El médico, y cualquier persona con rectitud de intención, sabe que ni el aborto ni la eutanasia son, ni serán nunca, actos médicos
El médico, y cualquier persona con rectitud de intención, sabe que ni el aborto ni la eutanasia son, ni serán nunca, actos médicos
Ronald Dworkin, filósofo del derecho estadounidense, escribía en 1994 “El aborto está lacerando a Estados Unidos, está distorsionando su política y creando confusión en su derecho constitucional”. Esta confusión ante el aborto se ha extendido por la civilización actual, surgiendo dos posiciones contrarias. Para unos, el hijo vale en tanto la madre lo desea; para otros, su vida es la vida de un nuevo hombre y siempre debe ser respetada. Así, el niño engendrado y no nacido se ha convertido en un signo moderno de contradicción que divide y enfrenta a los partidos políticos y a la sociedad. Hoy, este enfrentamiento a nivel político, social y cultural −una verdadera guerra sin fuego− por los niños no nacidos se produce no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo.
En nuestro país, la propuesta de reforma de la ley del aborto del ya ex-ministro de justicia Alberto Ruiz Gallardón volvió a abrir el debate. En el año 1985, el gobierno de Felipe González despenalizó el aborto en tres supuestos. Permitía abortar: a) sin límite de semanas si había riesgo para la salud de la madre; b) en caso de malformación del feto hasta las 22 semanas; y c) por violación hasta las 12 semanas. En los dos primeros casos hacía falta un informe médico y en el tercero, una denuncia. Esta ley fue la que abrió la puerta al aborto legal y se convirtió en un enorme coladero, por la falta de control de las autoridades pertinentes. No hubo nunca voluntad política de control. A la par, surgieron focos privados de lucro en torno al aborto cuya fama traspasó las fronteras. El resultado fue una banalización del aborto en todas las edades y en todas las situaciones imaginables. Fue la denuncia del grupo e-cristians en noviembre de 2007 la que destapó el fraude, y llevó a la respuesta del Gobierno de Zapatero: la llamada “ley Aído”, que convirtió el aborto en un supuesto derecho de la mujer, y libre hasta las 14 semanas.
La evolución de las leyes en estos últimos años nos muestra cómo el estado constitucional democrático tiene la posibilidad y el poder de no reconocer el derecho a la vida y la tutela de los no nacidos y nos ha demostrado que el derecho a la vida depende de una voluntad política, que varía según el partido en el Gobierno. Martin Rhonheimer explica que “no es la democracia la que origina el problema, sino más bien los mecanismos y las personas que forman la opinión pública” (Derecho a la vida en el Estado Moderno, Rialp 1998, pàg. 102). Este autor identifica el problema del aborto en una falta de formación humana y cultural, que sólo indirectamente pasa a ser un problema de las instituciones democráticas. Debemos reflexionar seriamente sobre qué hace que una persona niegue la condición humana de los no nacidos y cómo y por qué hemos llegado hasta aquí, comprometiendo el futuro de la humanidad por el aborto.
No hay un debate informado con voz igualitaria para ambas posturas. Algunas asociaciones científicas independientes recurren a los manifiestos, que apenas alcanzan un leve eco en Internet. Se parte del aborto como un derecho de la mujer, sin mencionar la vida del niño. El deseo −algo tan cambiante e inestable como el deseo− se ha convertido en fundamento de derecho.
Existe una estadística muy llamativa que recogió el Informe sobre la Interrupción de la Gestación que realizó el Comité Consultivo de la Generalitat de Catalunya (CCBC) en 2008 con datos de 2006. De las cifras totales declaradas de abortos, solamente el 2,51% se realizaron en la red pública, los 99.044 restantes fueron realizados en clínicas privadas. Las cifras de 2012 siguen mostrando que el 93,51% de los abortos se llevaron a cabo en centros privados, frente al 6,48% en medios hospitalarios. Es evidente que en los centros públicos los profesionales actúan desde el compromiso por el respeto a la vida y a los enfermos.
Desde Hipócrates el médico se compromete a procurar el bien de su paciente: “Aplicaré mis tratamientos para beneficio de los enfermos; del mismo modo, nunca proporcionaré a mujer alguna un pesario abortivo”. Bajo el cristianismo, esta declaración de principios adquiere una nueva dimensión: “Tendré el máximo respeto a toda vida humana desde el momento de la fecundación hasta el de la muerte natural, y rechazaré el aborto que destruye intencionadamente una vida humana única e irrepetible”. El médico, y cualquier persona con rectitud de intención, sabe que ni el aborto ni la eutanasia son, ni serán nunca, actos médicos. Por el contrario, son actos homicidas que en su intención y con sus medios específicos, ya sean quirúrgicos o químicos, buscan la muerte de un hombre no nacido o moribundo. Hay una voluntad explícita de matar. Las leyes aspirarán a regular esta práctica brutal que es el aborto, pero por encima está la verdad despojada de ideología, que nos muestra una vida humana, incipiente e indefensa que nos interpela a todos.