La admiración por el fuego ha estado presente siempre en todas las culturas y religiones
Este verano estamos viendo cómo se va quemando nuestro suelo. Las causas suelen ser naturales, pero no escasean los descuidos humanos y los que son provocados. No sé qué placer encuentran los pirómanos jugando con el fuego, las llamas son bonitas, pero peligrosas. La admiración por el fuego ha estado presente en todas las culturas y religiones. Desde que el hombre lo dominó, procuró conservarlo por encima de todo. Había templos en los que se conservaba y se le daba culto. En Roma, un colegio de vestales se encargaba de conservar el fuego sagrado en el templo de Vesta.
La belleza y poderío del fuego lo tenemos muy presente desde la reciente erupción del Cumbre Vieja, ahora recordado por la del Fagradalsfjall en Islandia. El fuego inspira respeto por su grandeza y por su verdad, lo purifica todo. La zarza ardiente llamó la atención a Moisés, un fuego que no se consumía era señal de la presencia de Yahvé. También en nuestras iglesias arde una llama perpetua junto al sagrario, indica que allí está Dios. El cirio pascual representa a Cristo, luz del mundo.
Hoy leemos este deseo del Señor: “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero, sino que ya arda?” Es el fuego del amor de Dios que quiere llegar a todos los corazones para purificarlos, vivificarlos, consolarlos, iluminarlos. Jesús está con ansias de dar su vida por amor, de ofrecerla como rescate preciosísimo por nuestra liberación. Su amor por nosotros es tan auténtico que le cuesta la vida. Hemos reducido la fe, la religión al plano de los sentimientos, de la estética. Olvidamos que si Dios existe tiene algo que decirnos, nos ofrece la verdad, la verdad de nuestra vida.
Estos días de mayor tranquilidad he podido hablar pausadamente con algunos jóvenes. Me ha gustado ver en ellos la pasión por la verdad, por lo auténtico, por el compromiso. Uno me hablaba con ilusión de su cercana boda, de la grandeza de formar una familia. Junto a su novia soñaba con tener muchos hijos, todos los que Dios le regalará, con llegar vírgenes a la noche de bodas para poder consumar su amor. ¡Quedan jóvenes que piensan así, que tienen la personalidad suficiente para ir contracorriente! Y lo más bonito es ver con qué alegría lo viven. Son fuego que provocará un incendio maravilloso, imparable.
Otro me decía que había dedicado buena parte del verano como monitor en un campamento juvenil. Estaba contento de darse a los demás, de complicarse la vida ayudando a que otros disfrutaran limpiamente, a que se divirtieran de un modo sano y, además, formándose como personas y cristianos. Con tanta actividad no le quedaba tiempo para él, pero esto le hace feliz. Al tocar el tema de la fe cristiana decía que no entendía a aquellos que tienen miedo de presentar sus exigencias, cuando precisamente los jóvenes lo que buscan es la autenticidad.
También he disfrutado escuchando las cuitas de un padre joven. Tiene tres hijos pequeños, esto le supone mucho desgaste y dedicación, pero decía que pensaba que sus niños se sentían queridos, aunque en ocasiones les corregía y exigía. El amor auténtico no está reñido con la verdad, es más, tiene que ser verdadero. Queremos que nos quieran en serio, no de un modo ficticio, postizo, melifluo.
Estas palabras del Evangelio nos pueden chocar: “¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo, sino división”. En una sociedad líquida, donde no hay certezas, donde todo es relativo y subjetivo, es muy difícil entender a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida. Frente a la propuesta de Jesús de seguirle, de tomarle como modelo, de seguir sus huellas, de vivir su verdad, podemos reaccionar de modos muy variados. Él no se impone nunca pero, si elegimos seguirle, debemos ser coherentes.
El camino que Jesús nos marca es ancho, lo podemos recorrer a nuestro modo, pero tiene una dirección. Cuando dejamos que Él sea nuestro modelo, quien sustente nuestra vida, notamos que cambiamos, que hay una nueva luz en nosotros. Tenemos una fuerza que nos sorprende al alimentamos de la Eucaristía. Nos transformamos y sus mandamientos ya no son difíciles, externos, son nuestros, nuestra vida. Como los discípulos de Emaús diremos: “¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?”.
Este es el fuego que queremos propagar, que soñamos que se extienda por los cuatro puntos cardinales de España y del mundo entero. El fuego del amor de Dios. Ser mensajeros vivientes, antorchas vivas del amor. Cuando procuremos vivir así, a pesar de nuestras miserias y pecados, ese amor nos purificará, sacará lo mejor de nosotros, nos acrisolará y hará que brillemos como el oro fino. Esto chocará con el ambiente, será causa de división, pero encenderá a muchos.