Me parece que a quienes dicen que creen en Dios, pero no en la Iglesia, se les podría sugerir que quizá no conocen el corazón de Dios y que −tal como sostenía Emerson− hay que comenzar buscándolo en la naturaleza y dentro del propio corazón humano
Hace siete años tuve ocasión de visitar con mi buen amigo el filósofo chileno Patricio Fernández la sala de la Harvard Divinity School en la que Ralph Waldo Emerson pronunció el 15 de julio de 1838 un famoso discurso «The Divinity School Address» que le valió su apartamiento de la Iglesia Unitaria, que regentaba aquella universidad y de la que el propio Emerson había sido ministro.
En aquella lección Emerson se lamentaba de la falta de vigor de la religión unitaria e instaba a una comprensión más directa y personal de Dios. Tal como se recuerda en la placa de la sala, el lema de su discurso era el de “Acquaint Thyself at First Hand with Deity“, que podría traducirse como “Relaciónate directamente con la Divinidad”. Emerson venía a defender que los seres humanos podían tratar con Dios, más aún, que en cierto sentido Dios estaba siempre en la naturaleza y en el corazón de los seres humanos que se abrían buenamente a Él.
Emerson fue acusado de panteísmo o de ateísmo, y quizá sobre todo, de menospreciar la religión organizada. No es fácil hacer justicia aquí y ahora a las posiciones enfrentadas entonces. Sin embargo, a pesar de las muchas diferencias y del tiempo transcurrido −más de 180 años− es fácil advertir la actualidad de la cuestión. En cierto sentido el mensaje de Emerson sigue sonando subversivo hoy porque defendía que es posible tratar a Dios sin intermediación ninguna. ¡Cuántos de mis estudiantes −o de los ciudadanos en general− vienen a decir algo semejante al afirmar que creen en Dios, pero que no creen en la Iglesia!
Sin embargo, el punto que quiero destacar no es el del rechazo de la religión organizada, sino la afirmación −que puede parecer paradójica o asombrosa, pero que se basa en mi experiencia personal y en la de muchos otros− de que es posible tratar personalmente a Dios tal como se trata a un amigo, a un padre, a un hermano. Más aún, los cristianos afirmamos con nuestra vida que no solo es posible, sino que es realmente fascinante el trato con Jesucristo, Dios y hombre, que vivió en Galilea hace poco más de 2000 años y que sigue vivo hoy. Ese trato confiado con Dios puede llegar a generar una amistad afectuosa capaz de dotar de sentido a toda nuestra vida a pesar de sus luces y sus sombras.
De tarde en tarde aparece por mi despacho algún estudiante que me pide con urgencia: “¡Hábleme de Dios!”, o “¡Hábleme de Jesús!”. En muchas ocasiones se trata de alumnos que no tienen ninguna formación religiosa, a veces ni siquiera han sido bautizados, pero que han descubierto por su cuenta que hay personas que sonríen casi siempre y que parecen felices y que cuando se les pregunta por la raíz de su alegría dicen que es porque cultivan el trato con Dios en su corazón, porque llevan años en conversación con Él.
A esos visitantes suelo contarles algunos hitos de mi experiencia vital y procuro facilitarles lecturas adecuadas a las circunstancias personales de cada uno para invitarles a recorrer un camino en el que puedan encontrar a Dios o quizá con más precisión en el que Jesús pueda hacérseles el encontradizo. Todo esto con enorme cordialidad y siempre con una encendida defensa de la libertad personal. Como consecuencia de esto, algunos de estos alumnos acuden al yoga en sus diversas formas, a la meditación trascendental o descubren la genuina oración cristiana y acuden paulatinamente a los sacramentos.
Mi experiencia es que el trato personal con Dios, buscado con tenacidad y con cierta pasión, conduce en la mayor parte de los casos al encuentro o reencuentro con la Iglesia. Me parece que a quienes dicen que creen en Dios, pero no en la Iglesia, se les podría sugerir que quizá no conocen el corazón de Dios y que −tal como sostenía Emerson− hay que comenzar buscándolo en la naturaleza y dentro del propio corazón humano.
Como afirmaba valientemente el escritor ruso encarcelado Andréi Siniavski (1927-1997) hace más de cuarenta años: “No hay que creer por tradición, por miedo a la muerte o por si acaso. Tampoco porque haya alguien que nos obligue o infunda miedo, ni por razones humanistas, ni para salvarse o para ser original. Hay que creer por la sencilla razón de que Dios existe”.