Mons. Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei, celebra el Triduo Pascual en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz (Roma). Actualizaremos progresivamente este artículo con sus homilías
Santa María de la Paz, 18 de abril de 2019
Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115; 1Cor 11, 23-26; Jn 13, 1-15
1. En la primera lectura de la Misa, hemos recordado la institución de la Pascua judía, que conmemoraba la liberación del pueblo de Israel de la esclavitud a que estaba sometido en Egipto. Siglos después, Jesús escogió precisamente los días en que se hacía memoria de esta liberación para, durante la Última Cena, celebrar su Pascua instituyendo la Eucaristía. Es lo que relata san Pablo en la segunda lectura. Las palabras que Cristo pronunció aquella noche, y que los sacerdotes repetimos en cada Misa, convirtieron el pan y el vino, en su Cuerpo y su Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros… Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre” (1 Co 11, 24-25). ¿Qué relación tiene todo esto con nuestra propia vida? ¿No sucedió demasiado lejos de aquí, demasiado lejos de nuestros problemas?
2. Estamos comenzando el Triduo Pascual. Vosotros habéis venido a Roma para vivir, con mayor intensidad, estos tres días que son los más importantes del año para un cristiano. La liberación del pueblo de Israel, bajo la guía de Moisés, fue una imagen de lo que después significó la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús para toda la humanidad. Por eso, tiene que ver con cada uno de nosotros. En la esclavitud a la que estaba sometido el pueblo judío, podemos ver una imagen de la esclavitud a la que somete el pecado. Y, en la libertad de Israel se anunciaba de algún modo una libertad nueva y más alta: la libertad de los hijos de Dios, que nos gana, a cada uno, la gracia de Jesucristo.
3. Pero podemos hacernos otra pregunta: ¿De verdad necesito ser liberado? ¿Es que no hago normalmente lo que quiero? San Pablo, que desde muy joven buscó a Dios por caminos incluso contrarios al cristianismo, escribió: “Querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra, no. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7, 18-19). Es la experiencia de la falta de fuerzas para hacer todo el bien necesario. Chesterton, con su característico humor inglés, constatando esta debilidad del hombre, decía que la acción del pecado en nosotros es la parte de la doctrina cristiana que incluso podría demostrarse científicamente. Necesitamos que Jesucristo cure definitivamente nuestra propia libertad; y es en la Cruz donde nos ha conseguido la liberación más profunda: la liberación del pecado, que nos purifica el alma para que podamos descubrir nuestra verdadera identidad de hijos de Dios.
4. La Eucaristía “es el sacrificio de la Cruz que se perpetúa por los siglos” (Ex. ap. Ecclesia de Eucharistia, n. 11). En cada Santa Misa, cuya institución celebramos hoy, se hace presente en forma sacramental ese sacrificio de salvación. Por eso, la libertad que nos ganó Cristo con su Pasión, Muerte y Resurrección no está lejos, ni en el tiempo ni geográficamente; a la vez, la Eucaristía es ya prenda de vida eterna. Como explica san Josemaría: "Comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo" (Conversaciones, n. 113).
5. La libertad que nos ganó Cristo la podemos experimentar en la fuerza que se nos comunica especialmente a través de los sacramentos. Como escribió hace siglos un Padre de la Iglesia, cuando los primeros cristianos se reunían para celebrar la Eucaristía, en medio de muchas persecuciones, allí estaba verdaderamente presente el signo de la libertad (Ireneo de Lyon, Adversus Haereses, IV, 18, 2). Esta noche, al visitar a Jesús sacramentado en las iglesias de Roma, podemos pensar: en la Eucaristía está mi verdadera libertad.
Esta noche, en la que recordamos también la institución del sacerdocio y el lavatorio de los pies de los apóstoles, pidamos a nuestra Madre Santa María que nos ayude a contemplar, admirar, agradecer y vivir con fe y amor nuestro encuentro con Jesús en la Eucaristía. Así sea.
Santa María de la Paz, 19 de abril de 2019
Is 52, 13-15; 53, 1-12; Sal 31; Hb 4, 14-16; 5, 7-9; Jn 18, 1-40; 19, 1-42
En el relato que hemos leído de la Pasión, escrito por san Juan, testigo presencial de los hechos, encontramos cuatro escenas en las que podemos escuchar palabras pronunciadas directamente por Jesús: en el huerto de los olivos, interrogado en casa de Anás, durante las conversaciones con Pilatos y, finalmente, desde la Cruz. Los Evangelios recogen muchos momentos en los que Dios hecho hombre habló nuestro lenguaje: desde aquella primera conversación con su Madre, cuando solo tenía doce años, hasta el largo discurso de despedida en la Última Cena. Tenemos sermones, parábolas, explicaciones, que siempre nos dirán cosas nuevas. Sin embargo, las palabras que salen del corazón de Jesús en la Cruz nos llegan especialmente. Esta vez quisiera fijarme en una de esas frases: Tengo sed (Jn 19,28).
1. Desde el punto de vista físico, con el cuerpo destrozado como lo tenía Jesús, la sed seguramente habría llegado mucho tiempo antes. Además, probablemente, no había comido ni bebido desde que fue apresado. Y sobre todo sabemos que, minutos antes de ser crucificado, le habían ofrecido una bebida narcótica para mitigar un poco los dolores, pero Cristo no la tomó (Mt 27,34; Mc 15,23). ¿Por qué ahora, ya clavado al madero por amor a nosotros, a pocos instantes antes de morir, vuelve Jesús a manifestar su sed?
Por un lado, nos lo dice el mismo san Juan: Para que se cumpliera la Escritura (Jn 19,28). Son momentos en los que Jesús había querido cargar con nuestros pecados, con nuestros sufrimientos, con nuestras debilidades. El Evangelio nos dice que el Señor, al decir tengo sed, sabía que todo estaba ya consumado (cfr. Jn 19,28). En esos momentos de máximo dolor, Jesús pensaba en cada uno de nosotros. Por eso, santo Tomás de Aquino comenta que con esa sed intensísima, de quien está casi completamente deshidratado, Jesús quiso manifestar su ardiente deseo de salvarnos (cfr. Super Ioan., cap. 19, l. 5). En otras palabras: esa sed de quien está entre la vida y la muerte es la imagen de cuánto nos quiere Jesús, de cuánto quiere que le abramos nuestro corazón. Es difícil escuchar esas palabras, comprender su sentido, y pasar de largo. Aprovechemos esta Semana Santa en Roma, en donde podemos incluso admirar algunas reliquias de la Santa Cruz, para dejarnos interpelar por esas palabras de Cristo. Que en el fondo de nuestra alma podamos decir: ¡Jesús, verdaderamente quiero saciar un poco tu sed! ¡Jesús, ayúdame a corresponder a tu amor!
2. Nos habíamos preguntado: ¿Por qué Jesús manifestó su sed? El Evangelio de san Juan nos deja otra escena en la que el tema de la sed de Cristo también es central: cuando, cansado del camino, Cristo pide agua a una mujer samaritana. Si leemos el pasaje completo nos damos cuenta de que Jesús está pensando en la salvación de aquella mujer. La sed del Señor es una sed que solo es saciada con la paz del alma que se encuentra en su camino. La escena termina con la conversión de la samaritana. Y no solo eso; después, ella vuelve a su ciudad, diciendo: Venid y ved a un hombre que me ha dicho cuanto hice. ¿No será este el Cristo? (Jn 4,29). La sed de Jesús transformó rápidamente en apóstol a una mujer que ni siquiera compartía completamente la fe de Israel.
La sed de Cristo se extiende a todos por igual, también a los que no lo conocen todavía o a quienes están un poco alejados: desde la Cruz es imposible ver a las personas de manera superficial. La sed de Jesús se extiende a nuestros amigos, a nuestras familias, a todas las personas que nos rodean. Es significativo que la inscripción que hace poner Pilato sobre la Cruz, como causa de la condena, fue escrita en los tres idiomas principales de aquel tiempo: hebreo, latín y griego. Es una imagen del amor de Cristo en la Cruz, que no se puede contener en una sola lengua.
Estamos aquí personas de lugares muy distintos, pero a todos la Cruz de Cristo nos habla por igual. Decía san Josemaría: "Desde la Cruz ha clamado: sitio!, tengo sed. Sed de nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos llevar hasta Él" (Amigos de Dios, n. 202). Nos encontramos aquí, en esta celebración litúrgica, porque Dios ha querido tenernos un poco más cerca. Agradezcamos al Señor que nos haya llamado para esta gran tarea de saciar su sed, a pesar de todas nuestras debilidades.
3. Dentro de unos minutos tendremos la Adoración de la Cruz; acompañemos ese gesto de arrodillarnos y besarla con un fuerte deseo interior de no olvidar lo que Jesús ha hecho por nosotros. Que las imágenes que vemos de la Cruz a lo largo de nuestra jornada, en nuestra mesa de trabajo, en nuestra habitación, en un cuadro, nos recuerden esas palabras de Cristo que hemos meditado −Tengo sed− y la tarea de llevar hacia el Señor a las personas con las que nos encontramos en el camino. Para todo esto pedimos ayuda a María, nuestra Madre, que escuchó directamente las palabras de Jesús. Nos conforta la convicción que, de la misma manera como nunca se separó de su Hijo, ni siquiera en los momentos más difíciles, tampoco se separa nunca de nosotros. Así sea.
Santa María de la Paz, 20 de abril de 2019
Evangelio (ciclo C): Lc 24,1-12
1. El Evangelio que acabamos de escuchar señala la hora aproximada en la que las mujeres corrieron hacia el sepulcro: “muy de mañana” (Lc 24,1). Había muerto Jesús, a quien tanto amaban; había sido crucificado quien, desde que lo encontraron, había llenado de sentido la vida de cada una. El mundo para estas mujeres, repentinamente, había vuelto a ser un lugar vacío y confuso. Las últimas noches quizá habrían tenido miedo de ser descubiertas como seguidoras de aquel a quien condenaron a muerte. A estos momentos difíciles, el Papa durante la Vigilia Pascual del año pasado los llamó “las horas del discípulo enmudecido”. Y esa puede ser quizá la misma sensación que tendremos también nosotros si estamos un poco alejados de Dios o si nos parece que los problemas de nuestra familia, de la Iglesia o del mundo son demasiado grandes; en fin: si nos invade algo de inseguridad.
Sin embargo, en el Pregón pascual nos hemos unido a la exclamación de toda la Iglesia: Haec nox sicut dies illuminábitur. Esta noche será clara como el día. Sin que dependa de nuestras fuerzas, llega una luz a disipar las tinieblas, de la misma manera que el fuego del cirio pascual, imagen de Cristo, poco a poco a través de las velas, devolvió la luz a esta iglesia de Santa María de la Paz.
“Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más” (Rm 6,9), nos dice san Pablo en la epístola que hemos leído. Por eso, las mujeres que se acercaron al sepulcro, después de tantas horas de soledad, pueden estar tranquilas: Jesús nunca las va a abandonar. Y eso es lo hace que esta noche brille más que cualquier otra. No existe oscuridad que la resurrección de Cristo no pueda iluminar. No existe ninguna preocupación tan grande que nos haga olvidar que Cristo es más fuerte que el mal, el pecado y la muerte. Como escribió san Josemaría: “Jesucristo vence siempre” (Forja, n. 660). Podemos preguntarnos: ¿recuerdo con frecuencia la resurrección del Señor, que es fundamento de nuestra fe? ¿Soy consciente, en medio de mis dificultades personales, que Cristo vive y está cerca de mí?
2. Jesús vive. Esto es lo que los ángeles ayudan a comprender a las mujeres que acudieron al sepulcro. “¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?” (Lc 24,6). En ese momento, quizá las palabras del Maestro acuden a su recuerdo, las relacionan con lo que veían y hacen suya la verdad del anuncio: Jesús está vivo. Entonces cambia completamente su actitud: de estar “enmudecidas”, como si no tuvieran nada dentro para compartir, pasan a rebosar de alegría. Cambian, como dice el profeta Isaías en una de las lecturas, su corazón de piedra por un corazón de carne (cfr. Ez 11,19), por un corazón que piensa inmediatamente en los demás. Necesitan correr. No pueden aguantar un segundo más sin comunicar esta noticia a los apóstoles. Pidamos al Señor que esta Pascua sea para nosotros lo mismo que fue para aquellas santas mujeres. Que encontremos en Cristo resucitado la alegría para despertar a la felicidad a las personas que nos rodean. Dios cuenta con nuestra vida para disipar el miedo de quienes, por una razón u otra, dudan de la fuerza de Jesús para vencer la muerte y el mal.
¿Y cuál es la primera reacción de los apóstoles? ¿Cómo reaccionan esos hombres que, con el tiempo, tendrán el valor de ir por todo el mundo anunciando la resurrección de Jesús hasta el martirio? Curiosamente, ellos creen que las mujeres desvarían (cfr. Lc 24,11). Así de profundo era su desánimo. Piensan que es imposible que eso haya sucedido. Pero Cristo resucitado destruyó todos los cálculos pesimistas. Al poco tiempo estaban hablando de Jesús abiertamente en sus casas, en sus trabajos, en las plazas públicas. Con los años irían por muchos caminos hasta llegar también a Roma, desde donde se expande la noticia de la Resurrección a todo el mundo conocido, ciertamente con muchas dificultades y persecuciones.
Haec nox sicut dies illuminábitur. Habíamos dicho, uniéndonos a toda la Iglesia en el Pregón pascual, que esta noche será clara como el día. Esta noche no es noche. Llenémonos de alegría como la de aquellas mujeres porque Jesús está vivo, porque nunca más estaremos solos. Llenémonos de una alegría como la de los apóstoles, que se renueve cada día, y que nos permita llevar el mensaje de la Resurrección, desde Roma, a todos los rincones del mundo, especialmente a las personas que tenemos más cerca. A san Josemaría le gustaba pensar que la primera persona a la que Cristo resucitado habrá visitado es a su Madre. Pidámosle a María que, cuando esté por aparecer el desánimo en nuestro camino, cuando nos llegue “la hora del discípulo enmudecido”, nos recuerde que Jesús vence siempre. Así sea.
Fuente: opusdei.org.
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