La oración de alabanza ha sido el tema de la catequesis del Santo Padre durante la Audiencia general en este miércoles 13 de enero
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy meditamos sobre la oración de alabanza. San Mateo nos relata en su Evangelio que la misión de Jesús, a un cierto punto −después de haber realizado los primeros milagros y haber enviado a sus discípulos para anunciar el Reino de Dios− atraviesa una crisis. Jesús ve surgir en su entorno hostilidad y desilusión. En medio de esta dificultad, Él no se queja con el Padre, sino que lo glorifica con un himno de júbilo.
En su oración, Jesús exulta de alegría, en primer lugar, por lo que Dios es: Él es su Padre y Señor del universo. Su alabanza brota precisamente de su experiencia de sentirse “hijo del Altísimo”. Y también lo alaba porque escoge a los “pequeños”. No se fija en los “sabios” y “prudentes” que, desconfiando de Él, lo rechazan, sino en los “pequeños”, los “sencillos” que están bien dispuestos a acoger su mensaje con un corazón limpio y humilde. Ellos, los pequeños, no se consideran mejores que los demás, son conscientes de sus propios límites y pecados, no tratan de dominar a los otros, sino que, en Dios Padre, se reconocen hermanos de todos.
La oración de alabanza nos ayuda, no sólo cuando nos sentimos felices, sino sobre todo en los momentos difíciles. Lo vemos, por ejemplo, en el “Cántico de las criaturas”, que san Francisco compuso al final de su vida, cuando experimentó la soledad, el fracaso y todo tipo de privaciones. En esa circunstancia, Francisco alaba a Dios por todo, por la creación e incluso por la muerte, a la que con valentía llega a llamar “hermana”.
Proseguimos la catequesis sobre la oración y damos espacio a la dimensión de la alabanza.
Partimos de un pasaje crítico en la vida de Jesús. Después de los primeros milagros y la implicación de los discípulos en el anuncio del Reino de Dios, la misión del Mesías atraviesa una crisis. Juan Bautista duda y le hace llegar este mensaje −Juan está en la cárcel−: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Siente esa angustia de no saber si se ha equivocado en el anuncio. En la vida siempre hay momentos oscuros, momentos de noche espiritual, y Juan está pasando ese momento. Hay hostilidad en los pueblos del lago, donde Jesús había realizado tantos signos prodigiosos (cfr. Mt 11,20-24). Ahora, precisamente en este momento de decepción, Mateo relata un hecho realmente sorprendente: Jesús no eleva al Padre una queja, sino un himno de júbilo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25). Es decir, en plena crisis, en plena oscuridad en el alma de tanta gente, como Juan el Bautista, Jesús bendice al Padre, Jesús alaba al Padre. ¿Pero por qué?
Sobre todo lo alaba por lo que es: «Padre, Señor del cielo y de la tierra». Jesús se regocija en su espíritu porque sabe y siente que su Padre es el Dios del universo, y viceversa, el Señor de todo lo que existe es el Padre, “mi Padre”. De esa experiencia de sentirse “el hijo del Altísimo” brota la alabanza. Jesús se siente hijo del Altísimo.
Y luego Jesús alaba al Padre porque favorece a los pequeños. Es lo que Él mismo experimenta predicando en los pueblos: los “doctos” y “sabios” permanecen desconfiados y cerrados, hacen cálculos; mientras que los “pequeños” se abren y acogen el mensaje. Esto solo puede ser por voluntad del Padre, y Jesús se alegra. También nosotros debemos alegrarnos y alabar a Dios porque las personas humildes y sencillas acogen el Evangelio. Yo me alegro cuando veo esa gente sencilla, esa gente humilde que va en peregrinación, que va a rezar, que canta, que alaba, gente a la cual quizá le faltan muchas cosas pero la humildad les lleva a alabar a Dios. En el futuro del mundo y en las esperanzas de la Iglesia están siempre los “pequeños”: los que no se consideran mejores que los demás, los que son conscientes de sus límites y pecados, los que no quieren dominar sobre los otros y, en Dios Padre, se reconocen todos hermanos.
Por tanto, en ese momento de aparente fracaso, donde todo está oscuro, Jesús reza alabando al Padre. Y su oración nos lleva también a nosotros, lectores del Evangelio, a juzgar de forma diferente nuestras derrotas personales, las situaciones en las que no vemos clara la presencia y la acción de Dios, cuando parece que el mal prevalece y no hay forma de pararlo. Jesús, que también recomendó mucho la oración de súplica, precisamente en el momento en el que habría tenido motivo de pedir explicaciones al Padre, sin embargo lo alaba. Parece una contradicción, pero está ahí, es la verdad.
¿A quién sirve la alabanza? ¿A nosotros o a Dios? Un texto de la liturgia eucarística nos invita a rezar a Dios de esta manera, dice así. «Aunque no necesitas nuestra alabanza, tú inspiras en nosotros que te demos gracias, para que las bendiciones que te ofrecemos nos ayuden en el camino de la salvación por Cristo, Señor nuestro» (Misal Romano, Prefacio común IV). Alabando somos salvados.
La oración de alabanza nos sirve a nosotros. El Catecismo la define así: «Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria» (n. 2639). Paradójicamente debe ser practicada no solo cuando la vida nos colma de felicidad, sino sobre todo en los momentos difíciles, en los momentos oscuros cuando el camino se vuelve cuesta arriba. También es ese el tiempo de la alabanza, como Jesús que en el momento oscuro alaba al Padre. Para que aprendamos que a través de esa cuesta, de ese sendero difícil, esa senda fatigosa, de esos pasajes arduos, se llega a ver un panorama nuevo, un horizonte más abierto. Alabar es como respirar oxígeno puro: te purifica el alma, te hace mirar a lo lejos, no te deja aprisionado en el momento difícil y oscuro de las dificultades.
Hay una gran enseñanza en aquella oración que desde hace ocho siglos no ha dejado nunca de latir, que San Francisco compuso al final de su vida: el “Cántico del hermano sol” o “de las criaturas”. El Pobrecillo no lo compuso en un momento de alegría, de bienestar, sino al contrario, en medio de dificultades. Francisco está ya casi ciego, y siente en su alma el peso de una soledad que nunca antes había sentido: el mundo no ha cambiado desde el inicio de su predicación, todavía hay quien se deja destrozar por las riñas, y además siente que se acercan los pasos de la muerte. Podría ser el momento de la decepción, de esa desilusión extrema y de la percepción del propio fracaso. Pero Francisco en ese instante de tristeza, en ese instante oscuro reza, ¿Cómo reza?: “Laudato si’, mi Señor…”. Reza alabando. Francisco alaba a Dios por todo, por todos los dones de la creación, y también por la muerte, que con valentía llama “hermana”, “hermana muerte”. Estos ejemplos de los Santos, de los cristianos, también de Jesús, de alabar a Dios en los momentos difíciles, nos abren las puertas de un camino muy grande hacia el Señor y nos purifican siempre. La alabanza siempre purifica.
Los santos y santas nos demuestran que se puede alabar siempre, en las buenas y en las malas, porque Dios es el Amigo fiel. Ese es el fundamento de la alabanza: Dios es el Amigo fiel, y su amor nunca falla. Él siempre está junto a nosotros, y siempre nos espera. Alguno decía: “Es el centinela que está cerca de ti y te hace avanzar con seguridad”. En los momentos difíciles y oscuros, encontramos la valentía de decir: “Bendito eres tú, oh Señor”. Alabar al Señor. Esto nos hará mucho bien.
Me alegra saludar a los fieles de lengua francesa. En este año consagrado a San José, espero que entre alegrías y dificultades, nuestro corazón esté siempre habitado por el espíritu de alabanza. ¡A todos mi bendición!
Saludo cordialmente a los fieles de lengua inglesa. La Fiesta del Bautismo del Señor, que acabamos de celebrar, nos recuerde nuestro bautismo y nos inspire a seguir a Jesucristo cada día más fielmente. Sobre vosotros y vuestras familias invoco la alegría y la paz del Señor. ¡Dios os bendiga!
Saludo con afecto a los fieles de lengua alemana. La alabanza leva nuestra oración a Aquel que es su fuente y término: «no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros» (1Cor 8,6). También este año queremos alabar a Dios, en los momentos buenos y en los difíciles, confiando filialmente en su bondad. Que el Señor os bendiga y proteja siempre.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. Pidamos al Señor que nos conceda la gracia de ser humildes y de alabarlo en cualquier situación de nuestra vida, también en este tiempo de pandemia, porque sabemos que Él es el amigo fiel que nunca nos abandona y que nos ama sin medida. Que Dios los bendiga.
Al saludaros a todos, queridos oyentes de lengua portuguesa, os invito a pedir al Señor una fe grande para ver la realidad con la mirada de Dios, y una gran caridad para acercarnos a las personas con su corazón misericordioso. ¡Fiaos de Dios, como la Virgen María! Sobre vosotros y vuestras familias, descienda la bendición del Señor.
Saludo a los fieles de lengua árabe. Los santos y santas nos demuestran que se puede alabar siempre, en las buenas y en las malas, porque Dios es el Amigo fiel y su amor nunca falla. ¡El Señor os bendiga a todos y os proteja siempre de todo mal!
Saludo cordialmente a todos los polacos. La Iglesia en Polonia continua realizando el plan pastoral trienal, titulado: “La Eucaristía da la vida”. Deseo que en el año nuevo podáis profundizar con renovado empuje en el misterio de la Eucaristía, como centro de la vida cristiana. Os bendigo de corazón.
Dirijo un cordial saludo a los fieles de lengua italiana, animando a poner a Cristo en el centro de su vida para ser portadores de luz y de esperanza en la sociedad.
Mi pensamiento va finalmente, come de costumbre, a los ancianos, jóvenes, enfermos y recién casados. Sacad fuerzas del Señor todos los días para seguir adelante y ser testigos de paz y amor.
Fuente: vatican.va / romereports.com
Traducción de Luis Montoya
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