«Hay una forma sencilla de comprender el espíritu de una época: fijarse en cuál es el tipo humano que venera»
Hay una forma sencilla de comprender el espíritu de una época: fijarse en cuál es el tipo humano que venera. Lo han sabido los hombres perspicaces de todos los tiempos.
Por ejemplo, el barón de Montesquieu. Hoy todos le atribuyen nuestra división de poderes. Menos conocido es, sin embargo, el método que adoptó para convencernos de ella, allá por mediados del siglo XVIII. ¿Por qué dividir el poder en tres, o en siete, o en cuarenta y dos? Charles Louis de Secondat (pues tal era el nombre de nuestro barón) tuvo claro que había de persuadir a sus contemporáneos de que vivían en un tiempo nuevo. Y a ello dedicó buena parte de su obra, El espíritu de las leyes.
El nuevo tiempo que Montesquieu inauguró es lo que su compatriota Michel Houellebecq llamará siglos después «el mundo como supermercado». Atrás quedó ya la época clásica en que se veneraba a los héroes militares, vino a decirnos. Tampoco procedía ya el elogio de los ascetas cristianos. Los primeros son seres belicosos y rudos, con una tendencia bien molesta a subyugarnos. Los segundos, aunque en apariencia mansurrones, también acaban por someternos mediante sus dogmas absurdos y su moral, tan exagerada como exigente. Se hacía preciso superar la era militar y la era religiosa. Nuestros modelos no debían ser ya ni el guerrero Aquiles ni el santo Simón Estilita.
¿Cuál habrá de ser, pues, nuestro moderno ideal? En los inicios del capitalismo y del ascenso de la burguesía, Montesquieu lo expone sin ambages: hemos de empezar a admirar a esos señores en quienes casi nadie ha reparado hasta ahora; a quienes nadie ha escrito ditirambos ni encomios. Esos que se dedican a llevar mercancías de un lugar para otro; esos que prefieren el metal de las monedas al metal de las armas; esos que manejan el oro y la plata sin necesidad de traspasar a nadie con el acero de su espada. Los comerciantes son los nuevos héroes para un tiempo nuevo (si es que cabe llamar héroes a quienes solo buscan la calmada laboriosidad de un mercado).
Los tenderos son sobrios y razonables, están habituados a negociar y no pretenden imponer (si no te gusta el precio o la mercancía que te ofrecen, siempre te cabrá abandonarlos por los de otro marchante más razonable). Representan todo lo contrario, pues, al militar o al sacerdote, tan acostumbrados a exigirte obediencia. Si el mundo se dejase guiar por la mentalidad comerciante, si el mundo se convirtiese en un gran supermercado, prosperaría el respeto mutuo, la tolerancia (no me importa en qué dioses creas o qué ideas profeses, siempre que puedas venderme o comprarme algo). Y reinaría la paz (las guerras suelen ser malas para los negocios).
Es indudable el éxito que cosecharía pronto la propuesta de Montesquieu, a quien acompañaron enseguida otros tempranos propagandistas del mundo como supermercado. Recordemos el elogio de Adam Smith a los pequeños egoísmos de carniceros, cerveceros y panaderos. Durante más de dos siglos esa ha sido la atmósfera mental en que ha prosperado el capitalismo, bien es verdad que no siempre sin contradicciones (a veces mantener imperios o rutas comerciales exigía alguna que otra guerra; otras veces se echaba en falta algo de rigor religioso a la hora de cumplir un pacto). Si alguien sentía cualquier tarde cierta melancolía al pasear por los pasillos de ese inmenso hipermercado mundial, siempre le cabía comprarse la Ilíada (¡en este establecimiento se vende de todo!) y rememorar las viejas virtudes milicianas de antaño. Por no hablar de que también se ofrecen a la venta allí biblias y rosarios y estatuillas muy monas de San Pancracio, por si fuera el viejo mundo cristiano el que uno ansiaba evocar.
«¿No es, en el fondo, el Estado de Bienestar un gigantesco sanatorio, dispuesto a darnos a cada uno alimento, cama y medicinas adecuados, a cambio de que obedezcamos escrupulosos a los directores del complejo hospitalario?»
Con todo y con eso, y que nos perdone Houellebecq, se diría que de reciente vivimos en una sociedad que ha ido abandonando el modelo del supermercado de Montesquieu para adentrarse en otro distinto: el de un gigantesco hospital general. Donde antes se nos trataba como clientes, ahora se nos empieza a manejar como pacientes perpetuos; donde antes se nos intentaba persuadir con ofertas atractivas, ahora se nos imponen tratamientos «por el bien de todos»; donde antes se buscaba acaparar nuestro dinero, ahora se ansía dominar nuestros cuerpos.
La pandemia de covid-19 ha hecho patente esta tendencia, pero sus raíces cabe detectarlas mucho más atrás. ¿No es, en el fondo, el Estado de Bienestar un gigantesco sanatorio, dispuesto a darnos a cada uno alimento, cama y medicinas adecuados, a cambio de que obedezcamos escrupulosos a los directores del complejo hospitalario? No fumes, no bebas, no comas grasas. Cierto es que veníamos conservando algunas libertades: qué canal de televisión elegir para tu habitación; con qué compañero o familiares compartir esta; incluso algunos recordarán que se nos pedía firmar un papel (el «consentimiento informado») antes de someternos a cualquier tratamiento, que nunca podía ser obligado.
Estas pequeñitas libertades han ido poco a poco marchitándose: hoy las grandes corporaciones que dominan las redes sociales o YouTube eligen por ti qué cosas no deberías ver (sobre todo, si son contenidos que critiquen ese gran hospital en que se está convirtiendo todo). Tampoco podemos reunirnos ya con quienes queramos, amenazados como estamos de continuo por confinamientos o toques de queda (por no hablar de la crítica mordaz a que nos someterán otros ingresados, adalides entusiastas de los directivos del hospital, en cuanto sepan que nos hemos divertido acompañados). Y, en cuanto a aquella vieja libertad de decidir qué sustancias, farmacológicas o no, podían atravesar las puertas de tu piel o de tu boca, qué antañona suena ahora, cuando los altos médicos del hospital amenazan con obligar a todos a vacunarnos.
El modelo de una sociedad hospitalizada trasciende, con todo, la pandemia. Y explica otros fenómenos que nos rodean de mejor manera que la que hasta ahora hemos empleado. Algunos han visto, por ejemplo, en la actual exuberancia de identidades (sexuales, étnicas, «de género», raciales, lingüísticas…) una última conquista del mundo como supermercado: al igual que escojo qué tipo de cebollas comprar o qué pareja me puedo permitir, del mismo modo que elijo mi religión entre todas las ofertas disponibles, ¿por qué no seleccionar también si me siento hombre o mujer, fluido o minorizado? Si al adquirir unas zapatillas deportivas marco hasta cierto punto mi identidad, ¿por qué no comprarme esta directamente? Y ¿quién es nadie para cuestionármela, si tampoco nadie debería elegir por mí el color de la camiseta por la que quiero pagar?
Este modelo antiguo de explicación olvida no obstante que, si de verdad viviésemos en un supermercado, nada nos impediría criticar a quien adquiere una identidad cualquiera. Si mi vecino Fernando se compra un pantalón fosforito, tanto debo dejar yo que él lo haga, como él deberá permitir que yo me ría de su gusto cromático. Así funcionarían las cosas de vivir en serio en el supermercado de Montesquieu. Pero ya no vivimos ahí.
Ahora habitamos en un inmenso hospital, y por eso las cosas marchan de manera diferente. Si junto a su pantalón fosforito Fernando decide adquirir una nueva identidad, si Fernando desea ser llamado María Dolores, por ejemplo, yo ya no puedo criticar esa decisión, aunque Fernando tenga ocho o 10 años. Los directivos del hospital me lo prohíben. Ya no podré tampoco, si soy el padre del niño antes conocido como Fernando, llevarlo a algún tipo de terapia: los directivos del hospital han decidido que, como todos estamos siempre enfermos, no tiene sentido pensar que ese crío pueda dejar de estarlo. La vida en la planta séptima de nuestro enorme hospital debe transcurrir sin altercados: se me castigará severamente si insinúo que Fernando-María Dolores no debería compartir vestuarios con quinceañeras. De hecho, se cuenta que el propósito de nuestros directivos hospitalarios es, algún día, suprimir toda clasificación por sexos en baños o habitaciones, y juntarnos a todos desnudos en cámaras sanitarias como las que antaño se usaban para despiojarnos.
«Narran las leyendas que, incluso cuando el mundo se volvió un gigantesco supermercado, aún atravesaban a veces sus pasillos, raudas como el viento del norte, tropas de bravos guerreros, cuyos escudos invocaban el nombre de las antiguas virtudes (honor, patriotismo, nobleza)»
¿Supermercado u hospital, pues? Pregúntese, amigo lector, si se siente tratado últimamente más como cliente o como internado. El primero tiene siempre la razón; el segundo, el pobre, también, pero no se le hace mucho caso. Al primero se le reconoce el derecho de elegir qué le conviene; al segundo, por su bien, se le priva de casi todas las decisiones. «Oh, bueno, pero aún me dejan elegir el color de las sábanas de mi cama de enfermo y la forma de mis pildoritas». Si usted piensa así, es probable que también piense que como en un hospital no se vive en ningún lado.
Ahora bien, por morbosa que sea nuestra condición, nada está perdido. Narran las leyendas que, incluso cuando el mundo se volvió un gigantesco supermercado, aún atravesaban a veces sus pasillos, raudas como el viento del norte, tropas de bravos guerreros, cuyos escudos invocaban el nombre de las antiguas virtudes (honor, patriotismo, nobleza). Cuéntase también que algunas mujeres conservaban aún los ritos religiosos en ciertos recovecos de sus almacenes: no porque quisieran mercadear con ellos, sino solo porque eran damas que recordaban aún el significado de la palabra «sagrado».
Quién sabe, pues, si por los rincones perdidos de nuestra sociedad hospitalizada, allá donde no llegan las cámaras de seguridad, alguien tramará ya algo. Hay rumores incluso de que en una planta de un módulo lejano algunos pacientes han pedido el alta voluntaria. Se dice que hay enfermeros que ya no quieren vigilarnos (eso que ellos llamaban «cuidarnos») más. Son todo testimonios confusos a los que sería absurdo prestar atención excesiva. Pero, de momento, podrían servirnos de acicate para renunciar a tomarnos hoy la píldora que nos acaban de recetar. Y tal vez también mañana.
Miguel Ángel Quintana Paz, en theobjective.com/
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