Rememoro dos imágenes, llenas para mí de simbolismo, que han desembocado en las consideraciones que siguen
Confieso que mi corta estancia de casi un mes en Japón me ha dejado buena huella. Residí en Nagashaki, ciudad de agradecida memoria para los cristianos, por el testimonio de fe de sus mártires, casi a fines del siglo XVI, y por ser cuna del renacimiento cristiano en la segunda mitad del XIX. Pero, a la vez, ciudad de triste recuerdo porque el 9 de agosto de 1945, las radiaciones atómicas segaron la vida de unas 40.000 personas. Tres días antes, Hiroshima había corrido igual desgracia, con cerca de 66.000 muertos. Y meses más tarde esas cifras se elevarían a casi el doble en cada una de las ciudades. Me encontraba en Nagashaki en el 65 aniversario de aquella tragedia, y rememoro dos imágenes, llenas para mí de simbolismo, que han desembocado en las consideraciones que siguen.
Urakami, la catedral, construida en 1914 sobre una pequeña colina y dedicada a la Inmaculada Concepción de María, quedó completamente destruida. La bomba estalló a unos 500 metros del templo y sus dos campanas enmudecieron para siempre. Al reconstruirse la catedral en 1959, como memoria silenciosa de la tragedia se decidió dejarlas en el mismo lugar donde cayeron, en la parte inferior de la colina. Allí contemplé, sobresaliendo de la tierra, los gruesos soportes de las campanas que permanecen enterradas. Las imágenes hablan por sí solas de los terribles estragos a que pueden conducir las locuras humanas que, desgraciadamente, las seguimos viendo en nuestros días.
Estos sucesos llevan a repensar el sentido de nuestra vida y a rechazar todo tipo de violencias. La razón última del rechazo, más allá de los bienintencionados pactos políticos −por desgracia tantas veces débiles y vulnerables−, ha de fundamentarse en vernos unos a otros como hermanos, con una inviolable e idéntica dignidad recibida de Dios, el Padre común, como ha recordado Francisco en su encíclica Fratelli tutti. En otras palabras, evitaremos violencias fratricidas si conducimos nuestra vida dando un giro de 180 grados al planteamiento de vivir “como si Dios no existiese”: al “Etsi Deus non daretur” que decía Hugo Grocio en el siglo XVII. Vivir al margen del Padre común, ignorándolo, conduce tarde o temprano al enfrentamiento de los hijos; y mal que le pese al jurista neerlandés, mucho mejor nos irá si no seguimos su máxima. Y esto, no irá en menoscabo ni en modo alguno hará peligrar nuestra “adorada” democracia. Por el contrario, hacer de menos a Dios expulsándolo de nuestras relaciones y convivencia, es lo que ha llevado, desde siempre, a tantas tragedias humanas.
Decía que dos imágenes de aquella explosión me inspiraban estas líneas. A la ya mencionada del enmudecer de las campanas, hace eco la segunda, que considero inseparable porque se produjo al mismo tiempo y cabe relacionarlas desde una perspectiva trascendental y cristiana. Se trata de un busto de la Virgen María, en una capilla del interior de la Catedral; produce fuerte impresión porque su rostro refleja el impacto de la explosión atómica: las cuencas de sus ojos están vacías y completamente ennegrecidas por efecto de la radiación. La gente la conoce con el nombre de la “Virgen Quemada”, e incluso cabe apreciar un trazo oscuro que, desde el ojo izquierdo, desciende por la mejilla, como si fuese una lágrima.
Lejos de interpretaciones sentimentaloides, muchos creyentes habrán asociado fácilmente ambas imágenes: a mí, me han sugerido el hilo y trama de estas líneas. Desde 1914 las campanas que comenzaron a repicar para recuerdo del Angelus y para llamar a la celebración de la Eucaristía en la Misa dominical, no habían dejado de sonar. Aquel jueves de agosto de 1945, diríase que su silencio definitivo tuvo como una réplica humana y sobrenatural en el Cielo: en el Corazón de una Madre que, anegada por el dolor ante la muerte de millares de sus hijos, hubiera querido dejar una huella patente del mismo en su rostro de la “Virgen Quemada”: en sus ennegrecidos ojos −ventanas del alma según el decir popular− que, con la explosión, solo dejarían traslucir ya la honda amargura de su Corazón materno La simbiosis humana y espiritual tierra-Cielo y viceversa, hasta entonces alegre, había sufrido un momentáneo black out, reflejado en esas imágenes testimoniales.
La mirada de fe cristiana debería percibir frecuentes relaciones entre muchos sucesos de la tierra y la vida de los bienaventurados en el Cielo, porque la familia de Dios, su Iglesia, no está dividida ni vivimos de espaldas los de allá arriba y los de aquí abajo. Y, a la vez, acoger también la permanente paradoja por la que, en nuestra vida, caminan inseparablemente unidos el sufrimiento y la alegría. A fin de cuentas, eso es lo que recuerdan las campanas con su sonido, porque convocan a una celebración, la de la Misa, donde se dan la mano, actualizándose sacramentalmente, el dolor del Viernes Santo y la alegría del Domingo de Resurrección: todo, como vivo memorial de la muerte y resurrección de Cristo. Pero siempre priva, por encima de todo, la alegría del Señor resucitado que desea compartirla con todo el mundo. Por eso, san Josemaría compendiaba esta paradoja de la vida cristiana, diciendo que “nuestra alegría tiene sus raíces en forma de Cruz”. Recordaba así que el gozo del discípulo procede, a la vez, del amor de Cristo manifestado en el sufrimiento del Calvario, y de la alegría de su resurrección.
Las campanas de Nagashaki me han llevado lejos, aunque sin olvidar que seguimos en la tierra, porque así debemos caminar: pegados al terreno, pero como peregrinos que “no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la venidera”, según la Carta a los Hebreos 13, 14. Lo recuerda igualmente la fiesta, en el ecuador de agosto, de la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo; campanas de gloria sonarían entonces allí arriba para acoger a la Madre de Dios.
Termino volviendo del Oriente japonés a nuestro Continente. “Campanas de Europa” es una película sobre la relación entre cristianismo, cultura europea y futuro del Continente. Su hilo conductor es el sonido de diversos campanarios en distintas capitales de Europa, y recoge entrevistas, en 2012, con Benedicto XVI y con líderes de la religión cristiana. Confío en que el lector quede interesado por saber cómo prosigue y termina tanto repique, que nos remite al Cielo.