No existe el sistema político perfecto que nos libere del trabajo de ser personas, de ser buenos
La virtud requiere otros modelos educativos, no ya en los colegios, sino en la propia familia, porque no se aprende, no es teórica, sino que se vive: solo se aprende viviéndola y viéndola vivir
Aquellos versos de T. S. Eliot, tan leídos, me alcanzaron de una manera nueva cuando los evocó Alejandro Llano anteayer: los hombres «tratan constantemente de escapar / de las tinieblas de fuera y de dentro / a fuerza de soñar sistemas tan perfectos / que nadie necesitará ser bueno».
Y me alcanzaron de un modo nuevo porque hablábamos de ética pública y corrupción en un curso organizado por la Escola Galega de Administración Pública y la Fundación Santiago Rey Fernández-Latorre. Es verdad: no existe el sistema político perfecto que nos libere del trabajo de ser personas, de ser buenos.
Y en esa clave coincidían los ponentes como ayer mismo podía leerse en la entrevista a Javier Gomá: la corrupción es un problema de virtud personal y no solo ni principalmente de los políticos, sino de la sociedad entera.
Claro que esta solución no tiene atajos ni responde al inmediatismo tan propio de nuestros días ni resulta lo suficientemente simplona y fácil para que todo el mundo la entienda y acepte. Requiere otros modelos educativos, no ya en los colegios, sino en la propia familia, porque la virtud no se aprende, no es teórica, sino que se vive: solo se aprende viviéndola y viéndola vivir.
Por la misma razón, también se produjo una coincidencia casi unánime en que la legislación motorizada, la proliferación de leyes, códigos éticos y demás instrumentos de la retórica política más que ayudar, entorpecen cualquier proceso de regeneración. No existen sistemas perfectos para liberarnos del trabajo de ser buenos. Esos intentos terminan en contradicción: la de la extrema desigualdad en un mundo cada día más igualitario o la multiplicación de reclusos en una sociedad más libre.