A todos nos caen bien las personas serenas, equilibradas, que dan paz. Nos preguntamos cómo lo consiguen, incluso nos dan un poco de envidia
¡Para creer hay que querer!
Jesús resucitado saluda a los suyos deseándoles la paz: “Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros»”. ¡Cómo nos gustaría en estos días tener paz en el corazón y darla a los nuestros! Tener los resortes para no perder los nervios. Estar serenos. Tener seguridades ante tantos interrogantes que se presentan. Conservar la calma viviendo encerrados entre cuatro paredes ya más de un mes. No es un logro fácil.
A todos nos caen bien las personas serenas, equilibradas, que dan paz. Nos preguntamos cómo lo consiguen, incluso nos dan un poco de envidia. “Si vis pacem, para bellum” dice la expresión del mundo militar, la paz interior no es sólo cuestión de carácter, es un don y una conquista. Un don de Cristo resucitado, de su cercanía, de vivir cerca de Él, de sus enseñanzas, de estar incorporados a Él; pero también es fruto de nuestra lucha, de tener la conciencia tranquila, de saber dominar nuestro carácter, de saber descansar y relativizar las cosas.
La paz es el fruto preciado de un árbol preciado. “Por sus frutos los conoceréis” nos dice Jesús. Esto significa que, si no tengo serenidad, si no soy fuente de paz y de entendimiento entre los míos tendré que hacer examen y ver los motivos. No vale culpabilizar a los otros, a las circunstancias; el problema lo tengo yo, y a mí me toca resolverlo.
“Santa María es −así la invoca la Iglesia− la Reina de la paz. Por eso, cuando se alborota tu alma, el ambiente familiar o el profesional, la convivencia en la sociedad o entre los pueblos, no ceses de aclamarla con ese título: «Regina pacis, ora pro nobis!» −Reina de la paz, ¡ruega por nosotros! ¿Has probado, al menos, cuando pierdes la tranquilidad?... −Te sorprenderás de su inmediata eficacia.” Seguir este consejo de san Josemaría nos puede ayudar. Tengo que ser fuente de sosiego. Lo necesito y también los míos.
“Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros». Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «Señor mío y Dios mío!»” Tomás tiene problemas para creer, todos sus amigos le han dicho que han visto al Resucitado, tiene el testimonio de las santas mujeres, pero él no cree. Lo mismo les pasa a muchos, ven el testimonio de tantos, puede que hayan recibido una buena formación, el ejemplo de personas virtuosas, pero no creen. La fe es un don de Dios, quizá el más valioso después de la vida, un regalo que a nadie se le niega. Puede suceder que, para algunos, no haya llegado su hora, pero también es posible que no se quiera creer.
Hace años le escuché a un joven japonés decir que aún no tenía el corazón preparado; me conmovió su expresión, pero le animé a que lo fuera cultivando. Para que el huerto dé fruto se requiere mucho trabajo. Querer creer significa, en primer lugar, cultivar la propia humanidad: ser sinceros, leales, trabajadores, compasivos, honrados. La semilla de la gracia necesita buena tierra para arraigar. Hay que empezar por ahí, buscar la verdad, pensar las cosas, observar, comparar; y a la vez no justificar nuestras miserias, enfrentarnos a ellas, pedir ayuda, si es necesario. Luchar por ser honrados. Detectar los puntos de corrupción y sanarlos.
Preparar el corazón y buscar al Maestro: “Ayuda mi incredulidad”. Pedir la fe y, cuando se vislumbra un camino, atreverse a recorrerlo. “¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto” La luz de la fe da mucha tranquilidad y seguridad, y nos hace sembradores de paz y de alegría.