Ideas luminosas a la pregunta: ¿hay razones de esperanza para que los valores cristianos continúen vivificando Europa?
“Campanas de Europa”, título de una película sobre la identidad cristiana de nuestro Continente, servirá para enlazar con el mensaje trascendente del artículo anterior: la simbiosis tierra − Cielo, que suscita y simboliza el sonido de las campanas. Por eso, cuando enmudecen, ya sea en el Oriente asiático de Nagasaki, en 1945, como en el Occidente europeo de París, en 2019, algo grave ha sucedido. En Nagashaki fue la bomba atómica, y en Notre-Dame de París un pavoroso incendio; aquí, sus campanas no quedaron dañadas, pero también enmudecieron. La campana mayor, regalo de Luis XIV, llamada Emmanuel por su inscripción, no volvió a oírse hasta un año después, el 15 de abril de 2020 para recordar el primer aniversario del incendio.
Con la total destrucción de Urakami, catedral de Nagasaki, y los gravísimos deterioros de Notre Dame, se dañaban bienes artísticos e indirectamente la raíz de donde esas iglesias habían nacido: la fe cristiana. Una fe que primero se hizo vida y, como no podía ser menos por nuestra unidad de espíritu y materia, enseguida se hizo arte y cultura en sus más variadas expresiones, ya desde el principio.
”Campanas de Europa”, decía, testimonia la multisecular realidad cristiana: la presencia de una fe vivida, en medio de los afanes del mundo, por los discípulos de Cristo. Los tañidos de sus campanarios convocan a la celebración dominical del más grande misterio del amor divino: la Misa, donde el amor del Cielo “toca” de nuevo la tierra, al actualizarse el Sacrificio de Cristo en la Cruz, por las palabras del mismo Cristo que, ahora, pronuncia el sacerdote. Por eso, lo importante no es una presencia de la fe solo desde sonoros campanarios, sino desde el amor de Dios en y a través de la vida de quienes nos decimos cristianos. Ha sido este testimonio de fe, inseparable de las obras, lo que ha contribuido a forjar lo mejor de nuestro Continente.
El Papa había dejado traslucir en sus Encíclicas una antropología de raíces trascendentes, con una humana racionalidad abierta y ampliada por la fe, y con su proyección en la vida social fruto del dinamismo del amor divino en el hombre. Por eso, el entrevistador de Benedicto XVI, le recordaba que, desde esas premisas, había afirmado que el redescubrimiento del rostro humano de los valores evangélicos y su presencia en las raíces profundas de Europa, era una fuente que le permitía mirar al futuro con esperanza. Y al pedirle una explicación de esas razones, Benedicto XVI ofrece hasta tres, que vale la pena trascribir, a pesar de su extensión:
“La primera razón (…) consiste en que el deseo de Dios, la búsqueda de Dios está profundamente grabada en cada alma humana y no puede desaparecer. Ciertamente, durante algún tiempo, Dios puede olvidarse o dejarse de lado, se pueden hacer otras cosas, pero Dios nunca desaparece. Simplemente, es cierto, como dice san Agustín, que nosotros, los hombres, estamos inquietos hasta que encontramos a Dios. Esta preocupación también existe en la actualidad…”
Si esta primera razón de esperanza mira a las exigencias de amor del corazón, la segunda apelaba a nuestra cabeza: a la sed de verdad que, a pesar de todo, late en el hombre: “La segunda razón (…) consiste en el hecho de que el Evangelio de Jesucristo, la fe en Cristo es simplemente verdad. Y la verdad no envejece. También se puede olvidar durante algún tiempo, es posible encontrar otras cosas, se puede dejar de lado; pero la verdad como tal no desaparece. Las ideologías tienen un tiempo determinado. Parecen fuertes, irresistibles, pero después de un determinado período se consumen; pierden su fuerza porque carecen de una verdad profunda.”
La tercera razón de su esperanza se inspiraba en los jóvenes y sus manifiestas inquietudes donde, de algún modo se dan cita y la mano las dos razones anteriores: la sed de amor y de verdad: “Los jóvenes han visto tantas cosas −las ofertas de las ideologías y del consumismo− pero perciben el vacío de todo esto, su insuficiencia. El hombre ha sido creado para el infinito. Todo lo finito es demasiado poco. Y por eso vemos cómo, en las generaciones más jóvenes, esta inquietud se despierta de nuevo y cómo se ponen en camino; así hay nuevos descubrimientos de la belleza del cristianismo; un cristianismo que no es barato, ni reducido, sino radical y profundo. Por lo tanto, me parece que la antropología, como tal, nos indica que siempre habrá nuevos despertares del cristianismo y los hechos lo confirman con una palabra: cimiento profundo. Es el cristianismo”.
Esas tres razones laten y perviven en la “simbiosis tierra – Cielo”, simbolizada por el sonido de las campanas. Los cristianos rememoramos, dentro de unos días, la fiesta de María cuando, al cerrar sus ojos a la luz de este mundo, fue llevada en cuerpo y alma al Cielo. En Notre Dame, además de la campana Emmanuel que significa Dios con nosotros, hay hasta nueve más: entre ellas, una, llamada María por la inscripción que tiene grabada, y otra llamada Gabriel por su inscripción. Todo un simbolismo teológico y nueva simbiosis Cielo-tierra: si hoy tenemos al Hijo de Dios con nosotros, es porque María dijo que “sí” al anuncio de Gabriel para ser la Madre de Dios.
Desde Nazaret, con el “sí” de María al plan divino sonarían campanas de gloria en el Cielo. Las mismas que volverían a repicar cuando fue Ella quien llegó allí. Y entonces, quizás, la campana celestial de Gabriel sonaría con más fuerza y alegría que todas las restantes de los coros angélicos. Los cristianos también nos sumamos a las del Cielo en la Asunción de la Virgen, y a cuantas resuenen en la tierra, deseando que la de María de Notre Dame suene también muy pronto entre todas ellas; y que nuestras vidas no desafinen en ese concierto.