Con un pie en los 90, es párroco de Mezonzo desde hace más de cincuenta años. Cada domingo, este gallego se monta en su Citroën para oficiar misa en las cuatro parroquias de las que se encarga
Don Miguel tiene una historia. Verán. Nació un 18 de diciembre de 1932, domingo, recuerda mientras abre la puerta de madera de la casa en la que vive desde que se convirtió en cura de Mezonzo, hace ya medio siglo. Lo acompaña Rufo, un perro pachón y amable al que dedica todas sus atenciones. Los dos se acomodan frente a la estufa que calienta la humilde cocina de la vivienda en la que Don Miguel ha pasado una vida dedicado al Señor que −asegura− lo ha tratado «muy bien». En su mano, un libro sobre la vida de Juan Pablo II. La niebla amenaza con no disiparse en la parroquia de Santa María de Mezonzo, en el ayuntamiento coruñés de Vilasantar, y la temperatura es baja. Vestido de negro, Don Miguel sonríe a la vida y se niega a hablar de jubilarse. Él es uno de los párrocos en activo con más años de toda Galicia.
Con un pie en los 90, cada domingo se monta en su Citroën para oficiar misa en las cuatro parroquias de las que se encarga. Porque, dice, en cada revisión psicoténica sigue sacando «sobresaliente». A media voz rememora el inicio de la Guerra Civil y cómo su tío se despidió ya vestido de militar.
Él nació en Mazaricos, en la Costa da Morte, y su vocación se la debe a su madre −su ‘mamaíña’− una mujer religiosa que guió sus pasos hacia el Seminario de Santiago cuando solo tenía 12 años. «Ella vivió conmigo aquí hasta que murió, fue un impacto muy grande para mí», se emociona.
Ahora solo recibe la visita de una limpiadora que el Ayuntamiento le envía una hora a la semana para que le ayude en casa, aunque él se las apaña bien solo. «Lavo la ropa y cocino. Me alimento sobre todo de leche y pan, es la base, aunque me gustan las patatas fritas», confiesa con mirada infantil, «pero los mejores alimentos que entran aquí son para Rufo».
El perro asiste a la conversación sentado en un rincón del suelo, bajo una alfombra roída desde la que presenció cómo tres hombres entraban en la vivienda y le robaban a su dueño todo lo que tenía. «Me dijeron que eran peregrinos, pero de pronto me pidieron todo el dinero. Yo decidí no moverme porque no quería que me pegasen y les dije que lo que tenía lo llevaba encima. Se lo di y se fueron», explica Don Miguel, que pese a que denunció el caso nunca recuperó lo robado. ¿Y Rufo? «Él debió pensar lo mismo que yo y tampoco se movió», bromea.
Desde entonces se cuida un poco más de los extraños, pero sigue abriendo la puerta a todos los que se acercan a ver la iglesia románica con la que convive. Pocos pasos lo separan de la última edificación de un monasterio que se remonta al Reino suevo y que fue donado a Alfonso III en el año 870. Con un mimo extremo, abre la puerta del templo para presumir de iglesia. No es para menos. Reedificada en el siglo XII, todavía conserva las columnas de mármol de la época sueva y también algunos detalles en la fachada que pudieran corresponderse con la época prerrománica.
A solas, cada día antes del amanecer, Don Miguel cruza el umbral del templo y reza durante horas, agradecido por la belleza que lo inunda. Él es «un hombre bueno», de los que ya no quedan.