“Mira: te he grabado en las palmas de mis manos” (Is 49, 16)
Patricio, un joven amigo, me sorprendió con la última foto de su móvil: aparece montando en bicicleta y luciendo en sus brazos magníficos tatuajes. Como no conseguía definir bien sus dibujos epidérmicos, le pregunté de qué iban y su motivación. Y también, si no tenía inconveniente en que lo mencionara en un artículo que me había venido a la cabeza: justamente el de estas líneas sobre tatuajes divinos. Mi amigo me dio luz verde, y su larga respuesta, que acotaré al citarle, comenzaba evocando tiempos pasados: “Mi primer año de carrera me sirvió para darme cuenta de muchas cosas (…); para pegarme muchos golpes, chocar contra la pared y volver a chocar, y darme cuenta entonces de la realidad. Este primer año tuve una riña con mi novia. Suena a tópico o ridículo, pero me porté tan mal con ella, que al ver que perdía una chica “diez”, decidí tatuarme: ‘Tú eres solo lo que yo necesito’”.
¡Caramba!, pensé, ya tenemos una motivación interesantísima: la presencia de un amor perdido, como origen de un tatuaje. No quedó ahí la cosa, porque me decía que años después aquel noviazgo prosiguió. Y también los tatuajes: dos corazones, a raíz del fallecimiento de sus abuelos paternos por los que sentía gran afecto. Más tarde, y cito de nuevo sus palabras: “También me tatué ‘Mamá’ y ‘Papá’, porque ellos me lo han dado todo: han sacrificado su tiempo y su dinero (…), y eso era una manera de homenajearlos. Y el resto de tatuajes: un ‘faro’ y un ‘ancla’, por el amor que le tengo al mar…”. Patricio termina: “Aquí concluyo mi pequeña historia del porqué de mis tatuajes; no los tengo con simbología religiosa, pero sí tienen un significado de una manera u otra. Quiero añadir que me los hicieron unos amigos (…), que por aquel entonces querían dedicarse a este oficio.”
Mucho se ha escrito sobre tatuajes, cuyos orígenes casi se perderían en la noche de los tiempos. Los primeros exploradores de las islas de la Polinesia y misioneros del lejano Oriente testimonian de poblaciones cuyos habitantes ya los lucían. Una motivación importante apunta al deseo de señalizar, con esas marcas corpóreas, un signo de pertenencia de la persona tatuada respecto a quien había ordenado o hecho el tatuaje. Algunas leyendas les atribuyen un origen divino, y tomaré pie de la Biblia para hacer una lectura trascendente, más aún, teológica y cristiana, de los tatuajes. Me remontaré en el tiempo, porque la historia enseña que no son de hoy, pues “nada hay nuevo bajo el sol” (Qo 1, 9), como bien recuerda el texto sagrado.
Un lector poco conocedor de la Biblia se sorprendería si leyera un pasaje del profeta Isaías, donde dice que Dios nos lleva tatuados en lo más preciado que tiene: “Mira: te he grabado en las palmas de mis manos” (Is 49, 16) Es un lenguaje y modo gráfico de recordar su infinito amor por nosotros. Citando esas mismas palabras, san Juan Pablo II, decía: “Queridos jóvenes, Dios os ha amado primero, acoged su amor. Permaneced firmes en esta certeza, la única que da sentido, fuerza y alegría a la vida (…) Ha tatuado vuestro nombre en las palmas de sus manos (cf Is 49, 16)” (Jornada Mundial de la Juventud, 6-I-1999).
¿En qué consistiría propiamente ese tatuaje divino? Pues, sencillamente, en que al crear nuestra alma espiritual, Dios deja impreso en la persona, una sed irresistible e insaciable de su Amor: anhelos de amar, y de ser amado; es como el copyright divino, el “reclamo” indeleble del sello del Artista que, en sí mismo, es Amor (1Jn 4, 8). Con su genio teológico, san Agustín lo ha sintetizado así: “Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él” (Quaest. 64, 4). Es como un recíproco flujo de amor, originado en el instante de crear nuestra alma espiritual.
Y ¿qué desea y reclama ese “tatuaje sediento” que Dios ha impreso en nosotros, y no es precisamente del agua que calma la deshidratación corporal? Es la sed espiritual, la del corazón hecho para amar. Lo dice muy bien Benedicto XVI: “El hombre digital, al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena (…) El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto” (Benedicto XVI, 1ª Audiencia de catequesis sobre oración 11-V-2011). Al fin, todo se reduce a esto: tatuados así por el Amor divino, solo saciaremos nuestra sed de amor correspondiendo al suyo, hasta alcanzar la felicidad eterna que viven las Tres personas divinas. De nuevo, san Agustín apostillaría: ¡Ya lo escribí!: «Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti» (Confesiones, 1, 1).
Nuestro tatuaje divino exige más amplios comentarios, pero hoy se quedarán ya en el tintero, o en el ordenador si se prefiere. Con todo, apunto algunas referencias importantes. Por una parte, todos estamos llamados a un segundo tatuaje, porque el pecado original de nuestros primeros padres hizo que naciésemos huérfanos de la luminosidad que tuvo, en ellos, antes de su pecado. Concretamente, la gracia de Dios que les otorgaba la semejanza divina de su gloria y daba luminosidad al tatuaje. El sello espiritual de la imagen divina del Hijo, en el alma de Adán y Eva al ser creados no desapareció, pero sí quedó gravemente deteriorado. Lo explica muy bien el Catecismo de la Iglesia, en dos puntos memorables: “Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquél que le llama a la existencia” (CEC 2566). Al nacer, toda criatura es imagen del Creador, pero imagen desfigurada y deslucida. Y solo por el agua del bautismo recupera la luminosidad de la gracia perdida, y la nitidez de la imagen de Cristo, Dios encarnado. Así lo expresa este otro punto: “Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo (2Co 13, 13) es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.” (CEC 734).
Estamos así ante el segundo nacimiento del que habla Jesús a Nicodemo: “En verdad te digo que si uno no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios (…) En verdad (..), si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino” (Jn 3, 3.5). Por la redención obrada por Cristo, el tatuaje de sed divina con que nacemos, recobra en el bautismo todo su esplendor: Dios nos hace -en Cristo- plena pertenencia suya, y Él se hace enteramente nuestro. Se cumple así la profecía de Isaías: “Yo te he redimido, yo te he llamado por tu nombre y tú me perteneces” (Is 43, 1).
Me duele oír a personas mayores cuando me comentan que sus nietos o nietas no están bautizados. Y me apena pensar en los padres que privan a sus hijos de esas riquezas divinas, retrasándoles o no queriendo para ellos el bautismo. Solo se explica por la ignorancia del amor de Dios y el enfriamiento de su fe. Urge que los cristianos promovamos en nuestro ambiente una catequesis viva del bautismo, para que muchos padres valoren y deseen para sus hijos la luminosidad de los tatuajes divinos.