He podido apreciar la banalidad con la que algunos tratan una realidad tan importante como es la familia para la Iglesia
Caminando por una senda tortuosa también se puede llegar, y llegaremos en el Sínodo, a un canto de alabanza, de agradecimiento a Dios, por el matrimonio “uno, indisoluble y abierto a la vida”
En medio de las declaraciones, artículos, conferencias, manifestaciones, etc. etc., que se están multiplicando en torno al próximo sínodo de los Obispos, me han llegado dos comentarios en los que he podido apreciar la banalidad con la que algunos tratan una realidad tan importante como es la familia para la Iglesia, para la santidad del mundo, para la sociedad, para todas las personas; y que me han animado a escribir estas líneas.
Dejo aparte otros comentarios que ensalzan la grandeza y la belleza del matrimonio, querido por Dios y vivido por los hombres y mujeres; y ruegan que el Sínodo reafirme en toda su plenitud la doctrina vivida desde siempre −o sea, la que ha dado savia a muchas civilizaciones y sociedades−, que ha sido estructurada de manera ejemplar en la Exhortación apostólica Familiaris consortio, de Juan Pablo II.
El primero de los dos comentarios se permite decir que, quienes sostienen las actuales disposiciones de la Iglesia sobre la no posibilidad de Comunión sacramental −salvo en los casos de no llevar vida matrimonial, y no dar escándalo− de los católicos divorciados y vueltos a vincular con otra persona en un matrimonio civil, incurren prácticamente en el error, cisma, de los Novacianos.
Estos “novacianos” eran unos cismáticos del siglo III, que no querían perdonar a los llamados cristianos “laxos”, “renegados” −hombres y mujeres que habían cedido a la fuerza de los emperadores romanos, y habían renegado de la Fe durante la persecución−, y no les permitían volver a la Iglesia, una vez pasada la persecución, arrepentidos de su pecado y hecha una penitencia.
¿Qué tendrán que ver esos “renegados”, con los divorciados de los que se trata?, me pregunto. Y no puedo responderme más que: Nada. Los renegados quedaban excomulgados; a los divorciados nadie les ha aplicado jamás la pena de la excomunión; y nunca son tratados como excomulgados. Forman parte de la Iglesia, como cualquier otro fiel. La suya es, ciertamente, una situación de pecado, y el pecado no excluye la unión con la Iglesia. El que no puedan recibir el Sacramento de la Eucaristía, les sitúa en la misma realidad sacramental de la de cualquier otro cristiano en pecado mortal.
“El vínculo matrimonial es establecido por Dios mismo, de modo que el matrimonio celebrado y consumado entre bautizados no puede ser disuelto jamás. Este vínculo que resulta del acto humano libre de los esposos y de la consumación del matrimonio es una realidad ya irrevocable y da origen a una alianza garantizada por la fidelidad de Dios. La Iglesia no tiene poder para pronunciarse contra esa disposición de la sabiduría divina” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1640).
El otro comentario −de un prior de una comunidad religiosa italiana− se permite afirmar sin titubeos, lo siguiente: “así como el matrimonio se acaba con la muerte de uno de los cónyuges, también podemos decir que se acaba con «la muerte del amor»”. ¿Considera el amor como un sentimiento superficial que cambia con los vientos suaves del atardecer? ¿No ha oído hablar alguna vez del amor vinculante de por vida, de ese amor que ha mantenido unidos a nuestros padres, y del que se dice “más fuerte el amor que la muerte”? ¿De ese amor que es dar la vida el uno por la otra, la una por el otro, por los hijos, nietos y toda la familia? ¿No recuerda este prior la Gracia Sacramental que hace revivir ese amor, más allá de sentimientos más o menos superficiales, y lo asienta en el fondo del espíritu de los esposos, de los padres; y da siempre un sentido de amor a toda vida en familia?
El Papa Francisco recordó todo esto con pocas, y claras, palabras: “Si el amor es una relación, se construye como una casa. No queráis construirla sobre la arena de los sentimientos que van y vienen, sino sobre la roca del amor verdadero, el amor que viene de Dios. La familia nace de este proyecto de amor que quiere crecer como se construye una casa: que sea lugar de afecto, de ayuda, de esperanza”.
Caminando por una senda tortuosa también se puede llegar, y llegaremos en el Sínodo, a un canto de alabanza, de agradecimiento a Dios, por el matrimonio “uno, indisoluble y abierto a la vida”, que Juan Pablo II ensalzó en Madrid, en 1982, con estas palabras:
“El matrimonio es una comunión de amor indisoluble. Esta íntima unión, como mutua entrega de dos personas, hombre y mujer, lo mismo que el bien de los hijos, exigen plena fidelidad conyugal y urgen su indisoluble unidad. Por eso, cualquier ataque a la indisolubilidad conyugal, a la par que es contrario al proyecto original de Dios, va también contra la dignidad y la verdad del amor conyugal. Se comprende, pues, que el Señor, proclamando una norma válida para todos, enseñe que no es lícito al hombre separar lo que Dios ha unido”.