Mientras no sepamos perdonar y olvidar, no podremos estar alegres
Hay un pecado del cual casi nadie se confiesa nunca. Y es la tristeza, el pesimismo sistemático de quien nunca está contento, de la dejadez y falta de entusiasmo, de aquéllos que tienen por insignia: «Esto no es para mí». Quien nunca está contento no es buen cristiano. Porque la alegría parte de la fe, nace de esperanza y constituye una exquisita forma de caridad. Hay por ahí demasiados cristianos tristes. También hay quien piensa que alegría y buen humor no se adecuan con la «seriedad» de la fe. Como si Dios fuera enemigo de la alegría. Como si nuestro Dios fuera un Dios sin sonrisa.
Hay quien llega a imaginar la fe cristiana como una especie de «extintor» que acaba con la alegría de vivir. Si la fe no nos vuelve alegres, no es verdadera fe. Si en nuestra vida hay más tristeza que alegría, no somos buenos cristianos, a pesar de todas las devociones, las prácticas de piedad y las obras buenas que podamos cumplir. Ciertamente, la vida no es siempre alegre, lo sabemos por experiencia; por desgracia siempre hay cosas que no van bien, pequeñas y grandes. Sin embargo, el Evangelio es invitación a la alegría precisamente cuando las cosas no van bien. La razón es simple: el Señor está cerca y es el fundamento más sólido de la alegría para quien cree en Él.
La alegría más grande y más profunda nace de saber y creer que Dios nos ama y que está a nuestro lado: éste es el mensaje del Evangelio y fue el sentido de toda la vida de Jesús. Todos los motivos de alegría de este mundo se desvanecen frente a la muerte. Pero nosotros sabemos y creemos que Jesús muerto y resucitado ha asumido, por nosotros y con nosotros, nuestro sufrimiento y nuestra muerte, para transformarlos en senda que conduce a Dios. También cuando somos tentados por el pesimismo ante todo el mal del mundo, también cuando vivimos experiencias de pesadumbre, también cuando sentimos la cruz del cansancio, la soledad o la incomprensión,... el Señor se hace cercano para sostener nuestra esperanza. Y es de esa raíz, de la esperanza, de la que brota la fuerza de ánimo, la serenidad, la paz interior también en los momentos dolorosos y difíciles. Porque creyendo en Cristo, «nosotros sabemos que todo concurre al bien de los que aman a Dios.»
Una especie de receta de la alegría: para estar alegres hacen falta tres cosas, alguien a quien querer, algo que hacer y algo en que esperar. Sin amor no hay alegría. Un corazón árido y cerrado en el odio, la envidia, el egoísmo, no puede ser alegre. Rencor y alegría son incompatibles. Mientras no sepamos perdonar y olvidar, no podremos estar alegres. Tampoco habrá alegría sin querer hacer algo, con entrega y con amor. Del no hacer nada y no ser útil a nadie, no nace alegría sino aburrimiento. He aquí un programa de espiritualidad cristiana particularmente apto para la Pascua: trabajar, con amor, por llevar un poco de alegría a nuestro alrededor, mientras esperamos al Señor de la alegría.