Somos conscientes de que la Naturaleza que nos abraza no puede, por sí sola, salir adelante, si no ponemos inteligencia y ternura
Nos encontramos en plena canícula. Las olas de calor se suceden; y en la naturaleza se palpa. En zonas más húmedas que la nuestra se producen enormes incendios forestales. Aquí, los montes muestran una vegetación herbácea exuberante debido a que la primavera fue pródiga en lluvias.
Muchos entendidos, y, sobre todo, las gentes de la España vaciada, lo tienen claro: los montes hay que cuidarlos. No basta con disponer, en el mejor de los casos, de un imponente equipo antiincendios; sino que se precisa prevenir antes que curar.
Nuestros bosques adolecen de cuidado y en la jungla en que se convierten asusta comprobar el crecimiento del sotobosque, el maquis, las herbáceas agostadas. Es estopa. Preparado para que, ante cualquier descuido o ante la acción de un desalmado, se produzca una catástrofe infernal, cuando las llamas devoran los pastos alentadas por vientos impetuosos.
Supongo que nuestras autoridades son conscientes. Pero no se presta atención. En concreto, los montes que se quemaron hace 30 años o más constituyen un bosque casi maduro, y pueden arder de nuevo. Es un problema viejo. La ciudad tiene que rescatar al campo. Porque sin un estímulo adecuado, también económico, queda al albur de lo que acontezca cada verano. Y sin embargo, en mi opinión, es posible evitar la catástrofe con algunos medios poco costosos en general. Uno de ellos, señalado en muchas ocasiones, es el pastoreo. Pero se necesitan pastores (con ganado) que corran por esos riscos y ganen un sueldo adecuado: ya nadie quiere hacerlo por cuatro euros. Desde luego, no hay que dejar a su aire animales domésticos en medio del monte como se hizo hace algún tiempo en el Desierto de Las Palmas, con la suelta de un grupo de asnos que naturalmente fenecieron. Por ahí no se va a ninguna parte. Hay que ser más serios.
Y también desbrozar el monte y aclararlo, pues se acumula la leña con el tiempo. Propongo que se arbitren fórmulas sencillas, de cierta rentabilidad, pero que impliquen y motiven a los lugareños, para que puedan cuidar los bosques con el mismo mimo con que antaño lo hicieron sus ancestros. Por ejemplo, que los propios empleados de apagar los fuegos trabajen en las demás épocas del año no estivales en realizar esas tareas de prevención.
Desde luego, con un sotobosque lleno de coscoja, de romero, jaguarzos y de otras plantas inflamables, además de los pinos, no nos ha de extrañar que se quemen miles de hectáreas como recientemente ha ocurrido en Venta del Moro. Necesitamos prevención.
La poda y limpieza de los montes es fácil de realizar si se tiene el interés de hacerlo. Puede servir también, puestos a quemar, para nutrir pequeñas centrales térmicas en esas zonas. La cría de ganado caprino y ovino evitaría ese estado lamentable de incuria. Si no tomamos cartas en el asunto, estamos condenados a que cada 50 años el bosque se vuelva a incendiar, cíclicamente, lo que hará que las generaciones futuras no puedan disponer de auténticos espacios naturales. Así es el bosque mediterráneo y ese es su destino inexorable: la quema; salvo que intervengamos. Ahora somos conscientes de que la Naturaleza que nos abraza no puede, por sí sola, salir adelante, si no ponemos inteligencia y ternura. Se nos ha confiado. Esa es nuestra responsabilidad. Es lo que hay. Lo demás, humo. Y crucemos los dedos, que el verano no ha terminado.