Comentario del domingo de la 3ª semana de Pascua. “«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas»”
«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor y al que no le pertenecen las ovejas, ve venir el lobo, abandona las ovejas y huye −y el lobo las arrebata y las dispersa−, porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor, conozco las mías y las mías me conocen. Como el Padre me conoce a mí, así yo conozco al Padre, y doy mi vida por las ovejas. Tengo otras ovejas que no son de este redil, a ésas también es necesario que las traiga, y oirán mi voz y formarán un solo rebaño, con un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy libremente. Tengo potestad para darla y tengo potestad para recuperarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre».
La imagen del buen pastor era bien conocida por los oyentes de Jesús. En el Antiguo Testamento, Moisés y David, antes de que Dios los eligiese para ser pastores de su pueblo, habían sido pastores de rebaños. Posteriormente, durante el exilio, Ezequiel había hablado de Dios mismo como pastor de su pueblo: “como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas” (Ez 34, 12).
Jesús anuncia que ese día ha llegado.
Él mismo se presenta como el buen Pastor.
Él es el Dios-hecho-hombre que vela por los hombres, que los reúne en una familia, la familia de los hijos de Dios, y les alimenta con su propio cuerpo, para que tengan vida eterna.
En este discurso del buen pastor, Jesucristo nos dice cómo es Él, pero también a dónde nos quiere llevar. Quiere convertirnos en buenos pastores en nuestra vida cotidiana.
Jesús dice tres cosas sobre el verdadero pastor: da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y sale a por ellas para que vivan en un mismo rebaño, en una misma familia[1].
En primer lugar, el pastor da su vida por sus ovejas.
El misterio de la Cruz está en el centro de la vida de Jesucristo.
Cristo se despoja de su rango, de su gloria divina, se pone nuestros vestidos −el vestido de la humanidad, del dolor, del sufrimiento, de la soledad, del abandono, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado−, se deja humillar hasta la muerte en la Cruz y así se entrega a cada uno de nosotros.
Y en cada Eucaristía le encontramos a Él, Cristo el buen pastor. Se hace totalmente presente, nos coge entre sus manos llagadas, nos bendice, nos levanta, nos lleva de nuevo, se nos da a sí mismo como alimento.
Y lo hace por nosotros, para tocar lo más íntimo de nuestra realidad humana, para experimentar toda nuestra existencia y sanarla.
En cada Eucaristía nos da su cuerpo que se entrega, su sangre que se derrama. Nos da esa fuerza suya de la entrega hasta el final. La Eucaristía no termina con la comunión. Quiere que vivamos eucarísticamente cada día, con el corazón en carne viva: que demos la vida por los demás.
En segundo lugar, el pastor conoce a las ovejas, y éstas le conocen a él.
Pero el conocimiento de Jesucristo no es un conocimiento formal. La relación que quiere tener con nosotros no es una relación rutinaria, impersonal, reseca. Es una relación de amor. Es un conocimiento desde el corazón.
Jesucristo nos conoce: nos lleva en su corazón. Un corazón llagado, traspasado de amor. Que nos grita: “no te escondas, ven a mí, no te canses, tócame, te amo”.
Y al acercarnos a Él, al entrar en su corazón, nos da el suyo, para que podamos sentir con su corazón.
Él nos pide que también amemos como Él, que conozcamos a los demás como Él: desde el corazón. En la Eucaristía nos da su cuerpo para que podamos amar desde su corazón.
Finalmente, el pastor busca la unidad.
Cristo no murió por unos pocos, murió por todos los hombres de todos los tiempos.
Los sigue buscando cada día y nos necesita. En medio de nuestra vida, de nuestras calles y plazas, de nuestros trabajos y descansos, de nuestras familias y amistades, de nuestros dolores y enfermedades, de nuestros éxitos y fracasos, de nuestras idas y venidas. Allí donde vivimos: vivir desde el corazón de Jesucristo.
En cada Eucaristía, nos mete en su corazón sacerdotal, para que hagamos nuestra su alabanza, gratitud, reparación y petición. Nos da un corazón católico, universal.
El buen pastor da la vida, conoce desde el corazón, busca la unidad.
Así es Jesucristo y así quiere que seamos nosotros. Solo así experimentamos la verdadera libertad. La libertad de los hijos de Dios, la libertad de Cristo Jesús, la libertad de la entrega generosa.
Jesucristo, alegre, cambia el mundo con su entrega.
Nosotros, en su entrega, tenemos la alegría que cambia el mundo.
Fuente: opusdei.org
[1] Cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Santa Misa de Ordenación Sacerdotal, 7 de mayo de 2006.
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