En la soberbia hay grandiosidad, altanería y egocentrismo, pero también inseguridades, miedos y vacíos. Se trata de una trampa del amor propio que deja ciegos a quienes entran en su juego.
Hay personas que se creen todopoderosas, muy por encima de los demás y que creen siempre tener la razón. Son aquellos que sienten tanta pasión por sí mismos que todo se les queda pequeño, nadie les puede enseñar o mostrar nada, pues ya “lo sabían”.
Sus oídos están cerrados y sus ojos están ciegos para todo aquello que no tenga que ver con ellos. Están tan concentrados en sí mismos que se pierden todo lo demás, aunque no son conscientes de ello.
Su apariencia es de seguridad, pero no hay nadie más inseguro que aquel que se cree poseedor de la verdad. En realidad, lo que les ocurre es que están llenos de soberbia. Profundicemos.
“La soberbia nunca baja de donde sube, pero siempre cae de donde subió”. -Francisco de Quevedo-
¿Qué es la soberbia?
Según el psiquiatra Enrique Rojas, la soberbia es la pasión desenfrenada sobre uno mismo, la trampa del amor propio, la falta de humildad y de lucidez.
Se trata de un sentimiento de valoración en el que la persona concentra su foco de atención en ella misma porque se considera excelente, única y muy por encima de los demás.
La soberbia es considerada como uno de los pecados más graves por el cristianismo. Además, ya en la antigua Grecia se hablaba de ella bajo el término hybris. Con él se referían a cuando una persona se crecía y desafiaba la voluntad de los dioses, es decir, cuando intentaba transgredir los límites de su humanidad y recibía por ello un castigo divino. Como ejemplo de actitudes ensoberbecidas podemos citar a Edipo o Prometeo.
Quien tiene soberbia se adora a sí mismo, se idolatra, sin embargo también ignora que ser soberbio es fuente y origen de muchos problemas.
Desde la psicología y la filosofía, se establece una distinción difusa entre la soberbia y el orgullo. Algunos conciben a este último con un sentido más positivo y emocional desde el que podemos valorarnos y valorar a los demás y que a veces es fácil de disimular; mientras que la soberbia es concebirse a uno mismo como superior a los otros por el hecho de ser sí mismo, razón por la que además le deben respeto y admiración.
En la soberbia, los otros no existen. Ahora bien, quien no tenga cuidado con su orgullo puede ir más allá y acabar cultivando actitudes soberbias.
Así, la soberbia es amiga del orgullo, la vanidad, las ansias de poder, el narcisismo y el egocentrismo. Todo le queda pequeño. Quien tiene soberbia tan solo está centrado en sí mismo, no da valor a las opiniones de los demás porque está ciego; sin embargo, sí que necesita un feedback constante sobre la imagen que están proyectando a los otros. Lo que ocurre es que las estrategias que pone en marcha para recibirlo son muy sutiles.
La inseguridad de la soberbia
“La soberbia no es grandeza, sino hinchazón; y lo que está hinchado parece grande, pero no está sano”. -Leonardo Murialdo-
Lo característico de la soberbia es que además de ser ilusoria y rimbombante es un disfraz que encumbre a la inseguridad, la falta de confianza en uno mismo y el sentimiento de inferioridad. Aunque en muchas ocasiones también se da de forma enmascarada.
Tanto en una como en otra, la persona permanece ciega ante sus errores porque está atrapada por sus aires de grandiosidad. Una excelencia que esconde un profundo temor a la carencia y a ser menos que los demás y que trata de sobrevivir y ser querida.
Así, detrás de la soberbia hay miedo: miedo a no ser capaz, a no ser bueno, suficiente o reconocido. Y ante la incapacidad de asumirlo, de aceptar esos temores y heridas, se maquillan. Por esta razón, la soberbia sirve para “equilibrar” esos vacíos y como mecanismo de defensa porque ayuda a rechazar antes que ser rechazado.
Así, quien es soberbio no suele admitir sus errores porque hacerlo le recuerda que no es tan perfecto como pensaba y como consecuencia será muy difícil que pida perdón porque considera que nunca se equivoca. Al igual que también piensa que lleva la razón porque incurre en la falacia de la autoridad.
No obstante, al soberbio le importan mucho la opinión y la atención de los demás, aunque se muestre indiferente, por lo que lleva a cabo ciertos comportamientos para obtenerlas.
Como vemos, la autoestima de la persona soberbia se encuentra desinflada, es muy baja, porque está llena de inseguridad, pero la oculta bajo un disfraz de altanería. Por esta razón, cuando se sienten atacados, suelen enfadarse, perder el control, descalificar, ponerse a la defensiva o dejar de hablar durante un tiempo. Tienen la madurez emocional de un niño.
La soberbia no es más que una barrera defensiva para evitar que los demás intuyan los miedos, las inseguridades, las debilidades y las flaquezas del carácter.
El antídoto para la soberbia: la humildad
“Donde hay soberbia, allí habrá ignorancia; mas donde hay humildad, habrá sabiduría”. -Salomón-
Ante la soberbia, se recomienda humildad: aprender a llevar una vida más sencilla en la que predomine el valor de lo importante, como el amor, la sencillez y la generosidad. Sin embargo, existe un paso previo y es el hecho de reconocer y aceptar que se es soberbio. De lo contrario, es imposible que esta se suavice o comience a desaparecer.
Una vez aceptada, se trata de ser honesto y sincero con uno mismo: ¿a qué temo? ¿qué es lo que me duele qué ocurra? ¿qué me genera sufrimiento? ¿para qué necesito ser reconocido como el mejor o el más válido?
Además, también es importante cambiar la dirección del foco: ya no solo existe uno mismo, sino también están los otros. Hay que relativizar la importancia propia y saber mirar a los demás.
Para ello, es importante trabajar la empatía, ese saber ponerse en el lugar del otro, aprender a recibir críticas y aceptar los errores y los defectos propios.
Se trata de, poco a poco, ir deshaciéndose de ese disfraz protector que tantos años se ha llevado puesto pero que, a su vez, tanto daño ha hecho. Es bajar la guardia, reconocer las propias limitaciones, y olvidar eso de hacerse tan grande, porque en realidad no se es tan pequeño.
Gema Sánchez Cuevas, en lamenteesmaravillosa.com
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