La inmensa pérdida que supone la muerte y los dramáticos interrogantes que implica sobre la vida de todos, se drenan y silencian por entre las dichosas etapas del duelo
Hace mucho tiempo que escondemos a nuestros muertos. No es cosa de ahora. Cualquiera que ronde los cincuenta recordará cortejos fúnebres llevando un ataúd a hombros que paralizaban momentáneamente el trasiego callejero. Seguramente, muchos recuerdan que velaron a sus mayores en casa, con el difunto centrándolo todo y convirtiendo las conversaciones en susurros.
Hoy, un ataúd a hombros por la vía pública sería una alteración del orden, del nuevo orden cultural ─y de la conciencia─ que hace tiempo declaró inexistente la muerte y, por tanto, a los que mueren. La mera visión del ataúd es poco menos que una flagrante obscenidad, y la muerte misma ha caído bajo un régimen perpetuo de inoportunidad.
Por eso, los coches fúnebres ya no lo parecen, y los que quedan han vuelto opacas las amplias ventanillas ideadas para dejar ver el ataúd. Incluso en los tanatorios los arquitectos han diseñado las salas para que el muerto esté ausente de su propio entierro, arrinconado y fuera del campo de visión para no importunar a los visitantes. Así que los muertos están fuera de lugar hasta en sus velatorios que, obviamente, han dejado de serlo.
Esa doble ausencia, la propia de la muerte y la que infligimos al muerto en su propio funeral, es una forma cultural de rematar al difunto. Todo ello en el exilio al que las ordenanzas municipales han arrojado a los tanatorios que ocupan la periferia de las ciudades, con frecuencia compartiendo ubicación con las zonas industriales. Haciendo visible que apenas sabemos tratar a nuestros muertos de cuerpo presente de otra forma que como impone la industrialización del cadáver, es decir, como un residuo sometido a legislaciones de salud pública.
Dar sepultura a un muerto es lo contrario de esconderlo. De hecho, si alguien enterrara un cadáver procurando que no se supiera qué hace ni dónde lo ha hecho, nadie diría que le ha dado sepultura, sino más bien que lo ha escondido, y no es lo mismo. Pero si lo que se esconde es al muerto en su propio funeral, entonces el funeral está tan vacío como lo estaría el ataúd a falta del difunto.
Y así es como los funerales se nos convierten en el sueño que tuvo García Márquez de su propio entierro: el reencuentro de viejos y queridos amigos apenas interrumpido por el incómodo motivo de aquella reunión, a saber, el muerto.
Hemos reducido el funeral a una etapa del duelo de los vivos, mejor cuanto menos traumática y más elusiva y socializada. La inmensa pérdida que supone la muerte y los dramáticos interrogantes que implica sobre la vida de todos, se drenan y silencian por entre las dichosas etapas del duelo.
En Europa no ha sido necesaria la prohibición de los funerales que Mao impuso en China porque, sencillamente, hemos olvidado cómo celebrarlos y nos limitamos a quitar de en medio al muerto de su propia muerte. Al dejar de esa forma sin funeral al fallecido, hemos cumplido, sin saberla, la orden de labrar los cementerios que los Jemeres rojos impusieron en Camboya ─con excelente puntería─ para romper todo vínculo esencial del individuo distinto del Estado.
Por eso, nuestras sociedades a fuerza de ignorar a los muertos se han hecho agresivas negacionistas de la muerte. Sin embargo, no es mera indiferencia. Como notó Foucault, sobre la muerte han recaído todas las ocultaciones, disimulos y represiones que antes concentraba la sexualidad: su exhibición, incluso la más recatada, resulta obscena; su cercanía, inquietante; y, en cualquier circunstancia, hablar de ella es de mal gusto.
En nuestra cultura la muerte está sometida a una disciplina más férrea que cualquier otro aspecto de la vida, porque su ocultación no surge de una estratagema capciosa, sino de la invencible necesidad interna de una determinada concepción de la vida, para la que la muerte es al mismo tiempo banal e insoportable: la fútil frontera con la nada ─y casi nada ella misma─ a la que nos empuja apenas un virus, una herida o una arritmia.
Los hombres de nuestro tiempo sabemos que, uno tras otro, morimos todos. Pero hemos puesto mucho tesón para conseguir obviarlo mediante la reducción de la muerte al estatuto de accidente, tanto en sentido coloquial como ontológico. Como toda muerte tiene unas causas, hemos concluido que una mejor educación vial, una adecuada atención médica preventiva, una dieta equilibrada y ejercicio diario, una mejor detección precoz, más investigación, o, en su caso, mayor vigilancia municipal del estado de las cornisas, habrían evitado, una por una, todas las muertes.
Que sepamos que no somos inmortales no significa que nos pensemos y sintamos como mortales. Si ha dejado de oírse que alguien murió por causas naturales es, precisamente, porque la muerte ha dejado de ser natural para nosotros. En nuestra cultura todas las muertes tienen el doble sentido de lo accidental: son una fatal y evitable conjunción de circunstancias, y, sobre todo, no forman parte de la condición universal del hombre.
Ciertamente, sabemos que vamos a morir, pero eso no significa que la mortalidad sea el contenido decisivo de nuestra autoconciencia, es decir, de la forma de concebirnos a nosotros mimos y a nuestra vida. Así que en la misma medida que hemos banalizado la muerte como una «defunción», el cadáver se nos ha convertido en tabú del que emana una neurotoxina que desbarata la tranquilidad de nuestra narcótica prosperidad: despierta la certeza de nuestro destino mortal.
Por eso resultan inculpatoriamente tranquilizadoras las noticias de que los muertos son, por ejemplo, de una determinada franja de edad, con patologías asociadas o pertenecientes a grupos de riesgo. Todos ellos son los nuevos excluidos de las mayorías satisfechas de su salud a salvo.
La prueba de que hemos dejado de tenernos por mortales, es que prestamos crédito ─otra vez─ a quienes desde la neurorobótica a la bioquímica anuncian que dejaremos de tener que morir en tal o cual fecha. Así que la fe en la ciencia nos ilusiona con una suerte de resurrección pre mortem, es decir, sin tener que padecer esa inoportuna caducidad de los cuerpos. Se entiende que, con esa mentalidad, celebrar funerales en los que se ejercite un luto interior y reverencial por el muerto resulte un atavismo oscurantista y precientífico.
Es esa incapacidad de interiorizar la muerte en la propia vida, y, por tanto, de interiorizar cualquier clase de relación con el muerto, lo que deconstruye nuestros funerales en la representación de la soledad en la que dejamos al muerto en su muerte. Le hemos dado la razón a Epicuro al volatilizar al difunto como un mero recuerdo de los vivos y, por tanto, aniquilar al muerto en su funeral.
Somos probablemente la primera civilización que masivamente no cree en alguna forma de perdurabilidad real de sus muertos y, por eso, somos también la primera que no sabe acompañarlos tras la muerte, y ni siquiera celebrarles un funeral sin esconderlos.
Ahora bien, la reducción de la muerte a incidente evitable implica la suposición de una responsabilidad culpable en cualquier clase de muerte. Esa suposición convertida en reclamación penal se dirige habitualmente ─y volverá a ser así─ precisamente contra los oficios médicos y sanitarios. Pero, en las presentes circunstancias resulta inevitable su politización mediante estrategias elusivas del nuevo sujeto de responsabilidad ilimitada, a saber, el Estado.
El ocultamiento público y mediático con intereses políticos de los muertos tras cifras, gráficas y tendencias es, ciertamente, una infamia, pero es plausible solo en sociedades habituadas a la elusión sistémica de la muerte como acontecimiento en el orden de la conciencia personal y social.
La instrumentación política del ocultamiento ─o de su exhibición, según convenga─ de los muertos, es solo una anotación infame en el fenómeno cultural de fondo que define a nuestra época y a nuestras sociedades: la reducción ontológico existencial de la muerte al rango de incidente. Reducción que abre camino y responde a la aspiración de convertirnos en la primera sociedad de sujetos postmortales, no por inmortales, sino por ser los primeros en haber desterrado masivamente la mortalidad del contenido decisivo de nuestra autoconciencia.
Con sus peculiaridades, esta es una magnífica película sobre el crecimiento que supone la asimilación de la muerte mediante nuestro trato con los muertos. La mejor que he visto.
Higinio Marín, en mundusunaarqueologia.blogspot.com.
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