El tiempo es una flecha y va flechado y su diana-si no es la nada- es la eternidad, como parece
Recuerdo una frase, casi lema, que repetía mi madre: "Esta vida exige otra"; pero no tengo tan claro para qué momentos la guardaba. Sospecho que era al ver a alguien vapuleado injustamente por las circunstancias. Acaricio aquella frase como una herencia, y añado que también pide eternidad la desproporción entre nuestras enormes ansias y nuestras horas exiguas. 24 al día se nos quedan cortas. Los lunes apunto en mi agenda lo que voy a hacer ese día, y llego al domingo, y todavía estoy tratando de rematar lo del lunes.
Una vida no da. El matrimonio es un signo. Cómo me gustaría estar pendiente de mi mujer con la morosidad que ella merece, pero la nuestra es una relación fugaz, una aventura, un flechazo. Se me han pasado 22 años de casado como un rayo y lejos de ralentizarse, la cosa se embala. Sumemos el bromazo de Dios, que, siendo eterno, nos pide -Amor manda- su diezmo del día.
También tengo la sensación, ¡qué digo sensación, certeza!, de que me vendría bien dedicar el doble de tiempo a mis hijos. Y a los amigos. Ay, los libros: los clásicos nunca se acaban de terminar y los contemporáneos nunca se terminan de empezar. Los alumnos, uno a uno, son almas insondables, y me tengo que conformar con evaluarlos. La poesía, pobre, pide pausa. Quisiera una semana para sopesar cada artículo, tres o cuatro días para escribirlo, y otra semana al menos para repasarlo, pero se me van los artículos como a Lope las comedias: en horas 24 de las musas al teatro.
Todos protestan del tiempo que perdemos en las redes, pero no cuentan el que ganaríamos en ellas si lo tuviésemos. Son una isla del tesoro o un archipiélago. El otro día alguien colgó el enlace a una antigua entrevista de Sánchez Dragó a Julián Marías. Espléndida. Lo agradecí y me recomendó otra con el impagable Joaquín Soler Serrano. Espléndida. Y entonces Youtube me sugiere una conferencia sobre masas y minoría en el pensamiento de Ortega… Oh. La vida, trepidante, se sale por las curvas.
La sensación de derrapar hay que disfrutarla. 1) Porque no queda otro remedio. 2) Porque la plenitud no se deja abrazar, pero persiguiéndola le vemos las hermosas espaldas y el oro bruñido del cabello al viento y, a veces, vuelve la cara, y nos mira a los ojos. Y 3), sobre todo, porque no deja de ser una prueba existencial de la eternidad. Esta vida va lanzada y yo apostaría a que, con la carrerilla que lleva, cuando pegue el salto, la alcanza.