No es lo mismo la una que las otras. La gran Tradición (con mayúscula) es la que procede de los doce Apóstoles de Jesucristo y transmite desde entonces lo que el Espíritu Santo les hizo aprender de la vida y las enseñanzas de Jesús
La primera generación de cristianos no tenía todavía la enseñanza escrita del Nuevo Testamento: sólo tenía la Tradición. Otra cosa son las tradiciones teológicas, disciplinares, de liturgia o de devoción, que han florecido en todas las épocas entre el pueblo cristiano. Aunque hayan nacido de la fe y la vida de los cristianos no constituyen por sí mismas una fuente de la Revelación divina, como en cambio sí que lo es la Tradición apostólica (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 83).
Habiéndose revelado Dios a los hombres, quiso que las luces de esta Revelación pudieran llegar a todas las generaciones, sin merma ni adulteración. La transmisión del Evangelio comenzó por hacerse oralmente, y después también por escrito: “los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó”; “los mismos Apóstoles y otros de su generación pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo” (Conc. Vaticano II, Const. DeiVerbum, n. 7).
La predicación de los Apóstoles de Cristo es continuada mediante la sucesión apostólica, ya que los ellos nombraron como sucesores suyos a los obispos, “dejándoles su cargo en el magisterio” (Ibidem); “la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos” (Ibidem, n. 8).
La Tradición es distinta de la Sagrada Escritura, aunque forma una unidad con ella. La Iglesia la conserva y la transmite a todas las edades, a través de su vida y enseñanza; asistida por el Espíritu Santo, “por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero” (Ibidem). La Tradición y la Sagrada Escritura son distintas, pero inseparables: “están íntimamente unidas y compenetradas. Porque surgiendo ambas de la misma fuente, se funden en cierto modo y tienden a un mismo fin” (Ibidem, n. 9). A través de ellas Cristo acompaña y ayuda a los suyos.
En la Revelación divina tiene gran relevancia el texto bíblico: “La Sagrada Escritura es la palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo” (Ibidem). Pero la Revelación divina no se manifiesta solamente en la Biblia, sino también en la Tradición; hasta tal punto que la inspiración divina de aquella y el catálogo de sus libros los conocemos gracias a la Tradición. Quienes no admiten la Tradición, deberían en buena lógica renunciar a creer en la Biblia y en sus enseñanzas. “La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación” (Ibidem).
El arte cristiano, los textos litúrgicos, los cánones de los Concilios y el testimonio de los Padres de la Iglesia nos han transmitido lo que todos los buenos cristianos han creído desde el principio, en todas partes y siempre. Los Padres de la Iglesia, que destacan por su antigüedad, santidad de vida y elevada doctrina, son los principales testigos de la Tradición apostólica.