La pobreza siempre da pena. La carencia de los bienes para una vida digna es injusta
Puede suceder que tengamos mucha ilusión en un viaje, en un plan, que tengamos idealizada a una persona y que luego veamos que no era para tanto. No es oro todo lo que reluce. Resulta que la playa tenía muchas piedras o que hemos cogido unos días de mucho viento… Se han perfeccionado tanto las técnicas de fotografía, se puede maquillar tanto un rostro o un paisaje que el encuentro con la realidad nos puede defraudar.
Una de las ilusiones más extendidas es la de tener mucho dinero, la de ser muy rico y, así disfrutar de la vida fácil. Se asocia la riqueza a la felicidad. Así pensaba el famoso rey Midas que era muy rico, pero quería serlo más. En una ocasión se le apareció un genio al que le pidió la gracia de poder convertir en oro todo lo que tocara.
El don le fue concedido y, efectivamente, lo que tocaban sus manos pasaba a ser oro purísimo. ¡Soy inmensamente rico!, se dijo Midas; pero pronto se le terminó la felicidad. También los alimentos que palpaban sus manos mudaban en el precioso metal: la fruta, el pan, el agua y el vino…; en fin, se moría de hambre y de sed. Un día acarició a su hija y se transformó en una preciosa estatua dorada. Los planes no le salieron como había pensado. En su tristeza y desesperación escuchó la voz del genio: “¿eres feliz, Midas?”, este repuso: “soy el hombre más desdichado del mundo. Tengo todo lo que quería, pero he perdido lo que era más valioso”. Rodeados de riquezas, de likes, de aparatitos… podemos estar muy solos y ser unos desgraciados.
La pobreza siempre da pena. La carencia de los bienes necesarios para una vida digna es injusta. Pero hay una pobreza moral mucho más penosa: la falta de educación, de valores y de virtudes, el egoísmo, la carencia de horizontes y de esperanza. La pobreza del amor es la más lamentable de todas y condenar a la gente a vivir así es una gran injusticia.
El Evangelio nos muestra algunas de estas pobrezas. Uno se acerca a Jesús para que interceda en una cuestión familiar: “Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia”. El Señor no quiere intervenir en esa disputa, quiere que solucionemos estos conflictos nosotros mismos estando precavidos del peligro de la codicia. ¡Qué pena dan tantas peleas familiares por motivos del reparto de herencias! Romper la armonía familiar por dinero es triste, además es injusto con el esfuerzo que hicieron sus padres por dejarles un futuro mejor. Hay riquezas más valiosas.
Luego nos manifiesta la pobreza del que solo piensa en lo de aquí, del que almacena los bienes que no podrá disfrutar en el más allá. Gracias a Dios hemos superado la época de las pirámides, sabemos que nada podemos llevarnos a la otra vida. El que vive para sí, encerrado en sus caprichos y pecados, escuchará la voz de Caronte, barquero de la Divina Comedia, que dirige a los condenados: “¡Ay de vosotras, almas pecadoras, /nunca esperéis volver a ver el cielo! /Vengo a llevaros a la otra ribera, /donde no existe el día ni las horas, /a las tinieblas, al calor, al hielo. /Tal es la eternidad que allá os espera”.
“Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes” afirma Jesús. Una vida se enriquece por otros cauces, la hace valiosa la capacidad de amar y dar amor: el estar pendiente de los demás, la superación de las esclavitudes que nos atan, los ideales, una buena formación, el conocimiento de las cosas de Dios y del alma. Es la familia la escuela del buen vivir. Los padres, con su entrega y amor, transmiten otro modo de entender la vida. Enseñan que la sobriedad y la templanza nos hacen más felices que la ostentación y el exceso de comodidad, que cuando se comparte no se pierde, sino que se gana.
Hoy debemos hacer la “opción preferencial por los pobres jóvenes”, aunque parezca una contradicción, a pesar de tener tantas cosas y medios, son los más necesitados. Es la franja más vulnerable de la sociedad, los que sufren tanto que en una proporción muy alta se quitan la vida o se autolesionan, enferman. La pobreza en este caso es falta de amor, de amistad, de sentido. Carecen de sentido religioso de la vida, no se saben hijos muy queridos de Dios, no se dan cuenta de que los otros no son enemigos sino hermanos.
En la familia, en vez de sobreprotegerles, deben aprender el sentido de la vida, a ser fuertes ante las contradicciones. La vida fácil y el todo lo que me apetece ya son oro falso: reluce, pero nada más. Hay que hacerles ricos en ilusiones grandes, en afán de servir, en convicciones morales y religiosas que les darán seguridad y sentido.