Una Navidad para volver a lo esencial, donde el viaje sea hacia nuestras miserias y el regalo algo más sencillo pero genuino, donde la alegría no sea forzada, donde la bulla fiestera de los que no saben muy bien qué celebran…
Creo que no queda un solo político, economista o empresario que a estas alturas no se haya apuntado a lo de salvar la Navidad, que suena a taquillazo de animación y que se ha convertido, al parecer, en nuestra inquietud prioritaria, en un mantra que se repite una y otra vez para referirse al pan y la sal. Al sufrimiento de tantos que ven cómo se hunde su negocio y necesitan que eso no ocurra, a quienes piden aplicar ahora restricciones y cierres para frenar los contagios para no tener que vivir en enero una debacle y morirse de hambre y de pena. Al parecer están en juego millones de euros y la factura navideña saldrá muy cara si los rebrotes obligan a cerrar hoteles, comercios o restaurantes. Aseguran los expertos que “el año pasado los 18.692.000 de hogares españoles gastaron ese dinero en tiendas, bares, hoteles o viajes durante estos días claves para el consumo”.
El consumo es la clave. El consumo febril que coloca en plena canícula de agosto los jerséis de cuello vuelto en los escaparates, que al día siguiente de la vuelta al cole ya está cambiando los uniformes por calabazas, que guarda telarañas y esqueletos en la misma caja de la que saca el turrón y los polvorones. El mismo consumo voraz que inventó el monstruo del Black Friday y que cada año necesita cebarlo más pronto antes de matarlo; el insaciable consumo que nos estraga durante casi tres meses con bolas y espumillón y que cada vez dedica menos espacio a los Nacimientos y más a un destemplado horizonte de paisajes nevados, ositos polares y patinadores sobre hielo. El consumo exacerbado que nos arrastra al fabuloso mundo de las cosas que no necesitamos, que nos narcotiza en masa y nos deja, cuando caemos en la trampa, el mismo vacío que teníamos antes de consumir.
(Inciso: ¿recuerdan aquellas Navidades sencillas, que olían a abeto y a mandarina, que no se encendían hasta después de la Inmaculada y duraban lo justo, que se felicitaban con unos christmas maravillosos escritos a mano que llenaban de luz los buzones y donde se podía poner el belén en el cole y cantar villancicos sin que se le echara a uno encima el observatorio del pluralismo religioso? Qué nostalgia más tremenda).
Supongo que soy una de las narcotizadas. O lo era, al menos, hasta que llegó la pandemia. Una pandemia que ha sido como una bofetada con toda la mano abierta y que nos ha dejado temblando pero algo más despiertos. Nos acostamos hechos unos niñatos y nos levantamos un poquito más hombres. Aprendimos −papel higiénico aparte− que se puede vivir con menos, que lo importante es la salud propia y la de los nuestros, que nos necesitamos más allá de las pantallas, que nos echamos más de menos de lo que pensamos, que la vida son dos días y que los problemas de verdad eran otros.
Por eso digo, sin ánimo de convocar al espíritu del señor Scrooge, que no va a pasar nada si la pandemia nos regala este año una atípica y confinada Navidad. Una Navidad de aforo reducido, mascarilla y toque de queda, una Navidad de miles de sillas vacías que nos recuerden a los que ya no están, a los que están lejos, o en la soledad de una UCI o aislados en la habitación del fondo; una Navidad desnaturalizada que nos obligue a mantenernos alejados de los que más queremos, una Navidad con cese de negocio, una Navidad en bancarrota, una Navidad sin cestas ni cenas de empresa donde salir no sea lo imprescindible, sino reconocernos en los nuestros. Una Navidad para volver a lo esencial, donde el viaje sea hacia nuestras miserias y el regalo algo más sencillo pero genuino, donde la alegría no sea forzada, donde la bulla fiestera de los que no saben muy bien qué celebran dé paso al silencio del alma, la paz del hogar y la Verdad que nos habita; una Navidad que nos quite la tablet, nos mire a los ojos y nos enseñe lo mal que íbamos y lo subiditos que estábamos, que nos señale la estrella y nos recuerde dónde quedaba el Norte. Porque una Navidad así será la que obrará el milagro.
No hay que salvar la Navidad. Al contrario: será esta Navidad de 2020, tan distinta, tan difícil, tan dolorosa, tan especial, tan llena de significado, tan profundamente humana, la que nos salvará −Dios naciente mediante− de nosotros mismos. Qué grandísima lección de vida.