Amar tiene mucho que ver con perdonar; por poco conscientes que seamos sabemos que estamos llenos de límites, de miserias y de pecado
Me llama la atención lo justicieros que somos y lo poco que reconocemos nuestras injusticias y pecados. Lo que nos cuesta perdonar. Tengo que ver mi pecado y no sólo el de los demás. Solía decir el beato Álvaro del Portillo, cuando le contaban que algo no iba bien en alguno de sus hijos, o en alguna de las instituciones que de él dependían, que la culpa era suya. Y era suya porque él mismo tenía que ser mejor, rezar más o estar más pendiente de ese asunto.
La mañana del Viernes Santo nos sitúa ante Cristo clavado en la Cruz, y allí, frente a la gran injusticia dice: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen". Ningún gesto de rebelión, de protesta. Ninguna reivindicación. ¡Esta es mi hora! Me hago pecado, asumo el pecado de los hombres y lo cargo sobre mis hombros. Perdono y pido a mi Padre que les perdone. Esto sólo lo puede hacer Él. Perdonar así es algo divino. Es una gran lección que los humanos debemos aprender.
No un perdón prepotente como el que recoge la conversación de Oskar Schindler con Amon Goeth en la película La Lista de Schindler: "Poder es cuando tenemos justificación para matar y no lo hacemos. (...) Es lo que tenían los Emperadores. Un hombre roba algo, le conducen ante el Emperador. Se echa al suelo ante él e implora clemencia; él sabe que va a morir. Pero el Emperador le perdona la vida, a ese miserable y deja que se vaya. Eso es poder". Es un perdón de corazón que nace del amor. El amor verdadero no solo perdona, asume la responsabilidad y las consecuencias de la ofensa. Procura reparar los daños causados y hacer mejor al que ha ofendido. Y esto tiene un precio, no se produce sin sacrificio.
Amar tiene mucho que ver con perdonar. Por poco conscientes que seamos sabemos que estamos llenos de límites, de miserias y de pecado. Nosotros y los demás. "El que esté libre de pecado que tire la primera piedra" les dice Jesús a los fariseos y publicanos que condenan a la mujer. "Nadie te ha condenado"… "Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más". No podemos ir de fariseos por la vida reprochando los defectos de los demás sin ver los nuestros. Es muy fácil condenar. Pero hay que llegar a más. Comprender, ponernos en la piel del otro, intuir el por qué de ese comportamiento y desde esa comprensión hacerle mejor.
El perdón es fundamental en la vida familiar como afirma el Papa: "No existe un matrimonio saludable ni familia saludable sin el ejercicio del perdón. El perdón es vital para nuestra salud emocional y sobrevivencia espiritual. Sin perdón la familia se convierte en un escenario de conflictos y un bastión de agravios. Sin el perdón la familia se enferma". Primero tener la capacidad de detectar mis fallos, egoísmos, debilidades, y desde ahí perdonar. Pedir perdón al cónyuge, a los hijos, cuando me he equivocado. Eso no me quita autoridad, me la da. Incluso, por la paz familiar, no pasa nada por ceder en algo que pensamos que tenemos razón. Es más importante la armonía, la concordia, que llevar la razón.
Comprender, olvidar los agravios pasados. Saber valorar lo que tienen de bueno los demás, aunque no salga de mí. Esto les vendría muy bien a los políticos. Corregir al que se equivoca sin ira, con mansedumbre. Unir esfuerzos para conseguir metas comunes.
Volvamos al Gran Perdonador, al especialista en perdonar. Dios es amor y por eso es perdón. Perdona de un modo especial. La misericordia de Dios aceptada nos renueva. Sana nuestras heridas, lleva al arrepentimiento. Saca lo mejor de nosotros. Si aprendemos de Él podremos convertirnos en sanadores. En personas que hacen mejores a los suyos. ¡Esto sería precioso!
Me impresionó la confesión de Guillermo, entonces estudiante de arquitectura, a Juan Pablo II, en el encuentro con jóvenes de Cuatro Vientos, en mayo de 2003: "Cuando mis padres perdonaron a los asesinos de mi hermano, su testimonio se grabó a fuego en mi corazón. Desde entonces tengo la convicción de que la Virgen ha intercedido de una forma muy especial por mi familia. La muerte de mi hermano supuso un gran cambio para mí. Mi familia se unió como una piña, y gracias al ejemplo de mi madre, comencé a ir a Misa todos los días antes de clase. Lo necesitaba. Había descubierto que Jesús es el mejor amigo, del que nadie me puede separar. Vi también que necesitaba la fuerza interior que me da la Eucaristía. Fueron tiempos duros, Santidad, pero la comunión diaria, y el testimonio cristiano de mis padres mantuvieron a flote mi esperanza".