Se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz (Flp 2, 8)
El título de este artículo lo he tomado de una homilía del Papa Benedicto XVI. La frase revela una verdad de fe y es bien llamativa, porque colocar a Dios haciendo fila entre pecadores no es noticia de todos los días, y ni siquiera de uno solo. Sin embargo, eso aconteció en un momento preciso de la historia: cuando Jesús fue al río Jordán para ser bautizado por Juan. Aquel era un bautismo de penitencia y cuantos acudían a recibirlo lo hacían “confesando sus pecados”, como escribe san Mateo. Por tanto, que Jesús -la mismísima Santidad en persona por ser Dios-, se colocara entre los pecadores como si fuera uno más, es algo que rompe todos los esquemas y requiere un esclarecimiento; estamos ante un paradójico misterio porque es en sí mismo luminoso, y precisamente el primero de los cinco así llamados “luminosos” en el rosario.
Benedicto XVI usó dos veces esa expresión -Jesús en la fila de los pecadores-, en la homilía pronunciada al administrar el bautismo a un grupo de 21 niños. Citaré textualmente los dos pasajes, pues abordan directamente este misterio y arrojan ya algunas luces. El Papa comenzaba por recordar la misma extrañeza de Juan, como recoge el Evangelio:
“Cuando Juan Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, va para que lo bautice, se sorprende; al reconocer en él al Mesías, al Santo de Dios, a aquel que no tenía pecado, Juan manifiesta su desconcierto: él mismo, el que bautizaba, habría querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús lo exhorta a no oponer resistencia, a aceptar realizar este acto, para hacer lo que es conveniente para ‘cumplir toda justicia’. Con esta expresión Jesús manifiesta que vino al mundo para hacer la voluntad de Aquel que lo mandó, para realizar todo lo que el Padre le pide; aceptó hacerse hombre para obedecer al Padre.” (Benedicto XVI, Homilía, Capilla Sixtina, 9-I-2011)
Con ese gesto, Jesús se revela como Hijo del Padre que, al encarnarse y hacerse como uno de nosotros, se ha solidarizado con nuestra condición de pecadores, aunque no con el pecado mismo. Esa fue la voluntad del Padre y la suya propia: asumir como si hubieran sido cometidos por él, todos los pecados de la humanidad -y por tanto los de cada uno de nosotros-, para repararlos ante el Padre ofreciéndose a sí mismo como Víctima sacrificial en la Cruz. Su bautismo en el Jordán, con la humillación amorosa que supuso, fue ya un anticipo de la que ofreció tres años más tarde en el Calvario. Por eso, proseguía Benedicto XVI:
“Este gesto (del Jordán) revela ante todo quién es Jesús: el Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre; es aquel que ‘se rebajó’ para hacerse uno de nosotros, aquel que se hizo hombre y aceptó humillarse hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 7). El bautismo de Jesús, que hoy recordamos, se sitúa en esta lógica de la humildad y de la solidaridad: es el gesto de quien quiere hacerse en todo uno de nosotros y se pone realmente en la fila con los pecadores; él, que no tiene pecado, deja que lo traten como pecador (cf. 2Co 5, 21), para cargar sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, también de nuestra culpa”.
El Bautista, en efecto, presentará al Señor como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29): estas palabras apuntan a Jesús sacrificado en la Cruz por nuestra salvación. Con todo, apenas hemos hecho sino esbozar mínimamente, la inmensa riqueza teológica y espiritual del bautismo del Señor. Por razones de espacio, solo explicaré con breves consideraciones y en apretada síntesis, el simbolismo del “agua” por lo que mira a su eficacia sacramental con que Cristo la dotó, con vistas a nuestro bautismo. Lo hizo anticipadamente en el Jordán, y de modo pleno y definitivo en la Cruz, cuando la lanzada del centurión traspasó su costado, “y al instante brotó sangre y agua”, como escribe san Juan, “que lo vio y da testimonio” (Jn 19, 34-35).
Cristo al ser bautizado quiso dotar de poder santificador al agua del Jordán, en contacto con su santísimo cuerpo. El agua que, de suyo, tiene la virtud de limpiar la suciedad corporal, adquirió por la intencionalidad de Cristo -unida a la del Padre y a la del Espíritu-, la virtud de limpiar el pecado original y cuantos pecados tuvieran quienes reciben este sacramento.
Con todo, el agua adquirió su plena eficacia sacramental en el Calvario, porque lo realizado por Jesús en su bautismo fue -según queda dicho- como un anticipo de su amor y humillación que culminaron en la Cruz, cuando colocado también entre pecadores, oímos su ruego por la entera humanidad: “Padre, perdónales” (Lc 23, 34). Y poco después de expirar, el agua que manó de su costado lo hizo ya con toda la infinita fuerza de su amor divino y humano, y también con la eficacia del amor del Espíritu Santo con el que el Padre había ungido a su Hijo al encarnarse en el seno de María. Así lo enseña el Catecismo:
“En su Pascua, Cristo abrió a todos los hombres las fuentes del bautismo. En efecto, había hablado ya de su pasión que iba a sufrir en Jerusalén como de un ‘Bautismo’ con que debía ser bautizado (Mc 10, 38; cf Lc 12, 50). La sangre y el agua que brotaron del costado de Jesús crucificado son figuras del Bautismo y de la Eucaristía, sacramentos de la vida nueva (cf Jn 1, 6-8): desde entonces es posible ‘nacer del agua y del Espíritu’ para entrar en el Reino de Dios’ (Jn 3, 5).” (Catecismo, n. 1225).
El Espíritu Santo que Dios Padre envió y se manifestó en forma de paloma sobre la cabeza de Jesús en el Jordán, tiene el mismo protagonismo en el bautismo cristiano. Hasta ocho símbolos naturales se le asignan al Espíritu, y el primero de todos es el agua, según el Catecismo: “El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento (…) a la vida divina, que se nos da en el Espíritu Santo. Pero ‘bautizados en un solo Espíritu’, también ‘hemos bebido de un solo Espíritu’ (1Co 12, 13): el Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado (cf Jn 19, 34; 1Jn 5, 8) como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna” (Catecismo, n. 694).
Por el bautismo cristiano se reciben así todas las riquezas de la Trinidad divina, que el amor de Cristo nos alcanzó con su pasión, muerte y resurrección, como también enseña el Catecismo, pues: “por el Bautismo el creyente participa en la muerte de Cristo; es sepultado y resucita con Él. (…) Los bautizados se han ‘revestido de Cristo’ (Ga 3, 27). Por el Espíritu Santo, el Bautismo es un baño que purifica, santifica y justifica (cf 1Co 6, 11; 1Co 12, 13)” (Catecismo, n. 1227).
Para concluir, me permito testimoniar la íntima alegría que he tenido hace una semana, al bautizar a una niña de nueve años. Al considerar los tesoros divinos de este sacramento, me apenaba también la actitud de aquellos padres que, por falta de una fe viva, se muestran indiferentes o retrasan el bautismo de sus hijos. Buen reto apostólico para difundir su importancia, porque nos comunica participar en la misma vida divina como hijos de Dios-Padre, hermanos en Cristo y templos del Espíritu Santo.