«Imagino que por esto seguimos montando el belén: porque es importante»
Hace un par de años, desde que comenzó la pandemia, que no incorporo nuevas figuras al belén. La última fue San Nicolás, origen del Papa Noel y patrón de los vikings (en esto también soy borgiano que decía que si a Kipling no le llamábamos Kiplingo a los vikings tampoco debíamos llamarlos vikingos). San Nicolás fue un obispo de Anatolia en el siglo III o IV y sus restos reposan en Bari, de donde era aquel cantante llamado, cómo no, Nicola di Bari. La figura la compré en la parisina plaza de Saint-Sulpice hace tres años y va vestida de obispo de la iglesia oriental. Resulta tan exótica como la penúltima, que fue un flamenco. Efectivamente: en la tradición provenzal –que no es tan rica como la napolitana, pero es la secular en Francia– no sólo hay gallinas, patos, ovejas u ocas (en Mallorca, pavos, y Joan Miró se inspiró en ellos para alguna de sus esculturas), sino que también hay flamencos. Yo no lo compré por eso, sino como una forma de homenaje –me gustan los belenes mestizos– a la escena de los flamencos en la terraza de Gambardella, el protagonista de La gran belleza. «¿Sabe usted por qué como raíces?», le pregunta la monja santa al periodista. «Porque son importantes», se contesta a sí misma. Imagino que por esto seguimos montando el belén: porque es importante.
Hasta hace un par de años, en el belén de casa estaban los Reyes Magos; desde entonces, con la efigie nicolasiana, están las dos tradiciones. De los Magos se cuenta que santa Elena rescató sus restos y los enterró en Constantinopla y que el emperador Federico Barbarroja los trasladó a Colonia y sobre ellos se construyó la catedral gótica de la ciudad. Antes estas cosas te las contaban tus padres; ahora las cuenta Wikipedia. La mañana del día 6 de enero suelo leer el poema Viaje de los Magos, de Eliot, lo hago ya no sé desde cuándo: ¿cuarenta años? Esa lectura es tan importante como las raíces de la monja santa de Gambardella, o como montar el belén año tras año. Hay que ver lo que se pierden los iconoclastas.
Siempre se ha representado a los Reyes Magos con capas de armiño, sobre camellos ricamente enjaezados y gran lujo en su vestimenta: sedas estrelladas y otras cosas que indicaran su relación con la astronomía y la astrología. Pero Eliot no cuenta ningún viaje espléndido sino una metáfora más de la vida del hombre. Eliot pone en boca de uno de los Magos el frío que pasaron, la irritación de los camellos con las patas llagadas y cómo añoraban, durante la travesía, sus palacios de verano y las terrazas con jóvenes muchachas portando sorbetes de limón. Los camelleros se les insolentaban, los maldecían por lo bajo y escapaban en busca de tabernas y prostitutas. Las hogueras nocturnas se les apagaban bajo la nieve, las ciudades les eran hostiles y los pueblos «poco amistosos». Las aldeas eran sucias, los aldeanos los apedreaban al llegar y al marcharse, y cuando les daban cobijo era en lugares hediondos, cobrándoles un alto precio. «Al final –escribe Eliot– preferíamos viajar toda la noche, durmiendo a ratos, con las voces que murmuraban en nuestros oídos, diciendo que todo aquello era una locura».
Pero los Magos siguen su camino como hizo Ulises atado al mástil, mientras las sirenas cantaban para arrastrarlo hacia las rocas, y así llegan hasta el pesebre en las afueras de Belén. En este momento es donde los versos de Eliot se hacen misteriosos, como misterio es la Epifanía. Han pasado los años, los Magos vuelven a estar en sus palacios y uno de ellos –el que narra el poema– dice: «Todo esto pasó hace mucho, lo recuerdo./ Y lo volvería a hacer, pero escribid esto, escribidlo:/ ¿se nos llevó tan lejos a buscar Nacimiento o Muerte? Había un Nacimiento, es cierto,/ tuvimos pruebas, sin duda. He visto nacimiento y muerte,/ pero había creído que eran muy diferentes; este Nacimiento fue/ dura y amarga angustia para nosotros, como Muerte nuestra muerte». En esos años que han pasado desde que regresaron de su viaje, el mundo del que procedían los Magos se ha convertido –tras asistir al Nacimiento– en un mundo muerto, tan muerto que hasta su propia muerte añoran. No por sí mismo sino por la transformación a la que les ha obligado lo que comprendieron al llegar a Belén. Nada antiguo les es útil ni bueno ahora. «Volvimos a nuestros lugares –dice–, estos Reinos/ pero ya nunca más estuvimos a gusto aquí, en el viejo estado de cosas,/ entre esta gente, ahora extraña, aferrándose a sus dioses». Los mismos dioses que habían sido sus dioses antes de emprender el viaje. La misma gente que había sido su propia gente antes de regresar del viaje. Y el poema acaba con este verso: «Me alegraría de otra muerte», que no es sino la propia, se supone que para poder estar de nuevo allí donde estuvieron y asistir eternamente a la promesa que les fue dado contemplar. Así lo dice Eliot en boca del rey mago que nos narra el poema, que nunca sabremos cuál de los tres es. Felices Reyes y feliz año 2022.