Sé de algunos lectores que consideran que Delibes es un escritor triste. Yo creo que es retratista de una sociedad, la suya, sobre todo en la mitad del siglo pasado, que se manifiesta un tanto gris a nuestros ojos
Castilla de los años 60, 70, 80. Pero hay obras de este autor que manifiestan un fino sentido del humor. Una de ellas, quizá de las más célebres, es Cinco horas con Mario. Quien la conoce de oídas, pero no la ha leído, pensará que lo que una viuda diga o piense sobre su marido muerto, de cuerpo presente, no puede ser muy entretenido.
Sin embargo, es muy divertida. Elige esa puesta en escena para hacer una crítica social muy sugerente, que al lector del siglo XXI le sirve para situarse en unos cuantos decenios antes, y a Delibes le servía para criticar muchas actitudes, zafándose de la censura. Con todas las exageraciones que admite la ficción, presenta a dos personajes principales muy distintos, e incluso distantes, aún siendo marido y mujer.
Un tema tabú, en el que se muestra audaz, es lo que se refiere al luto. Desde la perspectiva actual sorprende las notorias exageraciones que tenían lugar en aquellos momentos y también antes, en cuanto a la forma de enfrentarse a la muerte. Ese luto estricto que suponía vestir de negro durante mucho tiempo, a veces de por vida, es algo que depende de un planteamiento muy pobre de lo que debe ser la muerte para un cristiano.
Ahora han cambiado las costumbres, pero el miedo a la muerte es más grotesco. Las visitas al tanatorio, donde está el féretro ─no vamos a hablar ya de capilla ardiente…─ de un familiar o de un amigo, o el pariente de un amigo, son lo más contrario a la costumbre cristiana que supone oración por el difunto, como primer motivo. Ahora muchos ni siquiera se acercan al lugar donde descansa el muerto. Tienen auténtico pavor a enfrentarse con la muerte. Van allí porque es un acto social inevitable, a animar a la viuda, al hijo, al hermano del difunto. Y hay que poner cara de circunstancias. Acompañar en el dolor, pero no mezclarse con la muerte.
Nadie recuerda ─aunque siempre hay excepciones─ las palabras de San Pablo: “Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia” (Filp 1, 18). Y si alguien, allí en el tanatorio las dijera sería considerado un desequilibrado. Tampoco se ven por allí las palabras del Apocalipsis: “Bienaventurados los que mueren en el Señor” (14, 13). Bueno, bueno, felices los que mueren… ¿Pero de qué me está usted hablando? ¡Si en breve seremos inmortales! Ni siquiera las palabras de los Salmos: “Es cosa preciosa a los ojos de Dios la muerte de los justos” (115, 15).
En la sociedad occidental se ha perdido todo ese sentido sobrenatural. Se ha perdido la idea esencial de que estamos aquí para merecer el cielo, la eternidad junto a la maravilla que es Dios. El culmen del amor para vivirlo en plenitud. Es nuestra meta. Por eso cuando una persona fallece tendríamos que alegrarnos profundamente porque ha llegado a su meta. Claro, salvo que tengamos sospechas bastante fundadas de que esa persona no haya llegado a su meta. Entonces, podríamos decir, que lleven luto quienes presagien la separación eterna de Dios y del fallecido. Eso sí es tremendo.
Nosotros rezamos para ayudar al difunto, el que sea, en ese paso purificador ─el Purgatorio lo llamamos, como si fuera un lugar─ que es preparación última para la entrada en la gloria. Pero, por lo demás, ¿qué sentido tiene el luto? Delibes se ríe de semejante planteamiento, a travésde las palabras de la viuda de Mario.