“Sed testigos de la esperanza, de la esperanza que no teme construir la casa de la propia vida, porque sabe bien que puede apoyarse en el fundamento que le impedirá caer: Jesucristo, nuestro Señor” (Benedicto XVI)
La experiencia personal de ver que otros abandonan el camino emprendido, y los conflictos a veces inherentes a ese tipo de situaciones, son siempre una experiencia dolorosa y difícil. Pero hay que saber sacar de todo ello una enseñanza. Cuando uno ve, por ejemplo, noviazgos o matrimonios que se rompen, lo mejor que puede hacer es intentar sacar alguna experiencia de aquello para mejorar el propio noviazgo o el propio matrimonio. Pero ver que otros se rompen no debe llevarnos a romper el nuestro, ni a renegar del noviazgo o del matrimonio, sino a madurar nosotros y a procurar acertar en nuestra elección.
Además, no todos los abandonos son iguales. Hay personas que emprenden el período inicial de prueba que hay en todos los caminos de entrega completa a Dios y, con el tiempo, comprueban que aquella no era su llamada. Y no hacen mal en dejar entonces ese camino, igual que no hace mal quien rompe un noviazgo cuando comprende que no debe casarse con esa persona. Y no por eso ha sido infiel el uno con el otro, ni ha habido propiamente un fracaso, sino un período de prueba que se inicia y se concluye con toda normalidad.
Por supuesto, un novio puede ser infiel a su novia, o al revés. Pero, si en determinado momento deciden dejar de ser novios, no por eso han sido infieles, sino que, simplemente, han decidido suspender un compromiso mutuo que, por su propia naturaleza, era temporal.
Lógicamente, si se rompe un noviazgo por infidelidad de uno de los dos, o por no haber puesto el empeño y la consideración necesarias el uno con el otro, quizá esa pareja estuviera llamada a ser un matrimonio feliz, pero no ha podido llegar a serlo porque uno de ellos, o los dos, han maltratado su noviazgo. De manera semejante, una vocación al celibato podría malograrse durante el período de prueba y, aunque no se hubiera llegado a asumir ningún compromiso definitivo, podría suponer una infidelidad si ese fracaso se debe a que se ha malogrado la vocación y se ha hecho imposible que fructificara y se abriera camino.
Es algo que sucede tanto con el noviazgo como con en las etapas de prueba en el inicio del celibato. De todas formas, tampoco debería llevarse al extremo la cuestión del conocimiento previo, pues todos sabemos que los matrimonios que han surgido de un "flechazo", es decir, de un amor descubierto de forma súbita y con poco conocimiento previo, no tienen por qué ser menos felices o menos estables que los demás. En el celibato, como en el matrimonio, muchas veces el corazón va más allá que la inteligencia y, aunque los filósofos digan aquello de que "nihil volitum nisi praecognitum", es decir, que nada se quiere si antes no se conoce, en el amor no siempre sucede así.
Tanto el noviazgo como el período de prueba del celibato son etapas que, por su propia naturaleza, no tienen carácter definitivo. Todas las instituciones de la Iglesia tienen unos plazos para comprobar la madurez y la idoneidad de las personas que manifiestan una posible vocación. Así se les facilita una mayor libertad de decisión, para que su entrega sea siempre consecuencia de un querer seguro, consciente y responsable. Y el hecho de que no todos los noviazgos acaben en matrimonio no debe entenderse como algo trágico, igual que sucede con el celibato. Es más, Dios puede contar con esos tanteos para ir descubriendo su camino a una persona.
La vocación no es algo que venga y se vaya, pero quienes están en período de prueba son conscientes de que, durante esa primera etapa, están todavía en un período de discernimiento y descubrimiento de su vocación. Creer que Dios les llama, y desear seguir esa llamada y entregarse a Dios para toda la vida, es perfectamente compatible con el hecho de que, un tiempo después, algunos puedan comprobar que no era su camino. Y eso no debe considerarse como un fracaso ni como un tiempo perdido, sino quizá lo contrario: durante ese tiempo han sido generosos, han avanzado en su trato con Dios, han recibido una formación y han luchado por vivir unas virtudes. Todo eso, si se han hecho bien las cosas y si los planteamientos han sido claros, será una etapa que, sin duda, les ayudará mucho durante toda su vida. Lo han intentado de buena fe y, al poco tiempo, han comprendido que no era lo suyo. Bien, no es tan grave. Peor sería percibir una llamada de Dios, tener una vocación, y no hacer nada, no intentarlo siquiera.
También es posible que, al principio, haya una entrega inicial no demasiado reflexiva, quizá bastante basada en el entusiasmo, pero que luego madura y se descubre con todo su calado. Dios premia muchas veces la generosidad de ese primer arrojo de la entrega algo inmadura con una claridad posterior grande sobre la propia misión. Así sucede también a quien inicia un noviazgo deslumbrado por algunos rasgos externos de la otra persona y, luego, descubre su verdadera valía, más profunda, y se entrega a ella con gran madurez y convicción.
Ahí está, por ejemplo, el caso de Santa Jacinta, una chica procedente de una familia adinerada de Viterbo a finales del siglo XVI. Era muy hermosa y aficionada a lujos y vanidades. Como era bastante superficial y orgullosa, tuvo varios desengaños amorosos y un buen día dijo que se hacía monja y que se marchaba a un convento de las hermanas franciscanas. Tenía veinte años. Fue una primera conversión, pero muy leve, pues en el convento quería seguir teniendo las mismas comodidades de antes y mostraba bastante poco interés por la vida religiosa. Cuando tenía treinta años, pasó por una grave enfermedad, con muchos dolores y grave peligro de muerte. Aquello, junto a la ayuda de un santo sacerdote, el padre Bernardo Bianchetti, que supo ayudarla a enfrentarse a sus propios defectos, hizo que se arrepintiera de su vida anterior, hiciera una confesión general y, desde aquel día, empezara otra vida totalmente distinta. Aquella sí fue una verdadera conversión. Desde entonces fue una religiosa ejemplar, muy humilde y sacrificada. Fundó dos asociaciones piadosas que tuvieron enseguida una gran difusión y, por medio de sus escritos, logró la conversión de muchas personas. Recibió muchas gracias extraordinarias de Dios y, después de su muerte, en 1640, se le atribuyeron numerosos favores y milagros. Su figura ha quedado para la posteridad como ejemplo de una gran santa que, aunque no fuera nada ejemplar en los inicios de su vocación, supo ser finalmente muy fiel a ella.
Es una prueba de que Dios puede hacer que una vocación se abra camino a través de unos comienzos bastante imperfectos, tanto en el discernimiento de la vocación como en la correspondencia a ella, y que, pese a todo eso, esa persona alcance después una gran santidad en ese camino.
Así sucedió también a San Telmo, que, siendo aún un joven sacerdote, fue nombrado canónigo de la Catedral de Palencia, y enseguida elevado a la primera dignidad después del obispo. Era muy inteligente y bien parecido, y eso le hacía ser engreído y ambicioso. Quiso tomar posesión de su cargo como Deán el día de Navidad, y con cabalgata sonada, de manera que dispuso organizarlo todo en medio de un gran festejo. Se encaminaba hacia el templo en un elegante caballo, desenvuelto y arrogante. El aplauso y los gritos iban creciendo. Estando en el culmen de la aclamación, cerca ya de la catedral, queriendo lucir tanto el caballo como su pericia de jinete, clavó las espuelas, y entonces el corcel se encabritó y resbalaron, cayendo ambos aparatosamente en un lodazal, entre las risas y burlas de quienes, momentos antes, le aplaudían. El ridículo fue espantoso. Como contaba luego él mismo, Dios se sirvió de aquello para salir a su encuentro, quebrar un poco su orgullo, hacerle ver lo vanidoso que era y suscitar en él una fulminante conversión. Ingresó en el convento de dominicos que Santo Domingo de Guzmán había fundado poco antes en la ciudad y allí se entregó a la oración, al estudio y al servicio a los demás. Pasado un tiempo, con sus grandes dotes de predicador, alentó numerosas conversiones y dedicó mucho tiempo a los pobres y a los enfermos, hasta su muerte en el año 1246. A pesar de su falta de rectitud en la primera etapa, tuvo después una vida austera y ejemplar, y ha pasado a la historia como uno de los santos medievales más populares.
Y no es solo que un comienzo menos generoso pueda ser enmendado, sino que Dios también puede ir descubriendo poco a poco sus designios a una persona. Ha sucedido así también innumerables veces a lo largo de la historia de la Iglesia y de la vida de los santos. Por ejemplo, San Juan Bautista de la Salle, fundador de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, solo llegó a entender aquello a lo que Dios le estaba llamando, por etapas, a medida que reflexionaba en la oración sobre su experiencia acerca de lo que, poco a poco, Dios le iba descubriendo. El futuro santo llegó a decir que Dios probablemente lo habría asustado si le hubiera mostrado desde el principio todo lo que quería de él, con el esfuerzo y las dificultades que supuso la fundación de las Escuelas Cristianas y toda una vida dedicada a la educación de los hijos de los pobres. Al principio, cuando su amigo el padre Nyel le pide ayuda para iniciar una escuela gratuita en Reims, en 1679, Dios le mostró solamente una pequeña parte de lo que quería de él. Y así empezó todo. Llevado por su generosidad, se implicó en ayudar a su amigo en esa pequeña obra y acabó descubriendo que Dios quería que él iniciara otra fundación, mucho más grande, a la que dedicaría la totalidad de su vida y sus energías.
Dios sale a nuestro encuentro en el lugar donde estamos y, después, nos guía hacia sitios que quizá nunca imaginamos y a compromisos en los que jamás habíamos pensado como posibles. Y en eso no hay ningún engaño, sino una forma de hacer de Dios, que nos descubre poco a poco nuestro papel y nuestra misión, como hizo con San Juan Bautista de la Salle, que revolucionó la concepción de la enseñanza, fundó una congregación que dirige hoy más de mil colegios en todo el mundo y es considerado por la Iglesia como el patrono universal de los maestros.
Es verdad. La vocación es un compromiso con Dios. Si vemos el fracaso de otros, o si recibimos un mal ejemplo directo, todo eso nos duele, lo sentimos en el alma. Eso es algo totalmente normal. Pero cada uno debemos mirar, sobre todo, a nuestro compromiso personal con Dios, y no tanto a la persona que ha dejado determinado camino, o a la que nos da mal ejemplo, o nos parece que nos da mal ejemplo.
Santa Teresa de Lisieux cuenta en su autobiografía el impacto que sufrió en este sentido cuando, a los catorce años, viajó a Roma en una peregrinación para ver al Papa. La convivencia durante esos días era estrecha y, como su agudeza juvenil era grande, fue testigo de los defectos de los sacerdotes que viajaban con ella. Nada escapaba a su implacable mirada. Pero lo que agobia a los débiles, galvaniza a los fuertes. ¿Que la debilidad de los sacerdotes es a veces grande? Pues bien, precisamente por ellos será carmelita: "Comprendí mi vocación en Italia −escribiría tiempo después−. A nosotros nos corresponde, al Carmelo le corresponde conservar la sal de la tierra." La pequeña Teresa supo desde entonces afrontar de forma más madura las desilusiones que siempre produce el mal ejemplo.
Por otra parte, hemos de ser prudentes al formarnos una opinión sobre las actuaciones de las personas, pues solo Dios conoce el interior de cada una. Todos tenemos defectos, y nuestro deber es procurar superar los nuestros, no limitarnos a señalar los de los demás, escandalizarnos de ellos y concluir, finalmente, que eso devalúa nuestro compromiso con Dios. Por otra parte, como idea general, es mejor tender a fijarse en los buenos ejemplos de los demás. Si buscamos la referencia del buen ejemplo, del estímulo de otros que son mejores que nosotros, eso tirará hacia arriba de nuestra vida. Es verdad que también se puede aprender de lo que nos parece fracaso o mal ejemplo en otros, pero no debemos compararnos constantemente con otros menos generosos que nosotros para así sentirnos justificados en nuestra propia mediocridad. Sobre todo, porque siempre encontraremos gente peor que nosotros, salvo que seamos la persona más malvada del planeta.
Por supuesto. Me refiero a que no debemos entretenernos evaluando los errores o dificultades de otros, aunque a veces sean innegables y evidentes, si resulta que el verdadero problema de fondo es nuestra falta de generosidad. Podemos repasar una y mil veces la eterna lista de ejemplos de personas que abandonaron su camino, o de las que siguen en él pero de modo poco edificante, pero todo eso no debería enfriar nuestro diálogo vital con Dios.
Solo Dios puede juzgar la intimidad de un alma, y solo Él puede saber qué sucedió de verdad en la historia de una presunta infidelidad. Por eso, lo mejor es ocuparse cada uno, sobre todo, de la propia fidelidad. Cuando una persona piensa en casarse, no debe retraerse pensando en los muchos casos de roturas o fracasos matrimoniales que conoce, o de los que ha oído hablar, sino que debe fijarse, sobre todo, en cómo los matrimonios felices logran serlo. Y todos sabemos que eso depende mucho de cómo ambos se preocupan día a día de ser fieles a su vocación matrimonial.
Algo parecido sucedió a Jesucristo en su paso por la tierra: sabía lo que había que hacer, lo explicaba maravillosamente, pero se encontró con innumerables obstáculos. Los hombres se resistían a escucharle, le calumniaron, le persiguieron, le cargaron una cruz y lo mataron. También nosotros podemos sufrir el zarpazo de la incomprensión. No siempre, ni la mayoría de las veces, pero tampoco debería sorprendernos demasiado.
La institución en la que vivamos nuestra vocación y nuestra entrega es importante. Nos aporta seguridad, compañía, formación, ayuda espiritual, consejo. Pero lo más importante es que nos hemos comprometido con Dios en ese camino, y nuestra santidad pasa por esa institución, como la santidad de una persona casada pasa por la persona de su cónyuge. Pero siempre hay que tener claro que estamos comprometidos con Dios, que hemos de tener una relación diaria con Dios y que tenemos que ser amigos de Dios.
Lógicamente, ese peligro existe. Igual que en el matrimonio existen los celos, o el protagonismo personal, el egoísmo, o muchos otros posibles defectos que deterioran la convivencia familiar o la relación con otros, en las instituciones de la Iglesia también hay que estar en guardia ante posibles relajaciones, envidias, celos, exclusivismos o cualesquiera de las otras múltiples formas que puede tomar la soberbia o la falta de rectitud, y que también se pueden presentar en los superiores diocesanos o en los obispos.
Como señaló el entonces Cardenal Ratzinger, existe también el riesgo de exagerar el mandato específico que tiene origen en un carisma particular, y vivir entonces la experiencia espiritual a la cual se pertenece, no como una de las muchas formas de existencia cristiana, sino como si fuera la más perfecta expresión del mensaje evangélico, y eso sería un error grave.
Todos esos peligros son riesgos ligados a la soberbia humana, bastante elementales por otra parte, de los que todos debemos procurar guardarnos, y sobre los que han procurado alertar con contundencia casi todos los grandes fundadores a lo largo de la historia. Leyendo los testimonios de quienes han promovido las obras que más gloria han dado a la Iglesia, siempre se encuentran esas recomendaciones, que insisten en la importancia de que los deseos de crecimiento y extensión de esas fundaciones estén siempre basados en la caridad y en el servicio a Dios y a las almas, sin conceder protagonismo al propio desarrollo, y sabiendo alegrarse de que haya muchos otros que trabajen en servicio de Dios, y deseando que esos otros obtengan cada vez más y mejores frutos.
Tienes que verlo suficientemente claro; si no, no debes seguir adelante. Pero debes hacerlo con toda la honestidad que te sea posible, considerando si esa falta de claridad que sientes se debe a que no es tu camino, o bien a que has seguido ese camino sin el empeño necesario. No dejes de considerar que muchos planes de Dios han quedado sin realizarse por una falta de generosidad enmascarada en un "no lo veo claro". Muchas personas han dejado de recibir ayuda porque quienes estaban llamados por Dios a una mayor entrega no fueron sensibles a esa llamada, que casi nunca es rotunda ni apantallante.
Si esa desconocida adolescente albanesa llamada Ganxhe Bojaxhiu no hubiera respondido que sí a Dios cuando le pidió ser monja −y pasó a ser la Madre Teresa−, o cuando después le pidió esa otra "llamada dentro de la llamada", si no hubiera dicho que sí, hoy millones de manos necesitadas se alzarían inútilmente sin encontrar respuesta, porque no habría existido la Madre Teresa de Calcuta ni la institución que ella fundó.
Y si Maximiliano Kolbe se hubiera dejado vencer por la crisis que, en 1910, le empujaba a abandonar el seminario franciscano en el que se encontraba, el mundo no habría tenido su ejemplo heroico de santidad en Auschwitz en 1941, ni tampoco la institución que fundó y que hoy atiende a cientos de miles de personas en todo el mundo. Es bastante natural tener dudas, y que esas dudas se disipen con la ayuda, a veces inopinada, de otras personas. En el caso de Maximiliano Kolbe, fue una visita imprevista de su madre al seminario. El chico estaba decidido a explicar a su madre sus dudas y su deseo de dejar el camino franciscano para seguir la carrera militar, pero, antes de que lo hiciera, ella le habló con tanta ilusión de la vocación de sus otros hijos, que el pequeño Maximiliano se encontró fortalecido por el entusiasmo de su madre y aquello disipó sus dudas y acabó siendo un gran santo, hoy patrono de Europa.
Como decía Benedicto XVI a un grupo de jóvenes en Cracovia en 2006, "el miedo al fracaso a veces puede frenar incluso los sueños más hermosos. Puede paralizar la voluntad e impedir creer que exista una casa construida sobre roca. Puede persuadir de que la nostalgia de la casa es solamente un deseo juvenil y no un proyecto de vida. Como Jesús, decid a este miedo: "¡No puede caer una casa fundada sobre roca!". Como San Pedro, decid a la tentación de la duda: "Quien cree en Cristo no será confundido". Sed testigos de la esperanza, de la esperanza que no teme construir la casa de la propia vida, porque sabe bien que puede apoyarse en el fundamento que le impedirá caer: Jesucristo, nuestro Señor".
Alfonso Aguiló, en interrogantes.net.
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