Don Álvaro siempre supo crear un clima amable en el que imperaban la caridad y el espíritu de colaboración, a base de ganarse la simpatía, la estima y la amistad de quienes trataba
Escribió Unamuno que la envidia es mil veces más terrible que el hambre, porque es hambre espiritual. Recuerdo esta frase porque siempre se ha dicho que nuestro pecado peculiar es este. Quizá por eso no se conocen tantas gestas y hechos de españoles a lo largo de la Historia. Tal vez por lo mismo, también escribió en Niebla: ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios un Dios, el de Nuestro Señor Don Quijote, un dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español…! Tal vez exagerado, heterodoxo y, en de cualquier manera, opinable.
Pienso que ese no es el caso de la persona que me ocupa. El hecho de que Álvaro del Portillo sea menos conocido −y lo es mucho− puede deberse más bien a su modo de vida natural y sereno. Bastaría volver a ver las imágenes de su beatificación en Madrid para detectar un conocimiento mundial. En la estampa para su devoción, se lee algo clave para observar en qué vertió, con humildad y sencillez, toda su gran capacidad en muchos aspectos del saber: “Pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia y fidelísimo hijo y sucesor de San Josemaría, Fundador del Opus Dei”. No son dos funciones diversas, sino que pone el acento en su directo servicio a tantas actividades de la Iglesia no referidas directamente al Opus Dei, y también a las que desempeñó en la Prelatura, una “partecica” de la Iglesia, como repetía su fundador. El pasado viernes decía Mons. Echevarría en la catedral de Valencia: el beato Álvaro del Portillo “era muy conocido en España y en Italia, especialmente por su simpatía humana, su bondad, su saber unir, y saber servir a la Iglesia por encima de todo".
Ahora me refiero al Concilio porque, invitado por el cardenal, ha visitado nuestra ciudad el obispo Javier Echevarría, Prelado de la Obra. Por cierto, es la tercera vez que lo hace convocado por los tres últimos arzobispos, aparte de otras por distintos motivos. Don Agustín García-Gasco le invitó a la dedicación de la parroquia de san Josemaría, don Carlos Osoro a uno de los ciclos de conferencias que organiza la Biblioteca Sacerdotal Almudí en colaboración con la Facultad de Teología valenciana. Ahora, le ha requerido el cardenal Cañizares para el mismo ciclo, donde disertó sobre el beato Álvaro del Portillo y el Decreto conciliar que versa sobre el ministerio y vida de los presbíteros[1], en el que tuvo un papel bien destacado por ser el secretario de la comisión que elaboró ese Decreto. Su participación en el Concilio no se redujo a esta, puesto que formó parte de cuatro comisiones. Antes, Juan XXIII le nombró consultor del Clero.
Ahí, con una salud frágil, desplegó su capacidad de trabajo y su prudencia de gobierno. Un Nuncio Apostólico en varios países afirmaría que “jamás se manifestó en aquel complejo contexto como hombre de parte −conservador ni progresista− sino como hombre de fe y de Iglesia, admirado por unos y por otros. Los proyectos iban y volvían del aula con sugerencias diversas que debían recogerse adecuadamente en un corto tiempo. En toda esta tarea, don Álvaro siempre supo crear un clima amable en el que imperaban la caridad y el espíritu de colaboración, a base de ganarse la simpatía, la estima y la amistad de quienes trataba”, lo mismo que sucedió después en la Comisión Pontificia para la revisión del Código de Derecho Canónico. Supo rodear a todos de un ambiente que, según dijeron algunos de ellos, facilitó que algunos padres conciliares se le acercasen pidiendo confesión. El Prelado añadía: la Iglesia “recurrió a su colaboración por su dedicación continua, con muchas energías y trabajo, a una tarea eclesial de tanta importancia como es la formación espiritual y humana del sacerdote".
El Papa Bueno fallece el 3 de junio de 1963, siendo elegido enseguida Pablo VI, la primera mano amiga −así se expresaba san Josemaría− que se nos tendió en Roma. El Concilio siguió. Aquella comisión del clero que había trabajado mucho y bien, recibió el encargo de reducir el texto a diez concisas tesis, tarea a la que se dedicó don Álvaro con un trabajo ímprobo. Cuando se presentó este escrito, les pareció que un asunto tan importante para la Iglesia no podía despacharse así. Y rechazó esa idea. Don Álvaro, a pesar de haberlo trabajado él, coincidía con la opinión de los padres y sugirió a Mons. Marty, Arzobispo de Reims, que escribiera una carta a los moderadores pidiendo árnica. Don Álvaro escribió el borrador que fue aceptado íntegramente. Hay que destacar que, en ausencia del enfermo cardenal Ciriaci, dirigía una comisión integrada por 2 cardenales, 15 arzobispos, 13 obispos y 40 peritos. La propuesta se aceptó y de ahí surgió ese Decreto vital para la Iglesia.