Lo conmemoramos ahora, cumplidos nueve meses −justo el tiempo de un embarazo− desde el 8 de diciembre, su Inmaculada Concepción, cuando celebramos que su alma fuera exenta de pecado original en previsión de los méritos del futuro Hijo
“Solo un nacimiento ha cambiado el rumbo de la historia y no es el tuyo”. Leía estas palabras hace nueve meses, en un enorme cartel junto a la parada del autobús, en Bilbao. Atrajeron mi atención por su miguita de adivinanza y la llamada a no darse tono. El importante personaje quedaba revelado en dos palabras finales que, a modo de colofón, completaban el cartel: “¡Feliz Navidad!”. No pude menos de sonreír, pensando: “¡Claro..! ¿quién sino el nacimiento de Jesús, Hijo de Dios hecho hombre, ha podido cambiar el rumbo de la Historia?”
Mi agradecimiento al autor de la ingeniosa felicitación navideña, que me ha sugerido el título de este artículo, con retoques, porque escribo Historia con mayúscula, y hablo en plural: Nacimientos. Un plural de solo dos personas, y resulta que esta segunda tampoco eres tú, ni por supuesto el autor de estas líneas. ¿A quién me tomo la libertad de ensalzar poniendo su nacimiento casi a la altura del de Jesús? Pues sencillamente, a su Madre: María.
Los cristianos reconocemos que solo el nacimiento de Jesús ha cambiado el rumbo de la Historia: toda, la que va desde Adán y Eva hasta el final de los tiempos, y de ahí con mayúscula. La Natividad de María que celebramos el 8 de septiembre, también merece, con matices y subsidiariamente, análogo reconocimiento. Dentro de los planes de la Trinidad, no hubiéramos tenido el nacimiento de Jesús sin el de María. Lo conmemoramos ahora, cumplidos nueve meses −justo el tiempo de un embarazo− desde el 8 de diciembre, su Inmaculada Concepción, cuando celebramos que su alma fuera exenta de pecado original en previsión de los méritos del futuro Hijo.
De algunos personajes históricos sabemos la ciudad donde nacieron, e incluso el lugar preciso; en Alcalá de Henares, por ejemplo, se puede visitar una morada-museo que dice: “Casa natal de Cervantes”. En Jerusalén, sucede algo análogo; aunque no hay seguridad plena, en el Protoevangelio de Santiago, del siglo II, se habla de esta ciudad como nacimiento de María; y en esa dirección apuntan datos históricos y arqueológicos. Hoy, el peregrino de Tierra Santa, en las inmediaciones de la iglesia de santa Ana puede leer en una lápida escrita en francés: Nativite de la S. Vierge Marie / Piscine de Bethesda. En el lugar que ocupa hoy esa iglesia, construida sobre un antiguo templo cristiano, se sitúa la casa donde vivieron Joaquín y Ana, padres de María y donde Ella nació. Y, al lado mismo, la piscina de Betesda, más conocida como Probática.
La Natividad de María, como el resplandor de la aurora que avisa la salida del sol, tiene sabor de alegría y anuncio premesiánico: Dios está al llegar. San Ireneo, en el siglo II, hace de la maternidad divina de la Virgen uno de los pilares de la Redención, porque el Hijo de Dios, al asumir nuestra naturaleza en el seno de María y ofrecerse en la Cruz, hizo que su muerte redentora nos alcanzase a todos sus congéneres humanos. Más tarde, San Juan Damasceno, en una homilía pronunciada el 8 de septiembre en Jerusalén, decía: “El día de la Natividad de la Madre de Dios es festividad de alegría universal, pues a través de Ella se renovó todo el género humano, y la aflicción de la madre Eva se convirtió en alegría". Sobre este escueto fondo histórico-teológico de su persona y Nacimiento, proyectaré dos episodios de la vida de Jesús que, de algún modo, cualquier cristiano podría referirlos a su propia vida.
El primero es la curación del paralítico de la piscina Probática: cuando Jesús lo encontró allí, llevaba nada menos que 38 años, a un tiro de piedra del lugar donde nació María. Es lógico pensar que Ella, en sus años jóvenes, lo hubiera visto muchas veces, antes de marchar a Nazaret al desposarse con san José.
Bajo la sombra alargada −por así decir− de la presencia maternal de María en aquel entorno, Jesús obró el milagro años después; y entonces, ¡qué cosa más natural imaginar que aquel paralítico, recobrada su movilidad, además del agradecimiento al Señor, pensara en su madre y exclamase en su interior: ”¡Bendita sea la madre que te trajo al mundo!”
Desde una mirada de fe, todo cristiano, consciente de sus miserias humanas y carencias espirituales, puede verse reflejado en la curación de aquel paralítico. Es lo que sucede al confesarnos cuando Cristo, por medio del sacerdote, perdona nuestros pecados. Entonces, es fácil unir el agradecimiento a Dios con el reconocimiento y los méritos de María, y decirle: “¡Gracias, Madre, también a ti, por la parte que te toca!”
El segundo episodio evangélico va en idéntica línea. Jesús acababa de hacer otro gran milagro: había expulsado un demonio y “las muchedumbres estaban maravilladas” (Lc 11, 14). Y entonces “una mujer levantando la voz de entre la multitud dijo: ‘¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!’” (Lc 11, 27). Esta vez, el piropo no lo ha imaginado el autor del artículo: fue tal cual y debió retumbar entre la muchedumbre. Era una apasionante alabanza nacida del entusiasmo femenino ante la grandeza humana y divina de Jesús. Un piropo que hoy sigue vivo y que, oímos muchas veces con un sonoro: “¡Bendita sea la madre que te trajo al mundo!”. Algo parecido decimos nosotros al rezar el AveMaría y decirle: “Bendita tú eres entre todas las mujeres”.
María inició su andadura vital en septiembre, mes en el que recomienzan muchas actividades en la vida civil: inicios académicos en Universidades, Colegios, Escuelas Profesionales, eventos deportivos… Son como “nuevos nacimientos” que, a sus protagonistas, ofrecen páginas en blanco pendientes de escribir. Pero volviendo al principio, nacimientos y libros blancos que hayan cambiado realmente la Historia, solo uno: el de Cristo; y, de modo personal, relativo y subsidiario, el de quienes hayan acogido su vida y mensaje de salvación como −muy por encima de nosotros− lo hizo su Madre.
Concluyo haciendo eco a la llamada de san Juan Pablo II en el mismo nacer de su pontificado:“¡No tengáis miedo: Abrid las puertas a Cristo!”. Ojalá que la conmemoración del nacimiento de María y guiados de su mano, nos animen a escribir páginas personales de nuestra vida que, como la suya, la hagan verdaderamente valiosa a los ojos de Dios. Así, aunque tu nacimiento y el mío no sean los que han cambiado el rumbo de la Historia, cada vida personal, sin embargo, unida a la de Cristo y a la de su Madre, sí que cambiará radicalmente por haberle abierto las puertas del corazón al Amor de Dios.