Un gran canto a la vida, que manifiesta y apoya un rasgo que debería ser esencial en la nueva civilización que está a punto de brotar en medio de la pandemia
En estos días de comienzo de año, he tenido la sensación de que se publica mucho sobre la vida y la muerte, no siempre en relación con la pandemia. El mundo lo está pasando mal, y las perspectivas no son precisamente triunfalistas, pero se advierte con relativa fuerza la apuesta por la vida, por una vida buena, con mayor carga ética. No es tiempo de indiferencia o de nihilismo: se ha producido en la práctica cierta ruptura con esa tendencia del pensamiento postmoderno.
No me refiero a la política, tampoco a la española. Pero intuyo que buena parte de la sociedad da la espalda a sus dirigentes, porque los ve alejados de sus problemas y de sus ilusiones. Basta pensar en el momento elegido para tramitar una ley sobre la eutanasia, cuando habíamos redescubierto la responsabilidad respecto de los mayores y la necesidad de profundizar en la ética del cuidado.
No se entiende, por eso, lejos de nuestras fronteras, el empeño del agonizante Donald Trump, por acelerar las ejecuciones de condenados a muerte por delitos federales. Rompía así una tradición de años, que coincidía también con el dato empírico del declive la pena de muerte en Estados Unidos. Una línea distante de la adoptada por Kazajistán, que camina hacia la abolición, tras aprobar una moratoria.
Ciertamente, la vida no es un derecho humano absoluto. Ninguno lo es. Lo muestra la realidad de tantos que ponen en peligro su existencia para contribuir al bien común, de modos muy diversos. Se ha repetido justamente a propósito de los diversos profesionales de la atención médica a los enfermos, que se juegan la vida de modo particular en tiempos de epidemia, como saben bien en África.
En otro orden de cosas, y aunque su trabajo no requiere un estatuto de servicio público, los periodistas cumplen una función esencial para la construcción de la convivencia. Muchos lo arriesgan todo, para sacar adelante una tarea no siempre fácil, sobre todo, en países con exigua tradición democrática. Son de hecho demasiados los que perdieron la libertad o la vida en 2020, como recuerda cada año la ONG Reporteros sin fronteras. Los últimos datos son semejantes a los de años precedentes: 50 homicidios en 2020, la mayoría en países en paz, y cerca de otros 400 en prisión: reflejan serios atentados al derecho a la información.
Algo semejante sucede con quienes dedican su vida a tareas religiosas en países de riesgo. También la agencia Fides publica anualmente su informe sobre los misioneros −en un sentido amplio del término− que mueren cada año. A ellos se añade este año los que han fallecido, no por actos violentos, sino por el riesgo que asumieron al atender su misión pastoral en tiempos de pandemia. No he conseguido datos actualizados de la Conferencia Episcopal Española, pero en junio iban por el centenar de fallecidos. Imagino que las cifras serán semejantes a las de Italia, según la información de Avvenire el 6 de enero: 204 desde que comenzó la pandemia, 80 en la segunda ola, cuatro en lo que va de año.
El 21 de diciembre Luis Luque publicaba en Aceprensa una entrevista con Xavier Argemí, joven catalán que sufre una enfermedad incurable −distrofia de Duchenne− y cuenta su experiencia personal en un libro: Aprendre a morir per poder viure. Petites coses que fan la vida meravellosa, ed. Rosa dels Vents. Hay muchos detalles quizá sencillos, que llenan de sentido la vida: una simple conversación tranquila, la contemplación del atardecer, la presencia de personas afectivamente cercanas. Los pilares fundamentales de su vida “son la familia, los amigos, el apoyo espiritual que esto engloba, el emocional, el psicológico, y la medicina; en concreto, ahora, los cuidados paliativos”. Y su ilusión, “aprovechar los minutos, días o años que me quedan, por hacer fácil la vida a los que están a mi lado y, a través del libro, a tanta gente como pueda”. Todo un gran canto a la vida, que manifiesta y apoya un rasgo que debería ser esencial en la nueva civilización que está a punto de brotar en medio de la pandemia.