Un pequeño grupo de hombres y de mujeres reciben al Espíritu Santo, Dios con nosotros, y cambian ellos y se lanzan a cambiar el mundo
Entre los “Momentos estelares de la humanidad” −título algo pretencioso, ciertamente− recogidos por Stefan Zweig en su libro, no aparece ni mencionado siquiera. Tampoco he visto que los historiadores de Roma le hayan prestado mayor atención. Ni siquiera Spengler, Toynbee, y otros conocidos pensadores de la historia han parado en este acontecimiento su atención.
Y es lógico. ¿Qué interés puede tener una reunión de un grupo de hombres y mujeres, que apenas pasan de ser algo más de ciento diez personas, en una Jerusalén dominada por las centurias romanas? Y, sin embargo, Pentecostés es el acontecimiento que más huella ha dejado, y seguirá dejando, en la historia de los hombres sobre la tierra.
¿Por qué?
Ante la persona de Cristo, Dios y hombre verdadero, más de uno ha intentado hacerse con la figura humana y olvidar la divina; han pretendido adaptarlo a la cultura reinante en una época. Se ha hablado del Cristo histórico y del Cristo de la Fe, queriendo separar uno del otro, estudiarlos también por separado, y en definitiva vaciar de sentido al Jesucristo real, Dios y hombre verdadero.
Con Pentecostés no se pueden hacer estos malabarismos de interpretaciones: se acepta o no se acepta. Si se acepta, se comienza a entender la realidad de la Iglesia, la realidad de la primera evangelización, la realidad de la presencia de la Iglesia en todo el mundo.
Si no se acepta, la historia se vuelve del todo incomprensible, y el hombre también.
Los historiadores suelen ser reacios a admitir que la historia de los hombres no la manejamos, ni sola ni principalmente, los hombres. Buscan causas, coincidencias, motivaciones para explicar el porqué de una guerra, de un descubrimiento, de una gran aventura de civilización, etc. Y con su aptitud, intentan dar a todos los hechos de los hombres una explicación económica, casual, del azar, o una pura dialéctica de poder político, que viene a ser lo mismo que poder militar. Explicaciones que no dejan satisfechos a nadie, ni al que las inventa.
Al historiador, y con él, a no pocos hombres, le cuesta, y no están dispuestos a admitir, la presencia de Dios en la historia. No lo quieren admitir en el origen del mundo, y no saben, por tanto, para qué existe este mundo; no lo quieren admitir en la historia de las civilizaciones, de las naciones, de los imperios, y se encuentran la historia convertida sencillamente en una lucha de poderes sin el más mínimo sentido.
Y si acaso vislumbran el caminar del hombre siglo tras siglo como un camino hacia la libertad, no llegan a explicar qué es la libertad, que sentido da a la vida la libertad; y acaban afirmando la propia libertad y negando la de los demás. Ejemplos sobreabundan, y no solamente en el siglo XX.
Pentecostés: Un pequeño grupo de hombres y de mujeres reciben al Espíritu Santo, Dios con nosotros, y cambian ellos y se lanzan a cambiar el mundo. Al lado de los que le escuchan y les siguen, y se bautizan, se habrán encontrado con personas que nos les hacen el mínimo caso, que siguen caminando tranquilamente hacia sus negocios. Ellos siguen adelante; llegan a Roma, llegan a toda Europa, llegan al mundo.
Pentecostés. Hecho único en la historia de los hombres. La irrupción del Espíritu Santo, Dios con nosotros, “el amor derramado en el corazón de los hombres”, pasa inadvertido. A nadie se le ocurre pensar la transcendencia de lo que está ocurriendo aquel día en Jerusalén. Dios se hace presente de manera definitiva en la historia de los hombres, y aquí se queda.
Los hombres contaremos o no con Él en el momento de construir un “mundo mejor”, un “futuro”. Cuando no hemos contado con Él, y nos hemos querido quedar solos, hemos cometido las peores injusticias y crímenes los unos contra los otros. Y no me refiero sólo a los campos de concentración y de eliminación masiva en Europa y Asia; pienso también en ese campo de exterminación masiva extendido por todo el mundo que es el aborto.
Alguno ha vuelto a comentar su increencia porque “Dios y Auschwitz son incompatibles, ahí hay algo que no concuerda”. De esto escribiré otro día. Ahora, en Pentecostés −noticia siempre actual en la historia de los hombres− confieso que yo sí creo en Dios, que con su Espíritu Santo, nos ayuda a salir de todos los auschwitz, gulags, abortos, que en nuestra maldad fabricamos libremente los hombres.
Ernesto Juliá Díaz
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