Puesto que los jóvenes son muy sensibles emocionalmente conviene −me parece− ahorrar siempre los detalles que puedan alimentar su rencor, pues eso es envenenarles la vida
Uno de los temas que más ha llamado mi atención en los últimos años es el perdón y el olvido. Es una cuestión que me parece cada vez más importante, quizá por la edad o por haber vivido de cerca el terrorismo. Conviene perdonar, pero no es razonable olvidar. Con relativa frecuencia se oye la expresión “perdono, pero no olvido”; por el tono empleado suelo quedarme con la impresión de que la persona que dice eso no ha podido perdonar realmente, pues su corazón sigue lleno de rencor. Olvidar no es un acto voluntario, perdonar sí.
En verano de 1995 tuve ocasión de visitar Killary Harbour, en Connemara, Irlanda, una solitaria bahía en la que mi admirado Ludwig Wittgenstein −uno de los más profundos pensadores del siglo XX− había estado unos meses en 1948 para recuperarse de una crisis nerviosa. Para preparar mi visita había leído la formidable biografía suya escrita por Ray Monk. En ella describía su tenor de vida en aquel paraje abandonado y mencionaba algunas dificultades que había tenido con su único vecino Mortimer por los ladridos de un perro.
Cuando llegué al lugar con mi amigo Seamus Grimes me deprimió comprobar que la cabaña de Wittgenstein había sido convertida en un bullicioso albergue juvenil en el que una pequeña placa a la entrada recordaba la estancia allí del filósofo. Como no quedaba ningún otro rastro, di una pequeña vuelta alrededor. En la única casa próxima vi, apoyado en el quicio de la puerta, a un hombre ya mayor y me acerqué a preguntarle por Wittgenstein: “¡Estaba totalmente loco! −me espetó con voz fuerte−. ¡El perro ladraba para proteger del zorro a las ovejas. Cruzaba mis tierras y mis sembrados. Después de muerto él, los hombres hemos llegado a la luna!”. Le pregunté: “¿Es usted Mortimer?”. “Sí, soy Mortimer ¿qué pasa?”, me replicó. Realmente me impresionó muchísimo comprobar cómo Mortimer hablaba de su conflicto con Wittgenstein como si hubiera sucedido el día anterior. ¡El rencor hacía presente en su corazón unos hechos ocurridos 47 años antes!
Venía este recuerdo a mi cabeza al leer un reciente artículo de Eric Lichtblauen el New York Times sobre las tareas de documentación de todos los guetos, campos de concentración, de exterminio o de trabajos forzados que los nazis establecieron en toda Europa (¡en total más de 42.500!). Llamó mi atención el comentario de Henry Greenbaum, superviviente de seis campos de concentración: “Todo debe ser documentado. Esto es muy importante. Intentemos explicarlo a los jóvenes de modo que lo conozcan y ellos lo recordarán”. Estas palabras trajeron a mi memoria, como en contraste, lo que me explicó en Jerusalén hace unos pocos años un hijo de Jacques Stroumsa, “el violinista de Auschwitz”, cuando descubrí en la biblioteca de su casa una estantería con todos los libros de Primo Levi y otros supervivientes del Holocausto. Su padre −que tantas penalidades había padecido− no había contado nada a sus hijos hasta la edad adulta: “No quiso amargarnos la vida −me explicaba con gratitud Guy Stroumsa− educándonos en el odio”. De hecho solo cuando sus hijos ya eran mayores se decidió a publicar sus memorias.
¿Qué enseñar a las nuevas generaciones de las atrocidades de nuestra guerra civil, de las guerras mundiales, de los terrorismos de todo signo? ¿Y cómo hacerlo? Puesto que los jóvenes son muy sensibles emocionalmente conviene −me parece− ahorrar siempre los detalles que puedan alimentar su rencor, pues eso es envenenarles la vida. Al final de su Trilogía de Auschwitz, Levi concluye que “conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también”. Sin embargo, esto no significa que debamos educar a las nuevas generaciones en el odio, todo lo contrario.
No debemos olvidar, pero, sobre todo, debemos enseñar a perdonar. “Perdonar significa −escribió Jutta Burggraf− renunciar a la venganza y al odio”. Y eso implica una manera de comprender el pasado que disculpa a las personas y a sus equivocaciones, por atroces que hayan sido. “Perdónalos porque no saben lo que hacen”, exclama Jesús en la Cruz, pero su cuerpo resucitado guarda memoria de la crueldad de sus verdugos.