“Sí, lo quiero”: tres palabras que compendian toda su vida, y que, en cierto modo constituyen una biografía resumida de su existencia, que fue un sí continuo a los requerimientos de Dios; un sí que ahora celebra la Iglesia, gozosa por contar con un nuevo intercesor en el Cielo
Dios me concedió el don de convivir y tratar durante cuarenta años con el beato Álvaro del Portillo, que acaba de ser beatificado en Madrid por el cardenal Amato, Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, en representación del Santo Padre Francisco.
Un buen número de las personas que estuvieron presentes en la ceremonia de la beatificación de Valdebebas tuvieron la ocasión de conocerle personalmente, muchos de ellos durante su juventud. Eso hace que nuestra presencia en ese acto litúrgico haya sido una expresión de alabanza al Señor por los hombres y mujeres santos que concede a su Iglesia, y una manifestación de gratitud, al mismo tiempo, hacia el nuevo beato, por la huella profunda que ha dejado en nuestras vidas.
Ha sido una huella de amor a Dios y de amor a los demás, propia de un hombre que sabía querer. Era una persona cercana, de carácter humilde y sencillo, con una sonrisa permanente y una extraordinaria capacidad −que nacía de su corazón identificado con Cristo− para comprender, disculpar y perdonar. Era un hombre de paz que transmitía paz, y que, como recordaba el Papa Francisco, «supo conjugar una intensa vida espiritual fundada sobre la fiel adhesión a la roca que es Cristo, con un generoso empeño apostólico que lo convirtió en un peregrino por los cinco continentes, siguiendo las huellas de san Josemaría».
Fijó definitivamente su residencia en Roma en 1946, junto con san Josemaría, tres años después de ser ordenado sacerdote; y poco tiempo después la Santa Sede comenzó a encomendarle diversos trabajos y tareas en servicio de la Iglesia Universal. Entre ellas destaca su labor como secretario de la Comisión Conciliar sobre la vida y ministerio de los sacerdotes en la Iglesia y en el mundo.
Fueron años de trabajo intenso en las que su jornada laboral terminaba, con frecuencia, bastante después de la media noche. Gracias a su serenidad de espíritu y a su visión sobrenatural, reforzadas por su larga convivencia con san Josemaría, los miembros y peritos de aquella Comisión pudimos trabajar con paz y eficacia en la elaboración de aquel texto, que fue sufriendo, a lo largo de las sesiones del Concilio, las consecuencias de varios cambios metodológicos y de numerosas contraposiciones doctrinales. El nuevo beato nos ayudó a afrontarlas, infundiéndonos en todo momento paz, sosiego y visión sobrenatural.
Como conocen bien los estudiosos del Concilio, durante un primer periodo nuestra Comisión estuvo elaborando las propuestas que nos habían solicitado, en torno a la identidad del sacerdote, y a las exigencias y características del sacerdocio; pero cuando la Plenaria del Concilio las leyó consideró que esas cuestiones relevantes requerían la elaboración de un documento de mayor envergadura: en concreto, de un Decreto conciliar.
Ese cambio de enfoque supuso para todos un gran esfuerzo de trabajo, que recayó en buena medida sobre los hombros de don Álvaro. El nuevo beato empezó a coordinar las aportaciones de los treinta miembros y de los cuarenta peritos o expertos que formaban parte de la Comisión en el sentido que nos habían indicado y gracias a su aliento sereno se pudo elaborar nuevo texto en unos plazos que parecían casi imposibles de cumplir. Ese fue el origen del Decreto Presbyterorum ordinis, que tuvo una acogida casi plebiscitaria en el Aula Conciliar: 2.394 padres votaron a favor y solo cuatro en contra. En ese decreto se perfilan los rasgos fundamentales del sacerdote, su identidad y su misión en la Iglesia.
Cuando finalizó el Concilio, los sucesivos pontífices le fueron confiando nuevos encargos. Hoy veneramos a muchos de ellos en los altares, como san Juan XXIII y san Juan Pablo II. Y dentro de pocas semanas será beatificado Pablo VI, que tuvo, al igual que los papas anteriores, una relación de mutua amistad confianza y estima con el nuevo beato.
Hace pocas semanas, mientras conversaba con Benedicto XVI en su retiro en el monasterio de los jardines vaticanos, estuvimos hablando de don Álvaro. Al referirse a su próxima beatificación, me dijo: «¡Qué alegría! Le tuve como colaborador durante años, como Consultor en la Congregación para la Doctrina de la Fe: ¡Qué buen ejemplo para todos nosotros!».
Álvaro del Portillo fue un pastor que ayudó a miles de personas, sacerdotes y laicos, a descubrir su vocación a la santidad en la Iglesia; un sacerdote, y más tarde un obispo, fidelísimo al Papa y a san Josemaría, que llevó la buena nueva del Evangelio a los cinco continentes.
Uno de mis recuerdos entrañables data de la fiesta de la Epifanía de 1991, en la que recibimos la ordenación episcopal de manos de san Juan Pablo II. Monseñor del Portillo era el de más edad entre nosotros y a los 76 años una serie de partes de la ceremonia le suponían un particular esfuerzo, como la postración física, mientras se invoca la intercesión de los santos. Recuerdo que vivió aquella ceremonia con gran entereza física y un recogimiento muy singular, que impresionaba. Al concluir nos comentó que le había pedido al Señor la virtud de la fidelidad.
Me fijé en su expresión mientras el Papa nos hacía las preguntas del ritual, en las que los ordenandos íbamos mostrando nuestra voluntad de asumir plenamente las obligaciones propias del ministerio episcopal. Don Álvaro estaba sereno y respondía a cada pregunta de forma clara firme: «Sí, lo quiero».
Pensé entonces, como escribí en una ocasión, que estas tres palabras compendian toda su vida. En cierto modo constituyen una biografía resumida de su existencia: «Sí, lo quiero». Su vida fue un sí continuo a los requerimientos de Dios. Un sí que ahora celebra la Iglesia, gozosa por contar con un nuevo intercesor en el Cielo. Beato Álvaro del Portillo: ruega por nosotros.
Julián Herranz, Cardenal
Introducción a la serie sobre “Perdón, la reconciliación y la Justicia Restaurativa” |
San Josemaría, maestro de perdón (1ª parte) |
Aprender a perdonar |
Verdad y libertad |
El Magisterio Pontificio sobre el Rosario y la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae |
El marco moral y el sentido del amor humano |
¿Qué es la Justicia Restaurativa? |
“Combate, cercanía, misión” (6): «Más grande que tu corazón»: Contrición y reconciliación |
Combate, cercanía, misión (5): «No te soltaré hasta que me bendigas»: la oración contemplativa |
Combate, cercanía, misión (4) «No entristezcáis al Espíritu Santo» La tibieza |
Combate, cercanía, misión (3): Todo es nuestro y todo es de Dios |
Combate, cercanía, misión (2): «Se hace camino al andar» |
Combate, cercanía, misión I: «Elige la Vida» |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía II |
La intervención estatal, la regulación económica y el poder de policía I |