“De la crisis no se sale solo, se sale arriesgando y tomando al otro de la mano”
Puertas afuera, el calor abrasador no parece desanimar a los miles de turistas que, a pleno sol, comparten largas filas para ingresar al Vaticano. A unos pocos metros, en Santa Marta, su abultada agenda se cumple paso a paso. Algún que otro movimiento parece anunciar que está por llegar.
Francisco, su Santidad, el Papa argentino, uno de los líderes que hoy marca la agenda social y política del mundo, viene caminando con una sonrisa radiante. Se lo nota recuperado. Consciente de todas las transformaciones instrumentadas durante sus nueve años de papado y con una mirada a largo plazo acerca del futuro de la humanidad, de la fe y de la necesidad de respuestas nuevas. Al ingresar juntos al salón, en el que todo está dispuesto para una histórica entrevista con la Agencia Nacional de Noticias Télam, que transcurrirá durante una hora y media, sé que en esta tarde de junio estoy viviendo un momento excepcional y único.
Francisco, usted fue una de las voces más importantes en un período de muchísima soledad y miedo en el mundo, durante la pandemia. Supo catalogarla como las limitaciones de un mundo en crisis en lo económico, social y político. Y en ese momento dijo una frase: “nunca se sale de igual de una crisis, se sale mejor o se sale peor”. ¿Cómo cree que estamos saliendo? ¿Hacia dónde nos dirigimos?
No me está gustando. En algunos sectores se ha crecido, pero en general no me gusta porque se ha vuelto selectivo. Fijate, el solo hecho de que África no tenga las vacunas o tenga las mínimas dosis quiere decir que la salvación de la enfermedad también fue dosificada por otros intereses. Que África esté tan necesitada de vacunas indica que algo no funcionó.
Cuando digo que nunca se sale igual, es porque la crisis necesariamente te cambia. Más aún, las crisis son momentos de la vida donde uno da un paso adelante. Está la crisis de la adolescencia, la de la mayoría de edad, la de los 40. La vida te va marcando etapas con las crisis. Porque la crisis te pone en movimiento, te hace bailar. Y uno tiene que saber asumirlas, porque si no lo hacés las transformás en conflicto. Y el conflicto es algo cerrado, busca la solución dentro de sí y se destruye a sí mismo. En cambio, la crisis es necesariamente abierta, te hace crecer. Una de las cosas más serias en la vida es saber vivir una crisis, no con amargura. Bueno, ¿cómo vivimos la crisis?
Cada uno lo hizo como pudo. Hubo héroes, puedo hablar de lo que acá tenía más cerca: los médicos, enfermeros, enfermeras, curas, monjas, laicos, laicas que realmente dieron la vida. Algunos murieron. Creo que en Italia murieron más de sesenta. Dar la vida por los demás es una de las cosas que apareció en esta crisis. Los curas también se portaron bien, en general, porque las iglesias estaban cerradas, pero llamaban por teléfono a la gente. Hubo curas jóvenes que les preguntaban a los viejitos qué necesitaban del mercado y les hacían las compras. O sea, las crisis te obligan a solidarizarte porque todos están en crisis. Y de ahí se crece.
Muchos pensaban que la pandemia había marcado límites: a la extrema desigualdad, a la despreocupación por el calentamiento global, al individualismo exacerbado, al mal funcionamiento de los sistemas políticos y de representación. Sin embargo, existen sectores que insisten en reconstruir las condiciones previas a la pandemia.
No podemos volver a la falsa seguridad de las estructuras políticas y económicas que teníamos antes. Así como digo que de la crisis no se sale igual, sino que se sale mejor o peor, también digo que de la crisis no se sale solo. O salimos todos o no sale ninguno. La pretensión que un solo grupo salga de la crisis, por ahí te puede dar una salvación, pero es una salvación parcial, económica, política o de ciertos sectores de poder. Pero no se sale totalmente. Quedás aprisionado por la opción de poder que hiciste. Lo transformaste en un negocio, por ejemplo, o culturalmente te fortaleciste en el momento de la crisis. Usar la crisis para el propio provecho es salir mal de la crisis y, sobre todo, es salir solo. De la crisis no se sale solo, se sale arriesgando y tomando la mano del otro. Si no lo hacés, no podés salir. Entonces, ahí está lo social de la crisis.
Esta es una crisis de civilización. Y ocurre que la naturaleza también está en crisis. Recuerdo que hace unos años recibí a varios jefes de gobierno y de Estado de los países de la Polinesia. Y uno de ellos decía: “Nuestro país está pensando en comprar tierras en Samoa, porque dentro de 25 años quizás no existamos porque está creciendo mucho el mar”. No nos damos cuenta, pero hay un dicho español que nos tiene que hacer pensar: Dios perdona siempre. Quédense tranquilos que Dios perdona siempre y nosotros, los hombres, perdonamos de vez en cuando. Pero la naturaleza no perdona nunca. Se la cobra. Vos usas la naturaleza y se te viene encima.
Un mundo recalentado también nos saca de la construcción de una sociedad justa, fraterna. Está la crisis, la pandemia y el Covid famoso. Cuando yo estudiaba, lo que más te causaban los virus “corona” era un resfrío. Pero luego fueron mutando y pasó lo que pasó. Es curiosísimo lo de la mutación de los virus, porque estamos ante una crisis viral, pero también una crisis mundial. Una crisis mundial en nuestra relación con el universo. No vivimos en armonía con la creación, con el universo. Y lo abofeteamos a cada rato. Usamos mal nuestras fuerzas. Hay gente que no se imagina el peligro que hoy vive la humanidad con este recalentamiento y manoseo de la naturaleza.
Voy a contar una experiencia personal: en 2007 estaba en el equipo de redacción del Documento de Aparecida y entonces llegaban las propuestas de los brasileños hablando del cuidado de la naturaleza. “Pero estos brasileños, ¿qué tienen en la cabeza?”, me preguntaba en aquel momento, no entendía nada de esto. Pero me fui despertando de a poco y ahí me vino la inquietud de escribir algo. Con los años, cuando viajé a Estrasburgo el presidente François Hollande mandó a recibirme a su ministra de medioambiente, quien en aquel momento era Ségolène Royale. En un momento me preguntó: “¿Es verdad que usted está escribiendo algo sobre el ambiente?”. Cuando le dije que sí, me pidió: “Por favor, publíquelo antes de la Conferencia de París”. Entonces, me volví a reunir con los científicos que me dieron un borrador, después me junté con los teólogos que me entregaron otro borrador, y así salió el Laudato si’. Fue una exigencia para crear la consciencia de que estamos abofeteando a la naturaleza. Y la naturaleza se la va a cobrar… Se la está cobrando.
En la encíclica Laudato si’ advierte que muchas veces se habla de ecología, pero separándola de las condiciones sociales y de desarrollo. ¿Cuáles serían esas nuevas reglas en términos económicos, sociales y políticos, en medio de lo que ha llamado una crisis de civilización y con una Tierra que, además, dice “no doy más”?
Está todo unido, es armónico. No podés pensar a la persona humana sin la naturaleza y no podés pensar a la naturaleza sin la persona humana. Es como aquel pasaje del Génesis: “Crezcan, multiplíquense y dominen la Tierra”. Dominar es entrar en armonía con la Tierra para hacerla fructificar. Y nosotros tenemos esa vocación. Hay una expresión de los aborígenes del Amazonas que me encanta: “el vivir bien”. Ellos tienen esa filosofía del vivir bien, que no tiene nada que ver con nuestro porteño “pasarla bien” ni con la “dolce vita” italiana. Para ellos se trata de vivir en armonía con la naturaleza. Acá hace falta una opción interior de las personas y los países. Una conversión, diríamos. Cuando me decían que Laudato si’ era una linda encíclica ambiental, les contestaba que no, que se trataba de “una encíclica social”. Porque no podemos separar lo social de lo ambiental. La vida de los hombres y las mujeres se desarrolla dentro de un ambiente.
Me viene un dicho español, espero que no sea demasiado guarango, que dice “el que escupe al cielo, en la cara se le cae”. El maltrato a la naturaleza es un poco esto. La naturaleza se la cobra. Repito: la naturaleza no perdona nunca, pero no porque sea vengativa, sino porque ponemos en marcha procesos de degeneración que no están en armonía con nuestro ser. Hace unos años me quedé helado cuando vi la foto de un barco que había pasado por el Polo Norte por primera vez. ¡El Polo Norte navegable! ¿Qué quiere decir esto? Que los hielos se están destruyendo, se están disolviendo, por el calentamiento. Cuando se ven esas cosas, tenemos que frenarnos. Y son los jóvenes los que más lo perciben. Nosotros, los grandes, estamos mal acostumbrados, “no es para tanto” decimos o, simplemente, no entendemos.
Los jóvenes, como señala, parecen tener una mayor conciencia ecológica, pero da la sensación que, muchas veces, es segmentada. Hoy se observa menor compromiso político, e incluso a la hora de votar la participación es muy baja entre los menores de 35 años. ¿Qué les diría a esos jóvenes? ¿Cómo ayudar a reconstruirles la esperanza?
Ahí tocaste un punto difícil, que es el descompromiso político de los jóvenes. ¿Por qué no se comprometen en política, por qué no se la juegan? Porque están como desanimados. Han visto −no digo todos, por Dios− situaciones de arreglos mafiosos y de corrupción. Cuando los jóvenes de un país ven, como se dice, que “se vende hasta a la madre” con tal de hacer un negocio, entonces baja la cultura política. Y por eso no quieren meterse en política. Y sin embargo los necesitamos porque son ellos los que tienen que plantear la salvación a las políticas universales. ¿Y por qué la salvación? Porque si no cambiamos de actitud con el ambiente, nos vamos todos al pozo. En diciembre tuvimos un encuentro científico-teológico sobre esta situación ambiental. Y recuerdo que el jefe de la Academia de Ciencia de Italia dijo: “si esto no cambia, mi nieta que nació ayer va a tener que vivir dentro de 30 años en un mundo inhabitable”. Por eso le digo a los jóvenes que no es solo la protesta, también deben buscar la manera de hacerse cargo de los procesos que nos ayuden a sobrevivir.
¿Considera que parte de la frustración de algunos jóvenes hace que sean seducidos por discursos de odio y opciones políticas extremas?
El proceso de un país, el proceso de desarrollo social, económico y político, necesita de una continua revaloración y un continuo choque con los otros. El mundo político es ese choque de ideas, de posiciones, que nos purifica y nos hace ir juntos adelante. Los jóvenes tienen que aprender esta ciencia de la política, de la convivencia, pero también de la lucha política que nos purifica de egoísmos y nos lleva adelante. Es importante ayudar a los jóvenes en ese compromiso socio-político y, también, a que no les vendan un buzón. Aunque hoy día, creo que la juventud está más avivada. En mis tiempos, no nos vendían un buzón, nos vendían el Correo Central. Hoy están más despiertos, son más vivos.
Yo confío mucho en la juventud. “Sí, pero qué sé yo, no vienen a misa”, me dice por ahí un cura. Yo contesto que hay que ayudarlos a crecer y acompañarlos. Después, Dios le hablará a cada uno. Pero hay que dejarlos crecer. Si los jóvenes no son los protagonistas de la Historia, estamos fritos. Porque ellos son el presente y el futuro.
Hace unos días usted hablaba de la importancia del diálogo intergeneracional.
Sobre esto me quiero permitir una cosa que siempre me gusta destacar: tenemos que reinstaurar el diálogo de los jóvenes con los viejos. Los jóvenes necesitan dialogar con sus raíces y los viejos necesitan darse cuenta que dejan herencia. El joven cuando se encuentra con el abuelo o la abuela recibe savia, recibe cosas y se las lleva adelante. Y el viejo, cuando se encuentra con el nieto o la nieta, tiene esperanza. Bernárdez tiene un verso muy lindo, no sé de qué poema, que dice: “Todo lo que el árbol tiene de florido le viene de aquello que tiene soterrado”. No dice “las flores vienen de allá abajo”. No, las flores están arriba. Pero ese diálogo de arriba a abajo, de tomar de las raíces y llevar adelante, es el verdadero sentido de la tradición.
También me impresionó una frase del compositor Gustav Mahler: “La tradición es la garantía del futuro”. No es una pieza de museo. Es aquello que te da vida, siempre y cuando te haga crecer. Otra cosa es el ir hacia atrás, eso es un conservadurismo malsano. “Porque siempre se hizo así, yo no me juego por un paso adelante”, razonan. Quizás esto necesite más explicación, pero voy a lo esencial del diálogo de los jóvenes con los viejos, porque de ahí se toma el verdadero sentido de la tradición. No es tradicionalismo. Es la tradición que te hace crecer, es la garantía del futuro.
Francisco, usted suele describir tres males de la época: el narcisismo, el desánimo y el pesimismo. ¿Cómo se los combate?
Esas tres cosas que nombraste −narcisismo, desánimo y pesimismo− entran en lo que se llama la psicología del espejo. Narciso, claro, miraba el espejo. Y ese mirarse no es mirar hacia adelante, sino volverse sobre sí mismo y estar continuamente lamiendo la propia llaga. Cuando, en realidad, lo que te hace crecer es la filosofía de la alteridad. Cuando no hay confrontación en la vida no se crece. Esas tres cosas que mencionaste son las del espejo: yo veo para mirarme a mí mismo y lamentarme. Recuerdo a una monja que vivía quejándose y en el convento la llamaban “Sor Lamentela”. Bueno, hay gente que se lamenta continuamente de los males de la época. Pero hay algo que ayuda mucho contra este narcisismo, desánimo y pesimismo, que es el sentido del humor. Es lo que más humaniza.
Hay una oración muy linda de Santo Tomás Moro, que yo rezo todos los días desde hace más de 40 años, que empieza pidiendo “Dame, Señor, una buena digestión y también algo que digerir. Dame sentido del humor, que sepa apreciar un chiste”. El sentido del humor relativiza tanto y hace tanto bien. Eso va contra ese espíritu de pesimismo, de “lamentela”. Era Narciso, ¿no? Volver sobre el espejo. Narcisismo típico.
Hacia 2014 ya sostenía que el mundo estaba entrando en una Tercera Guerra Mundial y hoy la realidad no hace más que confirmar sus pronósticos. ¿La falta de diálogo y de escucha son un agravante en la situación actual?
La expresión que utilicé aquella vez fue “guerra mundial a pedacitos”. Esto de Ucrania lo vivimos de cerca y por eso nos alarmamos, pero pensemos en Ruanda hace 25 años, Siria desde hace 10, Líbano con sus luchas internas o Myanmar hoy mismo. Esto que vemos está sucediendo desde hace tiempo. Una guerra, lamentablemente, es una crueldad al día. En la guerra no se baila el minué, se mata. Y hay toda una estructura de venta de armas que lo favorece. Una persona que sabía de estadísticas me dijo, no me acuerdo bien los números, que, si durante un año no se fabricaran armas, no habría hambre en el mundo.
Creo que llegó el momento de repensar el concepto de “guerra justa”. Puede haber una guerra justa, hay derecho a defenderse, pero como se usa hoy día ese concepto hay que repensarlo. Yo he declarado que el uso y la posesión de armas nucleares es inmoral. Resolver las cosas con una guerra es decirle no a la capacidad de diálogo, de ser constructivos, que tienen los hombres. Es muy importante esa capacidad de diálogo. Salgo de la guerra y voy al comportamiento común. Fijate cuando estás hablando con algunas personas y antes que termines, te interrumpen y te contestan. No sabemos escucharnos. No le permitimos al otro que diga lo suyo. Hay que escuchar. Escuchar lo que dice, recibir. Declaramos la guerra antes, es decir, cortamos el diálogo. Porque la guerra es esencialmente una falta de diálogo.
Cuando en el 2014 fui a Redipuglia, por el centenario de la guerra de 1914, vi en el cementerio la edad de los muertos y lloré. Ese día lloré. Un 2 de noviembre, algunos años después, fui al cementerio de Anzio y cuando vi la edad de aquellos chicos muertos, también lloré. No me avergüenzo de decirlo. Qué crueldad. Y cuando se conmemoró el aniversario del desembarco en Normandía, pensaba en los 30.000 muchachos que quedaron sin vida en la playa. Abrían las barcas y “a bajar, a bajar”, les ordenaban mientras los nazis los esperaban. ¿Se justifica eso? Visitar los cementerios militares en Europa ayuda a caer en la cuenta de esto.
¿Acaso están fallando los organismos multilaterales ante estas guerras? ¿Es posible conseguir la paz a través de ellos? ¿Es factible buscar soluciones conjuntas?
Después de la Segunda Guerra Mundial hubo mucha esperanza en las Naciones Unidas. No quiero ofender, sé que hay gente muy buena que trabaja, pero en este punto no tiene poder para imponerse. Ayuda sí para evitar guerras y pienso en Chipre, donde hay tropas argentinas. Pero para parar una guerra, para resolver una situación de conflicto como la que estamos viviendo hoy en Europa, o como las que se vivieron en otros lugares del mundo, no tiene poder. Sin ofender. Es que la constitución que tiene no le da poder.
¿Han cambiado los poderes en el mundo? ¿Se modificó el peso de algunas instituciones?
Es una pregunta que no quiero universalizar mucho. Quiero decir así: hay instituciones beneméritas que están en crisis o, peor, que están en conflicto. Las que están en crisis me dan esperanzas de un posible progreso. Pero las que están en conflicto se involucran en resolver asuntos internos. En este momento hace falta valentía y creatividad. Sin esas dos cosas, no vamos a tener instituciones internacionales que puedan ayudarnos a superar estos conflictos tan graves, estas situaciones de muerte.
En 2023 se cumplen 10 años de su designación en el Vaticano, un aniversario ideal para trazar un balance. ¿Pudo cumplir todos sus objetivos? ¿Qué proyectos quedan pendientes?
Las cosas que hice no las inventé ni las soñé después de una noche de indigestión. Recogí todo lo que los cardenales habíamos dicho en las reuniones pre-cónclave, que debía hacer el próximo Papa. Entonces dijimos las cosas que había que cambiar, los puntos que había que tocar. Lo que puse en marcha fue eso que se pidió. No creo que haya habido nada original mío, sino poner en marcha lo que se pidió entre todos. Por ejemplo, en la parte de Reforma de la Curia terminó con la nueva Constitución Apostólica Praedicate Evangelium, que después de 8 años y medio de trabajo y consulta se logró poner lo que habían pedido los cardenales, cambios que ya se iban poniendo en práctica. Hoy día hay una experiencia de tipo misionero. Praedicate Evangelium, es decir, “sean misioneros”. Prediquen la palabra de Dios. O sea, que lo esencial es salir.
Curioso: en esas reuniones hubo un cardenal que dijo que en el texto del Apocalipsis Jesús dice: “estoy en la puerta y llamo. Si alguno me abre, entraré”. Él entonces dijo “Jesús sigue golpeando, pero para que lo dejemos salir, porque lo tenemos aprisionado”. Eso es lo que se pidió en esas reuniones de cardenales. Y cuando fui elegido, lo puse en marcha. A los pocos meses, se hicieron consultas hasta que se armó la nueva Constitución. Y mientras tanto se iban haciendo los cambios. O sea, no son ideas mías. Eso que quede claro. Son ideas de todo el Colegio Cardenalicio que pidió eso.
Pero hay una impronta suya, se observa una impronta de la iglesia latinoamericana…
Eso sí.
¿En qué posibilitó esa perspectiva los cambios que se están viendo hoy?
La Iglesia latinoamericana tiene una historia de cercanía al pueblo muy grande. Si tomamos las conferencias episcopales -la primera en Medellín, después Puebla, Santo Domingo y Aparecida- siempre fue en diálogo con el pueblo de Dios. Y eso ayudó mucho. Es una Iglesia popular, en el sentido real de la palabra. Es una Iglesia del pueblo de Dios, que se desnaturalizó cuando el pueblo no podía expresarse y terminó siendo una Iglesia de capataces de estancia, con los agentes pastorales que mandaban. El pueblo se fue expresando cada vez más en lo religioso y terminó siendo protagonista de su historia.
Hay un filósofo argentino, Rodolfo Kush, que es el que mejor captó lo que es un pueblo. Como sé que me van a escuchar, recomiendo la lectura de Kush. Es uno de los grandes cerebros argentinos Tiene libros sobre la filosofía del pueblo. En parte, esto es lo que vivió la iglesia latinoamericana, aunque tuvo conatos de ideologización, como el instrumento de análisis marxista de la realidad para la Teología de la Liberación. Fue una instrumentalización ideológica, un camino de liberación -digamos así- de la iglesia popular latinoamericana. Pero una cosa son los pueblos y otra son los populismos.
¿Cómo sería la diferencia entre ambos?
En Europa lo tengo que expresar continuamente. Acá tienen una experiencia de populismo muy triste. Hay un libro que salió ahora, “Síndrome 1933”, que muestra cómo se fue gestando el populismo de Hitler. Entonces, me gusta decir: no confundamos populismo con popularismo. Popularismo es cuando el pueblo lleva adelante sus cosas, expresa lo suyo en diálogo y es soberano. El populismo es una ideología que aglutina al pueblo, que se mete a reagruparlo en una dirección. Y acá cuando les hablás de fascismo y nazismo entienden en ese aspecto lo que es un populismo. La Iglesia latinoamericana tiene aspectos de sujeción ideológica en algunos casos. Los ha habido y los seguirá habiendo porque eso es una limitación humana. Pero es una Iglesia que pudo y puede expresar cada vez mejor su piedad popular, por ejemplo, su religiosidad y su organización popular.
Cuando vos encontrás que a las patronales del Milagro de Salta te bajan los Misachicos desde 3 mil metros, hay ahí una entidad religiosa que no es superstición, porque se sienten identificados con eso. La Iglesia latinoamericana ha crecido mucho en esto. Y también es una Iglesia que supo cultivar las periferias, porque la verdadera realidad se ve desde allí.
¿Por qué la verdadera transformación viene de la periferia?
Me llamó la atención una conferencia que escuché de Amelia Podetti, una filósofa que ya falleció, en la que dijo: “Europa vio el Universo cuando Magallanes llegó al Sur”. O sea, desde la periferia más grande, se entendió a sí misma. La periferia nos hace entender el centro. Podrán estar de acuerdo o no, pero si vos querés saber lo que siente un pueblo, andá a la periferia.
Las periferias existenciales, no sólo las sociales. Andá a los viejos jubilados, a los chicos, andá a los barrios, andá a las fábricas, a las universidades, andá donde se juega el día a día. Y ahí se muestra el pueblo. Los lugares donde el pueblo se puede expresar con mayor libertad. Para mí esto es clave. Una política desde el pueblo que no es populismo. Respetar los valores del pueblo, respetar el ritmo y la riqueza de un pueblo.
En los últimos años Latinoamérica comenzó a mostrar alternativas al neoliberalismo a partir de la construcción de proyectos populares e inclusivos. ¿Cómo ve a Latinoamérica como región?
Latinoamérica todavía está en ese camino lento, de lucha, del sueño de San Martín y Bolívar por la unidad de la región. Siempre fue víctima, y será víctima hasta que no se termine de liberar, de imperialismos explotadores. Eso lo tienen todos los países. No quiero mencionarlos porque son tan obvios que todo el mundo los ve. El sueño de San Martín y Bolívar es una profecía, ese encuentro de todo el pueblo latinoamericano, más allá de la ideología, con la soberanía. Esto es lo que hay que trabajar para lograr la unidad latinoamericana. Donde cada pueblo se sienta a sí mismo con su identidad y, a la vez, necesitado de la identidad del otro. No es fácil.
Usted señala un camino a partir de ciertos principios políticos.
Ahí hay cuatro principios políticos que a mí me ayudan, no solo para esto sino incluso para resolver cosas de la Iglesia. Cuatro principios que son filosóficos, políticos o sociales, lo que quieras. Los voy a mencionar: “La realidad es superior a la idea”, o sea, cuando te vas por los idealismos, perdiste; es la realidad, tocar la realidad. “El todo es superior a la parte”, es decir, buscar siempre la unidad del todo. “La unidad es superior al conflicto”, o sea, cuando privilegiás los conflictos, dañás la unidad. “El tiempo es superior al espacio”, fijate que los imperialismos siempre buscan ocupar espacios y la grandeza de los pueblos es iniciar procesos.
Estos cuatro principios siempre me ayudaron para entender a un país, a una cultura o a la Iglesia. Son principios humanos, de integración. Y hay otros principios que son más ideológicos, de desintegración. Pero reflexionar sobre esos cuatro principios ayuda mucho.
Usted sea, tal vez, la voz más importante en el mundo en términos de liderazgo social y político. ¿A veces siente que, desde su voz disonante, tiene la posibilidad de cambiar muchas cosas?
Que es disonante, algunas veces lo sentí. Creo que mi voz puede cambiar… pero no me la creo mucho porque te puede hacer daño eso. Yo digo lo que siento delante de Dios, delante de los demás, con honestidad y con el deseo de que sirva. No me preocupa tanto si va a cambiar o no va a cambiar cosas. Me cuadra más el decir las cosas y el ayudar a que se cambien solas. Creo que en el mundo existe, y en Latinoamérica en especial, una gran fuerza para cambiar las cosas con estos cuatro principios que recién dije. Y, es verdad, si hablo yo todos dicen “habló el Papa y dijo esto”. Pero también es cierto que te agarran una frase fuera de contexto y te hacen asegurar lo que no quisiste decir. O sea, hay que tener mucho cuidado. Por ejemplo, con la guerra hubo toda una disputa por una declaración que hice en una revista jesuita: dije “aquí no hay buenos ni malos” y expliqué por qué. Pero se tomó esa frase sola y dijeron “¡El Papa no condena a Putin!”. La realidad es que el estado de guerra es algo mucho más universal, más serio, y aquí no hay buenos ni malos. Todos estamos involucrados y eso es lo que tenemos que aprender.
El mundo se ha vuelto cada vez más desigual y eso se refleja también en los medios de comunicación que a partir de una gran concentración empresarial y de las plataformas digitales y redes sociales son cada vez más poderosas en términos de producción de discurso. En este contexto, ¿cuál cree que debería ser el papel de los medios?
Tomo el principio de “la realidad es superior a la idea”. Me viene a la mente un libro que escribió la filósofa Simone Paganini, una profesora de la Universidad de Aachen, donde habla de la comunicación y de las tensiones que existen entre el autor de un libro, el lector y la fuerza del propio libro. Ella plantea que tanto en la comunicación como en la lectura del libro se va desarrollando una tensión. Y eso en la comunicación es clave. Porque, de alguna manera, la comunicación tiene que entrar en una relación de sana tensión, que haga pensar al otro y lo lleve a responder. Si no existe esto, es sólo información.
La comunicación humana -y habla de periodistas, comunicadores, lo que sea- tiene que entrar en la dinámica de esa tensión. Tenemos que ser muy conscientes que comunicar es involucrarnos. Y ser muy conscientes de la necesidad de involucrarnos bien. Por ejemplo, está la objetividad. Yo comunico una cosa y digo: “pasó esto, pienso esto”. Ahí me juego yo, y me abro a la respuesta del otro. Pero si yo comunico lo que pasó podándolo, y sin decir que lo estoy podando, soy deshonesto porque no comunico una verdad. No se puede comunicar objetivamente una verdad porque si la estoy comunicando yo, le voy a meter mi salsa. Por eso es importante distinguir “pasó esto y pienso que es esto”. Hoy, lamentablemente, el “pienso” lleva a deformar la realidad. Y esto es muy serio.
Usted en varias oportunidades ha hablado de los pecados de la comunicación.
Esto lo dije por primera vez en una conferencia realizada en Buenos Aires cuando era arzobispo. Se me ocurrió hablar de los cuatro pecados de la comunicación, del periodismo. Primero, la desinformación: decir lo que me conviene y callarme lo otro. No, decí todo, no podés desinformar. Segundo, la calumnia. Se inventan cosas y a veces destruyen a una persona con una comunicación. Tercero, la difamación, que no es calumnia, pero que es como traerle a una persona un pensamiento que tuvo en otra época y que ya cambió. Es como si a un adulto te trajeran los pañales sucios de cuando eras chiquito. Era chico, pensaba así. Cambió, ahora es así. Y para el cuarto pecado, usé la palabra técnica coprofilia, es decir, el amor a la caca, el amor a la porquería. O sea, buscar ensuciar, buscar el escándalo por el escándalo. Me acuerdo que el cardenal Antonio Quarracino decía: “Yo ese diario no lo leo, porque hago así y brota sangre”. Es el amor a lo sucio, a lo feo.
Creo que un medio de comunicación tiene que estar atento a no caer en la desinformación, en la calumnia, en la difamación y en la coprofilia. Su valor es expresar la verdad. Digo la verdad, pero soy yo quien la expreso y le meto mi salsa. Pero dejo bien claro lo que es mi salsa y lo que es lo objetivo. Y la transmito. Aunque a veces en esa transmisión se pierde un poco la honestidad, entonces del boca a boca de la transmisión pasás a un primer paso con Caperucita escapándose del Lobo que se la quiere comer y terminás, después de la comunicación, en un banquete donde la abuela y Caperucita están comiéndose al Lobo. Hay que tener cuidado para que la comunicación no cambie la esencia de la realidad.
¿Qué valor le asigna a la comunicación?
La comunicación es algo sagrado. Es quizás de las cosas más lindas que tenga la persona humana. Comunicarse es divino y hay que saber hacerlo con honestidad y autenticidad. Sin agregar cosas de mi cosecha y no decirlo. “Pasó esto. Yo pienso que debe ser esto o interpreto lo otro”, pero que quede claro que sos vos. Hoy día los medios de comunicación tienen una gran responsabilidad didáctica: enseñar honestidad a la gente, enseñar a comunicarse con el ejemplo, enseñar a la convivencia. Pero si vos tenés medios de comunicación que da la impresión que tienen una metralla en la mano para destruir a la gente -con la selección de la verdad, con la calumnia, con la difamación o con ensuciarlo- eso nunca hará crecer a un pueblo. Pido que los medios de comunicación tengan esa sana objetividad, lo que no quiere decir que sea agua destilada. Reitero: “el hecho es así y yo pienso así”. Y salís al ruedo, pero que quede claro lo que pensás. Eso es muy noble. Pero si vos hablás con el programa que te impone tal movimiento político, tal partido, sin decir que es eso, eso es innoble y no es de bien nacido. El comunicador, para ser buen comunicador, tiene que ser bien nacido.
Muchos medios al priorizar sus intereses dan paso a una agenda de la globalización de la indiferencia. Son los temas que los medios deciden visibilizar u ocultar por distintas razones.
Sí, cuando a veces pienso en algún medio que lamentablemente no cumple bien su misión, cuando pienso estas cosas de nuestra cultura en general, de la cultura mundial, que dañan a la misma sociedad, me viene a mí una frase de nuestra filosofía que parece pesimista, pero es la verdad: “Dale que va, todo es igual, que allá en el horno se vamó a encontrar”. Es decir, no interesa qué es la verdad o qué no lo es. No interesa que esta persona gane o pierda. Todo es igual. “Dale que va”. Cuando se da esa filosofía en los medios de comunicación es desastroso porque crea una cultura de la indiferencia, del conformismo y del relativismo que nos daña a todos.
Muchas veces se le asigna a la tecnología cierta vida propia, como responsable de males que se cometen más allá del uso que se hace. ¿Cómo recuperar el humanismo en este mundo tan tecnológico?
Mirá, un quirófano es un lugar donde la tecnología se usa al milímetro. Y, sin embargo, qué cuidado se tiene en una intervención quirúrgica a través de las nuevas tecnologías. Porque hay una vida de por medio que hay que cuidar. El criterio es este: que la tecnología siempre vea que está trabajando con vidas humanas. Hay que pensar en los quirófanos. Esa es la honestidad que tenemos que tener siempre, hasta en la comunicación. Hay vidas de por medio. No podemos hacer las cosas como si nada pasara.
Siempre fue un pastor, pero cómo transmitir esa Iglesia de pastores, esa Iglesia de la calle que le habla a los fieles. ¿Acaso hoy la fe es distinta? ¿El mundo tiene menos fe? ¿La fe se puede recuperar?
Me gusta hacer una distinción entre pastores de pueblo y clérigos de Estado. Clérigo de Estado es aquel de las cortes francesas, como Monsieur L’Abbé, y a veces los curas tenemos la tentación de noviar demasiado con los poderes y ese no es el camino. El verdadero camino es el pastoreo. Estar en medio de tu pueblo, delante de tu pueblo y detrás de tu pueblo. Estar en medio para olerlo bien, para conocerlo bien, porque a vos te sacaron de ahí. Estar delante de tu pueblo para a veces marcar el ritmo. Y estar detrás de tu pueblo para ayudar a los rezagados y para dejar que camine solo para ver para dónde tira, porque las ovejas a veces tienen la intuición de saber dónde está el pasto. El pastor es eso. Un pastor que esté solo delante del pueblo no va. Tiene que estar mezclado y participando de la vida de su pueblo. Si Dios te pone a pastorear es para que pastorées, no para que condenes. Dios vino acá para salvar, no para condenar. Eso lo dice San Pablo, no lo digo yo. Salvemos a la gente, no nos pongamos demasiado severos.
A algunos no les va a gustar lo que voy a decir: hay un capitel de la Basilica de Vèzelay, no me acuerdo si es 900 o 1100. Vos sabés que, en aquella época medieval, la catequesis se hacía con las esculturas, con los capiteles. La gente los veía y aprendía. Y un capitel de Vèzelay que me tocó mucho es el de un Judas ahorcado, el diablo tirándolo para abajo y, del otro lado, un buen pastor que lo agarra y se lo lleva con una sonrisa irónica. Con eso le está enseñando al pueblo que Dios es más grande que tu pecado, que Dios es más grande que tu traición, que no te desesperes por las macanas que hiciste, que siempre hay alguien que te va a llevar sobre los hombros. Es la mejor catequesis sobre la persona de Dios, la misericordia de Dios. Porque la misericordia de Dios no es un regalo que te da, es él mismo. No puede ser de otra manera. Cuando presentamos a ese Dios severo, que todo es castigo, no es nuestro Dios. Nuestro Dios es el de la misericordia, de la paciencia, el Dios que no se cansa de perdonar. Ese es nuestro Dios. No el que, a veces, desfiguramos los curas.
Si la sociedad escucha a ese Dios y a ese pueblo que a veces no es escuchado, ¿considera que se podrá construir un discurso distinto, alternativo al discurso hegemónico?
Sí, por supuesto. La hegemonía nunca es saludable. Quisiera hablar de algo antes de terminar: en nuestra vida litúrgica, en el Evangelio, está la huida a Egipto. Jesús tiene que escaparse, su padre y su madre, porque Herodes lo quiere matar. Los Reyes Magos y toda esa historia. Entonces está la huida a Egipto, que tantas veces la pensamos como si fueran en carroza, tranquilos en un burrito.
Resulta que, hace dos años, un pintor piamontés pensó en el drama de un papá siriano escapando con su hijo y dijo: “Ese es San José con el niño”. Lo que sufre ese hombre es lo que sufrió San José en esa época. Es ese cuadro que está ahí, que me lo regaló.
Más allá del orgullo de tener un Papa argentino, siempre pienso cómo se ve usted. ¿Cómo ve el Papa a Bergoglio y cómo Bergoglio vería a Francisco?
Bergoglio nunca se imaginó que iba a terminar aquí. Nunca. Yo vine al Vaticano con una valijita, con lo puesto y un poquito más. Más aún: dejé preparados en Buenos Aires los sermones para el Domingo de Ramos. Pensé: ningún Papa va a asumir el Domingo de Ramos, así que yo el sábado viajo de vuelta a casa. O sea, nunca me imaginé que iba a estar acá. Y cuando veo al Bergoglio de allá y toda su historia, las fotografías hablan. Es la historia de una vida que caminó con muchos dones de Dios, muchas fallas de mi parte, muchas posturas no tan universales.
Uno va aprendiendo en la vida a ser universal, a ser caritativo, a ser menos malo. Yo creo que todas las personas son buenas. O sea, veo a un hombre que caminó, que tomó una senda, con altos y bajos, y tantos amigos lo ayudaron a seguir caminando. Mi vida no la caminé nunca solo. Siempre hubo hombres y mujeres, empezando por mis padres, mis hermanos, una vive todavía, que me han acompañado. No me imagino una persona solitaria, porque no lo soy. Una persona que caminó su vida, que estudió, que trabajó, que se metió a cura, que hizo lo que pudo. No se me ocurre pensarlo de otra manera.
¿Y cómo miraría Bergoglio al Papa?
No sé cómo lo miraría. Yo creo que en el fondo diría “¡Pobre tipo! ¡La que te tocó!” Pero no es tan trágico ser Papa. Uno puede ser un buen pastor.
Tal vez lo miraría como lo miramos todos: lo descubriría.
Sí, puede ser. Pero no se me ocurrió hacerme esa pregunta, meterme allá. Lo voy a pensar.
¿Siente que cambió mucho siendo Papa?
Algunos me dicen que afloraron cosas que estaban en germen en mi personalidad. Que me volví más misericordioso. En mi vida tuve períodos rígidos, que exigía demasiado. Después me di cuenta que por ese camino no se va, que hay que saber conducir. Es esa paternidad que tiene Dios. Hay una canción napolitana muy hermosa que describe lo que es un padre napolitano. Y dice “el padre sabe lo que te pasa a vos, pero se hace el que no sabe”. Ese saber esperar a los demás propio de un padre. Sabe lo que te está pasando, pero se las arregla para que vos solo vayas, él te está esperando como si nada sucediera. Es un poco lo que hoy criticaría de aquel Bergoglio que, en alguna etapa, no siempre, como obispo que fui un poco más benévolo. Pero en la etapa de jesuita fui muy severo. Y la vida es muy linda con el estilo de Dios, de saber esperar siempre. Saber, pero hacerte el tonto como que no sabés y dejarlo madurar. Es una de las sabidurías más lindas que nos da la vida.
Se lo ve muy bien, Francisco. ¿Tenemos Papa y Francisco para rato?
Que lo diga el de arriba.
Fuente: telam.com.ar
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