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En la actual sociedad nos hemos ocupado más de inaugurar guarderías y centros infantiles que de tratar de conciliar la vida laboral y familiar
Esta pregunta ha hecho impacto en el autor de estas líneas como un reto del que no podía huir. Esta pregunta da título a su última publicación, que apenas si han transcurrido dos o tres semanas desde que está en la calle. El autor tampoco ha querido omitir su contenido, escondiéndolo en una pregunta ambigua y, por eso, ha añadido un subtítulo explícito: “Tratado para el hombre ausente”.
La pregunta que da título no es retórica. Es la pregunta que muchas madres e hijos se hacen cada día al llegar o salir de casa, al preparar la comida o encontrar dificultades para hacer las tareas de colegio, y siempre que se encuentran con una dificultad que no saben resolver por ellos mismos. La pregunta es apenas una manifestación de la duda vital experimentada por los miembros de muchas familias, cuyos padres casi siempre están fuera de casa.
Sin duda alguna, en las modernas sociedades occidentales, la ausencia del padre constituye uno de los problemas más relevantes de la familia. Como elemento vertebrador de la familia, si el padre está ausente nada funciona en casa. La ausencia del padre tiene numerosas repercusiones —muchas de ellas nefastas— en los miembros de la familia y en sus múltiples dimensiones. Tal ausencia no sólo afecta a los hijos varones —aunque sean los que más la sufren—, sino también sus parejas, sus hijas y la entera sociedad.
Si no hay ningún hombre en casa, también los propios padres tendrán dificultades para experimentar lo que es la paternidad (es decir, una parcela relevante de su misma identidad) y, en consecuencia, se sentirán vacíos. Las esposas también se sentirán más solas y percibirán que les falta el encuentro con el varón, sin que se dé entre ellos la necesaria complementariedad. Es probable que hijos e hijas —con razón o sin ella— se sientan abandonados y desprotegidos, y hasta lleguen a dudar de su valía personal y/o del afecto de sus padres. Más allá de la familia, la totalidad de la sociedad sufrirá el handicap de esta ausencia, sin cuya presencia el tejido social degenera y acaba por disolverse. Sin vínculos entre las personas, apenas si hay un espacio anodino y despersonalizado para la “sociedad líquida”, una sociedad sin densidad ni señas de identidad. Con la ausencia del padre todos pierden sin que nadie gane.
Este eclipse del varón en la actual sociedad abre ante nosotros nuevos interrogantes. La desposesión de la paternidad en el hombre altera su identidad como padre y esposo, y transforma la familia y el propio ser humano. Nadie sale triunfando en esta situación sino que todos salen derrotados. Todos son víctimas de este eclipse del hombre en el hogar. Muchas de esas víctimas corren el riesgo de no lograr identificar lo que les sucede y hundir su biografía en una conciencia resentida, muy difícil de modificar. Es preciso reflexionar sobre los múltiples efectos del impacto de la ausencia del hombre en el hogar.
Son muchas las causas de esta ausencia del hombre en el hogar pero una de las más importantes es que, de hecho, el varón se ha convertido en un prisionero de su trabajo por lo que su esposa e hijos se han acostumbrado a vivir sin él. El ritmo urbanita intenso y rápido, las comidas fuera del hogar, las jornadas hasta altas horas de la tarde/noche, el trabajo lejos del hogar… hacen que el varón no tenga tiempo para la familia. Al mismo tiempo, las obligaciones laborales son una excelente coartada para que el varón no se comprometa en el hogar, olvidándose de que son esos errores, precisamente, los responsables de los conflictos y rupturas familiares.
Algunos varones no se dan cuenta de que importa menos fracasar en el trabajo —pues los suyos les siguen queriendo— que en la familia. Conciliar familia y trabajo resulta hoy especialmente complejo porque todavía pervive el viejo modelo del padre como proveedor o abastecedor económico que delega en la madre el resto de sus funciones parentales. Este modelo no es ya sostenible. Tanto la familia como el trabajo es ahora cosa de dos. Las mujeres tienen derecho —y muchas veces la necesidad— de incorporarse al mercado de trabajo. Pero los hijos necesitan del apego de sus padres varones tanto como del de la madre. Esa necesidad vital no es renunciable ni delegable. No se puede delegar en otra persona el amor a un hijo. Es tan personal que no permite clonación alguna. Los fuertes brazos de un padre que aprieta a su hijo contra su pecho no son comparables a la suave caricia de la mano de su madre. Ninguno sustituye al otro. Ambos se exigen mutuamente. La diferencia entre ellos enriquece a los hijos. Por eso no es aceptable el igualitarismo. Ha llegado la hora de la complementariedad y la corresponsabilidad.
En la actual sociedad nos hemos ocupado más de inaugurar guarderías y centros infantiles que de tratar de conciliar la vida laboral y familiar. Además, en el plano de las ideas y costumbres, se ha impuesto el ideal de una sociedad cada vez más individualista donde los varones no necesitan de sus mujeres ni de sus hijos, las mujeres no necesitan de sus esposos —en ocasiones, tampoco de los hijos—, y los hijos viven como si no necesitaran de sus padres. Cada uno va, tristemente, a lo suyo.
¿Qué le queda a un hijo del trato con sus padres? ¿Cuál es realmente la herencia que más le importa? Lo más importante es el patrimonio vital, es decir, aquellas vivencias que desde niño quedan grabadas en los hijos y que no le abandonarán a lo largo de su vida: recuerdos, experiencias, correcciones, momentos relevantes, alegría compartida, exigencia razonable, respeto por los valores, ratos de conversación profunda e íntima…, en definitiva el estilo de vida singular de cada uno de sus padres. Aquí resulta esencial pasar de “mi” tiempo a “nuestro” tiempo. Pues lo más importante que les queda a los miembros de la familia es precisamente el tiempo compartido entre ellos.
Algunas perfecciones del niño se actualizan en el transcurso de la vida, otras en cambio no se desarrollarán jamás. En esto consiste la formación: en conducir el proceso de crecimiento y maduración personal de tal manera que el hijo desarrolle el mayor número de posibilidades y en el mayor grado posible. Naturalmente no disponemos de ninguna técnica para lograrlo. Además, la educación no depende sólo de los adultos sino que el protagonista principal es siempre el niño. Por tanto, para los padres la educación de sus hijos es un arte que trata de sacar a la luz la mejor persona posible de cada hijo, contando con su libertad personal. De aquí que sea más importante ayudar a los hijos a descubrir lo que tienen de bueno y explicarles cómo desarrollarlo, que prestar atención sólo a sus defectos, aunque sea con la intención de corregirlos.
Incentivar la complementariedad, interdependencia y colaboración de hombres y mujeres en el hogar reconciliará a la pareja y, al mismo tiempo, enriquecerá a toda la familia, muy especialmente a los hijos. Ciertamente, de la paternidad depende también la maternidad, pues paternidad y maternidad se modulan y se matizan recíprocamente.
Ante las dificultades y conflictos en la familia, una buena alternativa es la de negociar. En la familia no hay más que una forma de atajar los conflictos: negociar, negociar y negociar, sin que haya vencedores ni vencidos. Esta es la fórmula para que todos ganen y nadie pierda. Este es el gran negocio: antes de enfadarse, negociar.
Aquilino Polaino
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