El presente documento es una versión ampliada de una entrevista que tuvo lugar el pasado 11 de noviembre de 2021, con motivo de la publicación de la 2da edición del libro La Paternidad en el Pensamiento de Karol Wojtyla por el estudiante de licenciatura en comunicación Diego García de la Garza de la Universidad de Navarra.
Esto mismo se preguntó Karol Wojtyla en diversos textos antes de ser llamado a ocupar la Sede de Pedro, entre 1950 y 1978. En ellos, procuró unificar las dos posturas clásicas referidas a la sexualidad entre el varón y la mujer: por un lado, la postura “ultraconservadora” que sostiene que el sexo encuentra su fin único en tener hijos; por otro, la postura liberal que considera que el sexo sirve principalmente para la obtención de placer. En ambos casos, el sentido unitivo y procreativo del sexo se autoexcluyen, cuando en realidad ambos sentidos han sido pensados por Dios para reafirmar la existencia de los cónyuges en su vida matrimonial y familiar. En ese sentido, el varón, posible padre, vive su fertilidad de modo “constante”. En el caso de la mujer, posible madre, se presenta de modo “intermitente”. Me parece que eso, ya de suyo, nos habla de cómo la sexualidad humana tiene unos tiempos y unos ritmos en los que puede haber fertilidad, puede haber fecundidad, pero tienen que pasar necesariamente a través de la racionalidad de la pareja y del diálogo entre ambos. Esto significa que la entrega sexual supone la entrega del propio ser de modo total en momentos específicos de la relación conyugal.
Para Wojtyla, el gran riesgo de la separación del sentido unitivo y procreativo deriva en la utilización del otro. La doctrinas pragmáticas y utilitaristas lo sugieren de diversos modos: la primera es la utilización mutua entre varón y la mujer como “objeto de placer”, negando totalmente su fertilidad; la segunda, la mutua utilización de los cónyuges como “objeto de procreación”, es decir, que el embarazo de la mujer tiene como fin el proveer al mundo de hijos por fines ajenos (o poco claros) al amor conyugal.
Es aquí donde la paternidad y la maternidad cobran su relevancia y su fuerza, pues ante la posibilidad de la sexualidad emerge del novum, el hijo: la novedad que viene a partir del amor de los padres. Ante esa posibilidad, Wojtyla advierte la necesidad de establecer un contexto de respuesta que en la cultura occidental hemos llamado hasta ahora institución matrimonial. La palabra matrimonio (matris-munium) hace alusión a los deberes de madre. Esto supone la existencia de un padre que decide responsabilizarse de este nuevo entorno familiar-doméstico, que se ha dado por su causa, que ahora “vive” en el vientre materno. A este entorno responsable se le llama patrimonio, mismo que va más allá de los bienes materiales. Es el contexto de sostén económico, educativo y de intimidad (como diría Rafael Alvira) que se da en esta relación específica. Quizás ese es el modo más claro de unificar la moral sexual con la posibilidad de la paternidad y la maternidad.
Paternidad (en sentido amplio) supera la realidad biológica, pero no la niega o desprecia. Es mucho más que la unión de un esperma y un óvulo que, en las condiciones habituales, dan origen a un ser humano. Esta realidad natural, innegable en sí misma, se acompaña de toda la realidad humana que supone un estilo cultural concreto, con unas costumbres específicas que promueven lo bueno ¿Y qué es lo bueno? pues todo aquello que favorece la vida ¿De quiénes? de los que estamos en este entorno habitual. En ese sentido, ser padre y madre de familia implica tener “estos hijos”, que van a habitar “este entorno” familiar doméstico construido por nosotros y sostenido por nosotros, sus padres.
Wojtyla reflexionó esta cuestión frente a posturas que algunos llaman hoy en día familiaristas, las cuales sostienen que los hijos hay que tenerlos de modo irracional. Es verdad que Dios nos ha puesto en este mundo para amar y ser amado, y de allí “puede” emerger la vida del hijo. Pero junto con ese deseo natural, que tiene un trasfondo sobrenatural, es necesario desarrollar un contexto familiar responsable que tenga como fin el desarrollo permanente de esa criatura.
Significa hacerme cargo de toda la realidad implicada en la vida de este hijo que es mi hijo, y de esta esposa y de este esposo conyugados que nos “debemos” mutuamente. El concepto de matrimonio supone la unión que en algún momento dado se hace patente frente a la sociedad, frente a Dios y frente a los mismos cónyuges a la hora del encuentro sexual. Pero el contexto familiar responsable implica todo el arropamiento posterior que protege y que hace posible el florecimiento de todos los miembros de la familia “doméstica”.
Según Wojtyla, los jóvenes encontrarán tres dificultades al momento de plantearse hacer familia: 1) ambos cónyuges tienen que trabajar fuera de casa. El estilo comunista de los años 50 no toleraba lo que ahora también cierto feminismo acusa: “el ama de casa es una mujer abusada”. Según esta idea, todos y todas tienen que trabajar por justicia y también por economía; 2) aun cuando ambos cónyuges trabajen fuera de casa, los sueldos alcanzan para muy poco; 3) la dificultad para adquirir una vivienda, una casa. Un contexto familiar responsable también se le puede llamar hogar, a saber, el entorno habitual doméstico que supone la propiedad. El mundo contemporáneo ha limitado a las familias a rentar casas o apartamentos. Pero ese “espacio” habitable no es mi hogar, es una casa que estoy ocupando en este momento y el “habitar” para mí es momentáneo, no es permanente.
Wojtyla pensó estas tres dificultades en su entorno juvenil, contenida en una sociedad comunista. Me parece que aún en nuestros días, estas dificultades siguen estando presentes en la vida de las parejas contemporáneas. En ese sentido, las recomendaciones del cura polaco siguen siendo válidas: vivir según una moral elevada. Las condiciones socio-económicas que aprietan a las familias de hoy se siguen empeorando. Sin embargo, no podemos renunciar a la lucha para cambiarlas. No nos podemos acostumbrar –ni los matrimonios jóvenes ni nadie– a este estilo de vida que tiende a precluir el casarse y tener hijos. Hay que decir sí a la vida y hay que luchar por crecer interiormente hasta el grado que pueda yo desarrollar una nueva relación con estas condiciones socio-económicas. Y los únicos que pueden determinar con precisión cómo van a “pactar” con este estilo que está ahogando a las familias son los cónyuges y nadie más. En el diálogo entre los cónyuges se determinará quién va a trabajar haciendo qué y cómo. Va a ser desde ese diálogo que determinaremos el tipo de sacrificios a enfrentar con tal de que nuestros hijos reciban lo suficiente para su bienestar.
El término latino vocare significa que “alguien” te llama de fuera. Por lo tanto, yo me limito, por decirlo de alguna manera, a responder. Yo no puedo escoger que la voz externa (o interna) me llame. Yo simplemente he de identificar el llamado y desde la libertad decidir si respondo o no. Somos personas, somos seres humanos con alma-cuerpo (como nos dice Mikel Santamaría). Hay una unidad en esas dos dimensiones, de lo material y de ese acto de ser que informa a esa realidad concreta que es mi persona, que “es” frente al Ser Absoluto: Dios. Sólo Frente a Dios, el ser humano se encuentra totalmente en un estado de reconocimiento de sus propias limitaciones. Éstas se manifiestan en mi modo de vivir, mi modo de ser y mi modo de actuar frente a los demás. Entonces, responder a la vida, eso es ser papá o mamá, es todo un asunto que nos compromete absolutamente. Es decir, yo he sido llamado a la vida y ahora me están pidiendo más. Me están pidiendo dar vida, la misma vida que yo he recibido. Darla a través de mi propio cuerpo y a través del cuerpo de mi esposa para que, de un momento a otro, este nuevo milagro sea sostenido en la existencia por nosotros. Si nosotros somos sostenidos la existencia por Dios, pues se podría decir que el siguiente gran sustento de mi existencia es (o deberían ser) mi familia, mis padres.
Sí es posible, pues la persona humana se encuentra a sí misma libre ante la posibilidad de hacer el bien, ante la posibilidad de amar sin “reservas”. En tal caso, la paternidad y la maternidad son realidades sumamente profundas y latentes en la vida del ser humano, pero sujetas a posibles errores que pesan mucho. Como dice aquella frase latina: corruptiooptimipessima. El descuido de la imagen paterna y materna se ya ha ido introduciendo en la cultura occidental de modo progresivo y sutil (ideológico) y finalmente se ha convertido en “el gran problema” de nuestros días, pues Occidente ya dejado de tener hijos. A la par, la vida familiar, matrimonial y doméstica se han banalizado. Ahora, alguien puede pensar que es posible ser papá y mamá desde la negación, desde la ausencia, incluso desde la soledad. En otras palabras, aunque yo reconozco que efectivamente he sido cauce para que mi hijo nazca en este mundo, yo puedo –en cuanto padre o madre o ambos– en un momento dado tomar una distancia y decir “no” a esa vida, a no criarla bien o a no dejarla vivir. Y eso –según este modo de pensar– no debe impedir que yo mismo me desarrolle como persona. Y de la misma manera, yo puedo prometer amor eterno a mi esposa, pero en un momento dado decir “no” e ir por libre camino a la siguiente aventura. Esa es la gran duda que surge en los años 60-70, que se termina de cuajar en los 90 y que ya para el siglo en el que nos encontramos se ha convertido en el estándar de vida de la gente más joven. Nos sentimos –diría Wojtyla– individuos sujetos de derechos y libertades, sin responsabilidades.
Para Wojtyla, “la paternidad es un don que reciben el hombre y la mujer juntamente con el amor; es lo que crea una perspectiva de amor en la dimensión de una mutua entrega que dura toda la vida y es la condición de su gradual realización a través de la vida y la acción”. El nacimiento de nuestros hijos es el regalo más grande que los padres han de recibir en sus vidas. Por eso me parece que el principal piropo que un padre y una madre han de decir a sus hijos es: tú eres mi hijo, es bueno que existas, que vivas conmigo. Es decir, qué bueno que eres, qué bueno que seas y qué bueno que fui yo cauce de tu vida.
A los jóvenes que se quieren casar y que todavía tienen esa añoranza o esa esperanza de formar una familia yo les diría lo siguiente: hay que prepararse en estos temas y hay que leer o prerguntar a los especialistas. Dependiendo del país en que te encuentres, habrá que atender algunas charlas, habrá que ir a todos lados donde haya buena doctrina, donde haya buena teoría, donde haya gente que piensa que el matrimonio es una cosa seria y que la familia también. Sin embargo, no se puede hacer todo eso en simultáneo si no ponen en el centro de todo este espíritu formativo el diálogo entre el futuro esposo y la futura esposa. Hay que recordar que Jesucristo nos enseñó a dialogar con Dios. Tenemos el privilegio en nuestra cultura de referimos a Dios como Padre. Pero recordemos que cuando uno se casa, el diálogo con la esposa y con los hijos es cauce de diálogo con Dios. A los casados, Dios nos quiere matrimoniados. Y eso ¿qué significa? Que mi relación con Dios también pasa a través de mi esposa y de mis hijos y yo no puedo tener un trato “independiente” con Dios, así sin más, si no lo acompañó también del diálogo con mi propia familia. Entonces, mi sugerencia es: dialoguen mucho como matrimonio y en familia. Aprendan a desarrollar esa gran virtud que no sale en automático, que no necesariamente parte de intereses en común, sino de tratar de entender quién es esa persona que está enfrente de mí. Quién es mi esposa o mi esposo, quiénes son mis hijos. Como padres, tenemos que saber responder convencidamente quiénes son los miembros de mi propia familia.
Raphael Hurtado, en familyandmedia.eu
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