 2, a. 3.
11. Cfr. R. FAVRE, Credo in Filium Dei mortuum et sepultum, en <<Rcvue d'Histoire Ecclésiastique» 33 (1937) pp. 687-724.
12. Cfr. S. GREGORIO NACIANCENO, De tridui spatio: PG 46, 617 A; Adversus Apollinarem: PG 45, 1256 C-D. El argumento más frecuente se apoya en Rm 11, 29: «los dones de Dios son sin arrepentimiento»; la unión de la divinidad a la carne de Jesús era un don divino y, por tanto, no fue retirado al morir.
13. Cfr. Sal 15, 10; Hch 2, 27.
14. Cfr. Hch 2, 31; Rm 10, 6-7; Ef 4, 8-10; 1P 3, 18-20; Ap 1, 18.
16. Cfr. J. KÜRZINGER, Descenso de Cristo a los infiernos, en J. B. Bauer, «Diccionario de Teología Bíblica», Herder, Barcelona 1967, col. 259-264. También ha de considerarse, en este descenso, una manifestación de que el Señor quiso asumir plenamente nuestra muerte: cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 52, a. l.
17. Entre quienes, afirmando plenamente la divinidad de Cristo, niegan que Jesús gozara de la visión beatífica desde el momento de la Encarnación, se encuentra Jean Galot. Cfr. J. GALOT, La coscienza di Gesu, Cittadella Editrice, Assisi 1971. No es éste el lugar para detenernos en un análisis de esta tesis, que intenta resolver dificultades de interpretación de textos del Nuevo Testamento, pero que se separa de la doctrina común y recogida en algunos documentos del Magisterio ordinario de la Iglesia (cfr. Dz-Sch 3645, 3812: afirmaciones que el P. Galot estima no vinculantes: cfr. p. 136 de la obra citada).
18. Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. 111, q. 46, a. 8; In III Sent. d. 15, q. 2, a. 3, qla. 2 ad 5; Comp. Theol. I, c. 232; De Veritate, q. 10, a. 11 ad 3; q. 26, a. 10.
19. Cfr. Me 9, 10; Le 18, 32; 24, 6-8.
22. Sobre estas verdades, cfr. Dz-Sch 44, 325, 358, 359, 369, 414, 485, 492, 574, 791; Conc. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 6; Lumen gentium, n. 7; Gaudium et spes, nn. 2, 10; PABLO VI, Sollemnis Professio Fidei, 30-Vl-1968, n. 12: AAS 60 (1968), p. 438.
23. Cfr.J. GALOT, Gesu liberatore, Librería Editrice Fiorentina, Firenze 1978, pp. 361-362.
24. Cfr. Le 24, 11.37-39; fo 20, 1-2.25. Vid. P. GRELOT, L'historien devant la Résurrection du Christ, en «Revue d'Histoire de la Spiritualité» 48 (1972), p. 233.
25. R. BULTMANN, L'interprétation du Nouveau Testament, trad. francesa, París 1955, p. 180.
26. Un resumen crítico de las tesis de Bultmann, Marxsen y otros autores, puede verse, por ejemplo, en N. IUNG, La résurrection du Christ mise en question, Mame, París 1973.
27. Por ejemplo, CH. KANNENGlESSER, Foi en la résurrection. Résurrection de la foi, Beauchesne, París 1974. Este autor afirma la fe en la realidad de la resurrección física de Cristo, pero en base a una peculiar y confusa noción de «realismo evangélico» (p. 146), parece considerar que la fe en la realidad de la Resurrección se reduce simplemente a creer que los discípulos creyeron en ella (dr. pp. 128-146). Más resonancia tuvo, años antes, el libro de X. LÉON-DUFOUR, Résurrection de Jésus et message pascal, Ed. du Seuil, París 1971. Negando la «reanimación» del cuerpo muerto del Señor. Léon-Dufour concibe la Resurrección como la asunción, por parte del alma de Cristo, del entero universo transfigurado (dr. p. 305 de la ª ed.), de modo que esa Resurrección sería algo real, pero no un suceso histórico (dr. p. 252). Entre otros, depende de Léon-Dufour por lo que se refiere a la Resurrección, L. BOFF, Jesús Cristo Libertador, Ed. Vozés. Petrópolis 1972. Una distinción también confusa entre realidad e historia, será afirmada después por CH. DUQUOC, Christologie, vol. II («Le Messie»), Ed. du Cerf, Paris 1973: «la resurrección es histórica sólo en el kerigma, no es histórica en sí misma, aunque es una realidad objetiva» (p. 309). Por su parte, E. ScHILLEBEECKX, ]esus, het verhaal van een levende, Nelissen, Bloernendaal 1974, niega la historicidad del sepulcro vacío (cfr. p. 273) y de las apariciones de Cristo resucitado (cfr. pp. 291-293), y ofrece una interpretación en la que, más que de resurrección, habría que hablar de «manifestación» de Jesús (cfr. p. 271): una manifestación que sería una experiencia de la gracia (dr. pp. 272-273).
28. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 55, a. 2.
29. Cfr. Ibídem, qq. 53-54. Sobre la doctrina de Santo Tomás acerca del carácter verdadero, perfecto y glorioso de la resurrección del Señor, Yid. P. RODRÍGUEZ, La Resurrección de Cristo en el pensamiento teológico de Santo Tomás de Aquino, en Varios Autores, «Neritas et Sapientia», Eunsa, Pamplona 1975, pp. 327-336; y el más extenso estudio de Fdo. OCÁRIZ, La Resurrección de Cristo, causa de nuestra resurrección, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1977, pp. 105-175.
30. Cfr. A. CHOLLET, Corps glorieux, en DTC 111, col. 1900-1902.
31. STO. TOMÁS, S. Th. Sup., q. 85, a. l.
34. Ya por la unión hipostática, según Santo Tomás, la carne de Cristo debe considerarse deificata, «quia facta est Dei caro et etiam quia abundantius dona divinitatis participat ex hoc quod est unita divinitati» (In III Sent. d. 5, q. 1, a. 2 ad 6). Sin embargo, cabe plantearse la existencia de una nueva y superior deificación de esa carne tras la Resurrección, como afirmó S. Gregorio Niseno: cfr. L. F. MATEO SECO, Estudios sobre la cristología de San Gregario de Nisa, Eunsa, Pamplona 1978, pp. 362-365.
35. M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, Herder, Barcelona, 2." ed. 1957, p. 718.
39. Cfr. L. CERFAUX, La théologie de l'Eglise suivant saint Paul, París 1942, p. 258.
40. Sobre el contenido trinitario de lo sobrenatural en nosotros, o divinización, puede verse Fdo. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, Eunsa, Pamplona 1972, pp. 82-111; lNEM, Perspectivas para un desarrollo teológico de la participación sobrenatural y de su contenido esencialmente trinitario, en «Atti del Congresso Internazionale San Tommaso d'Aquino», Ed. Domenicane Italiane, Napoli 1974 ss., vol. 3, pp. 183-193; lNEM, La Santísima Trinidad y el misterio de nuestra deificación, en «Scripta Theologica» 6 (1974) pp. 363-390.
41. Cfr. E. B. ALLO, Saint Paul: Premiere Építre aux Corinthiens, Gabalda, Pa
|
rís 1935, pp. 91-112.
45. En este sentido, tuvo notable difusión la obra de F. X. DURRWELL, La Résurrection de Jésus, mystere de salut, Le Puy 1950. En este estudio de teología bíblica, al destacar la eficacia salvífica de la Resurrección, queda un tanto oscurecida la eficacia redentora <le la Pasión y Muerte. La 10" edición de este libro (Ed. du Cerf, Paris 1976; 4ª ed. castellana, Herder, Barcelona 1979), muy modificada por el autor, presenta nuevas y más graves deficiencias, que oscurecen la misma divinidad de Jesucristo.
47. «Nihil (Christus) nobis mortuus prodesset, nisi a mortuis resurrexisset» (S. AGUSTÍN, Sermo 246, 3: PL 38, 1154).
49. J. BONSIRVEN, L'épitre aux hébreux, 5º ed., Paris 1943, p. 211. También según J. Galot, la eficacia salvífica de la muerte de Cristo se reduce a merecer la Resurrección, que sería la única causa eficiente directa de la salvación (dr. J. GALOT, Gesu liberatore, cit., p. 392).
54. S. JUAN CRISÓSTOMO, In Ioh. 17, 19: PG 59, 443.
55. Jn 10, 17-18. Cfr. S. AGUSTÍN, In Ioh, tract. 47, 7: PL 35, 1736.
57. L. CERFAUX, Jésus le Sauveur, en «Lumiere et Vie» 15 (1954), p. 89.
58. Cfr. Quaest. in Ep. ad Rom.: PL 175, 464.
59. Cfr. PEDRO LOMBARDO, Coll. in Ep. ad Rom.: PL 191, 1378.
60. Cfr. S. BUENAVENTURA, In IV Sent. d. 43, a. 1, q. 2, c. 4.
61. Cfr. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 53, a. 1 ad 3; q. 56, a. 1 ad 4; a. 2 ad 4.
62. Fdo. OCÁRIZ, La Resurrección de Cristo ... , cit., p. 39.
66. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 2ª ed. 1973, n. 21.
67. Cfr. Flp 2, 8-9; STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 53, a. 4 ad 2.
69. STO. TOMÁS, Comp. Theol. I, c. 239; cfr. ídem, S. Th. III, q. 56, a. 1 ad 3.
70. FOEM, S. Th. Sup., q. 76, a. 1 c.
71. S. ALBERTO MAGNO, In IV Sent. d. 43 B, a. 5.
72. Cfr. F. HOLTZ, La valeur sotériologique de la résurrection du Christ selon saint Thomas, en «Ephcmerides Theologicae Lovanienses» 29 (1953) pp. 616-627; A. PIOLANTI, Dio-Uomo, Desclée. Roma 1964, pp. 577-588.
73. STO. TOMÁS, S. Th. III, q. 56, a. 1 ad 3.
74. S. GREGORIO NISENO, De tridui spatio: PG 46, 613 D. El contexto de estas palabras del Niseno, puede verse también en L. F. MATEO-SECO, Estudios sobre la cristología..., cit. pp. 327 y 337.
75. CONC. VATICANO II, Const. Sacrosanctum Concilium, n. 5.
76. Es la exégesis, por ejemplo, de P. BENOIT, L'Ascension, en «Revue Biblique» 56 (1949), p. 201. R. KOCH, Ascensión del Señor, en J. B. Bauer, «Diccionario de Teología Bíblica», cit., col. 113, afirma que «sólo cabe atribuir (a la Ascensión) importancia o significación de segundo orden».
78. S. CIRILO DE JERUSALÉN, In !oh. 20, 17: PG 74, 692.
80. Cfr. Mc 16, 19; Hch 2, 33; Hch 5, 31; Hch 7, 55-56; Rm 8, 39; Hb 1, 3; Hb 8, 1; Hb 10, 12; 1P 3, 22; Ap 5, 7.
81. Cfr. A. PI0LANTI, Dio-Uomo, cit., p. 11.
84. «... ut in caelorum sede quasi Deus et Dominus constitutus, ex inde divina dona hominibus mitteret» (S. TOMÁS, S. Th. III, q. 57, a. 6; cfr. también q. 58: «De sessione Christi ad dexteram Patris»).
85. JUAN PABLO ll, Ene. Redemptor hominis, 4-III-1979, n. 20.
89. Cfr. STO. TOMÁS, In Ioh. Hv., c. I, lect. 10, 1.
90. IDEM, In De Divinis Nominibus, c. XI, lect. 4.
91. Un estudio más detenido sobre este punto, en Fdo. OCÁRIZ, La elevación sobrenatural como recreación en Cristo, en «Atti del VIII Congresso Tomistico Internazionale» (Roma, 1980) (en prensa). Puede verse también J. C. SEIJO, Gratia Christi, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1979.
92. Cfr. Fdo. OCÁRIZ, Hijos de Dios en Cristo, cit., pp. 93-111.
93. Cfr. J. H. NICOLAS, Les profondeurs de la grace, Beauchesne, París 1969, pp. 61-63.
96. JUAN PABLO JL Homilía en Norcia, 23-III-1980, en «L'Osservatore Romano», 24/25-III-80, p. 2.
99. Cfr. M. MEINERTZ, Teología del Nuevo Testamento, FAX, Madrid, 2.' ed. 1966, p. 414; F. PRAT, La Teologia di San Paolo, S.E.I., Torino, 2ª ed. 1961, vol. II, p. 289; A. WIKENHAUSER, Die Christusmystik des hl. Paulus, Freiburg im Br., 2ª ed. 1956, pp. 9, 27, 57; L. CERFAUX, La théologie de l'Eglise suivant saint Paul, cit., p. 176; V. Lm, San Paolo e l'interpretazione teologica del messaggio di Gesit, Ed. Japadre, L'Aquila 1980, pp. 141-150.
100. JUAN PABLO II, Ene. Redemptor hominis, cit., n. 18.
101. «... Agnus immaculatus foso sanguine suo redimens nos, concorporans nos sibi, faciens nos membra sua, ut in illo et nos Christus essemus» (S. AGUSTÍN, Enarrat. in Ps. 26, 2, 2: PL 36, 200).
102. «Si quis Christum Deum nostrum circumscriptum non confitetur secundum humanitatem, anathema sit» (Conc. II de Nicea: Dz-Sch 606). Sobre algunos de los errores, de origen luterano, sobre una supuesta ubicuidad de la humanidad del Se ñor, vid. A. MICHEL, Ubiquisme, en DTC XV. col. 2034-2048
103. Cfr. Pío XII, Ene. Mediator Dei, 20-XI-1947: AAS 39 (1947) p. 393.
104. Cfr. E. HUGON, La causalité instrumentale dans l'ordre surnaturel, Tequi, París, 3ª ed. 1924, p. 111. Sobre este tema, puede verse también J. LÓPEZ DÍAZ, La identificación con Cristo, según Santo Tomás, Tesis, Universidad de Navarra, Pamplona 1979.
105. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 96. Esta afirmación -el cristiano es ipse Christus-, acuñada y predicada constantemente por el Fundador del Opus Dei, pone de relieve, con gran fuerza, la íntima y necesaria conexión entre la Cristología y la Teología espiritual.
108. J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, cit., n. 103,
109. CONC. VATICANO II, Const. Gaudium et spes, n. 45
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |
El trabajo como quicio de la santificación en medio del mundo. Reflexiones antropológicas |