¿Cómo transmitir el mensaje cristiano en una sociedad postmoderna, caracterizada por una pluralidad de visiones del mundo y una creciente ignorancia religiosa? Para Jutta Burggraf[1], profesora de Teología Dogmática en la Universidad de Navarra, es preciso hacerse cargo de las necesidades y las esperanzas de los hombres y mujeres contemporáneos
Entrevista de Juan Meseguer, publicada originariamente por Aceprensa en junio de 2010.
Como tantos otros pensadores actuales, Jutta Burggraf considera que estamos en una época de cambio. La expresión “sociedad postmoderna” indica el final de una etapa –la modernidad– y el comienzo de otra que todavía no conocemos.
En esta situación de cambio, de poco sirve moverse con la mentalidad propia de tiempos pasados. “Hoy en día, una persona percibe los diversos acontecimientos del mundo de otra forma que las generaciones anteriores, y también reacciona afectivamente de otra manera”, dice Burggraf.
Esto exige, a su juicio, descubrir un nuevo modo de hablar y de actuar que haga más hincapié en la autenticidad. Un cristiano se convierte en un testigo creíble cuando vive su fe con alegría y, al mismo tiempo, comparte con los demás las dificultades que encuentra en su camino.
Por otra parte, añade Burggraf, el cambio cultural al que asistimos no puede llevar a los cristianos a lamentarse o a encerrarse en un gueto. “Quien quiere influir en el presente, tiene que amar el mundo en que vive. No debe mirar al pasado con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto”.
En un congreso celebrado hace poco en Roma se defendía la idea de que afirmar la propia identidad cristiana enriquece el diálogo, en la medida en que contribuye a esclarecer las diversas posiciones. Pero también cabe otra lectura menos optimista: si yo reafirmo demasiado mis convicciones, ¿no existe el riesgo de que me cierre a los demás o, por lo menos, de que les escuche con menos interés?
Sí, este riesgo existe. Pero entonces no sería una auténtica identidad cristiana. Cuanto más cristianos somos, más nos abrimos a los demás. Esta es la dinámica del cristianismo: salir de uno mismo para entregarse al otro. La identidad cristiana nos lleva a dialogar con todos, estén o no de acuerdo con nuestra manera de pensar o nuestro estilo de vida. En ese diálogo, el cristiano puede enriquecerse con la parte de verdad que viene del otro, y aprender a integrarla armónicamente en su visión del mundo.
Ahora bien: esta actitud de apertura a los demás exige tener muy clara la propia identidad cristiana. Porque si no, puedo quedar expuesta a las modas y terminar buscando no lo verdadero sino lo apetecible; lo que me gusta y me va bien. Por otra parte, sin esa sólida identidad cristiana haríamos un flaco favor a los demás: nos quedaríamos sin respuestas para sus interrogantes, y no podríamos darles algo de la luz del cristianismo.
¿Qué características debería tener el diálogo entre dos personas con distintas visiones del mundo, para no caer en la indiferencia olímpica?
Me parece fundamental escuchar al otro con una actitud abierta y, al mismo tiempo, con mucha actividad interior. Escuchar a los demás no es tan sencillo: requiere ponerse en el lugar del otro e intentar ver el mundo con sus ojos. Si ambos actúan así, nunca habrá un vencedor y un vencido, sino dos (con)vencidos por la verdad.
Lógicamente, esto sólo es posible en un clima de amistad y de benevolencia. Cada uno ha de ver lo bueno que hay en el otro, como aconseja el refrán popular: “Si quieres que los otros sean buenos, trátales como si ya lo fueran”. Donde reina el amor, no hace falta cerrarse por miedo a ser herido. Por eso es tan importante mostrar simpatía y cariño al hablar con los demás.
Existe un lenguaje no verbal, que sustituye o acompaña nuestras palabras. Es el clima que creamos a nuestro alrededor, ordinariamente a través de cosas muy pequeñas como, por ejemplo, una sonrisa cordial o una mirada de aprecio.
Pero el cariño ha de ser real. No basta con sonreír y tener una apariencia agradable. Si queremos tocar el corazón de los otros, tenemos que cambiar primero nuestro propio corazón. Uno percibe cuando no es querido, por mucho que le sonrían.
Los sociólogos Alain Touraine y Zygmunt Bauman, recientemente galardonados con el premio Príncipe de Asturias, llevan tiempo hablando sobre el fin de la modernidad. ¿Qué es lo que ha cambiado en el modo de pensar y de sentir del hombre de hoy?
La modernidad daba por hecho que la vida es un progreso continuo. Hoy, tras el eclipse de los grandes relatos políticos y sociales del siglo XX, somos más escépticos. Caminamos sin rumbo fijo. A esta falta de orientación se añade muchas veces la soledad. Por eso no es extraño que se quiera alcanzar la felicidad en el placer inmediato, o quizá en el aplauso. Si alguien no es amado, por lo menos quiere ser alabado.
A la vez, podemos descubrir una verdadera “sed de interioridad”, tanto en la literatura como en el arte, la música o el cine. Cada vez más personas buscan una experiencia de silencio y de contemplación.
Otro aspecto característico de la modernidad era la confianza excesiva en la razón. Hoy, en cambio, sabemos que el racionalismo cerrado nos lleva a planteamientos erróneos. El problema es que ahora nos hemos pasado al extremo contrario: la sobrestima de la afectividad, el sentimentalismo. El reto actual es llegar a una visión más armónica del hombre, que integre la razón, la voluntad y los sentimientos.
¿Cómo hablar de Dios a la gente en este contexto menos racionalista y más emotivo que usted ha descrito?
Creo que la transmisión de la fe en la sociedad actual es posible si los cristianos vivimos como testigos antes que como maestros, o bien como maestros-testigos. Esto requiere utilizar un lenguaje personal, más persuasivo. Se trata de interiorizar esa gran verdad que nos está repitiendo constantemente Benedicto XVI: “Dios es amor”.
Quizá en otras épocas, esta idea pudo sonarnos demasiado romántica. Pero hoy hemos de redescubrirla y entender qué significa, porque todo el mensaje cristiano tiene que ver con el amor. El Papa nos está enseñando a centrarnos en lo esencial: descubrir la belleza y la profundidad de la fe.
No podemos quedarnos atrapados en las controversias que continuamente plantea la opinión pública. Claro que las cuestiones morales son importantes, pero si no se entiende bien el fundamento –Dios es amor– tampoco se comprenderá la respuesta de la Iglesia a ciertos problemas morales.
Antes de enredarnos en cuestiones controvertidas, debemos mostrar a la gente el atractivo de las verdades cristianas (la revelación de Dios, la salvación, la libertad de la fe…) y, sólo después, podremos plantearles un cambio de comportamiento.
En sociedades pluralistas como la nuestra, ya no se acepta que alguien pueda estar en posesión de la verdad. ¿Significa esto que la firmeza de convicciones conduce necesariamente a la arrogancia extrema?
La firmeza de convicciones no está reñida con la humildad ni con la apertura de mente, necesarias para un auténtico diálogo con los demás. Aunque podemos afirmar que la Iglesia católica tiene la plenitud de la verdad, yo –como creyente– personalmente no la tengo. O, mejor dicho, la tengo de forma implícita cuando hago un acto de fe y participo de la plenitud de la Iglesia.
Pero, como en mi vida cotidiana no he llegado a esa plenitud, los demás siempre pueden enseñarme algo. Puedo aprender de todos –creyentes o no–, sin perder mi propia identidad. Además, conocer los puntos de vista ajenos puede servirme para revisar algunas ideas propias que quizá se han vuelto demasiado rígidas.
Hay personas que tienen una fuerte identidad cristiana y, sin embargo, no convencen a nadie. Cuando alguien se muestra demasiado seguro, en general suele despertar rechazo. Ya no se acepta que alguien hable “desde arriba” al común de los mortales, como si él fuera el único portador de la verdad.
Lo que atrae más en nuestros días no es la seguridad, sino la sinceridad: explicar a los demás las razones que nos llevan a creer y, al mismo tiempo, hablarles también de nuestras dudas e incertidumbres. Se trata de ponerse al lado del otro y buscar la verdad junto con él. Ciertamente, yo puedo darle mucho si tengo fe; pero los otros también pueden enseñarme mucho.
¿Cómo puede alguien comprender y consolar a los demás si nunca ha sido destrozado por la tristeza? Hay personas que, después de sufrir mucho, se han vuelto comprensivas, cordiales y sensibles al dolor ajeno. En una palabra, han aprendido a amar. De esta forma, la fe se hace más acogedora.
[1] Jutta Burggraf fue Profesora de Teología Dogmática y de Ecumenismo en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. Falleció el 5 de noviembre de 2010.
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