El optimismo es la creencia de que las cosas van a ir a mejor; la esperanza es la profunda convicción de que las cosas, vayan como vayan, siempre tienen sentido
En medio de una semana un poco empinada, llegaron dos mensajes de antiguos alumnos que me sentaron muy bien, me empujaron casi. De uno tengo noticias de vez en cuando, varias veces al año, pero de la otra no había sabido nada desde hace no sé cuánto tiempo. Me mandaba un relato sucinto de lo que sucedió desde que el contagio obligó al aislamiento del marido hasta que el hombre cumplió la cuarentena y salió de allí con ganas y miedo de abrazar a sus dos hijos.
El relato, de una sensibilidad maravillosa, me dolió y me alegró a la vez. Me permitió entender todo lo que esta nueva adversidad acarrea para una familia y, de modo particular, para los pequeños. De hecho, ella escribió la historia pensando en el mayor, que veía y quizá no entendía, para que se diera cuenta de que su madre se daba cuenta, de que siempre fue escuchado y comprendido, pero algunas cosas resultan difíciles de explicar hasta después.
Construyó el relato desde el punto de vista de todos: del niño, primero. Le animé a publicarlo, porque será bálsamo para algunos y porque a otros nos permite ver más de cerca cuántos dolores tan diferenciados provoca esta pandemia: el dolor del padre y el de la madre, el del niño que percibe lo que puede y el del más pequeño, cada cual con sus motivos y sus matices.
En el otro mensaje, mi corresponsal transcribe una cita de Valclav Havel que, dice, le ayudó en esta temporada que, para él, fue de soledad, de días oscuros: «El optimismo y la esperanza no son lo mismo. El optimismo es la creencia de que las cosas van a ir a mejor. La esperanza es la profunda convicción de que las cosas, vayan como vayan, siempre tienen sentido».