Discurso del Santo Padre a la Penitenciaría Apostólica
Discurso que el Papa Francisco ha dirigido el pasado día 12 de marzo, en el Aula Pablo VI, a los participantes en el curso anual del Foro Interno de la Penitenciaría Apostólica
Queridos hermanos,
Me alegra especialmente recibiros en este tiempo de Cuaresma con motivo del Curso sobre el Foro Interno organizado por la Penitenciaría Apostólica. Dirijo un cordial saludo al Cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, y le agradezco sus amables expresiones. Y agradezco su felicitación, pero quisiera compartir otra fecha: además de la de mañana −dos años de pontificado−, hoy es el 57º aniversario de mi entrada en la vida religiosa. ¡Rezad por mí! Saludo también al Regente, Mons. Krzysztof Nykiel, a los Prelados, Oficiales y Personal de la Penitenciaría, a los Penitenciarios ordinarios y extraordinarios de las Basílicas Papales de la Urbe, y a todos los que participáis en este Curso, que tiene como fin pastoral ayudar a los nuevos sacerdotes y a los candidatos al Orden sagrado a administrar correctamente el Sacramento de la Reconciliación. Los Sacramentos, como sabemos, son el lugar de la proximidad y de la ternura de Dios con los hombres, el modo concreto que Dios ha pensado y querido para salir a nuestro encuentro y abrazarnos, sin avergonzarse de nosotros ni de nuestras limitaciones.
Entre los Sacramentos, ciertamente el de la Reconciliación hace presente con especial eficacia el rostro misericordioso de Dios: lo concreta y lo manifiesta continuamente, sin descanso. No lo olvidemos nunca, ya sea como penitentes o como confesores: ¡no existe ningún pecado que Dios no pueda perdonar! ¡Ninguno! Solo lo que aparta de la divina misericordia no puede ser perdonado, como quien se aparta del sol no puede ser iluminado ni calentado.
A la luz de este maravilloso don de Dios, quisiera señalar tres exigencias: vivir el Sacramento como medio para educar en la misericordia; dejarse educar por lo que celebramos; y mantener la visión sobrenatural.
1. Vivir el Sacramento como medio para educar en la misericordia, significa ayudar a nuestros hermanos a experimentar la paz y la comprensión humana y cristiana. La Confesión no puede ser una tortura, sino que todos debemos salir del confesionario con felicidad en el corazón, con el rostro radiante de esperanza, aunque alguna vez −lo sabemos− bañado por las lágrimas de la conversión y la alegría que se derivan (cfr. Evangelii gaudium, 44). El Sacramento, con todos los actos del penitente, no implica que sea un interrogatorio pesado, fastidioso e invasivo. Al contrario, debe ser un encuentro liberador y lleno de humanidad, a través del cual poder educar en la misericordia, que no excluye, es más, comprende también el justo compromiso de reparar, cuanto sea posible, el mal cometido. Así, el fiel se sentirá invitado a confesarse frecuentemente, y aprenderá a hacerlo mejor, con esa delicadeza de ánimo que hace tanto bien al corazón, ¡también al corazón del confesor! De este modo, los sacerdotes hacemos crecer el trato personal con Dios, de modo que se dilate en los corazones su Reino de amor y de paz.
Muchas veces se confunde la misericordia con ser confesor de manga ancha. Pensad esto: ni el confesor de manga ancha, ni el confesor rígido son misericordiosos. ¡Ninguno de los dos! El primero, porque dice: ¡Bueno, no pasa nada, eso no es pecado, venga, venga! El otro, porque dice: ¡No, la ley dice…! ¡Ninguno de los dos trata al penitente como hermano, le cogen de la mano y le acompañan en su camino de conversión! Uno dice: ¡Vete tranquilo, Dios lo perdona todo! El otro dice: ¡No, la ley dice que no! En cambio, el misericordioso lo escucha, lo perdona, pero se hace cargo y le acompaña, porque la conversión quizá empieza hoy, pero tiene que continuar con perseverancia. Lo toma consigo, como el Buen Pastor que va a buscar la oveja perdida y la carga a cuestas. Así que no confundirse: es muy importante. Misericordia significa hacerse cargo del hermano o de la hermana y ayudarle a caminar. Ni manga ancha, ni rigidez. Esto es muy importante. ¿Y quién puede hacer eso? El confesor que reza, el confesor que llora, el confesor que sabe que es más pecador que el penitente, y que si no ha hecho eso tan feo que dice el penitente, es por simple gracia de Dios. Misericordioso es estar cerca y acompañar durante el proceso de la conversión.
2. Precisamente a vosotros confesores os digo: ¡dejaos educar por el Sacramento de la Reconciliación! Segundo punto. ¡Cuántas veces nos sucede oír confesiones que nos edifican! Hermanos y hermanas que viven una auténtica comunión personal y eclesial con el Señor y un amor sincero a los hermanos. Almas sencillas, almas pobres de espíritu, que se abandonan totalmente en el Señor, que se fían de la Iglesia y, por eso, también del confesor. También nos pasa a menudo que asistimos a auténticos milagros de conversión. Personas que desde meses, a veces años, están bajo el dominio del pecado y que, como el hijo pródigo, recapacitan y deciden levantarse y volver a la casa del Padre (cfr. Lc 15,17) para implorar perdón. ¡Qué bonito es acoger a esos hermanos y hermanas arrepentidos con el abrazo del Padre misericordioso, que nos quiere tanto y que celebra de todo el corazón cada vez que un hijo regresa a Él!
¡Cuánto podemos aprender de la conversión y del arrepentimiento de nuestros hermanos! Nos empujan a que hagamos también nosotros examen de conciencia: ¿yo, sacerdote, amo así al Señor, como esta viejecita? ¿Yo sacerdote, constituido ministro de su misericordia, soy capaz de tener la misericordia que hay en el corazón de este penitente? ¿Yo, confesor, estoy dispuesto a cambiar, a la conversión, como este penitente, del que estoy a su servicio? Tantas veces nos edifican estas personas, ¡nos edifican!
3. Cuando se escuchan las confesiones sacramentales de los fieles, hay que tener siempre la mirada interior dirigida al Cielo, a lo sobrenatural. Debemos ante todo reavivar en nosotros la conciencia de que ninguno está puesto en el ministerio por mérito propio; ni por nuestras competencias teológicas o jurídicas, ni por nuestro trato humano o psicológico. Todos hemos sido constituidos ministros de la reconciliación por pura gracia de Dios, gratuitamente y por amor, es más, precisamente por misericordia. Yo, que he hecho esto, aquello y lo otro, ahora debo perdonar. Me viene a la cabeza aquel texto final de Ezequiel (cfr. Ez 16), cuando el Señor reprocha con términos muy fuertes la infidelidad de su pueblo. Pero al final dice: ¿Haré yo contigo como tú hiciste, que menospreciaste el juramento para invalidar el pacto? Yo mantendré el pacto que concerté contigo en los días de tu juventud, y confirmaré un pacto sempiterno. Y te acordarás de tus caminos y te avergonzarás, cuando recibas a tus hermanas, las mayores que tú con las menores que tú, las cuales yo te daré por hijas, mas no por tu pacto. Y confirmaré mi pacto contigo, y sabrás que yo soy el Señor, para que te acuerdes y te avergüences, y nunca más abras la boca a causa de tu vergüenza (Ez 16,59-63).
La experiencia de la vergüenza: ¿yo, al escuchar este pecado, a esta alma que se arrepiente con tanto dolor o con tanta delicadeza de ánimo, soy capaz de avergonzarme de mis pecados? ¡Es la gracia! Somos ministros de la misericordia, gracias a la misericordia de Dios; no debemos perder nunca esta visión sobrenatural, que nos hace humildes de verdad, acogedores y misericordiosos con cada hermano y hermana que pide confesarse. Y si yo no lo hago, si no he caído en ese pecado tan feo, o no estoy en la cárcel, es por pura gracia de Dios, ¡solo por eso! ¡No por mérito propio! Esto debemos sentirlo en el momento de la administración del Sacramento. Hasta el modo de escuchar cómo acusan sus pecados debe ser sobrenatural: escuchar de modo sobrenatural, de modo divino; respetuoso de la dignidad y de la historia personal de cada uno, de modo que pueda comprender lo que Dios quiere de él o de ella. Por eso, la Iglesia está llamada a iniciar a sus hermanos −sacerdotes, religiosos y laicos− en este «arte del acompañamiento», para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3,5) (cfr. Evangelii gaudium, 169). Hasta el pecador más grande que viene ante Dios a pedir perdón es tierra sagrada, y también yo, que debo perdonarlo en nombre de Dios, puedo hacer cosas más feas que las que él haya hecho. Cada fiel penitente que se acerca al confesionario es tierra sagrada, tierra sagrada que hay que cultivar con dedicación, cuidado y atención pastoral.
Espero, queridos hermanos, que aprovechéis el tiempo cuaresmal para la conversión personal y para dedicaros generosamente a escuchar confesiones, de modo que el pueblo de Dios pueda llegar purificado a la fiesta de la Pascua, que representa la victoria definitiva de la Divina Misericordia sobre todo el mal del mundo. Confiémonos a la intercesión de María, Madre de Misericordia y Refugio de los pecadores. Ella sabe cómo ayudarnos a nosotros pecadores. Me gusta mucho leer las historias de san Alfonso María de Ligorio en cada capítulo de su libro Las glorias de María. Historias de la Virgen, que es siempre refugio de los pecadores y busca el camino para que el Señor nos perdone todo. Que Ella nos enseñe este arte. Os bendigo de todo corazón y, por favor, os pido que recéis por mí. Gracias.