Zenit.org (Entrevista de Rocío Lancho García)
En último término la tensión ciencia-fe debe resolverse a nivel de la propia persona y es ahí donde la conciencia propia y la coherencia sincera juegan el papel fundamental
Rafael A. Martínez es profesor de Filosofía de la Ciencia en la Facultad de Filosofía de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, Roma, de la que es actualmente decano. Físico y filósofo, se ocupa de la evolución de los conceptos científicos y de la historia de las relaciones entre ciencia y religión.
La investigación realizada con M. Artigas en los archivos del Índice y del Santo Oficio llevó a la publicación de un manuscrito inédito relacionado con el caso Galileo (Acta Philosophica 10 [2001], pp. 198-272), y de un estudio −también con Th. F. Glick− sobre la primera reacción del Vaticano a la teoría de la evolución: Negotiating Darwin. The Vatican Confronts Evolution 1877-1902 (Johns Hopkins U.P, Baltimore 2006).
Ha publicado en Investigación y Ciencia, edición española de ‘Scientific American’, un artículo sobre Ciencia, filosofía y teología en el proceso a Galileo (394, julio 2009, pp. 60-67). Junto con G. Auletta y M. Leclerc ha publicado las actas del congreso celebrado en Roma en el Año de Darwin: Biological Evolution. Facts And Theories. A Critical Appraisal 150 Years After “The Origin of Species” (G&B Press, Roma 2011).
En una entrevista concedida a ZENIT habla del diálogo fe-ciencia, de los encuentros y desencuentros entre estos ámbitos del conocimiento, de fe y razón, de la tan traída y llevada teoría de la evolución y muchos otros temas de candente actualidad.
Una de las propuestas del Sínodo celebrado en octubre pasado habla del diálogo entre ciencia y fe como un campo vital para la nueva evangelización. ¿Qué prácticas pueden aplicarse para que este diálogo contribuya a la nueva evangelización?
A pesar de que la Iglesia siempre ha sostenido que fe y razón, incluida la ciencia, son plenamente compatibles, sigue siendo frecuente que se presente la ciencia como algo que haría innecesaria o incluso imposible la fe. La evangelización requiere hoy comprender de qué modo la fe nos habla del mundo.
Lo hace en una dimensión distinta, pero acorde con todo lo que conocemos de la realidad a través de la ciencia: acerca de su origen, su evolución, lo específico del ser humano, como su capacidad de poseer un conocimiento teórico, su capacidad de amar, su libertad.
Y esto requiere una cierta familiaridad con el conocimiento científico actual: no dejarse llevar solamente por los lugares comunes, tan frecuentes en la educación y en los medios de difusión. Y requiere también profundizar en el contenido de la fe: evitar presentarla de modo ingenuo, como si se tratase de “otra respuesta” a los problemas que se plantea la ciencia. La fe no quiere ser “otra ciencia”, sino algo que para el creyente da sentido a su existencia y a su relación con el mundo (que también incluye, necesariamente, la ciencia).
¿Existe un conflicto entre el conocimiento científico y la fe religiosa?
No, no puede existir ningún conflicto. San Agustín y Galileo recuerdan que tanto la naturaleza como la revelación tienen un mismo Autor. Leyendo la naturaleza descubro las maravillas de la creación, que siempre nos supera, pero que manifiesta una racionalidad profunda extraordinaria.
Esta es la fuente de la belleza que ha llenado siempre de asombro y de entusiasmo a los científicos: Einstein es uno de los casos más conocidos. Y en muchos otros casos, ese asombro lleva a una fe religiosa profunda. La fe, en cambio, me ayuda a descubrir el significado trascendente de esa misma realidad.
Sin una visión más amplia, el científico mismo puede sentirse perdido y carente de sentido en medio de ese mundo asombroso que la ciencia le hace descubrir. De hecho, el científico nunca se resigna a quedarse encerrado en un mundo puramente intelectual: necesita encuadrarlo en su vida personal, en su relación con los demás, en sus afectos, en sus proyectos.
La ciencia es ante todo una actividad humana, y el científico debe necesariamente armonizarla con su vida, si no quiere caer en un cierto desequilibrio. Para el creyente esa visión armónica alcanza su pleno significado en la fe. Y hay que recordar que a lo largo de la historia ese ha sido el caso de la mayor parte de los grandes científicos.
¿Se puede explicar la fe de una forma racional?
Por supuesto, la fe cristiana siempre se ha presentado como una fe racional, como tantas veces lo ha repetido Benedicto XVI. En una conferencia que pronunció en la Sorbona en 1999, cuando era todavía el cardenal Ratzinger, sostenía que la fe cristiana es la opción por la prioridad de la razón y de lo racional, frente a otras opciones que acaban siempre despreciando la razón.
Entre ellas incluía algunos intentos de explicar radicalmente el mundo que acaban por reducir la realidad al caso irracional. Se trata en realidad de ideologías pseudocientíficas, que buscan justificaciones puramente nominales. Decir que el mundo es así “porqué podría ser de cualquier manera” es no decir en realidad nada. La fe cristiana es una respuesta que pone ante todo el primado del “logos”, de la racionalidad de Dios como amor creador.
Ciertamente esto no quiere decir que el contenido de la fe sea demostrable a partir de la razón o de datos empíricos. Lo que sí es demostrable es su racionalidad. Pero para ello hay que evitar reducir la razón a un tipo particular de racionalidad. Si se considera que “racional” es “equivalente” a aplicar el método científico-experimental, resultaría difícil percibir la racionalidad no sólo de la fe sino de muchos otros aspectos de la razón humana.
Pero esa postura es hoy totalmente insostenible: la epistemología contemporánea ha mostrado claramente cómo la misma racionalidad de la ciencia experimental, con toda su capacidad de éxito y su rigor, requiere un uso más amplio de la razón para hallar un fundamento sólido, y comprender su misma racionalidad.
Werner Arber habló en el Sínodo sobre el relato del Génesis como una secuencia lógica compatible con la evolución, ¿Es posible creer en el relato del Génesis y admitir la teoría de la evolución?
Si, desde luego, podemos creer en lo que Dios nos revela en el Génesis y admitir la realidad de la evolución biológica. Pero esto exige huir de las simplificaciones. Pienso que somos conscientes de que con frecuencia, al leer o explicar los relatos de la creación contenidos en el Génesis, se tiende a presentarlos como si se tratase de una descripción de procesos físicos y biológicos.
A veces puede tratarse sólo de un método catequético, para facilitar su comprensión. Pero quedarse sólo ahí sería un gran error, y hay que evitarlo. Porque en ese caso se puede acabar presentando a Dios como una causa puramente física. Hay que profundizar en el sentido teológico del Génesis, y exponer la doctrina de la creación de modo preciso. Dios no es un mecanismo que se pone en marcha y organiza el mundo, sino el fundamento ultimo del ser.
Pero hay que evitar también la simplificación por el otro lado, presentando la biología evolutiva como si fuera la explicación total y definitiva de la realidad. Cada vez comprendemos mejor sus mecanismos y su lógica, pero como toda teoría científica estamos ante un camino abierto. Los últimos desarrollos, por ejemplo en el campo de la biología evolutiva del desarrollo (“evo-devo”), de la epigenética, de los mecanismos simbióticos y de las convergencias en las líneas evolutivas, nos ayudan a evitar interpretaciones reductivas de la evolución.
Me refiero en particular a la célebre interpretación de Monod, tantas veces repetida, según la cual la unión de la necesidad de las leyes físico-químicas con el caso sería la única posible explicación de la realidad. Este, como cualquier otro intento de considerar la ciencia como una explicación definitiva, incapaz de ser superada, puede ser considerado sólo como un prejuicio injustificado.
¿Hubo realmente un enfrentamiento entre la Iglesia católica y la teoría de la evolución de Darwin?
No, si lo que se quiere decir con esta afirmación es que la Iglesia católica, de modo deliberado, decidiera oponerse a la teoría de Darwin y actuara en consecuencia. Sí hubo, en cambio, posiciones contrarias a la evolución por parte de unos y otros (no más en la Iglesia católica que en otras confesiones). Éstas fueron frecuentes: cualquier novedad intelectual lleva siempre consigo una cierta resistencia, ya que debe romper los moldes a que estamos acostumbrados. Y a veces se justifica con motivos religiosos lo que es simplemente el apego a un modo de ver la realidad.
Las “simplificaciones” de que hablaba antes son un ejemplo. Desde luego muchos cristianos, incluso teólogos, identificaban su fe en la creación con una serie de imágenes, en parte antropomórficas, en parte muy dependientes de una concepción del cosmos de tipo mecánico, propia del pensamiento moderno. Y la teoría de la evolución rompía estos moldes. Por otra parte, no hay que olvidar que desde el principio fue frecuente presentar la evolución como una teoría que haría innecesaria la fe religiosa. También este hecho provocó reacciones contrarias.
Pero al mismo tiempo hubo numerosos pensadores católicos, científicos, filósofos y teólogos, que vieron en la evolución una oportunidad de comprender mejor la relación entre Dios y el mundo. Esto produjo ciertas tensiones, pero la postura que adoptaron los organismos doctrinales de la Santa Sede fue de una cierta prudencia. Ni Darwin, ni ningún científico, fueron objeto de investigación. Y jamás la Santa Sede condenó públicamente la evolución.
Estamos hablando de finales del siglo XIX. En los primeros decenios del siglo XX las actitudes fueron serenándose, y se llegó a una clara distinción: desde el punto de vista de la ciencia, la Iglesia no tenía nada que decir; era suficiente que la evolución no se presentara con una interpretación de tipo materialista.
¿Cuál es la postura de la Iglesia católica frente al creacionismo?
Por creacionismo, en sentido estricto, se entiende una interpretación puramente literal de los primeros capítulos del Génesis según la cual lo que en ellos se narra sería una descripción exacta del origen y formación de la realidad material, incluyendo específicamente los organismos vivos y el ser humano.
Esta interpretación surgió en ambientes evangélicos (el llamado fundamentalismo), en el sur de los Estados Unidos, a partir de 1920, y allí adquirió gran fuerza, hasta el punto de promulgar leyes contra la enseñanza de la evolución en las escuelas y, cuando más adelante las leyes federales hicieron esto imposible, intentar que en clase de biología se dedicara el mismo tiempo a explicar la evolución y a explicar la llamada Creation Science, según la cual Dios creó hace unos seis mil años todos los organismos y especies exactamente como ahora los conocemos.
Los fósiles, por ejemplo, habrían sido creados ya como fósiles. El creacionismo sigue teniendo un cierto peso, a pesar de que sus pretensiones han sido siempre rechazadas. En los últimos veinte años parece haber sido sucedido por la llamada teoría del Diseño inteligente. Ésta no se opone al hecho de la evolución (no todos los creacionistas han sido siempre uniformes en sus ideas) pero sostiene que los datos biológicos llevan a afirmar que las leyes de la naturaleza no podrían explicar las características de los organismos vivientes, por lo que sería necesario acudir a la existencia de una inteligencia que los ha “proyectado”.
Para la doctrina católica cualquier pretensión de este tipo significa ignorar completamente el sentido de la doctrina de la creación y del concepto mismo de Dios, que no obra a través de mecanismos físico-químicos o biológicos, sino como causa última trascendente de la realidad, como fundamento último del ser de todo lo creado. Los autores católicos que proponen explicaciones creacionistas (existen algunos grupos, aunque su alcance es muy reducido), muestran una notable ignorancia del sentido de la fe en la creación que la Iglesia siempre ha confesado, desde los Padres de la Iglesia hasta el Concilio Vaticano II.
¿Por qué cree que continúan siendo polémicos los casos de Galileo o Copérnico en cuanto a su relación con la Iglesia?
Ciertos eventos adquieren un carácter “icónico”, y esto lleva a utilizarlos como símbolo para sostener una “causa”, o simplemente para evitar una reflexión más atenta. Entre ciencia y fe, o más en general, entre la racionalidad humana y la racionalidad de la fe, se dará siempre una cierta tensión. Ambas constituyen una instancia “última”, aunque en dos dimensiones distintas, pero cuya distinción a veces no percibimos suficientemente.
Pero tensión no significa necesariamente conflicto, a menos que se intente absolutizar el alcance de una y otra. Y es cierto que a veces la fe se ha expuesto de modo tal que parecía hacer innecesaria la ciencia, a pesar de que ya san Agustín ponía en guardia frente a tal peligro.
Otras veces, y quizá esto es hoy más frecuente, es la ciencia la que pretende erigirse en respuesta última. Pero en uno y otro caso el verdadero problema no es tanto que ciencia y religión entran en conflicto una con la otra, cuanto que cada una traiciona su propia identidad: la religión se transforma en mito, la ciencia pretende usurpar el papel de la fe.
Pero hay que reconocer que el uso icónico de las figuras del pasado no es siempre negativo. La referencia a Galileo aparece frecuentemente en las discusiones acerca de la evolución a finales del siglo XIX, a las que antes nos referíamos. Galileo, además de contribuir de modo extraordinario al nacimiento de la ciencia experimental, quiso mantener siempre su fe. En último término la tensión ciencia-fe debe resolverse a nivel de la propia persona. Y es ahí donde la conciencia propia y la coherencia sincera juegan el papel fundamental.
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