“I pray you, I pray you, Mr Lieutenant, see me safe up and for my coming down, I can shift for myself”
Singular lo que viví en la Torre de Londres hace apenas unas semanas. La había visitado en mis años universitarios… y nunca más. Pero tras décadas quise volver por una razón muy particular. Para rezar ahí, en la cripta de la capilla, ante los restos de un santo a quien le tengo especial devoción: Tomás Moro, decapitado por orden del rey Enrique VIII.
Moro −hoy santo Tomás Moro− era considerado el mayor pensador de su época, pero no pensaba (si se puede decir así) como el voluminoso monarca Enrique VIII. Este lo catapultó mientras le sirvió para sus propios fines, pero hasta ahí no más. Moro, autor de la célebre “Utopía” y quien llegó a ser Lord Canciller de Inglaterra, no lo apoyó cuando solicitó al Papa la nulidad de su matrimonio con Catalina de Aragón y, al no obtenerla, rompió con Roma y se erigió en cabeza de la Iglesia en Inglaterra. Moro tampoco lo iba a reconocer como jefe supremo de la Iglesia, lo que le valió ser encarcelado en la Torre de Londres y decapitado el 6 de julio de 1535.
Ese día, segundos antes de la ejecución, hizo gala de su sentido del humor al dirigirse al verdugo mientras subía al cadalso: “I pray you, I pray you, Mr Lieutenant, see me safe up and for my coming down, I can shift for myself” (“Le ruego, le ruego, señor teniente, que me ayude a subir, porque para bajar, ya sabré valérmelas por mí mismo”).
Luego se arrodilló y agregó: “… mi barba ha crecido en la cárcel; es decir, ella no ha desobedecido al rey y por lo tanto no hay por qué cortarla. Permítame que la aparte”. Luego, sin ironías, se dirigió a quienes estaban presentes: “I die being the King’s good servant−but God’s first”. (“Muero siendo el buen servidor del rey, pero primero de Dios”).
Al estar en Londres, como ya comenté, una de las metas de mi viaje era rezar ante la tumba de Tomás Moro. Compré la entrada a la Torre, de ésas que permiten visitar todas sus dependencias, incluso las que guardan las joyas de la corona, y me maravillé de esa cualidad que tienen los ingleses para realzar su pasado y su presente monárquico, haciendo despliegue de lo que algunos llaman el ser británico y que muestran con orgullo ante el turista.
Visité una a una las dependencias seculares que se reúnen en ese único conglomerado denominado Torre de Londres, y donde hasta los seis cuervos tienen una morada que los acoge para protegerlos de las inclemencias del tiempo. Más les vale, ya que una curiosa pero respetada creencia indica que “si la Torre de Londres pierde sus cuervos o estos vuelan lejos, la Corona caerá y Gran Bretaña con ella”.
Además de la entrada pagué los audios para no perderme absolutamente nada. Mi intención era recorrer en vivo esos lugares que tantas veces había contemplado en las páginas de los libros de historia del colegio. Pero más que todo eso, por supuesto, yo quería venerar los restos de Tomás Moro.
Debido a ello, ya visitados −a veces con bastante esfuerzo físico− los diferentes lugares del conjunto, quise culminar mi itinerario en la tumba del santo que tuvo la responsabilidad de ponerle el punto sobre las íes a la monarquía británica en materia de doctrina y moral.
Me dirigí a la capilla pero más que indignación experimenté sorpresa cuando un beefeater (de esos que aparecen con uniforme rojo y negro en las etiquetas de las botellas de gin, pero que esta vez era de carne y hueso) me impidió bruscamente el paso, a diferencia de la amabilidad que me había demostrado un homólogo suyo al ingresar a la tienda de souvenirs.
−No puede pasar.
−Voy a rezar a la tumba de Tomás Moro (le quité el apelativo de santo, por si acaso).
−Imposible.
−Pero, ¿no está aquí la tumba de Tomás Moro?
−Sí, pero está abajo en la cripta y no se puede visitar.
−No la quiero visitar. Quiero ir a rezar.
−Está prohibido.
−¿Usted me prohíbe ir a rezar?
−No le prohíbo ir a rezar pero no puede ingresar alguien que viene en un tour normal.
−Yo no vengo en tour alguno.
−Imposible. Primero tendría que enviar una carta con días de anticipación y lo más probable es que le nieguen la entrada…
Descubrí que al parecer, aunque no tomo gin, prefiero a los beefeaters que ilustran las mentadas etiquetas y no a éstos que, claro, siguen órdenes, pero qué órdenes.
Me alejé aunque sonriendo porque de pronto recordé el poema que el propio Tomás Moro escribió sobre el sentido del humor.
Dadme, Señor, una buena digestión,
y también algo que digerir.
Dadme, Señor, un cuerpo saludable
y el necesario buen humor para mantenerlo.
Dadme, Señor, un alma santa que atesore todo lo bueno
y que no se asuste con facilidad frente al mal,
sino más bien que encuentre los medios de poner
nuevamente las cosas en su lugar.
Dadme un alma que no conozca el aburrimiento, las quejas, los suspiros y los lamentos, ni excesiva tensión a causa de ese difícil ser llamado YO.
Dadme, Señor, el sentido del buen humor.
Dadme la gracia de ser capaz de no ofenderme con las bromas, para descubrir en la vida lo que pueda haber de alegría y ser capaz de compartirla con los demás.
Dadme tener siempre en mis labios un poema, una canción o una historia con que pueda distraerme…”
El propio Papa Francisco se ha referido a esta oración y ha señalado: “Yo la rezo todos los días; me va bien”.
Por eso ni siquiera ahora puedo dejar de sonreír al evocar al beefeater.
Lillian Calm, en temas.cl.
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