La figura de los Reyes Magos y su presencia en la historia viene como anillo al dedo para hacerlos protagonistas ejemplares del Jubileo de este año 2025, cuyo lema es: “Peregrinos de la esperanza”. Con la apertura de la “Puerta santa” por el papa Francisco, en la noche de Navidad, quedaba inaugurado este año jubilar.
Para situar a posibles lectores menos familiarizados con este evento religioso, diré en apretada síntesis en qué consiste. La Iglesia católica, con una tradición que hunde sus raíces en el Antiguo Testamento, acude al concepto del término “Jubileo” para instituir años especiales que miran al perdón y a la reconciliación. En su sentido más hondo, estas dos palabras “perdón” y “reconciliación” tienen su referencia última en Dios, que es quien otorga el perdón de nuestros pecados, y con quien nos reconciliamos, alcanzando la paz. En un sentido más amplio, el perdón y la reconciliación también son aplicables a la convivencia entre todas las personas que, como hijos de Dios y hermanos en Cristo, debemos perdonarnos unos a otros: ser perdonados y otorgar nuestro perdón.
Pues bien, porqué ¿“peregrinos de la esperanza”? Porque al mirar la situación del mundo, tan masacrada por innumerables desgracias -desde los desastres naturales, hasta las más graves y dolorosas provocadas por el odio y la soberbia humanos, fuente de enfrentamientos fratricidas-, el papa Francisco ha hecho esta llamada universal al perdón y a la reconciliación. Una llamada a ser cada uno de nosotros peregrino de esa esperanza de paz verdadera, solo posible si media el mutuo perdón reconciliador.
El sentido y finalidad del Jubileo lo muestra gráficamente, en su dimensión más religiosa y trascendente, el logo adoptado. Representa cuatro figuras fraternas, estilizadas y revestidas por cuatro diferentes colores: rojo, naranja, verde y azul. El rojo simboliza el amor y el don de sí que realizó Jesús en la Cruz, ofreciendo su vida por toda la humanidad; simboliza también el fuego del Espíritu Santo que anima a los cristianos a seguir el ejemplo de Cristo. El color naranja expresa la luz de la fe que ilumina el caminar alegre y vivaz del peregrino. El verde, color tradicional como símbolo de esperanza, invita a mantenerla siempre despierta hasta llegar a su última meta que es Dios. Y finalmente, el azul que, simbolizando la paz y descanso alcanzados por el peregrino con la posesión del Amor de Dios, le recuerda precisamente esa meta del Cielo y le invita, en esta vida, a la oración y a elevar su mirada a lo alto.
Último e importantísimo elemento del logo: la Cruz de Cristo, máximo símbolo de su amor, a la que se aferra el primer peregrino vestido de rojo. No es una cruz recta sino curvada hacia la entera humanidad, como queriendo abrazarnos a cada uno en el amor de su perdón redentor. De ahí también que el pie de la cruz tenga forma de ancla -elemento de seguridad y sujeción en los barcos-, usada como metáfora de firmeza y salvación: la que siempre nos da Cristo, especialmente en las tempestuosas borrascas de nuestra existencia. Por eso, unos trazos azules en la parte inferior del logo simbolizan las olas del mar de la vida.
En el referido escenario del Jubileo me he permitido introducir a los Reyes Magos como protagonistas; y, más aún, añadiría, protagonistas ejemplares. Razones de espacio me impiden desarrollar más ampliamente los motivos de esta elección de los Magos como modelos de esperanza cristiana.
En la historia que vivieron los Reyes Magos resaltan las tres virtudes figuradas en los colores del logo y entrelazadas al unísono. El Evangelio refiere que llegaron a Jerusalén, preguntando: “¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarlo” (Mt 2, 2). Recibieron, acogiéndola, una llamada de Dios a través de un signo del libro de la creación: aquella estrella tuvo para ellos un brillo especial, análogo al de la luz de la fe cuando nos es presentada con motivos de credibilidad. Les hizo saber que el Dios de los judíos, también los esperaba a ellos, aunque no pertenecieran al pueblo escogido, porque Dios ha nacido para todos, sin distinción de razas ni lenguas de tipo alguno.
Junto con la fe, la virtud del amor los puso en camino, para contemplar y rebosar de felicidad ante un Niño que también lo sabían Dios, porque solo a Dios cabe adoración; y este fue el motivo que dieron al preguntar en Jerusalén por el lugar concreto del nacimiento; estaban haciendo un larguísimo viaje solo con ese fin: adorarlo.
Por último y estrechamente unida a la fe y el amor, la virtud objeto precisamente del Jubileo: la esperanza. Ya señalé que el gozo del encuentro con Dios, como meta final de la vida, es característica de la esperanza. Con razón enseña el Catecismo de la Iglesia que esta virtud “corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre”. Esto es así porque nada de todo lo bueno de este mundo deja de tener su correlación y raigambre en el amor de Dios en el Cielo. Por eso, el anhelo esperanzado de felicidad, prosigue diciendo el Catecismo, “asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la felicidad eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad” (Catecismo, n. 1818).
Los Reyes peregrinos en ningún momento de su largo viaje se desanimaron de alcanzar al fin. Volviendo ahora a nuestro caminar terreno, es necesario precisar que todo lo dicho hasta aquí, con referencias esencialmente religiosas y trascendentes, quedaría en nada -absolutamente en nada, recalco-, si no nos llevase aquí abajo, a la construcción de un mundo mejor, ausente de odios y luchas fratricidas; si no condujera al bien común, mencionado en el Catecismo de la Iglesia hasta más de sesenta veces, prueba de que la vida cristiana debe estar presente “hasta las cejas” en las vicisitudes de este mundo. Un bien común, señala el Catecismo, que “es preciso entender como ‘el conjunto de aquellas condiciones de la vida social que permiten a los grupos y a cada uno de sus miembros conseguir más plena y fácilmente su propia perfección’ (GS 26,1; cf GS 74,1). El bien común afecta a la vida de todos. Exige la prudencia por parte de cada uno, y más aún por la de aquellos que ejercen la autoridad.”
Con el Jubileo de 2025 el papa Francisco hace una llamada a la entera humanidad para deponer todo motivo de discordias y enfrentamientos, empeñándonos llenos de esperanza en alcanzar metas de paz y concordia social. Metas terrenas, ciertamente, pero por todo lo dicho hasta aquí, inseparables y anticipadoras de la unión con las tres personas divinas, en la paz y felicidad eternas del Cielo.