El de la maternidad es un misterio transformador de una magnitud descomunal que genera la energía y la confianza que nos permiten crecer
Los tres nacimos seguidos: soy el mayor y tenía dos años y medio cuando llegó mi hermana. Así que me resulta fácil imaginar una escena a la que mi madre se refirió por primera vez hace sólo unos cuantos meses y que sigue evocando ensoñadoramente desde la altura de sus ochenta. Lo dice con una sonrisa peculiar y en tono alegre y como de excusa a la vez: «Tiña que traballar, que facer mil cousas na casa, pero quedábame alí mirando para vos, canto me gustaba vervos durmir! Non podía arrincarme da vosa beira!». El de la maternidad es un misterio transformador de una magnitud descomunal que genera la energía y la confianza que nos permiten crecer.
Lo conté en otro sitio hace ya… decenios. Cuando nos despedíamos mi madre lloraba de un modo tan tremendo que parecía que se le iba a desfigurar el rostro para siempre, y, para evitarlo, le agarraba la cara con las manos, como si pudiera impedir así la fuga de sus rasgos, como si pudiera sujetar aquellas facciones que pretendían descomponerse, dispersarse cada una por su lado. Inútil. Hasta que cierta vez, en el aeropuerto, saqué el pañuelo le sequé las lágrimas y entonces frenó el llanto en seco, preocupada de si tenía otro pañuelo, y de que mi padre me diera el suyo, porque no iba a marcharme con el pañuelo así… Utilicé ese mismo truco a menudo: si la necesitamos, arrincona de inmediato su dolor. Y ella siempre sabe cuándo la necesitamos. A veces me resulta difícil discernir si no se atreve a preguntar o si no pregunta porque ya sabe y prefiere ayudar desde fuera, como si no se diera cuenta, quizá sólo rezando.