No me atrevo con los porqués de algunos comportamientos vesánicos desde instancias que deberían garantizar la dignidad de las personas
Después de un viacrucis de seis años en el que arrastraron su nombre y su fama por primeras páginas y telediarios de todo el mundo, después de gastar, a sus 78, trece meses de vida en la cárcel, la corte suprema australiana ha absuelto por unanimidad al cardenal Pell, acusado de dos delitos de abusos sexuales a menores. La pasión de Pell terminó en plena Semana Santa y en medio del alud noticioso de la pandemia, así que muchos medios no encontraron espacio para dar la noticia.
Lo tuvieron en su día para narrar unos hechos que ahora el alto tribunal declara inverosímiles, altamente improbables como mínimo, porque no encajan ni en espacio ni en tiempo, por lo que consideran prácticamente seguro que se ha encarcelado a una persona inocente. El ruido de estos días puede explicar ese silencio. Pero no explica por qué siguen atacándole algunos de los que le han perseguido y quedaron ahora en evidencia.
En Valladolid hay un hombre que debe de estar temblando todavía. Y no solo porque se le haya suicidado la mujer sin que pudiera evitarlo y a la vista de algunos vecinos que sacaron colchones para amortiguar la caída. Sino porque lo detuvieron por un único indicio terrible: estaba en casa. Y además, el ministro del Interior estimó conveniente decirle a toda España a primera hora, en un programa de radio, que el hombre había cometido un asesinato machista. Tuvo más suerte que Pell: su pasión duró solo horas. Pero por desgracia ya ha ocurrido otras veces y con menos suerte.
No me atrevo con los porqués de estos comportamientos vesánicos desde instancias que deberían garantizar la dignidad de las personas. Me quedo de momento aquí, en el mero espanto de que se den.