¿Puede haber futuro para una sociedad fundamentada en el error y falsedad sobre la verdadera naturaleza de la persona?
La Iglesia, Familia de Dios, cuenta con un rico patrimonio de santidad en sus XXI siglos de historia. La proximidad de fechas en la celebración de dos de sus santos me ha inspirado estas líneas: el 22 de junio, santo Tomás Moro, mártir; y el 24, natividad de san Juan Bautista, aunque su martirio se conmemora el 29 de agosto. Les une a los dos el haber sido decapitados, por defender una verdad opuesta a los deseos del respectivo “César de turno”. El cine se interesó por sus historias, con títulos inolvidables: “Salomé”, en el caso de Herodes y san Juan; y “Un hombre para la eternidad”, en el de Enrique VIII y Tomás Moro. Recordaré brevemente los hechos históricos.
Los evangelistas Mateo y Marcos, por lo que atañe al Bautista, escriben: “Herodes, en efecto, había apresado a Juan, lo había encadenado y lo había metido en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, porque Juan le decía: ‘No te es lícito tenerla’. Y aunque quería matarlo, tenía miedo del pueblo porque lo consideraban un profeta” (Mt 14, 3-6). Juan le hacía ver lo improcedente e inmoral de vivir maritalmente con una mujer que no era suya, porque estaba casada con otro; se lo diría con buenos modos, a juzgar por lo que escribe san Marcos: que “Herodes (..) se daba cuenta de que era un hombre justo y santo. Y le protegía y al oírlo le entraban muchas dudas; y le escuchaba con gusto” (Mc 6, 20). Con todo, no cabe decir lo mismo de Herodías, que aprovechó la fiesta del cumpleaños de Herodes para cobrarse la cabeza del Bautista. Su precio había sido manifestar esa verdad palmaria: que el amor matrimonial y la consiguiente fidelidad, no son juegos de niños.
Trascurridos XV siglos, y con ligeras variantes, se repitió la historia con Tomás Moro y Enrique VIII rey de Inglaterra. Éste, deseando tener un hijo varón que le sucediera en el trono, se dirigió al Papa para que anulase su matrimonio con Catalina de Aragón. Buscó la adhesión de nobles y prelados, pero Moro que ostentaba el altísimo cargo de Canciller del reino, no cedió a la presión del monarca. La negativa de Roma a la petición de Enrique, le hizo emprender una “huida hacia adelante”. Primero, con los hechos: rechazó a Catalina y se unió a Ana Bolena, con las sucesivas proclamas de carácter político. Y después, con documentos que legitimaran todos los hechos, sin distinción alguna.
Emitió así un Acta de Sucesión, en la que se mezclaban cuestiones meramente políticas con otras de carácter netamente ético-religioso. En el Preámbulo del Acta, se declaraba sin más la invalidez del matrimonio de Enrique con Catalina, se negaba la supremacía espiritual del Papa sobre la Iglesia católica en Inglaterra, y el rey se constituía “única cabeza suprema en la tierra de la Iglesia de Inglaterra”. Muchos miembros principales del reino firmaron el Acta, pero no Tomás. Esto le llevó a la cárcel y más tarde al cadalso, en virtud del Acta de Traiciones, emanada también por el rey, estableciendo la pena de muerte para quienes hubieran rechazado la precedente Acta de Sucesión.
Los testimonios del Bautista y de Moro atraviesan la historia y, con variantes decorativas, cabría decir, pero no en la sustancia, siguen vivos hoy porque determinadas realidades y principios no pueden cambiar, al ser inseparables de la persona humana, en lo que tienen de natural y radicalmente constitutivos de ella, por voluntad de su Creador. Nadie se debe a sí mismo la vida y el ser; y por idéntica razón, tampoco nadie por su cuenta o por mayoría de votos, puede legítimamente cambiar principios y valores éticos universales de los que no son sus autores, ya que reflejan verdades ligadas a la naturaleza recibida y dimanan de ella por sabia disposición de su Creador. De ahí que actuar conforme a una sana antropología resulte liberador de la persona, porque la hace respirar y vivir en sintonía con lo que verdaderamente es. Esta liberación se experimenta en la intimidad, no solo cuando la persona actúa singular y aisladamente, sino también cuando lo hace en sus relaciones sociales, que tuvieron su origen precisamente entre varón y mujer: Adán y Eva, origen de la familia, célula viva y fundamento firme del orden social.
La defensa que el Bautista y Tomás Moro hicieron de la verdad matrimonial hemos de mantenerla hoy, y proseguirla con el amparo mismo de la familia natural, para que no la desvirtúen con todo tipo de variantes y adjetivaciones al uso. Y proteger también otras verdades esenciales, como el valor y respeto debido a toda vida humana desde su inicio hasta su final natural, sin dar por bueno lo que, de suyo, no lo es ni puede serlo: aborto y eutanasia; o el reconocimiento de que la corporalidad humana se expresa naturalmente en dos sexos, con sus naturales consecuencias. Aportaré un caso concreto de nuestros días, que resume bien el núcleo de estas líneas. Su protagonista merecería posar junto al Bautista y Tomás Moro, por defender como ellos una verdad palmaria, aunque la manzana de la discordia o, mejor, el “punto doloroso”, en este caso sea distinto.
Hace un par de años, un profesor de Biología, con más de 30 años de docencia, fue suspendido de trabajo y sueldo, por haber mostrado en clase a alumnos en torno a los 13 años, unas fotocopias interpretadas, por la Inspección de Trabajo investigadora del caso, como «homófobas, sexistas y tránsfobas». Un alumno no binario presentó una queja que terminó costándole el puesto al docente. El profesor, en su defensa, argumentó que él no hizo sino explicar a los jóvenes una realidad científica, por lo demás evidente y palmaria: que en biología solo existen dos sexos, varones, definidos por sus cromosomas XY; y mujeres, por XX. A partir de esa verdad, el llamado género no binario es pasajero porque responde a un proceso masculino y femenino de desarrollo, que tiene una finalización precisa. Por tanto, no es consecuencia ni responde a un proceso de “construcción” personal, como dice la ideología de género.
Llegados a este punto, algún lector podría pensar que nos hemos salido del tema, con el caso aludido. Sin embargo, lo sustancial del problema no ha cambiado un ápice porque seguimos, como hace siglos, ante la protección de verdades incontrovertibles, en cuya defensa razonada y serena nos jugamos el futuro de la civilización. Puede sonar hiperbólico y exagerado, pero ¿qué cabría esperar de una sociedad en la que no se custodie la verdadera realidad matrimonial, ni la protección de la vida, ni los aspectos más esenciales y constitutivos de la naturaleza humana, ni otras verdades que nos conforman como seres racionales y libres? En una palabra: ¿puede haber futuro para una sociedad fundamentada en el error y falsedad sobre la verdadera naturaleza de la persona? Es un reto que a todos llama en causa; cada uno, en el ámbito que le corresponda, verá cómo proteger y argumentar -frente a falsas ideologías por poderosas que sean-, la defensa de verdades que a todos nos conciernen.
Recordemos, en fin, que el Papa san Juan Pablo II, en octubre del año 2000 proclamó a santo Tomás Moro patrono de los gobernantes y políticos. ¡Ojalá quelas mujeres y varones dedicados a la política lo supieran y le tuvieran muy ocupado en el Cielo! Todos saldríamos ganando.